Fotografía de Fernando Llano / AP
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Cualquier ejercicio de proyección de los escenarios políticos que se despliegue para el caso venezolano va a encontrarse con una dificultad predictiva.
La razón es que bajo ningún escenario las variables relevantes están bajo el control ni del gobierno ni de la oposición. La otra causa es que los escenarios más probables no son intrínsecamente los más estables. La dinámica plantea una serie de paradojas con la que se enfrentan permanentemente todos los actores políticos, tanto internos como externos, que actualmente están lidiando con la profunda crisis económica, social e institucional del país. Este trance también promueve distintos tipos de inconsistencias por parte de estos mismos actores, que en muchos casos conlleva a posturas irracionales, lo cual complejiza aún más la utilidad de cualquier esfuerzo prospectivo.
Varios ejemplos permiten ilustrar la situación. Maduro puede desear ser reelecto para otro periodo presidencial –así sea ilegítimamente–, pero la decisión de la comunidad internacional de reconocerlo escapa totalmente a su ámbito de influencia. Maduro puede prometer que una vez reelecto va a modificar su política económica para evitar los errores que llevaron al chavismo a quebrar la economía venezolana y a colapsar la industria petrolera; pero aun si lo hace, el financiamiento externo que requiere para darle credibilidad a un potencial programa de estabilización es de tal envergadura, que la posibilidad de implementarlo depende exclusivamente de la voluntad de los organismos multilaterales e incluso de la decisión de los chinos de desembolsar los recursos necesarios para enfrentar este conjunto de reformas. Maduro puede ordenar, debido a su férreo control sobre las autoridades electorales, que se cumpla la fecha de realización de los comicios presidenciales del 20 de mayo, pero lo cierto es que, así como esos comicios fueron pospuestos en abril, si los cuadros internos de la coalición oficialista se mantienen descontentos y si así lo desearan, podrían nuevamente ejercer suficiente presión como para postergar su realización.
Lo mismo ocurre con la oposición. Los partidos políticos de la unidad pueden exigir elecciones libres, pero el cambio en las condiciones electorales pareciera ir más allá de su propia voluntad de acción. Declarar fraude, dejar de postular candidatos y llamar a la abstención no garantiza absolutamente nada. Algo parecido sucede con el tema internacional. La oposición en el marco de la unidad puede llamar a aislar al gobierno internacionalmente, a escalar sanciones económicas e individuales, pero aún si eso ocurriese, las posibilidades de que este tipo de castigos produzca un quiebre definitivo en la coalición oficialista son bastante inciertas. Nueve meses después del inicio de la primera ola de sanciones, los castigos no parecen haber tenido los efectos políticos esperados, pues el impacto de estas medidas dependen estrictamente de las reacciones de diversos factores domésticos relevantes y no solo de sus consecuencias financieras, económicas y sociales.
Estos resultados tan decepcionantes son curiosamente consistentes con la evidencia empírica internacional que muestran cómo las sanciones rara vez generan una crisis de ingobernabilidad definitiva que conlleve a cambios de regímenes y cómo tan sólo en algunos casos, cuando están bien coordinadas globalmente, pueden inducir a procesos de negociación y a ciertos cambios de comportamiento, como fue el caso de Irán, Birmania, Libia o Sudán. En el caso venezolano, los niveles de coordinación internacional son muy altos, especialmente entre los Estados Unidos, Europa y la mayor parte de los países latinoamericanos, por lo que es más probable que estas presiones induzcan a una nueva negociación y concesiones parciales sustantivas que a un colapso final del régimen político venezolano.
Esta realidad pareciera indicarnos que la capacidad de la oposición de imponerse por la vía exclusivamente electoral o internacional es mucho más limitada de lo que se hubiese anticipado algunos meses atrás. O, en todo caso, esta misma situación comienza a señalarnos que, más importante que las probabilidades asignadas a un determinado escenario, es la capacidad de coordinación de la oposición para jugar en varios tableros simultáneamente, que es lo que a fin de cuentas puede determinar la efectividad para precipitar un cambio político definitivo en el país. Una capacidad de coordinación que en los actuales momentos es inexistente.
Tres son las variables, más allá de la interacción entre gobierno y oposición, de las cuales depende tanto la materialización como la estabilidad de todos los escenarios en Venezuela: la cohesión interna del chavismo, la credibilidad de un escalamiento de las sanciones internacionales y el acceso al financiamiento externo.
