La naranja materna

21/09/2020

Dibujo realizado recientemente por la mamá de Cecilia Rodríguez Lehmann

Esa peculiar manera que tienen algunos médicos de comparar los tumores con las frutas. Un tumor del tamaño de una uva, de un limón, de una mandarina. El de mi madre era del tamaño de una naranja. Una naranja que se había abierto espacio en el cerebro y que había llegado incluso a moverlo de lugar. Supongo que la analogía médica es un intento por permitirnos imaginar un conglomerado de células desordenadas a las que nunca hemos visto. El tono suave y calmado con que suele transmitirse esta información intenta transmitir una suerte de serenidad, “tu madre tiene una naranja en la cabeza, hay que cortarla de raíz inmediatamente”.

Nosotras, es decir, mi madre, mi hermana y yo, no reaccionamos serenamente al tono sereno, ni a las metáforas frutales. Mi madre escuchaba con impavidez, parecía que se había movido a otra galaxia y escuchaba esas palabras como sonidos remotos, apaciguados por alguna distancia que se medía en años luz. Mi hermana y yo volvimos a la infancia, nos abrazamos y lloramos como niñas que de pronto quedaban al desamparo. Intuíamos que la noticia que estábamos recibiendo cambiaría nuestras vidas para siempre. Lloramos por mi mamá, lloramos por nosotras, lloramos por el mundo que súbitamente dejábamos atrás.

II

Después de ese día aprendimos el delicado arte de la contención y de la espera. Aprendimos a esperar en las antesalas de los médicos, en las frías sillas de los hospitales, en pasillos junto a las máquinas de tomografías, en las afueras del quirófano, en las salas de acompañantes de terapia intensiva. Aprendimos también a llorar con discreción, en los baños, en alguna esquina poco visible, detrás de la máquina de café; no queríamos asustar a nadie, especialmente a mi mamá y a mi hija, ¿qué habrá entendido mi hija de todo esto? También ella aprendió a esperar en sillas de metal y a dormir en cualquier rincón del hospital.

III

De la cirugía mi madre salió calva y con una cicatriz en forma de herradura. Ya no había cítricos en su cabeza sino la huella galopante del bisturí. Contra todo pronóstico mi madre calva lucía radiantemente bella.

IV

Una parte de mi madre no quiso volver del todo. El lado izquierdo del cuerpo ya no respondía los comandos. Huesos, músculos, sistema nervioso, todo insurrecto porque algo había ocurrido en ese indescifrable circuito que es el cerebro. Esas cosas a veces pasa, nos dijeron. El cerebro es misterioso, también nos dijeron. Extirpar el tumor del lado derecho del cerebro había modificado su lado izquierdo.

V

La primera semana fuera de la clínica conocimos a plenitud el significado de la palabra desamparo. A la ya traumática experiencia de la cirugía cerebral y sus consecuencias había que sumarle la zozobra que generaba la completa escasez de medicamentos. Los anticonvulsivos y los anticoagulantes eran indispensables para que mi madre no sufriera un episodio que le hiciera perder otras de esas misteriosas conexiones cerebrales. Muevan cielo y tierra, nos dijo su médico de cabecera, pero por más que lo intentamos esos primeros días no logramos mover nada. Dormimos así, con el terror en los huesos y el conocimiento profundo de la impotencia y el desamparo.

VI

Con los días llegaron las ayudas de los amigos. Gente que nos enviaba los medicamentos desde el extranjero; un amigo que conseguía alguna caja de un familiar que ya no la necesitaba. Fuimos sorteando la escasez por la inmensa generosidad de los afectos y porque éramos lo suficientemente afortunados para tener amigos y familia en el extranjero. Aprendimos así que el resguardo venía de otros lugares, de las cadenas solidarias, de los afectos y no de un gobierno para el que la vida humana y la falta de medicamentos eran problemas menores.

VII

La ayuda iba y venía, a veces llegaba a tiempo a veces no. Un cerebro intervenido necesita medicamentos de manera constante para el resto de la vida; es un caja que al abrirse ya no funciona igual. Vivir en la zozobra nos resultaba así insoportable. Otras posibilidades comenzaron a surgir inevitablemente ¿Nos vamos? ¿Se va mi mamá? ¿Hacia dónde nos vamos? Qué lugar podría quitarnos la angustia de la desgracia a la vuelta de la esquina.

VIII

Repito siempre que somos afortunadas, que nada de esto se compara con el sufrimiento que atraviesan millones de venezolanos día a día. Somos de las que teníamos opciones y lo digo no sin cierta culpa. Mi madre y mi hermana tienen la nacionalidad española, herencia de mis bisabuelos que llegaron a Venezuela en busca de un lugar mejor, menos desamparado, para volver a esa palabra que me ronda. Mi bisabuela catalana y mi bisabuelo andaluz lanzaban así desde el pasado la línea de salvamento, la boya para no hundirse. Así que ellas la tomaron. Migrarían de vuelta para recuperar la posibilidad de tener a mano lo que se necesita para la continuidad de la vida.

IX

Y así lo hicieron, cerraron con llave la casa de mi madre con todas sus cosas adentro: libros, objetos, muebles, fotografías, ropa. Cada quien se llevó una maleta con lo imprescindible ¿Qué es lo imprescindible para iniciar otra vida? Atrás quedaba la vida entera, en esa casa abandonada, fantasmal, que espera semidormida, ¿a quién? Yo también cerré mi casa con mi vida adentro, como si hubiera salido un minuto a comprar el pan, allí están los juguetes de mi hija, los zapatos, los libros (tan eternamente extrañados), el pasado entero. Me vine al sur, a Chile, acepté una oportunidad de trabajo que me mantenía cerca de lo que siempre he sido, una profesora de literatura. No tengo nacionalidad española, una larga historia, pero sí una larga y extraña conexión con Chile.

X

Cuatro años han pasado. Las casas de Caracas siguen esperando inalteradas o envejecidas. ¿Quién sabe? ¿Tendrán telarañas nuestros objetos? ¿Se habrán deteriorado los libros por el sol? ¿La humedad se habrá tragado ese pasado embalsamado? ¿Habrán sido invadidas por insectos? ¿Quién usará los juguetes de mi hija ahora que se convirtió en adolescente? ¿De qué servirán las nubes y la luna que pintamos juntas en su cuarto? ¿Volveremos a habitar esas casas? ¿Volveremos, tal vez, a recuperar los objetos secuestrados e insertarlos en nuestras nuevas vidas, esas que tan solo tienen cuatro años?

XI

A mi madre la he visto dos veces desde entonces, a mi hermana no la he visto. Trabajos, compromisos, pasaportes vencidos, visas para venezolanos, falta de presupuesto, todo conspira para volver a unirnos aunque sea de vacaciones. Ahora se nos ha sumado el coronavirus como un ingrediente adicional que nos separa. Tal vez escribo esto desde la nostalgia infinita del encierro y desde las ganas enormes de traspasar las frías pantallas. A mi padre y a mi hermano, los únicos que quedan en Venezuela, tampoco los hemos visto por las mismas razones. Y así andamos, quebrados y escindidos, expelidos por un país al que no le interesan las naranjas maternas, ni las casas fantasmales ni las escisiones ni las carencias ni la muerte ni la vida.


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