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La sensación de que la Divina Providencia mete su poderosa mano en el terreno de la salud es, en nuestro caso, tan antigua como la dominación del territorio por los españoles. Desde entonces la evangelización se encarga de asegurar cómo participa el Creador en la atención de las enfermedades de manera directa, o a través de sus heraldos, para que la influencia del magisterio de los religiosos, remota e irrebatible, la convierta en una presencia sin barreras temporales ni límites geográficos. También participa en el rol de vengador, según la cátedra sagrada, para que sea inevitable la necesidad de acudir ante su potestad a pedir sanación o a solicitar perdón.
Como desde el medioevo se asocia el surgimiento de las enfermedades con las tachas de la humanidad, heredadas del pecado original de Adán, no resulta forzado trasladar la noción al territorio americano debido a que se interviene en sus vastedades con espíritu de cruzada. La conquista de las tierras desconocidas es también una conquista espiritual, un trabajo de conversión que implica mudanzas mecánicas de la ortodoxia religiosa de la época y de las creencias populares que congeniaban con la ortodoxia. De allí la alternativa de sembrar en fértil parcela una idea de las luces y las sombras del mundo, capaz de establecerse sin solución de continuidad a pesar de las diferentes ideas de procedencia laica o de cuño moderno que después se incorporan al entendimiento de la realidad.
De las fuentes coloniales se deduce la trascendencia de la idea en torno a la intervención metafísica en el tratamiento de las dolencias. Desde épocas que remontan a 1540, según las crónicas de la conquista, los agentes religiosos actúan como lo hicieron los apóstoles de Jesús. Imitan la conducta de los seguidores del Señor, tal y como la describen los evangelios, o los relatores posteriores de su actividad pretenden que se considere así. Comunican la buena nueva en medio de la adversidad, edifican con su ejemplo a la grey, curan enfermedades, ordenan la resurrección de los difuntos y ofrecen infinitas prendas de santidad para reeditar escenas como aquellas a través de las cuales se dio inicio a una nueva historia de la humanidad durante la administración de Pilatos en Jerusalén.
Los relatos de la conquista de América, y los relativos concretamente a Venezuela, no solo refieren la hazaña de unos hombres valientes comprometidos con una obra de especial trascendencia que se realiza en las tierras encontradas por los expedicionarios, sino también la manifestación de la divinidad a través de un conjunto de procesos protagonizados por ellos y avalados por la autoridad de quienes los atesoran para el futuro. Partiendo de tal origen y sin que nadie entonces se atreva a rebatir la descripción de esa suerte de restauración americana y venezolana del Nuevo Testamento, se abre ancho camino para los portentos a los cuales se aferran en adelante los indispuestos, los acometidos, los heridos, los contagiados, los dolientes, los moribundos de la nueva Jerusalén exótica.
Para el enjambre de víctimas, la Iglesia cuenta con socorros específicos: abogados para cada tipo de dolencia, custodios de comunidades determinadas, oraciones para los intermediarios fundamentales, para el propio Dios y para su santísima madre. Las autoridades del culto establecen las reglas del contacto con los protectores, la ocasión del contacto cuando no suceden emergencias y la posibilidad de que en las comunidades más pobladas, o en las cuales ocurra un portento de especial significación, la propia feligresía fomente una devoción particular y la convierta en liturgia aceptada por los cánones. Asimismo, supervisan el contenido de las oraciones, o lo proponen directamente para evitar contagios con la superstición o con lo que juzgan como charlatanería.
Por último, tratan de certificar la veracidad de los milagros y la calidad de la fuente de la cual provienen, se trate de una imagen, de una reliquia de los bienaventurados, de un objeto relacionado con el templo o de una señal de la naturaleza, por ejemplo. Los fenómenos inexplicables se vuelven así, no solo asunto próximo del cual se puede beneficiar cualquiera de los miembros de un vecindario sino también episodios a los que se provee de probanzas para alejar dudas y sospechas, entre ellas las que pueden saltar del estrado de los librepensadores, de las mentes más prevenidas o de una jerarquía excesivamente puntillosa.
El resultado es extraordinario: la seguridad de que el enfermo no se encuentra a solas, pese a que cuenta con la compañía del médico y con el calor de la familia; la certidumbre de un auxilio invisible o intangible, pero excepcionalmente eficaz, sobre cuya confianza admitida a través del tiempo no se albergan vacilaciones; la sensación de cercanía de un universo metafísico que se mezcla con las criaturas del valle de lágrimas para ofrecer un itinerario sin más espinas que las soportables, o con aprietos que no conducen al ahogo; la promesa de una esperanza renovada a través del tiempo, en suma.
Elías Pino Iturrieta
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