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Vamos a imaginar a una perrita mestiza que no pesa ni seis kilos. Tiene apenas dos años caninos (una joven en sus tempranos veintes, si lo extrapolamos a edad humana). Hay en ella algo de husky tal vez mezclado con terrier. Es pequeña, compacta, apacible, encantadora. Un poco ladradora, quizás, pero eso es bueno porque como asegura el refrán: perro que ladra no muerde. No conoce otra cosa que el frío y el hambre de las calles de Moscú. Y precisamente por todo eso será elegida para una idea que se le ha metido en la cabeza al líder soviético Nikita Jruschov: se cumple el 40 aniversario de la revolución bolchevique y la fecha se presta para dar un mazazo fenomenal a sus rivales norteamericanos en la carrera espacial, asegurando a los soviéticos el anhelado lugar como los primeros en poner a un ser vivo en la órbita terrestre.
La perrita callejera, como suele suceder, resulta simpática y agradecida. Corre el mes de octubre y el inclemente invierno moscovita se avecina con todo, así que a ella no le molesta que esos hombres de uniforme la hayan recogido en la calle, reclutado de forma intempestiva y que ahora la instalen en un lugar seguro, aseado, provisto de calefacción y con abundante comida. Además, ella que nunca ha tenido techo ni nombre comienza a ser llamada primero Kudryavka («Rizadita»), después Zhuchka («Bichito», «Pequeño insecto») y luego Limonchik («Limoncito»). Finalmente se decantan por llamarla Laika («Ladradora»), seguramente por su entusiasmo al querer hacerse notar, participar, demostrar que –en lo que sea eso rarísimo que están haciendo en ese lugar– ella tiene madera para ser la más colaboradora y la mejor.
Por supuesto que Laika no se imagina –el resto del mundo tampoco, solamente lo saben en este momento los hombres involucrados en el proyecto espacial para complacer al camarada Jruschov– que se está ganando un boleto de ida y sin retorno al espacio exterior. Un pasaje de una sola vía a la muerte, pues no hay tiempo ni recursos para construir una nave que pueda garantizarle ni la supervivencia ni mucho menos el retorno a casa. Pero eso es un asunto de humanos y de propaganda, ya ellos se entenderán después, ya se caerán a mentiras, ya decidirán quiénes se las quieren creer y quiénes no.
Hacía pocos días el Programa Espacial Soviético puso en órbita exitosamente al Sputnik 1. El sueño de Nikita Jruschov es enviar al primer hombre al espacio, pero las condiciones a finales de 1957 aún no están dadas para semejante hazaña. La nave que podría garantizar una salida a la órbita terrestre con un reingreso controlado sería la Sputnik 3, pero le falta todavía mucho para estar lista. El efecto búmeran en caso de que un cosmonauta muera en el periplo podría ser devastador para la imagen de la URSS y resultaría además una puñalada mortal en su voraz carrera por la conquista del espacio. Pero el líder necesita escuchar opciones, quiere algo grande, una cosa que deje a los norteamericanos abismados y humillados. Algo que sirva de gesto simbólico para echarle en cara al mundo: nosotros ganamos. Los científicos y los militares a cargo del Programa Espacial Soviético asoman con alguna duda la posibilidad de mandar a órbita a un cosmonauta, pero de cuatro patas y sin posibilidad de traerlo de regreso. Digamos que es una suerte de sacrificio, un acto de heroísmo patriótico que será correspondido con sus debidos honores. Y se dice que Jruschov aceptó porque en su vida había tenido un perro.
Hay varios factores que acaban apuntando a la pequeña Laika como firme candidata a convertirse en el primer ser vivo en orbitar alrededor de la Tierra en una nave construida por el hombre. Por una parte, los cánidos machos son un problema con su mal carácter, sus conflictos de territorialidad, son peleones y brutos, no siguen instrucciones, se ofuscan, tiran a morder. Las hembras, en cambio, son más colaboradoras, más inteligentes y con mayor sentido de la responsabilidad. Hay tres candidatas que destacan, han soportado muy bien las pruebas que simulan el sonido atronador del cohete, así como la vibración en la cabina centrífuga que imita los movimientos de la nave. También son las que mejor han entendido la forma de alimentarse con nutrientes para perros convertidos en gelatina. Albina es una gran candidata, pero ha sobrevivido recientemente a un vuelo que la llevó hasta la estratósfera y en el que luego logró regresar a la Tierra, quizás su corazón no aguante un segundo viaje; por si fuera poco, además, se dan cuenta a última hora de que está preñada, lo que significará no solamente condenar a muerte a la perra sino a los embriones que carga dentro. Qué va, descartada.
Mushka quizás sea la mejor de las opciones y la que ha arrojado los mejores resultados en las pruebas, pero tiene un defecto, sí, una malformación congénita en las patas, las tiene demasiado arqueadas; hay allí un asunto estético que afectaría la imagen de la gran nación. La URSS no puede mostrar al mundo que está torcida.
