Perspectivas

La magnífica desolación del astronauta

Buzz Aldrin posa dentro del Módulo Lunar. Fotografía de la NASA.

04/03/2023

Cuando los primeros hombres y mujeres pisen Marte, yo estaré allí,

ya sea viéndolo en mi televisor o mirando desde las estrellas.

(Buzz Aldrin)

El más grande reto en la vida de Edwin “Buzz” Aldrin (miembro de la tripulación del Apolo 11 y segundo hombre en poner pie en la Luna) no fue viajar a nuestro satélite natural sino volver a su vida en la Tierra. Una experiencia demoledora que tomaría cuarenta años en estructurar, elaborar, convertir en relato que aterrizaría en un libro autobiográfico cuyo título sirve para describir el paisaje lunar pero también, y sobre todo, eso que sintió Aldrin cuando intentó reajustarse como un sujeto más de a pie en este mundo: Una magnífica desolación.

Edwin Aldrin Jr. nació en Nueva Jersey en enero de 1930. Era el hijo menor de la pareja conformada por un expiloto militar de su mismo nombre (Edwin Aldrin padre) y Marion Moon (sí, qué cosa curiosa y sugestiva, el apellido materno era Luna). Las hermanas mayores de Edwin lo apodaron “Buzz” (timbre, zumbido, murmullo) porque parece que el pequeño era como un insecto volador, siempre inquieto, siempre en movimiento, revoloteándoles cerca de los oídos, aquel niño era como una especie de motorcito atómico que no se podía apagar.

Cuando Buzz tenía treinta y nueve años, exactamente el 20 de julio de 1969, se convertiría en el segundo ser humano en posar pie en la Luna. El primero (probablemente el astronauta más famoso de todos los tiempos) sería el comandante de la misión Apolo 11: Neil Armstrong. A partir de ese momento este mundo, tan dado a reconocer solamente los méritos de los primeros, comenzó a etiquetar a Aldrin como “el segundo”. Es decir, era un héroe pero con medalla de plata, un escalón más bajo en el podio, solamente superando a Michael Collins, el tercero en la expedición, al que se le endosaba un título aún más despectivo: “el que viajó hasta la Luna pero nunca se bajó”. Sin embargo, Collins tenía dos virtudes que lo hacían brillar desde las penumbras de las filas del fondo: por un lado, había sido el piloto designado, el héroe silencioso, el que se encargaría de traerlos a casa, y por esa razón mientras Armstrong y Aldrin se tomaban fotos para la posteridad, clavaban la bandera sobre la superficie lunar y daban saltos con gravedad reducida, Collins fue el hombre que más lejos había llegado en la historia de la humanidad al internarse en la órbita del lado oculto de la Luna: «Nunca nadie había estado tan solo desde los tiempos de Adán» (así resumió Mike Collins ese momento en su libro Carrying The Fire), y allí está justamente el segundo atributo del tercer tripulante del Apolo 11, tenía el don de la palabra, era de la extraña raza de los astronautas-poetas, un auténtico astropoeta.

De izquierda a derecha, Neil A. Armstrong, comandante; Michael Collins, piloto del módulo de comando; y Edwin E. Aldrin Jr., módulo lunar. Fotografía de la NASA | AFP.

Aldrin regresó a la Tierra y durante un par de años, como buen soldado y como ciudadano ejemplar que era, se dedicó a dar conferencias, conocer reyes y presidentes, tomarse fotos, conceder entrevistas, incluso durmió como invitado de honor en la Casa Blanca; pero en el fondo aquel astronauta fornido y formidable (no olvidemos que el personaje de Buzz Lightyear de Toy Story se inspira en él) se estaba desmoronando por dentro: una voz interna no cesaba de recriminarle dormido o despierto: “¿Y ahora qué?”.

“La gente quiere saber qué sentí”, dijo Aldrin.

Éramos militares y se suponía que no debíamos expresar nuestras emociones. El corazón me latía a mil por hora, pero a la vez era consciente de que debía guardar la compostura. Lo que experimenté es algo para lo cual me había entrenado innumerables veces (…) Al volver, quería decir algo profundo en mis discursos, pero yo era un ingeniero, no un poeta. No hallaba las palabras adecuadas.

