La paz de Trujillo: notas para una historia de la civilidad

09/12/2020

En lo que marca un hecho muy poco común en nuestras conmemoraciones oficiales, el Estado ha recordado por todo lo alto el bicentenario de los Tratados de Trujillo. Inauguró un nuevo monumento, organizó actos con participación de todo el alto gobierno, reeditaron los documentos y además los tradujeron a varios idiomas, incluyendo algunos que demuestran las nuevas coordenadas de nuestras relaciones internacionales: como el coreano, el ruso. Dentro del espíritu de la nación multiétnica que somos, fueron también traducidos al wayuunaki y al pemón. La prensa cubrió con profusión la noticia. 

No estamos en condiciones de descifrar qué otras miras puede haber de todo esto, pero indistintamente de las que fueran, que un acontecimiento asociado a la construcción de la paz cumpla una función en la Historia Oficial es toda una novedad. Y una que no puede pasar desapercibida. Los Tratados de Trujillo, es verdad, cumplen con muchos de los requisitos para obtener la carta de ciudadanía en la Historia Oficial: Simón Bolívar es uno de sus personajes centrales, ocurrieron en su momento de ascenso y, además, fueron una victoria para los republicanos. Pero más allá de todo eso, el historiador también encuentra en ellos otras cosas que trascienden los cánones de la epopeya, y que la oportunidad de los festejos le permite puntualizar. Cosas que permiten allanar una visión de nuestra historia que también exalte a la paz, a las leyes y a la civilidad. 

Los tratados

Hagamos primero un breve repaso de los hechos, ya que no puede darse por descontando que sean muy conocidos (de hecho, esa es otra de las sorpresas de tantas solemnidades oficiales: lo usual es que sean un episodio del que no se hable, o se haga sólo de pasada). El 25 de noviembre de 1820 los plenipotenciarios de la República de Colombia, Antonio José de Sucre, Pedro Briceño Méndez y José Gabriel Pérez, y del Reino de España, Ramón Correa, Juan Rodríguez Toro y Francisco de González de Linares, se reunieron en la ciudad de Trujillo y acordaron un Armisticio para que “tanto el ejército español como el de Colombia suspenden sus hostilidades de todas clases” por seis meses. Al día siguiente los mismos plenipotenciarios llegaron a otro acuerdo, más importante, de Regularización de la Guerra, según el cual “la guerra entre España y Colombia se hará como lo hacen los pueblos civilizados”. El 27 de noviembre ocurrió el famoso encuentro en el que Bolívar y Pablo Morillo se encontraron, dieron un abrazo que literalmente pasó a la historia, y ratificaron los tratados. 

Para Bolívar probablemente fue uno de los días más felices de su vida. Tenía razones para ello. La firma de sendos tratados con España significaba nada menos que un reconocimiento. Aunque los distintos países que heredaron a la Gran Colombia tuvieron que esperar algunos años más hasta el reconocimiento definitivo (Venezuela hasta 1845, cuando la reina Isabel II renunció a sus pretensiones sobre el país), lo de Trujillo fue un parte aguas. Quienes hasta ayer eran traidores y súbditos rebeldes, ahora eran generales y embajadores de una república a la que se le reconocía la condición beligerante. Y una que además podía imponer condiciones en una negociación. Ya nadie lo dudaba: era una guerra internacional. Si el alcalde de Caracas, Juan Rodríguez del Toro, era plenipotenciario de España, y negociaba con un cumanés y un barinés, plenipotenciarios de Colombia, ambos lo hacían en representación de dos Estados distintos y beligerantes, no de dos facciones. Cada uno de ellos estaba pugnando por crear un nación –la colombiana y la española- y creía que su deber era rescatar a una parte de la misma dominada por el otro Estado (para unos, rescatar a los españoles de Bogotá o Angostura controlados por Colombia; para los otros, a los colombianos de Caracas o Cumaná, dominados por España). Pero de que eran dos Estados, no había discusión. 

Defininivamente quedaba atrás la altiva “Declaración de la República de Venezuela”, de noviembre de 1818, en la que Bolívar desde Angostura ratifica la declaración de Independencia, y afirma que España “haciéndonos una guerra de exterminio sin respetar el sexo, la edad, ni la condición, ha roto los vínculos sociales, y ha excitado un odio justo e implacable”, razón por la cual considera que “la idea de una reconciliación cordial jamás ha entrado en las miras del gobierno español”. Aquella pequeña república, que hábilmente callaba su parte en la guerra de extermino, pero que reorganizándose en el Orinoco decía estar dispuesta a jugársela completa, en dos años, y contra todo pronóstico, estaba ganando la guerra.

