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[Esta respuesta se corresponde con la línea de discusiones que en el siglo XIX se dieron en todas las recién independizadas naciones americanas respecto de los rasgos y fundamentos de los materiales creativos que luego se denominarían, de manera general, literatura latinoamericana. Aparece como nota a la «Ojeada retrospectiva sobre el movimiento intelectual en el Plata desde el año 37», a partir de la edición del Dogma socialista de 1846, uno de los libros fundamentales de Echeverría.]

Retrato de Esteban Echeverría. Ernest Charton. 1874
Al concluirse la impresión de este escrito hemos leído en los números 234, 35 y 36 del Comercio del Plata un artículo titulado «Consideraciones sobre la situación y el porvenir de la literatura hispanoamericana», en el cual el señor Alcalá Galiano, literato español, asegura que la literatura americana «se halla todavía en mantillas»; y explicando este fenómeno por consideraciones que no revelan sino una suma ignorancia del verdadero estado social de la América, el señor Galiano lo atribuye a haber los americanos «renegado de sus antecedentes y olvidado su nacionalidad de raza»; por lo cual parece buenamente aconsejarles que vuelvan a la tradición colonial, o lo que es lo mismo, se pongan a remolque de la España, a fin de que su literatura adquiera «un alto grado de esplendor».
Como a pesar de la ventajosa posición de la España, de que ella tiene muy buenas tradiciones literarias y literatos de profesión que cuentan con medios abundantes de producción, y con un vasto teatro para la manifestación del pensamiento –ventajas de que carecen los escritores americanos–; como, a pesar de todo esto, nosotros no reconoceremos mayor superioridad literaria, en punto a originalidad, en la España sobre la joven América, nos permitirá el señor Galiano le digamos que no nos hallamos dispuestos a adoptar su consejo, ni a imitar imitaciones, ni a buscar en España ni en nada español el principio engendrador de nuestra literatura, que la España no tiene, ni puede darnos; porque, como la América, «vaga desatentada y sin guía, no acertando ser lo que fue, y sin acertar a ser nada diferente».
Tan cierto es esto, que el mismo señor Galiano nos da vestidas a usanza o estilo del siglo XVI las ideas de un escritor francés del siglo XIX, incurriendo en el error que censura en los literatos de su país de fines de la pasada centuria y no atinando como ellos a salir de la imitación nacional y extranjera, ni en ideas, ni en estilo; tan cierto es que, según confesión del mismo señor Galiano, Zorrilla, único poeta eminente que menciona, imita a Hugo y Lope de Vega; y que la España de hoy está reproduciendo el fenómeno de la época llamada, si bien recordamos, del buen gusto o del renacimiento de las letras, en que había dos tendencias contrarias igualmente imitadoras e impotentes para regenerar la literatura española.
Otro tanto sucedería en América si, adoptando el consejo del señor Galiano, rehabilitásemos la tradición literaria española: malgastaríamos el trabajo estérilmente, echaríamos un nuevo germen de desacuerdo, destructor de la homogeneidad y armonía del progreso americano, para acabar por no entendernos en literatura, como no nos entendemos en política; porque la cuestión literaria que el señor Galiano aísla desconociendo a su escuela, está íntimamente ligada con la cuestión política, y nos parece absurdo ser español en literatura y americano en política.
Sea cual fuere la opinión del señor Galiano, las únicas notabilidades verdaderamente progresistas que columbramos nosotros en la literatura contemporánea de su país son Larra y Espronceda, porque ambos aspiraban a lo nuevo y original, en pensamiento y en forma. Zorrilla no lo es; Zorrilla, rehabilitando las formas y las preocupaciones de la vieja España, suicida su bello ingenio poético y reacciona contra el progreso; Zorrilla sólo es original y verdaderamente español por la exuberancia plástica de su poesía. Se dirá que su obra es de artista, pero si bien concebimos la teoría de l’art en Goethe, Walter Scott, y hasta cierto punto en Víctor Hugo, viviendo en países solidariamente constituidos, donde el ingenio busca lo nuevo por la esfera ilimitada de la especulación, nada progresiva nos parece esa teoría de un poeta de la España revolucionaria y aspirando con frenesí a su regeneración.
Si el señor Galiano estuviera bien informado sobre las cosas americanas, no ignoraría que el movimiento de emancipación del clasicismo y la propaganda de las doctrinas sociales del progreso se empezó en América antes que en España; y que en el Plata, por ejemplo, ese movimiento ha estado casi paralizado desde el año 37 por circunstancias especiales y por una guerra desastrosa, en que están precisamente empeñadas las tradiciones coloniales y las ideas progresivas. Habría visto, además, que una faz de ese movimiento es el completo divorcio de todo lo colonial, o, lo que es lo mismo, de todo lo español, y la fundación de creencias [1] sobre el principio democrático de la revolución americana; trabajo lento, difícil, necesario para que pueda constituirse cada una de las nacionalidades americanas, trabajo indispensable para que surja una literatura americana que no sea el reflejo de la española, ni de la francesa como la española. Sabría también que en América no hay ni puede haber por ahora literatos de profesión, porque todos los hombres capaces, a causa del estado de revolución en que se encuentran, absorbidos por la acción o por las necesidades materiales de una existencia precaria, no pueden consagrarse a la meditación y recogimiento que exige la creación literaria, ni hallan muchas veces medios para publicar sus obras. Sabría, por último, que las doctrinas filosóficas que nos da como nuevas su pluma son ya viejas entre nosotros, y están, por decirlo así, americanizadas; lo que nos inclinaría a creer que la España, lejos de poder llevarnos a remolque en doctrinas y en producción literaria, marcha, por el contrario, más despacio que la América.