La estabilidad de todos los escenarios, incluso uno en el que Maduro decida quedarse en el poder, va a depender exclusivamente de si puede superar los escollos que estas tres variables terminan planteando:
1. ¿Alguno de los factores de poder dentro de la coalición oficialista va a vetar o no la materialización de un resultado político que afecte sus intereses tanto en el corto como en el largo plazo?
2. ¿Induce o no el escenario a los Estados Unidos y a la Unión Europea a continuar aislando económica, financiera y políticamente a Venezuela?
3. ¿Genera el escenario las condiciones institucionales para que los organismos multilaterales (y también los chinos) estén dispuestos a financiar la estabilización macroeconómica y la reconstrucción de la industria petrolera?
La viabilidad de cualquier escenario será ineludiblemente medida contra estas tres preguntas. Si alguno de los escenarios potenciales no pasa el “baremo” de estas interrogantes, entonces es sencillamente inestable aun si llegase a producirse.
Es por eso que un escenario como la reelección ilegítima de Maduro –que puede ser considerado el más probable– es, sin duda, el más inestable de todos. Y otros que lucen muy poco probables, como el de las elecciones libres, siendo poco plausibles, pueden ser considerados, fácilmente, los más estables. En cambio, hay escenarios intermedios (como la implosión del chavismo o una transición electoral a través de un tercero) que, aun siendo menos probables que la reelección de Maduro, son también más estables, aunque son a su vez mucho más probables que la deseada materialización de unas elecciones libres. Esta incertidumbre sobre el futuro venezolano es precisamente lo que obliga a los distintos actores, tanto nacionales como internacionales, a realizar un cálculo que involucra un intercambio entre lo que es más probable frente a lo que es más estable, pero también entre lo que es más deseable y aquello que es más viable.
Por si fuera poco, la dimensión temporal para determinar la probabilidad de ocurrencia de los diferentes escenarios también importa. El 20 de mayo es sin duda un parterrayo. Si llegara a darse la elección presidencial para esta fecha, tal como hoy pareciera que pudiese ocurrir, los escenarios que hablan de elecciones libres o de una implosión del chavismo pasan a ser un conjunto vacío, al menos en el corto plazo. En efecto, con la realización de las elecciones, los resultados políticos pasan a ser binarios: o se reelige a Maduro o hay una transición porque gana un tercero (en este caso, Falcón) aun sin condiciones electorales. Esta es la principal causa por la que esta dimensión temporal del análisis de los escenarios termina siendo un verdadero hito: marca un antes y un después y termina descartando algunas de las tantas posibilidades que pudieran darse en Venezuela.
La fecha electoral de mayo, al igual que aquélla que también había sido aprobada por la inefable Asamblea Constituyente para antes de abril, sigue siendo una proposición extremadamente problemática si no viene acompañada de unos acuerdos mínimos que garanticen la legitimidad internacional de estos comicios.
Una reelección ilegítima de Maduro plantea unos riesgos tan altos para todos los actores relevantes que lo sostienen, que sus costos pueden llegar a ser prohibitivos. La reelección de Maduro, en el fondo, termina trasladando todos los costos de su ilegitimidad al resto de los factores de poder de la coalición oficialista, a cambio de unos beneficios inciertos que están muy concentrados en un círculo interno cada vez más restringido. Esta es su mayor fuente de inestabilidad.
El presidente Rómulo Betancourt resumía este tipo de disyuntivas históricas en torno al bizarro pragmatismo de los agentes de poder que circundan a los sistemas autoritarios, afirmando que los aliados son leales hasta que un buen día dejan de serlo. Ésta era la manera criolla de Betancourt de subrayar lo sorpresivo, pero también lo tremendamente transaccional que terminó siendo la política venezolana durante las tres décadas posteriores a la muerte de Gómez.
Si Maduro no es capaz de garantizarles una clara legitimidad a los distintos factores de poder que más temen las sanciones internacionales –condición que hasta ahora no está presente–, aunque logre imponer la fecha, va a tener que luchar desesperadamente por su propia estabilidad, pues los costos y los riesgos asociados a este escenario son verdaderamente altos.
