El 17 de junio de 2020 el techo de la pasarela del pasillo de la Facultad de Humanidades y Educación de la Universidad Central de Venezuela se derrumbó. El episodio es sinónimo de la crisis de las universidades públicas del país. Fotografía de Federico Parra | AFP
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La actualidad de un problema
El listado de carreras prioritarias que acaba de publicar el Ministerio de Educación Superior, ha revivido el viejo debate sobre la utilidad de las humanidades ¿Para qué invertir recursos humanos y financieros en el estudio de Platón o en el análisis de Calderón de la Barca? ¿Puede un país como Venezuela darse semejantes lujos? Mientras desde la otra acera, y no sin cierto sentimiento de ofensa, otros preguntan: ¿es que a las letras, a la historia, a la filosofía, se les debe buscar una utilidad, como se la busca, por ejemplo, para un martillo o un pisapapeles? ¿Es que el pensamiento, la belleza, la moral son un lujo?
Aunque la resolución del Ministerio no elimina las carreras humanísticas, no ve en ninguna de ellas –como en casi ninguna de las ciencias sociales- el cumplimiento de una función prioritaria en el aumento de la productividad nacional. Ante ello, un grupo de profesores, sobre todo de la Universidad del Zulia, publicó un comunicado expresando su preocupación sobre lo que consideran una visión muy parcializada de las funciones de la Educación Superior. Afirman que “toda actividad productiva a desarrollar en cualquier punto de Venezuela requiere de una visión científica y humanística que la haga viable, perdurable y que le permita alcanzar los objetivos propuestos”. Los firmantes se ponen en un razonable punto medio entre los dos extremos que señalamos en el párrafo anterior. No aspiran a unos humanistas metidos en torres de marfil, sino a unos integrados a equipos multidisciplinarios, contribuyendo en el debate público, actuando en la faena dura y provechosa de educar.
Tanto la resolución ministerial, como el comunicado de los profesores, hacen propicio (en realidad urgente), volver sobre el problema del papel y la vigencia de las humanidades en nuestro tiempo. Quienes de un modo u otro vivimos dentro de las humanidades debemos colaborar en fijar una posición, que si es como la del comunicado, abierta al diálogo y capaz de ofrecer oportunidades ciertas para que los impulsos de un joven que quiera seguir una carrera humanística encuentre una vía real para hacerlo. Además, el comunicado salió publicado justo un día antes del aniversario ciento veinte de Mariano Picón-Salas, el gran impulsor de los estudios superiores humanísticos en Venezuela. En 1946 encabezó la fundación de la Facultad de Filosofía y Letras (hoy de Humanidades y Educación), de la Universidad Central de Venezuela, lo que reporta otro aniversario importante: sus setenta y cinco años, que se cumplen en octubre. Y una década antes había promovido la fundación del Instituto Pedagógico Nacional (hoy de Caracas, y parte de la Universidad Pedagógica Experimental Libertador), que fue el primer centro en ofrecer en Venezuela carreras en letras, historia e idiomas, asociados a los profesorados en estas áreas.
Parece que en siete décadas la sociedad no ha podido convencerse de la utilidad de las Humanidades. Ante eso no podemos simplemente disgustarnos. Algo no se ha hecho bien. O el desempeño de las Facultades de Humanidades no ha sido el esperado, o sus egresados no hemos sido capaces de transmitir sus logros. Pero todo tiene al menos dos caras: todo indica que la sociedad es refractaria a reconocer el valor de las humanidades, hagan lo que hagan sus facultades. Aunque en eso puede tener mucho que ver la dificultad de los humanistas para “vender” lo que se hace, hay un aspecto directamente hermanado con lo que está ocurriendo que nos demuestra, y en una dimensión mucho mayor, el tamaño de aquello ante lo que estamos: la desaparición de la mención de Humanidades en secundaria. Antecedente directo de lo que se expresa en el listado de prioridades, el silencio que generó dice bastante de lo que la sociedad, en su conjunto piensa (cuando piensa en esto) sobre las humanidades.
Como vemos, no se trata de simples preciosismos, sino de cosas que remiten, como lo indica el comunicado que impulsaron los profesores del Zulia y como lo indicó Picón-Salas en su momento, a problemas concretos para el bienestar y la libertad. Tal vez no haya mejor homenaje al fundador de la primera Facultad, que participar en el debate actual por algo que le fue tan caro, revisitando su obra, pero poniéndola en la perspectiva de nuestro tiempo.
Humanismo, educación y libertad
Lo primero que hay que tener en cuenta es que el problema, además de ser muy viejo, no es único del país. Decía Picón-Salas en su famoso “Discurso inaugural de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Central de Venezuela” (1946), que nuestra educación superior hacía “exactamente lo mismo que si en el día del Génesis que abrió la historia de humanidad de acuerdo con la tradición sacra, Jehová se contentase con hacer los pies y el tronco de Adán, reservándose la cabeza para otro sábado de mayor sosiego”. Era el resultado de una combinación del modelo universitario napoleónico, centrado en la formación profesional práctica, con el pensamiento positivista, que consideraba a la ciencia como el único conocimiento válido, que se había impuesto durante el guzmancismo. De ese modo, la Universidad era una especie de máquina para la producción de profesionales, sin espacio para la investigación ni, en general, para una formación que trascendiera lo directamente vinculado con la carrera. La formación en filosofía, letras o historia, se limitaba a algunos cursos, o en ocasiones no existía ninguno.
