Perspectivas

La guerra que ganamos (y olvidamos)

08/06/2023

Ejército venezolano desplegado en la zona. Fotografía de El Nacional

Cierro la última página de Machurucuto 1967, la guerra que le ganamos a Cuba, de Fernando Falcón, y quedo desconcertado: ¿cómo es posible que todo esto no se sepa?  Es una pregunta que me asalta una y otra vez, incluso conociendo la vocación de olvido de los venezolanos (que hablemos mucho de Simón Bolívar y de la independencia no significa que tengamos una especial consciencia histórica, más bien al contrario). Porque no es sólo el resultado de nuestras décadas de desastre educativo, sobre todo en Historia; o del desinterés que en general la sociedad siente por ella cuando no se trata de dos o tres temas puntuales. Tampoco de los vertiginosos cambios que Venezuela ha vivido en los casi sesenta años que nos separan de los hechos, que han favorecido una mirada sólo centrada en el presente y el futuro. Es que estamos ante un fenómeno muy particular, tal vez único en el mundo, clave para comprender cómo hemos llegado adonde estamos: el de unos vencedores que se olvidan de sus victorias. O que incluso, como en este caso, llegan hasta a ocultarlas.

La consecuencia fue una sociedad que no se sintió especialmente obligada a defender la democracia, o a mejorarla, en parte porque desconocía lo mucho que costó cada logro. Como un niño muy mimado que lanza un juguete que ya no funciona, los beneficiarios de años de paz y políticas sociales muy progresistas, o de ayudas y subvenciones para sus empresas, no dudaron, de forma mayoritaria, en lanzar al vertedero aquello que lo hizo posible, acaso creyendo que había sido muy fácil alcanzarlo y que, además, se lo merecían sin ninguna responsabilidad a cambio. Hoy, que llevamos ya dos décadas administrados con ideas muy parecidas a las que quisieron imponer los que desembarcaron en Machurucuto, podemos medir mejor lo que significó su derrota. Tal vez si hubiésemos tenido una conocimiento más meridiano de aquello por lo que se peleó y ganó en las década de 1960, en las siguientes habríamos tomado decisiones distintas.

Veamos: en mayo de 1967 los venezolanos se enteraron por los medio de un desembarco de guerrilleros en Machurucuto (en realidad en Cocal de los Muertos, a pocos kilómetros de la población barloventeña), entre los que había unos cubanos que habían sido capturados. Hasta donde se tenía noticias, la operación había terminado en un rotundo fracaso, pero era una prueba más, esta vez contundente, de la intervención de Cuba en la insurrección comunista en Venezuela, ya de forma franca con militares. La sociedad siguió por un tiempo los hechos, pero relativamente pronto se desentendió de ello. Estaba más o menos acostumbrada a los golpes de la guerrilla, como el secuestro de Alfredo Di Stéfano o el del buque “Anzoátegui”,  o el asalto a la exposición de arte francés en el Museo de Bellas Artes, acciones efectistas pero en realidad incapaces de hacer tambalear a la democracia. Y aunque no por eso dejó de haber un saldo doloroso de muertos y daños materiales, o se trastornó la vida en muchos aspectos (oleoductos quemados, comunidades campesinas en medio de zonas de guerra, atracos y secuestros cometidos en nombre de la revolución, familias quebradas por muertos, desaparecidos, presos y exiliados), la búsqueda del espectacularidad por la guerrilla ayudó, siquiera en parte, a que se la viera como un espectáculo, mientras el venezolano promedio miraba al porvenir con esperanza, con una vida que en general sintió cada día mejor.  Ello fue clave para que la guerrilla comunista no prendiera en la base de la sociedad, pero no se hizo el suficiente trabajo de pedagogía política como para que se tomara consciencia de la lucha de modelos de sociedad que se libraba, o sobre todo para que los niños que crecían entonces o nacerían en los siguientes años, al menos tuvieran alguna noticia de ello. Esos niños fueron los hombres y mujeres que en 1998 tenían cuarenta y cincuenta años…