Entonces queda Laika, que tampoco es muy bonita y ladra constantemente, pero es colaboradora y voluntariosa como ninguna. Está tan comprometida con el proyecto que se pasa muchas horas encerrada en la cabina –del tamaño de una lavadora– siendo sometida a las pruebas más extremas y ni siquiera se le ocurre orinarse ni defecar hasta que le quitan el arnés y le dan permiso para ir al sitio donde eso está permitido.
La noticia ya le da la vuelta al mundo, las fotos de Laika comienzan a aparecer en los periódicos y noticieros del planeta. En todo el orbe los amos comienzan a llamar Laika a sus mascotas, algunos incluso le cambian el nombre porque el anterior no los tenía muy convencidos. Hay dos hombres que juegan un papel decisivo en todo este proyecto de Laika y el Sputnik 2, uno se llama Vladimir Yazdovsky y el otro Oleg Gazenko. Ambos saben que lo que están haciendo no está bien, pero al camarada Jruschov no se le puede pedir paciencia, mucho menos llevar la contraria. Saben que negarse o fijar una posición contraria a la decretada por el líder implica cargos por traición y una prolongada estadía en Siberia. Pero también son conscientes de que lo que hacen se parece a un fogonazo pirotécnico que dejará a muchos encandilados por un tiempo, que se podrá disfrazar de «sacrificio necesario para poder evaluar las condiciones en las que un ser humano puede viajar y regresar del espacio con toda seguridad», pero cierta voz dentro de ellos no dejará de susurrarles a lo largo de lo que les resta de existencia algo parecido a lo que Juan Goytisolo dirá más adelante en Nuestra música, la película de Godard: «Matar a un hombre para defender una idea, no es defender una idea, es matar a un hombre». Pues en esa misma línea se podría parafrasear: sacrificar a Laika para engrandecer la patria, no es engrandecer la patria, es sacrificar a Laika.
Gazenko, a pesar de ser un militar de disciplina intachable que hasta ha aceptado durante años extra largos comandar las investigaciones científicas en las heladas aguas del Ártico al norte de la Unión Soviética, comienza a manifestar secretamente a su camarada Yazdovsky su desacuerdo respecto al destino de la perrita. Si se pudiera hablar con Jruschov, pedirle que se espere un poco, por lo menos a que esté terminado el Sputnik 3, o a que se trabaje mejor en el aislamiento térmico de la cabina así como la resistencia del exterior del Sputnik 2 para que soporte el reingreso a la atmósfera sin desintegrarse. Yazdovsky está de acuerdo con su colega, pero esta decisión es algo que lo supera, él es un pobre hombre con sentimientos de culpa y remordimientos de conciencia, demasiado pequeño para enfrentarse a un sistema que no acepta titubeos ni disidencias. Vladimir Yazdovsky solamente atina a comunicarle a Oleg Gazenko que tiene una idea piadosa para que Laika tenga unos días felices antes de mandarla al espacio en la fecha fijada: 3 de noviembre de 1957.
Es así como los últimos días de ese mes de octubre Laika vive por primera y única vez en su vida lo que se siente ser una perrita hogareña. Se convierte provisionalmente en la mascota de la familia Yazdovsky. Juega con los hijos de quien ha asumido como su generoso amo. Se encariña también con la esposa de Yazdovsky. Ni la mujer ni los hijos saben el destino que realmente le espera a la «perrita voladora» en apenas un par de semanas. El hermético sistema de propaganda soviético ha convencido a la humanidad de que Laika viajará al espacio, sobrevivirá en órbita donde nunca le faltarán oxígeno ni alimento, hará sus necesidades en un receptáculo destinado para tal fin, sus funciones vitales serán monitoreadas y asistidas desde la Tierra, dará centenares de vueltas alrededor del planeta a bordo del Sputnik 2 y en abril de 1958, cuando haya cumplido heroicamente su misión, la veremos volver con su traje espacial para recibir los honores que merece.
Laika –de esto nos enteramos mucho años más tarde, en 2002–, luego de su dulce estadía en casa de los Yazdovsky, es llevada de nuevo a las instalaciones del Programa Espacial Soviético y allí es sometida a varias intervenciones quirúrgicas. Había que abrirle puertos en el pecho, la aorta y las extremidades para insertar ahí los cables que ayudarían a monitorear su respiración, ritmo cardíaco, temperatura corporal y pulso. Laika iba literalmente conectada a la nave. Por lo visto no solo se trataba del primer ser viviente en viajar al espacio exterior, sino también el primer cíborg cuyo organismo estaba vinculado a la máquina.
Entre el 3 y el 4 de noviembre de 1957 el mundo entero es testigo de cómo Laika, la callejera moscovita convertida en cosmonauta, es puesta en órbita dentro del estrecho habitáculo del Sputnik 2. La URSS se ha apuntado un golazo extraordinario en la competida carrera espacial. Estados Unidos y sus aliados son testigos de cómo el Programa Espacial Soviético ha cumplido con éxito su cacareada misión de llevar al primer ser vivo al espacio.
