Literatura

La mirada errante

06/11/2020

María Pilar García-Guadilla

Mi temprana infancia contiene retazos dolorosos, pero también alegres, radiantes y juguetones que barnizan, con pinceladas de color, los fantasmas errantes que a veces me persiguen. Mis vivencias en una pequeña provincia castellana de la España de la postguerra quizás tengan rasgos comunes con las de muchos otros niños de esa época; pero el hecho de que mis padres emigraran en los años cincuenta para hacer la América, como se decía en esa época, y el haber estado internada en un colegio de monjas y de señoritas de clase alta en la ultra católica época franquista hizo que mi infancia fuera singular. Más aún, el haber emigrado a Venezuela a los doce años, donde he vivido toda mi vida, aunque con largas estancias por estudios, trabajo y turismo en muchas otras partes del mundo, me permite una relectura más rica de mi pasado, no solo como emigrante sino también como hija y como madre de emigrantes. Más todavía en estos momentos de “diáspora” y por hallarme en una encrucijada, pues en Venezuela se han disparado todos los resortes para expulsar no solo a quienes llegamos de niños y fuimos adoptados –de manera generosa y de forma constitucional– como venezolanos por nacimiento, sino también a los propios naturales de esta otrora “tierra de gracia”. Ya van más de cinco millones de compatriotas expulsados en los últimos años y siguen saliendo en desbandada, con la diferencia de que ahora nadie “los reclama” para “engrandecer la patria y construir un país”. Peor aún, quienes se quedan se enfrentan a un porvenir incierto.

A mi madre se le extraviaba la mirada y se iba volando como Remedios la Bella detrás de su pasado. Aunque nunca supo de Lobsang Rampa, héroe incondicional de mi adolescencia que me llevó gozosamente a vulnerar las leyes de la gravedad de Newton transportándome al “país de nunca jamás”, mi madre volaba a través de su cordón astral y se quedaba alelada. No siempre persiguió quimeras; cuando ella era joven soñaba con un país allende los mares donde el sol se ponía cada día y el petróleo auguraba un futuro con más posibilidades de levantar y dar la mejor educación a sus hijas. Hacia allá se enrumbó un día de invierno atravesando el bravío mar Cantábrico y cruzando el Atlántico en El Monserrat, un paquebote que para esa fecha escupía espuma y abrumaba a los pasajeros que durante el largo mes y medio que duraba la travesía se bañaban de morriña. Algunos fenecían; entonces eran entregados a la espuma del mar con la mirada fija en el pasado.

Es la misma mirada que he visto impresa recientemente en los emigrantes venezolanos que fueron expulsados hacia otras tierras. Hace apenas un año, con motivo de un viaje con mis hijas y nietos a Disney World, conocí a tres emigrantes venezolanos que trabajaban en el hotel donde nos alojamos y cuyas historias me conmovieron. Desde mi asiento en el gran atrium de un Hotel de la Florida en la zona de Disney, que sirve de comedor para el bufet que ofrece el hotel y donde la gente desayuna los clásicos y colesterolémicos huevos revueltos con salchicha y bacon, observo la triste y ausente mirada de Gabriel, cuyos ojos otean su familiar río Orinoco tan presente y tan distante. No puedo despegar los míos de esa pensativa mirada que le recuerda su cálida Ciudad Bolívar donde quedaron sus hijos, su esposa y sus hermanos –ni de sus manos que, al igual que hoy, se mueven como autómatas todas las mañanas de 6.30 a 10.30 desde hace seis meses preparando waffles con cara de Mickey Mouse que los comensales desaforadamente tapizan con crema blanca y sirope en este hotel sin identidad tan lejos de su Angostura y de ese gran río que pudiera en estos momentos estar a punto de desbordarse, tal como sus lágrimas aún controladas–. En esa ausencia acuosa flotan sus afectos que quedaron allá esperando ansiosamente sus necesitadas remesas; también flotan recuerdos y nostalgias de otra vida más feliz como profesor y director de un Instituto Universitario que le permitía llevar una vida digna para él y su familia. Sus waffles de Mickey Mouse que los gringos devoran envuelven no solo el olor húmedo y dulzón del río y el sabor soleado y caliente del trópico, sino también sus sueños y nostalgias, los cuales nos regalan un paseo por las blancas calles coloniales de Ciudad Bolívar. En ellas camina y se posa en este momento su mirada imaginando el abrazo infinito con el que estrechará a sus seres queridos al regresar a su patria, cuando ya no sea un exiliado más como lo es hoy y deje de sentir el dolor de la ausencia, pues el desterrado carga con la tristeza de no poder retornar ni siquiera a enterrar sus muertos.