Fernando Falcón cuenta que él mismo no vino a saber de los pormenores hasta que, convaleciente por un accidente en el Centro de Entrenamiento de Cazadores en Cocollar, Estado Sucre, dio con los papeles del Teatro de Operaciones No. 4.  “Allí, nos dice, me enteré de los cuatro, sí, cuatro intentos de invasión cubana a Venezuela” (p. 19): el desembarco de armas para el frustrado saboteo de las elecciones de 1963, la liderada por Luben Petkoff en 1966, la de Machurucuto en 1967, y otra en 1968.  En todos los casos militares cubanos se combinaron con guerrilleros venezolanos, a los que habían entrenado, dado armas y dinero, para atizar la insurrección en el país y en Colombia. En todos los casos, también, fracasaron en sus objetivos.  El dato es importante, porque a sólo diez años de los hechos, un joven que se estaba formando como cazador del ejército, es decir, especializándose en la lucha contrainsurgente, vino a enterarse casi por casualidad de los pormenores de una de las grandes victorias en la contrainsurgencia del mismo ejército del que formaba parte. De hecho, una de las más grandes victorias de todas cuantas ha habido en la lucha contrainsurgente en el mundo. Pero al contrario de lo que ha pasado desde, al menos, que Ramsés II mandó a hacer grabados y a escribir un poema de la Batalla de Qadesh, el ejército venezolano fue un vencedor que no se ocupó de pregonar su victoria.

Machurucuto fue el punto culminante de una larga historia caribeña y  de una de las apuestas más altas de Fidel Castro. La tradición es la del filibusterismo, como en el siglo XIX se llamó a los mercenarios que ofrecían sus servicios en el Cincuncaribe (tenían en común con los viejos filibusteros que iban en barcos y desembarcaban donde vieran una oportunidad, y no pocas veces combinaron sus acciones con la piratería), o el garibaldismo, como Rómulo Betancourt llamó a esas expediciones revolucionarias que, prevalidas por más voluntad que fuerza real, desembarcaban en cualquier punto del Caribe esperando ser la chispa de una revolución (Betancourt mismo intentó ser un garibaldista). Su lista de fracasos es tan larga como sonora. Comienza con personajes de la talla de Francisco de Miranda y Francisco Xavier Mina, incluye a venezolanos como Narciso López y Antonio Guzmán Blanco, que en momentos distintos, uno desde Estados Unidos y otro desde Venezuela, organizaron invasiones para independizar Cuba (aunque a la guzmancista Expedición de Vanguardia Venezolana en Cuba no le fue tan mal) y remata, sólo para hablar de casos venezolanos, como el de la sensacional toma de Curazao en 1928, la invasión del Falke en 1929 y la del vapor Superior en 1932.

Fotografía de Arturo Bottaro | El Nacional

Las expediciones parecían un asunto liquidado cuando el éxito de la Legión del Caribe en la Guerra Civil de Costa Rica en 1948, revive el sueño del desembarco libertador, y aunque después fracasa en su intento de invasión a República Dominicana en 1949, siete años después, y contra todo pronóstico, el desembarco en Cuba de una pequeña fuerza expedicionaria a bordo del yate Granma, comandada por Fidel Castro, es exitoso.  Después de dos años de guerra de guerrillas, tomó el poder. Aquello corrió como el fuego por toda la región. Hasta el momento, el México revolucionario había sido el epicentro del garibaldismo revolucionario (los intentos de invadir Venezuela de 1928 y 1932 fueron aupados por el gobierno mexicano; y de México había zarpado el Granma), pero partir de 1959 Cuba ocupó su lugar. Al internacionalismo tradicional de revolucionarios y aventureros caribeños, se unía ahora el del comunismo en el contexto de la Guerra Fría. Así, arrancó una serie de aventuras apoyando guerrillas en diversos sitios, como la Expedición de Constanza, en Santo Domingo (1959), la expedición a Nombre de Dios, Panamá (1959), ambas fracasadas. Incluso el desembarco de Bahía de Cochinos (1961) respondió a la misma lógica. Todos a su modo se sentían Simón Bolívar en Los Cayos o Miranda en Coro (o incluso Narciso López, aunque este tercer venezolano siempre ha sido más polémico y difícil de asumir). Venezuela, en este contexto, y por su valor estratégico y enormes riquezas petroleras, pronto se convirtió en uno de los principales trofeos del Caribe. Tanto Estados Unidos, que tenía enormes intereses en el país, como el bloque comunista, van a invertir muchos recursos en él.