Aldrin comenzó a beber, al principio unos sorbitos de whisky robados del botiquín del médico de la NASA. Luego un poco más, de las botellas que compraba a escondidas y con la esperanza de que nadie lo reconociera, para sentirse relajado y ocurrente a la hora de las entrevistas o las sesiones fotográficas. Y después mucho más cuando las jornadas llegaban a su fin y se tenía que quedar a solas consigo mismo. Le tenía pánico a esa soledad, a ese momento en que no había cámaras ni público ni tampoco un personaje al cual representar. Entonces le tocaba encarar la desolación, tan similar a la de la Luna, pero proyectada ahora en su paisaje interior. Aldrin no solamente sentía el vértigo de no hallarle sentido a su vida ahora que no era un hombre del espacio, sino que se sentía un farsante, porque estaba –sobre todo– profundamente decepcionado del hombre en el que se había convertido.

Para colmo de males –recordemos que en este punto de la historia nos hallamos en la sociedad norteamericana de principios de los años 70– cómo asumir abiertamente que estaba deprimido, que a veces tenía ganas de quitarse la vida, que algo muy esencial se le había quedado perdido en el espacio exterior y ahora no sabía vivir ni lidiar con este planeta ni mucho menos con su propio espacio interior. Qué va, mejor morir callado.

El presidente Richard M. Nixon intercambia «señales A-OK» a través de la ventana de la instalación de cuarentena móvil con Edwin E. Aldrin. Fotografía de la NASA | AFP.

Neil Armstrong había sido más astuto. Se tomó las fotos de rigor, dio las entrevistas que le correspondían, habló poco pero qué más se le podía pedir a un hombre que ya había dicho aquello en vivo y desde la Luna: “Esto es un pequeño paso para un hombre pero un gran paso para la humanidad”. En 1971 renunció a todo compromiso con la NASA, se dedicó a dar clases en la Universidad de Cincinnati y a ofrecer algunas asesorías a la empresa automotriz, hasta que se retiró voluntariamente en 1979 a vivir con su familia en una apartada granja en el sur de Ohio. Esa fue su manera de vivir con el peso de la fama: ausentarse, borrarse del mapa, que hablaran otros de él y por él, le daba exactamente igual, ya su misión estaba cumplida. Se supo en algún momento, eso sí, que estaba muy disgustado con su barbero porque se enteró de que había vendido un mechón de su pelo por tres mil dólares. Pero luego lo dejó de ese tamaño.

Buzz Aldrin. Fotografía de los archivos de Bloomsbury Auctions.

Mientras tanto, Edwin “Buzz” Aldrin se despeñaba por el barranco del alcoholismo y le tocaba encarar a sus más siniestros fantasmas. Después de acudir a varios psiquiatras reconoció que le tenía especial miedo al suicidio (idea que le estaba rondando con mayor frecuencia), pues su abuelo se había disparado con una escopeta a la cabeza y su madre se había quitado la vida con una sobredosis de pastillas para dormir. Acudió también a Alcohólicos Anónimos y se convirtió en un importante vocero de la organización. Consiguió, gracias a un contacto que conoció allí dentro, un trabajo como vendedor de autos Cadillac para los adinerados clientes de Beverly Hills. Pero resultó un pésimo vendedor que no cerraba la venta de un miserable coche porque se pasaba todo el tiempo hablando de sus experiencias en el espacio y firmando autógrafos (casi siempre a altas horas de la noche y en concurrido un bar).

La bebida me tenía atrapado. Dejé a mi segunda esposa, sufrí un accidente de coche, fui arrestado por ebriedad, dejé pasar varias oportunidades de publicar libros y perdí la confianza de las organizaciones con las que trabajaba como consultor. El psicólogo Carl Jung había escrito algo a mi medida: «los vuelos espaciales son un simple escape, una fuga, porque es más fácil ir a Marte o la Luna que conocerse a uno mismo». Soy testigo de ello.

Luego de una temporada en el averno (por algo se preguntaba Aldous Huxley si la Tierra no sería el infierno de algún otro planeta), Aldrin dejó la bebida en 1978 cuando bebió su última copa y levantó cabeza finalmente a mediados de los ochenta. Lo hizo con un coraje quizás mayor al que necesita un hombre para pisar la Luna. Lo hizo con una sinceridad conmovedora. No está fácil lo de quitarse el traje de astronauta (y sobre todo el de héroe) para asumir: soy un hombre de a pie, he estado confundido y aterrorizado, la historia que tengo que contar no es tanto la del espacio sino la de mi tambaleante paso por este planeta.

Los miembros de la tripulación de la primera misión lunar Apolo 11, Edwin Aldrin, Michael Collins y Neil Armstrong, en 1989 en el vigésimo aniversario del primer aterrizaje del hombre en la luna. Fotografía de Kevin Larkin | AFP.