Por lo demás, no se oculta a los americanos que en una sociedad como la española, para reconstruir las creencias y realizar el progreso normal, sea necesario «injertar las nuevas ideas en las ideas antiguas»; y sólo podrían extrañar que España no sepa aprovecharse de esa ventaja inmensa de antiguas tradiciones que lleva a la joven América para reconstruir y engendrar, antes que ella y mejor que ella, algo nuevo y original en política, en arte, en literatura, que se asemeje a lo que hizo la gloria de la vieja España. Pero mejor que el señor Galiano deben saber los americanos que la sociedad española no es la sociedad americana sometida a condiciones diferentes de progreso, y que nada tiene que hacer la tradición nacional, despótica, en que el pueblo era cero, con el principio democrático de la revolución americana, y que entre aquella tradición y este principio no hay injerto ni transacción posible; por eso si se reconoce y adopta alguna tradición como legítima y regeneradora, tanto en política como en literatura, es la tradición democrática de su cuna, de su origen revolucionario; y no sabemos que la literatura española tenga nada de democrático.
Además, la índole objetiva y plástica de la literatura y en particular del arte español [2], no se aviene con el carácter idealista y profundamente subjetivo y social que en concepto nuestro revestirá el arte americano, y que ha empezado a manifestar en algunas de sus regiones y especialmente en el Plata. El arte español da casi todo a la forma, al estilo; el arte americano, democrático, sin desconocer la forma, puliéndola con esmero, debe buscar en las profundidades de la conciencia y del corazón el verbo de una inspiración que armonice con la virgen, grandiosa naturaleza americana.
El único legado que los americanos pueden aceptar y aceptan de buen grado de la España, porque es realmente precioso, es el del idioma; pero lo aceptan a condición de mejora, de transformación progresiva, es decir, de emancipación.
Los escritores americanos tampoco ignoran, como el señor Galiano, que están viviendo en una época de transición y preparación, y se contentan con acopiar materiales para el porvenir. Presienten que la época de verdadera creación no está lejana; pero saben que ella no asomará sino cuando se difundan y arraiguen las nuevas creencias sociales que deben servir de fundamento a las nacionalidades americanas.
Las distintas naciones de la América del Sud, cuya identidad de origen, idioma y de estado social democrático encierra muchos gérmenes de unidad de progreso y de civilización, están desde el principio de su emancipación de la España ocupadas de ese penoso trabajo de difusión, de ensayo, de especulación preparatoria, precursor de la época de creación fecunda, original, multiforme, en nada parecida a la española, y no pocas fatigas y sangre les cuesta desasirse de las ligaduras en que las dejó España para poder marchar desembarazadas por la senda del progreso.
El señor Galiano, que dice pertenecer a la escuela filosófica cuyas doctrinas propaga, no debe ignorar que en las épocas de transición, como en la que están la España y la América, rara vez aparecen genios creadores en literatura; porque el genio, que no es planta parásita ni exótica, sólo puede beber la vida y la inspiración en la fuente primitiva de las creencias nacionales.
Con la clave, pues, de las doctrinas de su escuela y el convencimiento del estado social de la América, se habría el señor Galiano explicado el atraso de su literatura, más fácilmente que haciendo una aplicación inadecuada de las vistas de Charles sobre la literatura norteamericana a una sociedad que nada tiene de análogo con aquélla.
El señor Galiano tendrá bien presente lo que era la España inquisitorial y despótica; pues bien: calcule lo que sería la América colonial, hija espuria de la España, y deduzca de ahí si puede haber punto de analogía entre la sociabilidad hispano y angloamericana.
El señor Galiano, bajo la fe, sin duda, de Mr. Charles, asienta que la literatura norteamericana «vegeta una decente medianía»; pero si tal aserción es permitida a un escritor francés relativamente a la literatura de su país, no nos parece admisible en un literato español; porque ¿qué nombres modernos españoles opondrá el señor Galiano a los de Franklin, Jefferson, Cooper, Washington Irving, celebridades con sanción universal en Europa y en América?
Verdad es que algunos ramos de la literatura no han medrado en los Estados Unidos; pero eso es porque allí se halla por mejor realizar el pensamiento y llevar a la mejora de bienestar individual y social la actividad de las facultades, que en España y otros países se malgastan en estériles especulaciones literarias; y esa tendencia eminentemente democrática, y profundamente civilizadora de la sociedad norteamericana, que ha desarrollado en poco tiempo sus fuerzas de un modo tan colosal, se manifiesta, aunque en pequeño, en la América del Sud, por la naturaleza democrática de sus pueblos; y es otra de las causas que pudo tener en vista el señor Galiano para explicar la insignificancia de su literatura.
