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Ver a un árbitro llorar en un campo de béisbol es tan inusual como ver a un luchador mexicano haciendo piruetas en la Ópera de París. Jim Joyce, un estadounidense de cincuenta y cinco años, con veintitrés de experiencia en las Grandes Ligas y portador de unos bigotes que le hubieran permitido ejecutar el rol de sheriff en una película de vaqueros, derramó sus lágrimas ante miles de fanáticos y las cámaras de televisión la tarde del 4 de junio. Un hombre acostumbrado a ocultar sus emociones, a ostentar la frialdad de los imparciales, lloró detrás del home plate y tuvo que ser consolado. Nunca esperó que los fanáticos lo recibieran con un aplauso luego de lo que sucedió la noche anterior, la peor de su vida.
El juego entre los Tigres de Detroit y los Indios de Cleveland se encontraba ya en el último inning. La pizarra marcaba dos outs y 17.738 fanáticos estaban de pie, exultantes por la rara oportunidad de ser testigos de la historia. Armando Galarraga, un lanzador con más futuro que pasado, había retirado de forma consecutiva a 26 jugadores. Un out más y Galarraga se convertiría en el vigésimo primer jugador en lanzar un juego perfecto en la ya larga historia del béisbol.
Lanzar un juego perfecto es ganar la gloria instantánea, una especie de absolución de los pecados en el béisbol. Ya no importa lo que hagas, siempre serás el hombre que lanzó un juego perfecto y tendrás un altar en el Olimpo del béisbol, que no está en el Mediterráneo, sino en Cooperstown, New York, y lo llaman el Salón de la Fama. Quizás mucho más importante que asegurarse un puesto en la historia del deporte, lanzar un juego perfecto es también cumplir un sueño que todo lanzador tiene de niño cuando juega en las revoltosas ligas infantiles.
El obstáculo entre Galarraga y la gloria era el vigésimo séptimo bateador: Jason Donald, un novato que jugaba su partido número 15 en las mayores y que ostentaba un discreto promedio de .231. Donald llegó al home motivado por aquello de que nadie quiere ser el último out en un juego, menos en uno que puede ser perfecto. Que tu equipo no haya podido batear un hit es motivo de vergüenza, pero que ni siquiera haya podido embasarse a lo largo de un juego, es desmoralizante. Antes que Galarraga, diez lanzadores habían logrado llegar hasta el out 26 de forma perfecta, sólo para que el bateador 27 ejerciera su maleficio y rompiera la magia. Pero Galarraga no estaba dispuesto a permitirlo.
Donald había llegado a la cuenta de una bola y un strike. La excitación de los fanáticos se incrementaba con cada lanzamiento pues sabían que el desenlace se acercaba. Galarraga decidió lanzar un slider afuera. El lanzamiento quebró bien, como lo había hecho toda la noche. Donald hizo un swing defensivo con el que logró conectar un rodado entre primera y segunda. La bola se puso en juego y el ruido se hizo ensordecedor. No era un batazo fuerte, no era difícil de capturar, pero este tipo de batazos siempre plantea retos para la defensa. El defensor de la primera base debe decidir si abandona la almohadilla para ir en búsqueda del batazo. La decisión no es trivial, si el primera base sale en búsqueda del batazo el lanzador debe encargarse de cubrir la base para que pueda producirse el out. Para el lanzador, la jugada exige. Debe correr en dirección a la base atento, por una parte, al eventual lanzamiento que le hará el primera base, y, por la otra, de pisar la almohadilla. Una limitación humana complica la jugada: el lanzador no puede ver la almohadilla y la pelota al mismo tiempo, sin olvidar que todo tiene que hacerlo corriendo pues debe llegar a la base antes que el bateador. De lo contrario, el esfuerzo sería inútil. Es una jugada que requiere gran coordinación y, es tan difícil, que pocas veces hay elegancia en ese tipo de lance, aunque si mucha emoción.
Cuando salió el batazo, Miguel Cabrera, primera base de los Tigres, saltó con el empuje de un felino en búsqueda de la pelota consciente de que esa noche los dioses del béisbol parecían estar dispuestos a bendecir la jornada. La base quedó a la deriva en espera del lanzador. Galarraga cumplió su tarea y corrió a defender la base, como lo había practicado miles de veces desde niño. Cabrera capturó el rolling, lanzó la pelota y Galarraga atrapó el disparo mientras pisaba la almohadilla. La bola llegó a su guante al menos un paso antes de que el pie de Donald pisara la base. En ese instante, todos supieron que se había consumado un juego perfecto. El estadio estalló en emoción; Cabrera, compatriota de Galarraga, comenzó la celebración. Galarraga sonrió y dirigió su mirada al árbitro, Jim Joyce, en búsqueda de la consagración oficial con el conocido gesto de la sentencia de out. Pero Joyce, ante la incredulidad de los espectadores, decretó enérgicamente que Jason Donald había llegado a salvo a la primera base. Quieto. Safe. Joyce se equivocó. Se acabó el sueño.
