Memorabilia

La moral y la literatura. La novela

02/04/2020

Fotografía de Chilanga Cement | Flickr

Mientras vivió en República Dominicana, el pensador puertorriqueño Eugenio María de Hostos (1839-1903) publicó Moral social (1888), ensayo en el que despliega con amplitud parte de su programa ético. En ese libro, la educación ocupa lugar importante. Ofrecemos el capítulo XXXIII donde evalúa, en tono feroz, el papel social de la novela.

Nadie pretenderá que es digna de un tiempo de razón creciente una literatura tan reacia como la de casi todo el siglo XIX. Se excluye la poesía lírica, no porque haya sido menos corruptora, pues lo exacto sería decir que los más grandes líricos del siglo han sido los más grandes corruptores de su tiempo, sino por haberlas incluido ya en el examen de los gérmenes de inmoralidad connatural que lleva el arte.

Se excluyen también la literatura científica y la histórica: la primera, por ya tácitamente examinada al hablar de la ciencia en general; la segunda, porque reclama un análisis particular.

Por literatura, para nuestro propósito, no entendemos ahora más que la novela y la dramática. La novela ha sustituido al devocionario, y es la lectura de la mitad del género humano que lee en los países de civilización occidental; la dramática es la escuela moral objetiva a que asisten con menos repugnancia los niños, sus padres, sus deudos, sus sirvientes, sus auxiliares en las mil industrias de la vida, y sus mil guías directos e indirectos, desde el maestro de las primeras letras hasta el de la última ciencia, y desde el concejal del ayuntamiento hasta el consejero del primer magistrado.

No se puede, por tanto, dar influencia más extensa que la ejercida por esas dos ramas de la literatura general.

La novela es necesariamente malsana. Lo es dos veces: una, para los que la cultivan; otra, para los que la leen. En sus cultivadores vicia funciones intelectuales, o para ser puntualmente exacto, operaciones capitales del funcionar intelectual. En los lectores vicia, a veces de una manera profunda, irremediable, mortal, la percepción de la realidad. En unos y otros determina un estado enfermizo, que se caracteriza por un apetito desarreglado de sensaciones y por una actividad aislada y solitaria de la fantasía. El hacedor de novelas, víctima inconsciente de su estado psicológico, hace el mundo a imagen y semejanza de su propio estado de razón y sentimiento; por su parte, el lector de novelas busca y pide un mundo semejante al mal imaginado y mal sentido por el novelista.

Mientras tanto, el mundo de la realidad sigue fabricando realidades que, cuanto más obvias son, más repugnan al que vive fuera de ellas.

Esos dos primeros frutos son frutos del mal, porque son frutos de desorden. Desordenan el ser interior, alterando hondamente dos de sus fuerzas más activas, la sensibilidad y la fantasía. Desordenan las relaciones del individuo con la sociedad en que vive, imbuyéndole la fatal idea de que él puede quebrantarlas a su capricho o disolverlas por no corresponder a su idea de la sociedad imaginaria que le han dado.

De esta corrupción del juicio y del sentimiento individual por la novela sería argumento bastante la presencia del Quijote en el mundo de las letras, si ese fuera el único género de corrupción que ella pudiera fomentar. Pero en nuestros mismos días se ha probado experimentalmente que son muchos los recursos inmorales que el novelador puede manejar.

Desde el estallido del romanticismo hasta la explosión del naturalismo, el arte de novelar nos ha sometido a tres distintas formas de inmoralidad afectiva e intelectual. Con el romanticismo, nos sacó de la realidad histórica en que vivimos, para hundirnos en otra realidad histórica, pero falseada: fue el florecimiento de lo bello monstruoso, o de lo monstruoso embellecido o de lo bello abortado de lo falso. Con el realismo, primer derivado del romanticismo en su transacción con la realidad social y humana, nos dio la fisiología de cuantas pasiones, crímenes y morbosas exhalaciones de la sociedad encontró en el triste medio social que son las naciones europeas del mediodía y de occidente. Con el naturalismo está dándonos la segunda evolución del romanticismo, y romantizando, haciendo romántica, tratando de hacer bellas y amables las groserías y las bestialidades de la naturaleza humana y de la realidad social.

El arte, aunque sea descabellado, y lo bello, aunque sea desproporcionado, tienen siempre algún buen fin, o cuando menos, alguna buena intención, y en ese sentido algo tienen de intrínsecamente moral. Así, no se puede ni se debe negar que cada una de las formas contemporáneas de la novela tiene su buena intención particular, y que todas ellas juntas han tenido la benévola intención de contribuir, por medio de la historia ficticia a consumar la destrucción de las imperfecciones sociales de que es impopular e inaccesible exponente la historia real.