En 1966 se reúne la Conferencia Tricontinental en La Habana, en la que Fidel Castro intenta organizar una especie de internacional propia del Tercer Mundo para tener más margen de acción frente a la URSS, que después de la Crisis de los Misiles, quería bajar la presión en América Latina.  En esa conferencia se lee la famosa carta enviada por el Che Guevara desde su paradero desconocido con la propuesta de hacer “uno, dos, tres Vietnam”.  En efecto, andaba en eso, ayudando a organizar guerrillas en África, Guatemala, Nicaragua, Perú y Argentina. De hecho, la carta la mandó desde algún punto (seguramente Cuba) entre el Congo y Bolivia. En La Habana también están muchos guerrilleros venezolanos entrenándose, sobre todo los del Movimiento de Izquierda Revolucionaria (MIR), debido que el Partido Comunista (PCV), en la línea de Moscú, ya consideraba que era mejor terminar tanta violencia sin perspectivas de triunfo. Venezuela, esperaban, habría de ser otro Vietnam. Aunque el Che Guevara sueña con ir al corazón andino de Sudamérica para desde allí hacer una revolución, en otra demostración de que tenía más coraje que dotes de estratega, Fidel Castro, más claro, decide mandar a dos de sus mejores hombres a la cabeza de contingentes a Venezuela: Arnaldo Ochoa, que desembarcó en 1966, y Raúl Méndez Tomassevich, que lo hizo en Machurucuto.

VIsta satelital de Machurucuto. Imagen de CENES / Airbus | TerraMetrics | Data SIO | NOAA | U.S. Navy | NGA | GEBCO | Google Earth

Así, el 3 de mayo  de 1967 zarpan de Santiago de Cuba los militares cubanos Méndez Tomassevich, Ulises Rosales del Toro, Silvio García Planes, Harley Borges, Antonio Briones  Montoto, Gilberto Pico Rivers, Manuel Gil Castellanos, Pedro Cabrera Torres, Pascual Martínez Gil, Eladio Guerra González, Arturo Martínez Escobar y Arturo Puig Ruíz, junto a los guerrilleros venezolanos Moisés Moleiro, Héctor Pérez Marcano, Eduardo Ortíz Bucarán y Américo Silva. Traían además armas, 240.000 dólares y 240.000 bolívares, lo que entonces era una fortuna. Si con eso el Frente Guerrillero Ezequiel Zamora, de la zona de El Bachiller, no despegaba, con nada lo lograría.  El 7 de mayo, el Alecrín, como rebautizaron el barco en el que venían, llegó a aguas venezolanas. Y a partir de allí todo salió mal: un grupo llega a la playa, es descubierto rápidamente, uno de sus miembros abatidos, tres son capturados y otros, encabezados por Méndez Tomassevich, logran huir hacia las montañas; mientras el barco es descubierto por el patrullero Mejillón, lo que lo obliga a huir, abortando buena parte de los planes.

El libro de Fernando Falcón narra la cacería que se activa en dos tiempos para dar con los guerrilleros: por una parte, en los servicios de inteligencia de Caracas para determinar exactamente quiénes eran los capturados, qué planes traían y cuáles eran sus conexiones en el país; y en la montaña, para ubicar sus campamentos y neutralizarlos. El libro se deja leer como una novela de espías o de aventuras, narrada desde la óptica de los militares, sus valores, sus problemas. El lector va descubriendo la maraña de la conspiración, al mismo tiempo que los oficiales de inteligencia, del mismo modo que en los textos policiales lo hace de la mano del detective. Falcón cambia algunos nombres, con la intención de protegerlos, y opta por la forma novelada. Eso lo agradecerá la mayor parte de los lectores, aunque lo lamentamos los historiadores, que quisiéramos datos más precisos. No obstante, cumple su cometido de disipar el olvido. Sobre todo de resaltar el papel de las Fuerzas Armadas, generalmente olvidado o muy distorsionado en las películas, novelas y narraciones de la izquierda exguerrillera.