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Los que no conocen al béisbol dicen que es un juego lento. Pero la realidad es otra. Desde que la pelota sale de la mano del lanzador hasta que cruza el home plate transcurren 0.36 segundos. Un home run tarda en salir del stadium en no más de 4.5 segundos. Una de las jugadas más largas, un cuadrangular dentro del campo, en el que bateador debe correr todas las almohadillas y llegar al home, transcurre en menos de 16 segundos. La jugada que le costó el juego perfecto a Galarraga duró sólo 4 segundos. Donald dio 18 pasos endemoniados de home a primera. La pelota llegó al guante de Galarraga 0.10 segundos antes que el pie de Donald a la almohadilla. Algunos dirán, viendo infinitamente las repeticiones que el out fue de calle, pero la diferencia fue de apenas una décima de segundo. Microsegundo más, microsegundo menos, Joyce igual se equivocó, pero la jugada no era tan clara como podemos creer viendo cómodamente las repeticiones en cámara ultralenta y los diversos ángulos que disfrutamos por ESPN. En todo caso, en la mente de muchos fanáticos y jugadores seguirá rondando la idea de que en los casos de jugadas cerradas los árbitros deben favorecer a la gloria. Joyce no lo hizo. In dubio pro gloria.
Un árbitro debe tener buena vista, pero también disfrutar de un buen oído. Generalmente, para tomar sus decisiones en la primera base, el árbitro fija su mirada en la almohadilla, vigila si el pie del defensor toca la base y se deja guiar por el seco sonido de la bola al contacto con el guante. Oído y vista lo ayudan a decidir si es out o safe. La bola suena fuerte en el guante cuando se atrapa “bien”. En ocasiones, la bola, aunque atrapada, puede desplazarse centímetros dentro del guante. Cuando eso sucede, el sonido no es tan fuerte, incluso, puede que no haya sonido. En una de las ya mencionadas repeticiones de la jugada se observa como la bola que lanzó Cabrera se desplaza dentro del guante de Galarraga ¿Pudo la ausencia de sonido ser la causa de la equivocación de Joyce? Nunca sabremos la respuesta. Pero Joyce siempre ha sostenido que el “vio” safe la jugada y nadie tiene una repetición desde el punto de vista de sus ojos y, menos, de sus oídos.
Joyce, minutos más tarde de haber concluido el juego, comprobó mediante vídeo que se había equivocado y que, con su error, le había robado la gloria a Galarraga, como lo reconocería públicamente más tarde. Joyce también supo de inmediato que el joven lanzador no era la única víctima de su decisión: esa noche había engendrado un fantasma que lo perseguirá por el resto de su vida. Soltó sus primeras lágrimas, pero esa vez fue en privado. Armando Galarraga, víctima de la injusticia, lo visitó con la intención de consolarlo, y atinó a decir: “Tranquilo Joyce, nadie es perfecto”.
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Galarraga, mientras estuvo en el terreno, nunca supo si Donald fue out o quieto. Lo mismo declararía Donald, quien admitió que: “La jugada fue cerrada, no sabía si fui out, en todo caso, dada las circunstancias, pensé que sería decretado out”. Las circunstancias a las que alude Donald se refieren a que en 392.036 juegos que se han realizado en las Grandes Ligas hasta la fecha, sólo 20 lanzadores habían alcanzado la perfección y nunca lo había hecho un pitcher de los Tigres de Detroit. Desde un novato hasta un niño sabe reconocer la gloria cuando está cerca.
El arte de pitchar es el arte de engañar, como dijo Michel Lewis. Colocar lanzamientos en zonas inesperadas, cambiar la velocidad, conocer las fortalezas y debilidades de los bateadores, saber cómo piensan los contrarios y administrar las fuerzas. El arte de lanzar es el arte de descolocar a los bateadores. Quizás ya nunca el juego perfecto de Galarraga sea reconocido en los records oficiales, pero debemos admitir que con su conducta logró descolocar a los fanáticos del béisbol y al béisbol mismo. En circunstancias donde muchos esperábamos una reacción visceral y violenta, encontramos serenidad. En un deporte en el que los esteroides y las mentiras crearon ídolos de cobre, encontramos a un lanzador capaz de perdonar a alguien cuyo error le robó un sueño.
La gloria, afortunadamente, nunca se ha limitado a los libros oficiales. Galarraga se ganó un espacio en la memoria del béisbol y en la de los fanáticos gracias a una conducta que será utilizada como ejemplo por padres y madres que necesitan de historias reales para educar a sus hijos. Tienes razón Armando, nadie es perfecto, pero a veces hay gente que aun ante situaciones extremas se comporta como tal. Play ball.
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Este texto se publicó originalmente el ocho de junio de 2010.
Ángel Alayón
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