Pero, independientemente del mal consubstancial a la novela, cada uno de los géneros particulares que se han cultivado, desde el romanticismo hasta el naturalismo, han producido daños positivos a la moral. El romanticismo enseñó a amar como sólo se ama en el aire; a sentir penas, contrariedades y alegrías, como sólo se sentirán en el limbo; a vivir, como en Babia. El realismo de novela dio de la sociedad un trasunto tan parcial que hizo responsable de todo a la sociedad, irresponsable de sus torpezas o sus culpas al individuo; víctima del estado social a los perversos, a los ignorantes, a los culpables, a los criminales. El naturalismo ha empezado ya a hacer responsable de todo a la naturaleza, y va a concluir por hacerla odiosa.

A cada uno de esos movimientos literarios corresponde una fase del desorden moral en que vive Europa meridional y que, desgraciadamente, trasciende a los pueblos niños de América Latina. El romanticismo violenta los sentimientos, falsea las pasiones y altera la noción intuitiva de las virtudes y los vicios. El realismo altera la realidad social, desproporciona las causas y los efectos del mal social, aumenta los descontentos, injustos e ilegítimos, exagera los dignos de piedad y ayuda, y desconcierta la relación de medio y fin que ha de tenerse continuamente en cuenta para que el arte, en cuanto a su fin ético, produzca lo bueno bello. El naturalismo desordena la naturaleza misma, y hace el mal de desvirtuar el fin que el arte literario puede y debe tener de concurrir con la ciencia a la formación del sistema de pensar contemporáneo.

Aún hay otros dos géneros de novela, o más bien tres, que conviene presentar bajo su faz moral.

El primero es ese romanticismo pánfilo con que los llamados católicos nuevos (neo-católicos, en España), han intentado reaccionar contra las tendencias generales de la civilización moderna. Este género de novela no tiene ni el mérito ni la justificación de sus audacias. No el mérito, porque la forma es tan pánfila como el fondo; no la justificación, porque la tesis (la abominación de los progresos de la edad) es audacia tan insensata como antítesis (las beatitudes de la edad pasada).

El segundo de esos géneros de la novela es la histórica. Es un doble falseamiento: de la historia, porque la trunca; de la novela, porque la desnaturaliza. Sin embargo, salvo el daño de la pérdida de tiempo y el aún mayor de inculcar errores perniciosos en lo referente al curso de la historia, que nunca ha sido ni será el curso fluente de la novela hacia su desenlace, ése es el modo de novelar menos pernicioso. Si pudiera mantenerse en límites tales que se deslindara claramente, por la habilidad de la ejecución, lo propio del historiador de lo propio del novelador, tal vez podría ser un género importante de literatura.

La última tentativa de la novela es la más peligrosa por lo mismo que parece la más racional. Es la tentativa de novela científica. Como al niño a quien se engaña con colores, aromas y confituras para obligarlo a que sorba una porción amarga o repugnante, el novelista científico empieza por engañar a su lector para atraerlo a la trampa que le pone, y empieza por hacer a la ciencia la injusticia de suponer la trampa a que hay necesidad de atraer al lector. El resultado es el de toda trampa: cuando se sale de ella, se sale para evitarla en lo sucesivo con el mayor cuidado. Y claro es que siendo la trampa, en este caso de la novela científica, la ciencia misma, la ciencia es lo que después evita con más cuidado el lector de esas novelas. Y ¿para qué ha de buscarla? ¿No la tiene en las novelas y no es más fácil en ellas?

Este inmoral resultado de distraer del estudio sincero y desinteresado de la ciencia que tiene la novela científica es resultado común a toda novela en lo que respecta a la buena lectura. Leer imaginando es más fácil que leer pensando.

Pero hay, en la producción de la novela y en el uso de ella, dos disipaciones, perniciosísimas las dos, que deben alarmar a la ciencia del Estado y a la ciencia de la sociedad, como alarman a la moral: la disipación de fuerza moral y disipación de tiempo.

Es increíble la cantidad de entendimiento, de sentimiento y voluntad que se pierde casi inútilmente en la redacción y en la lectura de novelas.

Entre los novelistas ha habido y hay intelectualidad sorprendentes: las unas, por la viveza de imaginación; las otras, por el rigor de observación; algunas, por la potencia inductiva; casi todas, por la potencia asimilativa. En algunos géneros particulares, el naturalista, por ejemplo, se requiere en la razón, consagrada a cultivarla, una disposición analítica y un ejercicio del análisis tan escrupuloso, que no se puede menos de lamentar la pérdida de tan fuertes talentos analíticos a la disección de hechos sociales que la novela adultera, aun no queriendo, y que la historia y la sociología aprovecharían.