Picón-Salas hablaba en octubre de 1946, al día siguiente del Holocausto y el verdadero Armagedón de la guerra mundial. Para él era entonces fácil lo que pasa cuando se promueve una educación de espaldas al humanismo: “….en estos años recientes de guerra, de fascismo, de generales convulsiones, casi nos precipitamos a la inhumanidad y en la infrahumanidad, en el colapso de todos los valores, volvemos a decir la vieja palabra Humanitas buscándole el urgente sentido de contemplación estética y moral del hombre.” El agujero negro en el que el mundo había caído en los primeros cuarenta años del siglo pasado, era una llamada de advertencia clara sobre lo que es un mundo regido sólo por la técnica y el cálculo de beneficios: era “un pragmatismo esterilizador de otras formas más altas de existencia, que acaso explique por qué hay en este mundo de nuestros días tanto residuo de angustia, tanta nostalgia de felicidad y auténtico equilibrio humano; tan estruendosa quiebra de valores, tanta neurosis.”
Picón-Salas, además, hablaba en medio de una revolución democrática, la del Trienio, con la que estaba muy comprometido, así como en un país que vivía uno de sus tantos booms petroleros. Había ánimo y dinero para transformaciones de alcances tan altos. No era demasiado difícil convencer a Rómulo Betancourt o a Luis Beltrán Prieto-Figueroa de las bondades de destinar parte del enorme esfuerzo educativo en el que se encontraban, para abrir un Facultad de Filosofía y Letras. Si queríamos construir sistemas de libertades, si queríamos evitar más hombres y mujeres que como autómatas marcharen detrás de un Führer para construir Auschwitz; si queremos evitar otra masacre de Nanking, o el horror de las violaciones masivas en Alemania durante la primavera de 1945, debemos entender que “el soplo de Jehová, el soplo de la cultura –podemos decir- metafóricamente dirige a la vez los pies y la cabeza del hombre. No se trata de procesos aislados y sucesivos, sino paralelos y simultáneos. A la educación transformadora hay que oponer siempre la imagen de la educación integradora…”
Todo aquello, además, tenía una clara resonancia local, si queríamos dejar atrás las lealtades caudillistas y la vocación autoritaria. No en vano es con la democratización que las humanidades fueron abriéndose camino, en tres de sus instituciones fundamentales gracias al empeño de Picón-Salas, que combinaba la escritura con la política y el servicio público: el Instituto Pedagógico Nacional en 1936; la Revista Nacional de Cultura (1938) y finalmente la Facultad de Filosofía y Letras en 1946. Pero lo que vino en lo inmediato fue la Guerra Fría, la carrera nuclear y la espacial, que básicamente consistía en ver quién podía llevar una bomba atómica más alto y más lejos. Los libros de Picón-Salas de la décadas de 1950 y 1960 son de un profundo pesimismo.
El mundo parecía claudicar ante la técnica destinada al poder y a la guerra, ahora capaz de destruir el planeta. En las nuevas carreras de las superpotencias, la búsqueda de una “forma más alta de existencia” dio paso a la ultraespecialización, a los estancos separados, para formar técnicos que no se distrajeran en nada distinto a su cometido de diseñar cohetes, criar pollos más grandes o producir más trigo por metro cuadrado. Las universidades norteamericanas, que poco a poco asumieron el liderazgo mundial, y de forma aún más acusada las soviéticas, se llenaron de carreras y postgrados centrados en aspectos cada vez más delimitados del conocimiento. La verdad es que hoy en casi todo el mundo los Estados definen carreras prioritarias, hacia las cuales destinar la mayor parte de sus recursos y encaminar a los jóvenes. Invariablemente el área de la salud y las ingenierías ocupan los primeros lugares, y a partir de allí siguen en orden descendente otras, hasta llegar a las humanidades en el fondo de la lista.
Nadie discute que hagan falta más ingenieros y cardiólogos que filósofos. Tampoco se puede alegar que esta alta especialización haya sido en sí misma negativa. Muchos de los grandes avances de la segunda mitad del siglo XX se deben a ella. Pero ya para la década de 1990 era también evidente que los problemas de quiebra de valores y neurosis, de los que hablaba Picón-Salas, estaban más extendidos que nunca. No en vano fue el momento de la irrupción de la educación en valores en todos los ámbitos académicos y de la reaparición de la ética como una asignatura obligatoria en todas las carreras. Muchos de los pensadores más importantes de la hora, como Fernando Savater o Martha Nussbaum, han insistido en ideas básicamente similares a las expresadas por Picón-Salas cuando inauguró la Facultad de Humanidades y Educación de la UCV.
Pero no es en las universidades, que al cabo siguen existiendo en todo el mundo, sino en la educación secundaria donde queda más claro el desinterés por las humanidades. Que haya licenciados o doctores en filosofía o en letras, no significa de inmediato que el pensamiento y las “formas más altas de existencia” lleguen a todos (aunque sin ellos es difícil que eso llegue a ocurrir algún día). De hecho, las preocupaciones de Savater y de Nussbaum no van tanto a las carreras en sí, como a su presencia de forma general en la educación de las personas. Y ese tipo de formación se obtiene, sobre todo, en la secundaria. Justo donde sistemáticamente el componente humanístico se ha ido recortando, hasta casi desaparecer, en las últimas décadas. Casi de forma invariable los tecnócratas que se preocupan (y es una preocupación válida, fuera de discusión) por el retorno en productividad de lo que se invierte en educación, así como los especialistas en currículo, cuando piensan en recortar en alguna parte, lo hacen por las humanidades.
De hecho, como con ciertas especies, se teme que su extinción sea cuestión de tiempo. En Venezuela ya prácticamente ha ocurrido, y no es un dato menor, no sólo en relación a las humanidades en general, sino también en relación a lo que ellas aportan: referentes éticos, capacidad crítica, amor a la libertad. En la próxima entrega hablaremos sobre el punto.
Tomás Straka
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