Pensemos también que una ojeada retrospectiva sobre su propio país habría conducido al señor Galiano a explicación más plausible que la que nos ha presentado. ¿Puede el señor Galiano citar muchos escritores y pensadores eminentes desde la época de oro de la literatura española que acaba con Calderón, Moreto y Tirso, hasta principios de nuestro siglo? Y si en cerca de dos centurias ha asomado apenas uno que otro destello de vida nueva y original en la literatura de su país, ¿cómo es que extraña al señor Galiano que esté en «mantillas» la literatura americana, nacida ayer y con veinte años, según su cuenta, de pacífica independencia? ¿Cómo quiere que en América, segregada por un océano de Europa, en esta América semi bárbara, porque así la dejó España, y continuamente despedazada por convulsiones intestinas, haya todavía literatura?
¿Qué libro extraordinario ha producido la emigración española de los años 13 y 23, [3] compuesta de las mejores capacidades de la península, y diseminada en las capitales europeas, en esos grandes y estimulantes talleres de civilización humanitaria? ¿No hemos visto a Martínez de la Rosa en medio de ese gran movimiento de emancipación literaria que ha traído en pos de sí una transformación completa de la literatura francesa, cerrando la vista y el oído a la inmensa agitación que lo rodeaba, ocuparse en parafrasear la poética de Horacio, de Boileau y otros, y en analizar y desmenuzar con el escalpelo de la más estéril y pobre crítica algunos idilios y anacreónticas de la antigua literatura española? Y por último, ¿qué escritor español contemporáneo ha sido traducido al extranjero y ha conquistado el lauro de la celebridad europea?
En vista de estos ejemplos de su país, ¿qué puede hallar inexplicable el señor Galiano en el atraso de la literatura americana, sin necesidad de recurrir a doctrinas filosóficas y a cotejos inadecuados; ni qué extraño es tampoco no hayan llegado a sus manos muchas obras muy notables de escritores americanos…?
¿Cuál es la escuela literaria española contemporánea? ¿Cuáles son sus doctrinas? Las francesas. ¿Qué más puede hacer la pobre América que beber como la España en esa grande piscina de regeneración humanitaria, y en el ínterin trabaja con medios infinitamente inferiores a los de la España por emanciparse intelectualmente de la Europa? ¿Cómo quiere, pues, el señor Galiano que exista una escuela literaria americana si la España no la tiene aún, ni que vaya la América a buscar en España lo que puede darle flamante el resto de Europa, como se lo da a España misma? Si el crisol español fuera como el crisol francés, si las ideas francesas al pasar por la inteligencia española saliesen más depuradas y completas, podrían los americanos irlas a buscar a España; pero, al contrario, allí se achican, se desvirtúan, porque el español no posee esa maravillosa facultad de asimilación y perfección que caracteriza al genio francés.
Sin embargo, la América, obligada por su situación a fraternizar con todos los pueblos, necesitando del auxilio de todos, simpatiza profundamente con la España progresista, y desearía verla cuanto antes en estado de poder recibir de ella en el orden de las ideas la influencia benefactora que ya recibe por el comercio y por el mutuo cambio de sus productos industriales.
Sentimos en verdad que el señor Varela, cuya capacidad reconocemos como todos, haya dado el pase y en cierto modo autorizado con la publicación en su diario y con su silencio las erradas del señor Galiano. Nadie más idóneo que él para refutarlas, porque contraído mucho tiempo hace a estudios sobre nuestra revolución, debe conocer a fondo las causas que se han opuesto y se oponen al progreso de nuestra literatura. Recordamos con este motivo que alguien ha extrañado no mencionásemos las tareas históricas del señor Varela, como lo hemos hecho con las de otros compatriotas. La observación es justa; pero ha sido porque nos propusimos hablar solamente de lo que hemos visto y examinado.
Hubiéramos deseado más ancho espacio que el de una nota para entendernos con el señor Galiano y agradecerle sus desvelos por el progreso de la literatura americana; pero nos parece bastante lo dicho para que comprenda que los americanos saben muy bien dónde deben buscar el principio de vida, tanto en su literatura como de su sociabilidad; y este escrito se lo probará en pequeño al señor Galiano y a los que piensen como él en España y en América.
***
[1] Entendemos por creencias, no como muchos la religión únicamente, sino cierto número de verdades religiosas, morales, filosóficas, políticas, enlazadas entre sí como eslabones primitivos de un sistema y que tengan para la conciencia individual o social la evidencia inconcusa del axioma y del dogma. En este sentido hemos empleado en este libro la palabra creencias.
[2] Aunque no ignoramos que la palabra «arte» en su acepción filosófica comprende la poesía, la música, la pintura, la escultura, la arquitectura, etcétera, la usamos aquí significando la «poesía en todas sus formas» como la primera de las bellas artes por su importancia.
[3] Se refiere al siglo XIX. (Nota de Prodavinci).
Esteban Echeverría
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