 Es verdad, ya no era más la República de Venezuela, sino la de Colombia. En una jugada todavía más audaz, en 1819 la República de Venezuela había decidido autodiscolverse y crear la nueva república, uniéndose con la Nueva Granada. La base legal podía tener bastante de discutible: el Congreso de Venezuela primero aceptó diputados de la Nueva Granada y después decretó la unión de los dos territorios. Tenía a su favor que en realidad estaba rehaciendo al viejo Virreinato de la Nueva Granada y que, en los hechos, la reunificación ya la había hecho Fernando VII cuando puso a toda la Costa Firme bajo el mando único de Pablo Morillo. Pero más importante que todo eso, aquella pequeña Venezuela que se reorganizó en Angostura contaba con una de las cosas más incontrovertibles de cuantas hay en el mundo: el éxito militar. En otro acto audaz, su ejército había penetrado en la Nueva Granada, unido a tropas neogranadinas, logrado voltear lo que parecía una situación desesperada, ganado un par de batallas muy importantes y tomado Bogotá. Cuando el Congreso de Venezuela decreta la creación de Colombia (a la que convencionalmente llamamos hoy Gran Colombia), ya dominaba un amplio territorio desde las bocas del Orinoco hasta los Andes neogranadinos, con algunos territorios en manos realistas hacia los que estaba moviendo tropas.  

Entre tanto, en España el agotamiento, la impopularidad de la guerra y la de Fernando VII (al menos en muchos círculos), había hecho que por fin un pronunciamiento, de los muchos que había habido, que tuviera éxito. Rafael Riego y Antonio Quiroga prefirieron alzarse con su ejército antes de partir a ultramar, obligaron a Fernando VII a jurar una constitución y pidiendo a Morillo que acordara una tregua y abriera negociaciones. Sin posibilidad de refuerzos, con el viento en contra en Costa Firme y un nuevo gobierno en Madrid que quería salirse del problemón, para el que no había ni dinero ni ganas, de la guerra desde México hasta el Río de la Plata, no era mucho lo que podía. El resultado fueron los Tratados de Trujillo. 

Fundando el Derecho Internacional Humanitario 

Lo de hacer la guerra como “los pueblos civilizados” fue, probablemente, lo más importante de todo aquel momento. El acuerdo señala un conjunto de cosas que no van a estar, ni por asomo, claras hasta después de Código Leiber de 1863 y la Conferencia de Ginebra de 1864. España y Colombia se comprometían a respetar la vida de los prisioneros y a propiciar su intercambio, a atender a aquellos que estuvieran heridos, a darles sepultura honrosa a los caídos en combate, indistintamente del bando, y a respetar la integridad de la población civil. Todos los especialistas consideran aquel tratado el antecedente más claro (y según no pocos, el fundador) del Derecho Internacional Humanitario. Se podrá decir que no acabó completamente con las matanzas, a las que tan aficionados habíamos sido hasta la víspera. 

No faltará quien señale que la operación castigo a Pasto o a los indígenas realistas de Paraguaná empañan el Tratado, pero la balanza se inclina, y por mucho, a su favor. Pero casos como los de Paraguaná pasaron de ser la norma, a ser la excepción. Colombia selló todos sus grandes triunfos con acuerdos inspirados del espíritu de Trujillo: la Capitulación de Cartagena (1821), la Capitulación de Pichincha (1822), la Capitulación de Puerto Cabello (1823), la Capitulación de Ayacucho (1824) y la Capitulación de El Callao (1825), fueron muy escrupulosas en el respeto a los vencidos. 

Reconcilia un poco con la condición humana que los hombres que firmaron los tratados de Trujillo y acordaron las siguientes capitulaciones, lo hayan hecho a pesar de que nada en su formación los preparó para eso. Venían de ese certamen de degollinas que había sido el mundo hispánico desde 1808. La Guerra a Muerte, el Régimen del Terror en la Nueva Granada, los fusilamientos de la Guerra de Independencia Española contra los franceses, los que después hizo Fernando VII para sofocar a los pronunciamientos y otras rebeliones liberales: eso es lo que había de trasfondo. Los episodios de la Guerra a Muerte en Venezuela fueron llevados a cabo con la misma lógica con la que afrancesados y franceses ejecutaron patriotas españolas; y el Terror en Nueva Granada no era esencialmente distinto al de los serviles que fusilaron a liberales en la Península. 