Trabajando de noche. Miami, Florida. Fotografía de Giuseppe Milo | Flickr

En ese mismo hotel también me topé con Isabel, otra profesional venezolana oriunda de Maracaibo –o del infierno, tal como ella lo describe dada la falta de electricidad en temperaturas de 44 grados–, cuyo trabajo es retirar los platos, muchos de ellos casi llenos con sobras de bacon, salchichas, papas, huevos revueltos, cereales, yogurt, frutas, ponqués y líquidos de todo tipo (café, jugo, chocolate). Me cuenta –al preguntarle en castellano, pues me percato de que no habla inglés– que lleva tres meses trabajando sin papeles porque tiene una madre enferma en Maracaibo y que se vino porque ambos padres han rebajado más de diez kilos; dice que quizás podría haber pedido asilo, pero entonces sería imposible retornar en caso de que “mi anciana madre se enfermera”. Con una mueca de orgullo me cuenta que ayer le envío la mensualidad a su madre y a su padre, quien trabajó en PDVSA y siempre vivió muy bien aunque ahora no tiene ni “para medicinas”; que ella, además, “gerenciaba una empresa de seguros, pero quebró”. Me sigue contando con una mueca triste que hace tres meses, cuando sus viejos empezaron a perder peso “y la jubilación de mi padre, que antes era muy buena, se volvió polvo, decidí venirme”. Detrás de esa mueca el recuerdo de su madre enferma y vulnerable en una Maracaibo sin luz, sin agua, sin gas, le saca un pequeño gesto de orgullo por haber podido enviar la mesada para comprar comida. Recoge las copiosas sobras de la mesa que harían las delicias de una familia numerosa en cualquier lugar de Venezuela y se despide llevándose la bandeja llena de tazas y platos sucios con un esbozo de sonrisa.

Enfrente de nuestra mesa observo con preocupación a Rafael, un hombre de casi ochenta años quien también se ocupa de retirar los platos y desechos que dejan los comensales mientras intenta recoger penosamente unas servilletas usadas que se le cayeron al piso. Comento con mi hija cómo puede una persona tan mayor seguir trabajando y le pido a mi nieto que le recoja las servilletas que se le cayeron; Rafael oye el idioma familiar y me responde que puede perder el trabajo. Al fin los platos se van bailando y tintineando en la bandeja en un inestable equilibrio al tiempo que Rafael –un abuelo que su hijo se trajo a raíz del mega apagón de 2019, pues vivía solo en San Fernando de Apure (su esposa falleció un año atrás)– cumple su labor con entereza.

Me entristezco pensando cuál será el futuro de mis tres compatriotas, quizás porque reflexiono sobre mi propio destino como profesora en una universidad donde la maleza se traga la civilización y da paso a la barbarie, ocultando no solo el otrora presuntuoso museo de parques y jardines de la Simón Bolívar, sino también augurando el triste futuro de la enseñanza y la educación venezolanas. Me preocupa el mañana, qué duda cabe, como habitante de una urbanización de clase media cuyos edificios se han vaciado de futuro y donde la mayoría de sus vecinos son abuelos esperando –como Godot– la llamada de hijos y nietos que les dibujará apenas una sonrisa. Soy ciudadana de un país donde los jóvenes no tienen cabida y andan errantes atravesando fronteras para hallar, si tienen suerte, algún futuro; si no, para huir por trochas, caminos y montañas fríos y desolados. Solo los esqueletos permanecerán como recuerdo del gentilicio de los emigrantes venezolanos (por aquello de que “los muertos no migran”), pero los muertos también se van quedando solos, como dice Gustavo Adolfo Becker, y quién sabe si perdurarán porque en Venezuela también profanan las tumbas para vender el metal de los féretros y los huesos.

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Texto generado en el “Taller de literatura autobiográfica” coordinado por Ricardo Ramírez Requena.


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