Fernando Falcón

No se trató de un bando sin lamparones (no todos los mandos estaban convencidos de las nuevas tácticas antiguerrilleras, los recursos no eran los ideales, la formación ante el nuevo tipo de guerra contrainsurgente apenas comenzaba, aunque el libro no lo señala, tampoco estuvo libre de excesos), pero sí de un cuerpo con una voluntad de combate y una disciplina que les hizo aprender rápido lo que no sabían, unir las piezas con bien engranados equipos de inteligencia, reconstituirse después de cada error y finalmente propinar, uno tras otro, durísimos golpes a la guerrilla. En cosa de un año el Frente Ezequiel Zamora estaba desbaratado y apenas pudo escapar Méndez Tomassevich, que era el premio mayor de la cacería, pero que resultó más elusivo que sus perseguidores. Uno de aquellos guerrilleros, Pérez Marcano, que ahora prologa el libro, reflexiona al respecto: “¿Habría triunfado Fidel si le hubiera tocado combatir contra un ejército como el venezolano? Difícil la respuesta. De allí otra conclusión que creo definitiva aunque no la utilizo para justificar la derrota. Nosotros fuimos entrenados para derrotar a un ejército como el de Batista y nos tocó combatir con una FAN que supo elaborar, sobre la marcha, la estrategia que le dio la victoria” (p. 17). Por su parte, Falcón señala: “los invasores cubanos que ingresaron en mayo de 1967 por el área cercana a Machurucuto fueron contundentemente derrotados por las Fuerzas armadas de Venezuela” (p. 169).

Entonces, ¿cómo es posible que tan sólo once años después un joven oficial que se estaba formando como cazador sólo viene a enterarse de ello por casualidad, cuando da con unos papeles durante una convalecencia? ¿Cómo esto no sólo no forma parte de la épica de la institución, sino que no es parte central de sus planes de estudio, como parte de sus aprendizajes fundamentales, al menos no de la forma que podría suponerse? Tal vez prevaleció el deseo de reconciliación de la década de 1970, que promovió no resaltar las cosas que dividían (más allá de que los exguerrilleros sí desarrollaron una historiografía, grabaron películas y escribieron muchas novelas con su versión de los hechos, casi siempre con financiamiento del mismo Estado democrático que quisieron destruir). No se puede descartar –como se desliza en libro de Falcón– asuntos de ojerizas dentro de la institución entre los menos destacados con respecto a los vencedores, o de los más apegados a las viejas técnicas con los que promovían las nuevas. Tampoco se puede descartar el interés deliberado de borrar los hechos por algunos grupos específicos, que a la larga se demostraron ideológicamente cercanos a los guerrilleros, más allá de que ellos no vinieron a tener el poder sino muchos años después (y para 1978, cuando el joven Falcón comienza a leer sobre el tema, definitivamente no lo tenían).  Hasta el momento, no tengo más que conjeturas para disipar mi desconcierto.

Pa¡laya de Machurucuto. Fotografía de Tomoche882 | Wikimedia

Fernando Falcón es un militar que, después de su retiro, se ha dedicado a las ciencias políticas (dirige el doctorado en la Universidad Central de Venezuela) y a la historia intelectual. Tiene trabajos importantes en estas áreas, pero ahora nos sorprende con este texto. Es una crónica contra el olvido que viene a alimentar un debate que además de urgente, es necesario para entender un costado fundamental de las luchas democráticas, en Venezuela y en todo el Caribe.  Como La invasión de Cuba a Venezuela: de Machurucuto a la Revolución Bolivariana (2007), de Héctor Pérez Marcano, y los importantes estudios históricos de Edgardo Mondolfi Gudat, como La insurrección anhelada: guerrilla y violencia en la Venezuela de los sesenta (2017), Machurucuto 1967, la guerra que le ganamos a Cuba (Caracas, Prómacos, 2022, 198 pp.) es un aporte esencial para conocer y comprender el proceso. Se consigue en algunas librerías y sobre todo se puede comprar online.


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