 Un hombre como Francisco Xavier Mina reunió, para el expediente que lo llevó al paredón, la doble condición de liberal en España y rebelde en América demostrando hasta qué punto era más o menos un mismo proceso. A veces el intercambio de roles era más complicado, y al liberal Pablo Morillo le tocó llevar adelante una versión del Terror Blanco en Margarita y la Nueva Granada, a José de San Martín antes de ser Libertador le tocó ser héroe español en Bailén, como le tocó a José Prudencia Padilla serlo en Trafalgar cuando nadie podía imaginar sus monumentales victorias en Cartagena y Maracaibo. La violación de la Capitulación de San Mateo por Domingo Monteverde fue una herida que supuró por años, justificando una y otra vez la ejecución de enemigos. La ejecución de los capuchinos del Caroní es uno de esos típicos casos de exceso de fuerza en el que nadie pareció dar la orden, mientras todos los subalternos afirman que actuaron siguiendo órdenes.  El fusilamiento de José María Barreiro sigue siendo escándalo hasta hoy (¡para las delicias del anti-santanderismo venezolano!).

¿Cómo, después de todo eso, tener confianza el uno en el otro? Es muy notable que aquellos “hombres feroces”, como los llamó Bolívar, hayan aprendido, al menos por un momento, a respetar vidas y bienes. Por supuesto, en las negociaciones de Trujillo como en casi todas las otras grandes capitulaciones, descuella una figura: Antonio José de Sucre. Probablemente el más talentoso de los generales de Colombia, su espíritu cívico y su apego a las leyes, todas sus ejecutorias posteriores, dan señales de que no poco de lo plasmado en el Tratado de Regularización de la Guerra se debió a sus ideas. En Pichincha y Ayacucho volvió a impresionar por su clemencia. El respeto a la vida y a la legalidad termina de coronar todas las glorias militares de Sucre. Si alguien tuviera alguna duda de las posibilidades de que un militar y una guerra den lecciones de civilidad, que revise cualquier biografía de Sucre y la forma “civilizada” –empleemos su palabra- con la que remataba sus victorias.

Legado

A dos siglos de los tratados de Trujillo muchos de los problemas que quiere atajar el Derecho Internacional Humanitario siguen vigentes. Aún se registran excesos, maltratos a la población civil, ejecuciones sumarias, crímenes como el de los capuchinos, donde las responsabilidades se disuelven en una maraña de órdenes y contraórdenes. Pero al igual que pasó entonces, comparado con el punto desde el que se salió, el vaso está medio lleno. Ya no se considera la guerra de exterminio algo normal, sino un delito. Algunos culpables (es verdad, no tantos como quisiéramos) son llevados a tribunales, y no pocas veces sentenciados. La incumplimiento del Derecho Internacional Humanitario ocurre sobre todo en lugares en los que el Estado de Derecho es muy débil, o inexistente. Hay acuerdos de paz que han sido muy exitosos y han logrado pervivir en el tiempo. 

En Trujillo un grupo de “hombres feroces”, acostumbrados a las degollinas, algunos, como Sucre, desde la adolescencia y la niñez, hayan logrado sentarse, llegar a un acuerdo y respetarlo, es tanto o más importante para nosotros que todas las batallas que pelearon, ganaron o perdieron. Y que esos hombres hayan sido colombianos y españoles, debería ser un motivo de orgullo nacional de España y de los países que una vez formaron Colombia (Venezuela, Panamá, Ecuador, la actual Colombia), tan grande como Bailén, Trafalgar, Carabobo o Ayacucho. Nuestras historias comunes y entrelazadas también pueden, incluso en la hora tremenda de la guerra, dar lecciones de civilidad. 

 Lecciones que, además, no dejan de ser útiles en momentos en los que Colombia avanza con tantos desafíos en la construcción de una alternativa de paz, después de años viviendo circunstancias muchas veces similares a las de la Independencia; Venezuela está en una de las más grandes crisis de su historia republicana, planteándose el reto de una reencuentro, más temprano que tarde, de la mayor parte de sus hijos. O España, que también en medio de una crisis, hace una revisión crítica de su historia reciente, lo que en sí mismo es positivo, pero requiere del cuidado de dejar los fantasmas de la Guerra Civil adentro de la caja de Pandora. No olvidados ni negados, pero sí manejados con el talante sereno del que quiere la paz.

Son, por ello, los ejemplos de civilidad y de reconciliación de los Tratados de Trujillo, los que queremos subrayar. Es de lo mejor que podemos sacar los descendientes de todos los pueblos involucrados de aquellos años en los que nos matamos con tanta alacridad. Como en el caso de Sucre, la coronación más brillante de la gloria militar. 


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