Hay algo terrible que años más tarde, cuando se desmoronó la Unión Soviética y con ella se vino abajo el telón de hierro, confesaron Gazenko y Yazdovsky (entre otros involucrados en el proyecto Sputnik 2): Laika se puso muy nerviosa, tal vez entendió que aquello no era una prueba y que de ahí no saldría de nuevo a dormir en su cama ni a hacer sus necesidades donde correspondía. Seguramente vio alguna señal desde el momento en que la gente se acercó para despedirla con enorme respeto y agradecimiento, con besos en la nariz.
El hecho es que Laika sufrió un ataque de estrés cuando la nave aceleraba para salir de la atmósfera, sus pulsaciones subieron hasta doscientos cuarenta latidos por minuto y tardó en normalizarse el triple del tiempo que tomaba en las pruebas mientras estaba en tierra. A las seis horas en el espacio la temperatura de la cabina subió a más de 40° C, Laika se puso de nuevo muy nerviosa, se dispararon sus pulsaciones, la respiración se agitó, luego dejó de emitir señales de vida. Murió de angustia y de calor, no hay que darle más vueltas.
Los jerarcas soviéticos aseguraron que Laika había vivido más de una semana en el espacio, pero que tristemente surgieron algunos imponderables –cosas del espacio, ya saben– que obligó a tomar una dura decisión de inducirle piadosa y progresivamente la muerte por medio de un sedante y un veneno meticulosamente dosificados a través de los alimentos. Que no sufrió en ningún instante, que ni siquiera se enteró cuando la alcanzó la muerte. Pero, por supuesto, las organizaciones a favor de los animales se movilizaron internacionalmente para protestar por el uso y abuso de seres vivos en este tipo de proyectos espaciales.
Mucho cuidado, a las cosas por su nombre: el caso Laika destapó una olla pestilente, pues si bien los rusos estaba experimentando con perros espaciales, los estadounidenses lo estaban haciendo simultáneamente con simios (macacos y chimpancés, principalmente). De ahí que no sea casualidad que en 1968 se estrenara la primera película de El planeta de los simios y posteriormente la serie de televisión en 1974.
En abril de 1958, después de darle más de dos mil quinientas vueltas a la Tierra durante seis meses, la Sputnik 2 reingresó a la atmósfera terrestre y se desintegró con la fricción. Es imposible no pensar en los restos de esa criatura amontonados aún en el habitáculo. Sus huesos, sus dientes, el polvo de su pelo, los cables que alguna vez la conectaron a la máquina.
Hubo un temerario científico polaco, Krzysztof Boruń, que apenas se filtró lo ocurrido con Laika publicó en la revista Kto, Kiedy, Dlaczego (Quién, cuándo, por qué), a principios de 1958, un comentario en la sección de astronáutica: «El hecho de no traer de regreso a Laika a la Tierra es un asunto lamentable; sin duda, una gran pérdida para la ciencia».
Treinta años más tarde, en 1998, fue Oleg Gazenko el primer ruso en romper el silencio en relación con el caso de Laika: «Cuanto más tiempo pasa, más lamento lo sucedido. No deberíamos haberlo hecho… lo que aprendimos de esa misión no fue suficiente como para justificar la muerte de la perra».
Hay una novela de la escritora inglesa Jeanette Winterson donde Atlas, el titán que sostiene al mundo sobre sus hombros, se topa con la cápsula donde viaja Laika orbitando alrededor de la Tierra, la rescata, la abre, salva a la perrita y la adopta. Esa imagen de Atlas surcando el cosmos con Laika asomándose entre sus piernas me parece fascinante. Existe también una novela gráfica titulada Laika del británico de origen griego Nick Abadzis; debe ser de los destapadores de lacrimales más poderosos del mundo. Allí se cuenta esta misma historia pero desde varios puntos de vista. Uno de ellos, el de Oleg Gazenko; otro, el de la propia Laika. Esa novela gráfica es el verdadero test de Voight-Kampff que se utilizaba en Blade Runner para saber si alguien es o no humano. Si usted se somete a esas páginas sin que se le haga un nudo en la garganta o sin sucumbir abiertamente al llanto, usted no es humano. Punto.
En abril de 2008 en el centro de Moscú se inauguró un monumento en honor a Laika. Es un cohete que se convierte en una mano, sobre esa nave rematada con dedos humanos se posa Laika con una actitud confiada y enérgica. También lleva su nombre un sector cercano al cráter Vostok, próximo a la gran roca Gagarin, en Meridiani Planum, del planeta Marte. Pero es obvio que Laika –lo estamos esperando– se merece una estrella, su propia nebulosa, una constelación nueva, quizás una galaxia entera.
José Urriola
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