Es evidente que el gobierno puede hacer prevalecer sus preferencias, pues tiene el control institucional y la capacidad de represión para hacerlo, tal como lo hizo en agosto del año pasado cuando impuso la Asamblea Constituyente, pero sería cuestión de meses antes de que el país entrara en otro periodo de altísima inestabilidad. Este primer escenario, aunque es el más probable, da la impresión de que no pasa el baremo de la cohesión interna del chavismo ni el potencial escalamiento de las sanciones ni garantiza el acceso a los recursos financieros externos. Es por eso que no es posible descartar que las elecciones del 20 de mayo terminen siendo pospuestas nuevamente por las propias presiones oficialistas, y que Maduro se vea obligado a volver a ganar tiempo tratando de improvisar una nueva ronda de negociación.
Ahora bien, si Maduro termina imponiendo la fecha de la elección, también existe la posibilidad que Falcón gane aunque no estén dadas las condiciones electorales. La probabilidad de ocurrencia de este otro escenario es claramente menor. Las encuestas dan a Falcón 8 puntos en promedio de ventaja frente a Maduro. Una vez que se controla por aquellos electores que están seguros de ir a votar, esta diferencia prácticamente se evapora. Falcón, para inmunizarse frente a los efectos más negativos de la abstención opositora, así como del condicionamiento social del voto provocado por el carnet de la patria, tendría que duplicar la diferencia entre los votantes dispuesto a acudir a las urnas a 16 puntos en las encuestas.
Este resultado va a depender exclusivamente de una campaña electoral que esté magníficamente bien ejecutada, algo así como la campaña unitaria de Capriles del 2013 que, en poco menos de un mes, redujo la ventaja de 20 puntos con la que contaba un ungido Maduro después de la muerte de Chávez. Para ello, Falcón necesita un apoyo formal de la Unidad (al menos de una parte representativa) y también requiere de un mensaje que le permita conectarse emotivamente con todos los venezolanos descontentos.
Lamentablemente, Falcón hasta ahora no ha logrado ninguno de estos objetivos, pues la campaña no ha tenido mayor impacto y tampoco ha sido capaz de movilizar masivamente ni a la base opositora ni al chavismo inconforme. La evolución de la mayoría de las encuestas más bien muestra a un Maduro que permanece estable, al igual que Falcón, mientras que el único que sube es un evangelista como Bertucci que ha terminado por restarle votos potenciales al exgobernador de Lara.
Si Falcón logra efectivamente dar un vuelco a la campaña y si también modifica su estrategia política, entonces quizás algunos factores descontentos del chavismo comiencen a ver su posible triunfo como un mecanismo de salida atractivo frente a un nefasto escenario de continuismo, que tendría para ellos unos costos extremadamente altos. Este escenario, en caso de que llegase a materializarse, lograría superar las tres preguntas del baremo y, evidentemente, el país entraría rápidamente en un proceso de transición tanto política como económica.
¿Qué podría ocurrir si las elecciones fuesen pospuestas? Esta posibilidad abre dos escenarios potenciales: uno en el que comienza a implosionar el chavismo y otro en el que se abre una nueva negociación internacional que podría facilitar la realización de unas elecciones libres. La posposición de la fecha sería considerada como una derrota política para Maduro. La suspensión pasaría a mostrar a toda su base de apoyo que efectivamente enfrenta serias restricciones internas y que, por lo tanto, no está en capacidad de seguir aspirando a la reelección presidencial. La postergación de la fecha también se convertiría en una derrota para Falcón.
Esta coyuntura ineludiblemente llevaría al chavismo a plantearse una sucesión presidencial que, muy probablemente, ante la ausencia de un liderazgo fuerte, sería un proceso conflictivo, desordenado e incluso violento. En un escenario de esta naturaleza es posible que observemos una alternabilidad dentro del chavismo sin que necesariamente eso implique una transformación radical de las condiciones electorales para la oposición, pero sí el inicio de un proceso de liberalización política que incluya la legalización de los partidos y la liberación de los presos políticos. Este escenario probablemente superaría el baremo de las restricciones creadas por la coalición oficialista y, si es visto como políticamente estable, quizás encuentre mayor disposición de financiamiento de algunos actores internacionales como los rusos y los chinos. En cuanto a las sanciones, las mismas probablemente no escalen, y quizás sean relajadas, pero tampoco serán removidas hasta tanto el país no logre reinstitucionalizar su democracia.