Buzz Aldrin (en algún punto abandonó su nombre oficial para adoptar su apodo) ha escrito varios libros. Y, como ocurrió con su colega Michael Collins, resultó un escritor fascinante que filtra sus experiencias con una prosa fluida, para nada acartonada, atravesada con frecuencia por el humor. Es realmente divertido. Lo narra todo como en clave de comedia, o más bien de humor negro. Entonces nos enteramos de que le molestó siempre que se empeñaran en etiquetarlo como «el segundo hombre en la Luna», cuando lo correcto hubiera sido «miembro de la primera tripulación que llegó por primera vez a la Luna» (porque de haber faltado alguno de ellos aquello no hubiera resultado jamás). Nos hizo saber también que en el peor momento falló el interruptor de encendido del módulo lunar y lo tuvo que resolver con el repuesto de un marcador punta fina. Que aquella era una misión titánica y ellos unos simples mortales que tuvieron que improvisar en caliente para decenas de contingencias para las que no estaban preparados. Que cuando alunizaron él no hacía sino pensar qué sería de ellos si a Mike Collins le pasaba algo en los confines del espacio y no regresaba al punto de encuentro para llevarlos a casa. Que cuando pisó la superficie lunar se dijo: «No, bueno, aquí va a ser dificilísimo clavar la bandera. Voy a hacer el ridículo frente a millones de terrícolas que me estarán viendo en vivo y se van a reír de mí la vida entera». Y mientras Armstrong decía sus frases para la posteridad y lo filmaba poniendo la bandera y tomaba fotos del reflejo de la lejana Tierra en su escafandra y de su mítica imagen de la huella de su bota en suelo de la luna (todas esas imágenes son de Aldrin, porque quien tenía las cámaras era Armstrong), Buzz lo que decía para sus adentros era: «creo que cerré mal la escotilla del módulo lunar, no vamos a poder entrar, nos vamos a morir de una lenta y horrible asfixia porque esa escotilla si la cierras mal se traba». En fin, que aquel momento legendario para la humanidad al final había sido, honestamente hablando, una especie de Ave María espacial, una odisea que salió bien porque se sostuvo sobre el delgado filo de la mínima posibilidad de éxito. Pero que nada de eso había sido tan difícil como regresar a la Tierra y darse cuenta de que a los treinta y nueve años su vida había perdido todo sentido, que estaba harto de no sentirse nunca suficiente, de vivir permanentemente decepcionado de sí mismo, aterrorizado con la idea de quedarse a solas con la más ingrata compañía: la propia. Así que le tocó enfrentarse con su propia y muy personal «magnífica desolación» para  poder sobrevivirla y después intentar contarla.

Una foto publicada por la NASA muestra al astronauta Edwin E. «Buzz» Aldrin Jr saludando a la bandera estadounidense en la superficie de la Luna durante la misión lunar Apolo 11, el 20 de julio de 1969. Fotografía de la NASA | AFP.

Aldrin ha servido de asesor para varias series y películas sobre el espacio, ha cantado junto al rapero Snoop Dogg un tema sobre astronautas y cohetes en el espacio, se ha casado ya en cuatro oportunidades (la última de ellas en este 2023 con una rubia a la que le lleva treinta años), se le ha visto –bronceado y en una condición física envidiable– lidiar a sus noventa y tantos a punta de puñetazos directos a la nariz con terraplanistas amigos de teorías conspiranoicas que le gritan a la cara que la llegada del hombre a la Luna fue una estafa, que jamás ocurrió, que realmente lo filmaron todo en un estudio de Hollywood. Hay que cuidarse de quien ha vivido demasiado.

A los 93 años, «Buzz» se casó con la Dra. Anca V Faur. Fotos de Buzz Aldrin Twitter.

Al sol de hoy Buzz Aldrin es uno de los principales defensores de una propuesta difícil de aterrizar pero fascinante: la conquista del espacio no debería ser un asunto de militares ni de científicos ni de millonarios, debería estar destinada a la gente común. Un programa que lleve al espacio exterior a la gente de a pie, de eso debería tratarse todo. Lo dice él que sabe en carne propia que no hay lugar en el universo más difícil para sobrevivir que este mundo. Si lo has logrado en esta Tierra pues lo harás aún mejor en otros espacios. Y él estará allí viéndonos, viéndolo todo, ya sea desde su televisor o desde las estrellas.


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