La misma conversión del realismo romántico en naturalismo indica un esfuerzo de razón científica que, distraída de su objeto propio y de su actividad connatural, es un hecho de inmoralidad cuando, con sólo dedicarse a su genial actividad, sería un hecho moral.

Efectivamente, a la concepción del arte naturalista no se ha podido llegar sin previo reconocimiento de la excelencia de intención y resultado que tiene y obtiene la ciencia positiva en el análisis experimental de la naturaleza, y sin inducir del hecho consumado en el campo de la ciencia un principio fundamental de arte, del cual tendría que derivarse una teoría de lo bello natural, un método artístico para realizarlo, y un conjunto de reglas prácticas para incluir en la ejecución estética el principio lógico.

Sin duda que el esfuerzo inductivo que ha habido necesidad de hacer para llegar a la concepción del arte naturalista no es la inducción científica, sino aquella forma inicial, infantil, oscura y vaga de inducción que es como el peristilo de esa función intelectual; mas no por eso ha requerido menos la concepción y la ejecución de la novela naturalista un esfuerzo de alta razón, que es deplorable emplear tan en vago y con fruto tan contrario al de la noble función intelectual a que se está empezando a deber la transformación científica del mundo.

Ese malogro de potencia intelectiva, adicionado al de potencia afectiva que noveladores y lectores disipan en los argumentos pasionales de todas las novelas, sería bastante para desconceptuar ante la moral ese género de literatura, si otra más grande disipación, por ser más universal, la de tiempo, no hiciera de la lectura de novelas un formidable auxiliar de inmoralidad.

El tiempo es vida, y consumir el tiempo en no hacer lo que se debe, es consumir inútilmente la existencia. Tanto y tan hondamente sienten esa verdad todos los ociosos, que se mueren vivos del tedio de no saber vivir. Por eso se mueren de fastidio de sí mismos los lectores consuetudinarios de novelas, para quienes el tiempo por emplear es siempre una incógnita, y el tiempo empleado un perpetuo acusador.

Si se reunieran en una sola dirección científica o artística las fuerzas mentales que malgasta el escritor de novelas, el mal hecho por medio de ellas al orden económico y social se convertiría en bien efectivo para el desarrollo sin desviaciones de la sociedad. Si se aunaran en un solo esfuerzo las actividades económicas que se pierden por la legión de ociosos que lee novelas para gastar el tiempo que no sabe emplear en ningún otro esfuerzo, se duplicaría de súbito la potencia industrial de las naciones latinas.

De las naciones latinas, y no de las sajonas, escandinavas o teutónicas, porque aunque éstas leen novelas, no emplean horas continuas, días enteros, meses sucesivos en leer sin descanso, o sin ninguna otra ocupación, libros de entretenimiento y de placer que no deberían representar en la obra de las horas, de los días, de los meses y los años otra inversión de tiempo que los momentos de ocio necesario en el seno de la familia en los momentos de la noche que se consagran al hogar.

De este modo, y comentada, la lectura de la novela podría ser un útil estimulante intelectual y un benéfico recurso de la sociedad doméstica.

Por haberle dado este objeto final es por lo que los pueblos del norte de Europa han atinado con un género de novela moralizadora, no porque su objeto sea la sandia predicación de virtudes, sino por lo espontáneamente que en ella se objetivan como fáciles ejemplos de la vida diaria las inclinaciones buenas y malas de la familia humana en todas partes y las peculiares al modo de existir y de entender la vida que tiene la familia septentrional.

Ni la moral ni la crítica pueden pedir al arte lo que no debe el arte dar. El objeto substancial del arte literario, como el de todas las artes racionales, es la busca de lo bello, y lo bello se encuentra en la indagación, observación, análisis y presentación de las deformidades de la vida colectiva, ahí debe el arte buscarlo: aun habrá moralidad subjetiva y objetiva en ese empeño, porque la verdad es siempre un bien, y lo practica quien la enseña y quien la aprende. Pero si el aforismo de Boileau (rien n’est plus beau que le vrai) es el guía práctico del arte contemporáneo y, siguiéndolo, realiza una fecunda evolución, ¿por qué no se ha de seguir el aforismo consubstancial de la estética en todas sus manifestaciones? Si el preceptista reclama verdad en la belleza, la estética reclama bien. Si el uno dice que «nada es bello sino lo verdadero», la otra afirma concienzudamente que «sólo es bello lo que es bueno». Oponer uno a otro principio sería mutilar el arte: combinarlos, será completarlos. La novela, género que aún dispone de vida, porque aún dispone de contrastes entre lo que es y lo que debe ser la sociedad humana, puede contribuir a que el arte, siendo verdadero y siendo bueno, sea completo. Entonces será un elemento de moral social. Cumpla con su deber, y lo será. Mientras tanto, no lo es, entre otros, por ese motivo final: porque no cumple con su deber.


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