La otra posibilidad es que se abra un nuevo proceso de negociación internacional que conlleve a elecciones libres. Este proceso será radicalmente diferente al que hemos visto en el pasado, en particular en Dominicana, pues el chavismo asistirá a este proceso de negociación en búsqueda de una amnistía a cambio de concesiones irreversibles en el sistema electoral y también aceptando reformas institucionales que garanticen la restauración del funcionamiento del Estado de derecho. El chavismo no acudirá a esta nueva ronda de negociaciones con miras a quedarse en el poder, sino con miras a obtener beneficios que impidan su persecución judicial y que le permita, como en la revolución sandinista, poder volver al poder pocos años más tarde.
Sin embargo, este escenario es sólo plausible si los factores de poder real dentro del chavismo, sobre todos los que desean controlar la sucesión o los que se sienten amenazados por las sanciones, obligan al gobierno a actuar de esta forma, algo que parece poco probable. El chavismo siempre va a preferir el escenario alterno de producir una sucesión dentro de sus propias filas, precisamente para evitar tener que entrar en una negociación con estas características. En caso de que llegase a materializarse la negociación, debido a la presión interna e internacional, este escenario podría superar positivamente todas las preguntas del baremo.
Es indudable que las condiciones de cambio político en Venezuela son muy grandes: el país ya tronó. El gobierno solo le queda bloquear cualquier salida, tanto del frente opositor (dividiéndolos) como de sus propias entrañas (purgándolos).
Sin embargo, tal como hemos visto, existe una probabilidad muy alta de que, en el corto plazo, Maduro se mantenga ilegítimamente en el poder. Sus incentivos individuales de insistir con las elecciones presidenciales en mayo son cada vez más fuertes, pues sabe que suspenderlas tendría consecuencias duraderas. Paradójicamente, durante ese mismo período, la probabilidad que un cambio político se llegue a presentar continuará creciendo, precisamente porque su permanencia en el poder es esencialmente inestable.
Curiosamente, la probabilidad de un cambio democrático, indistintamente de la ruta planteada, es más baja que la posibilidad de una implosión del chavismo que muy posiblemente desencadene una segunda ronda de sucesión dentro de la misma revolución bolivariana. Por el contrario, la ruta democrática que plantea la oposición en cualquiera de sus alternativas es más estable, pero también refleja unos escenarios que tienen una menor probabilidad de ocurrencia que el mismo quiebre interno del chavismo.
¿Cuál es la razón que explica la baja probabilidad por parte de la oposición venezolana para precipitar una transición democrática? Una razón lógica está relacionada con la falta de unidad dentro del campo opositor, que cada vez muestra estar más plagada de mayores escisiones internas, pero también está referido a la incapacidad para jugar simultáneamente en distintos tableros, lo cual le permitiría a la oposición maximizar las probabilidades de éxito tanto de una como de otra alternativa y le impediría al gobierno cambiar de juego cada vez que se sienta amenazado. En vez de construir la unidad alrededor de contenidos y resultados, la oposición se ha dividido alrededor de la discusión sobre los medios y las rutas para restaurar la democracia, olvidándose de los resultados colectivos y de los valores constitucionales que todos deberían compartir indistintamente del tipo de tablero en el que terminan moviendo sus piezas más importantes.
Es urgente aprender a transformar la adversidad en oportunidad, y la única forma de hacerlo es acercando posiciones, compatibilizando objetivos y garantizando que el triunfo de una ruta no se transforme en la derrota del otro. La mejor manera de garantizar esto es asegurando que cualquier alternativa termine alcanzando los mismos objetivos que hayan sido previamente consensuados. Si la unidad se llegase a construir sobre estos cimientos, la voluntad de cambio político, gracias a un país que mayoritariamente desea vivir en democracia e impulsar el crecimiento económico, sería sencillamente indetenible.
Faltan cinco semanas para el 20 de mayo. Si queremos jugar simultáneamente en varios tableros, entonces debemos aceptar que el objetivo es ganar y es también posponer. Ganar supone movilizar electoralmente a la sociedad, lo cual es una acción estrictamente unitaria. Posponer implica hacer creíble la amenaza de retiro del evento presidencial una vez movilizada la sociedad, si las condiciones electorales más importantes no son modificadas. Tal como hemos visto en ambos casos, el resultado podría llevarnos al lugar que la mayoría de los ciudadanos tanto anhelamos para Venezuela.
Actuar de cualquier otra forma puede ser moralmente correcto, pero es social y políticamente, muy poco efectivo.
Michael Penfold
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