Perspectivas

La Gran Pulpería del Libro Venezolano

01/03/2024

Fotografía cortesía de Rómulo Castellanos

Una librería suele ser un puente para acceder a muchos territorios. La Gran Pulpería del Libro Venezolano y el profesor Rafael Ramón Castellanos, respectivamente, fueron constructores de puentes para muchos coleccionistas quienes nutrieron sus patrimonios a través de las múltiples adquisiciones que hacía la librería gracias a sus redes (en una época cuando aún no existía Internet) y a la habilidad del profesor de negociar las mejores condiciones para sus amigos y clientes. No hay ninguna duda de que esta librería de títulos de segunda mano –librería de viejo, dicen en España– continúa como una de las más grandes del mundo y con mayor variedad de autores y obras. Si estuviera ubicada en México o Buenos Aires, se hallaría incluida en la magnífica serie que dirigió Jorge Carrión, Booklovers, disponible gratuitamente en el canal de la Fundación Caixa.

No recuerdo ningún momento de mi vida en que los libros no tuvieran presencia. Mi madre fue gran lectora; las vicisitudes que le tocó vivir acentuaron ese hábito. Entre mamá y yo se tejió una complicidad inquebrantable hacia la lectura y los libros y cuando cumplí dieciocho años ella fue a una librería de la que le habían hablado unas amigas, ubicada en el Pasaje Zingg, de Caracas, y me compró un extraordinario libro de fotografía. Dijo que el librero ‒una persona muy amable‒ se lo había recomendado y que la tienda, además, era tan particular, que apenas al verla entendería por qué debería conocerla; lo cual hice unas semanas después.

Fotografía cortesía de Rómulo Castellanos

Mi regalo fue la primera edición del libro La Margarita, de Alfredo Boulton, numerada y firmada por el autor. Así fue como nació mi fascinación por los libros de fotos y por la fotografía en su conjunto: entre el obsequio de mi madre y las posteriores visitas a la Gran Pulpería del Libro Venezolano, donde el profesor Rafael Ramón Castellanos me acogió amablemente al punto de abrirse entre nosotros una ventana de luz y afecto que duró más de cuarenta años. En la Pulpería conocí el país a través de su literatura, sus imágenes, su poesía, pero sobre todo gracias a la amistad de disímiles personas asiduas a aquel espacio donde nos reuníamos casi todos los sábados a tertuliar sobre la vida, la historia, títulos y proyectos comunes.

La mayoría de mis amigos de los sábados se han ido a otro plano; otros, emigraron o perdieron el hábito de dejarse caer por la Pulpería. Pero quedan los libros, las fotografías adquiridas durante décadas, las anécdotas de una vida curucuteando en ese templo maravilloso del Pasaje Zingg, mudada en 1999 a Sabana Grande, movimiento para el que se necesitaron según se cuenta, más de 120 viajes en camiones 350.

Fotografía cortesía de Rómulo Castellanos

Sé que todo el patrimonio construido con base en las recomendaciones de aquellos tertulianos en algún momento será puesto en manos de aquel que quiera comprender la historia fascinante y convulsa de este país: una historia que merece ser conocida por las distintas generaciones, donde quiera que habiten, porque nunca se deja de ser venezolano.

Por más de cuatro décadas mantuve amistad con Rafael Ramón Castellanos (Santa Ana de Trujillo, 1931-Caracas, 2019), librero quien además fue diplomático e historiador, disciplina en la que dejó decenas de publicaciones, entre las que se recuerdan Historia del periodismo trujillano en el siglo XIX, Guzmán Blanco en la intimidad, Caracas en el centenario del Libertador, Historia de la pulpería en Venezuela, Biografía de Rufino Blanco Fombona, Caudillismo y nacionalismo: de Guzmán Blanco a Gómez (vida y acción de José Ignacio Lares), Un hombre con más de seiscientos nombres (Rafael Bolívar Coronado).

Conocí los laberintos profundos de los depósitos donde guardaba los tesoros que adquirió durante décadas: películas, afiches, fotografías, documentos; álbumes de fútbol, de béisbol; catálogos de exposiciones, máquinas de escribir antiguas, pinturas, dibujos. Objetos de todo tipo constituyen el patrimonio monumental de la Pulpería. El reto de todos los coleccionistas que gravitábamos alrededor de ese universo era encontrar las piezas que necesitábamos para continuar trazando nuestras propias visiones del mundo.

Fotografía cortesía de Rómulo Castellanos

Una colección es también una obra. La Pulpería fue la obra máxima de un hombre de provincia que se dedicó a guardar la memoria de un país caribeño fragmentado por una historia convulsa de saltos y sobresaltos, una inestabilidad permanente donde aquellos objetos acumulados por años guardan las claves más profundas de nuestra identidad. A todos los que coleccionábamos, Castellanos nos guardaba pacientemente muchas piezas. Cuántas veces vi libros de gastronomía, menús y fotografías de restaurantes que eran para el profesor Lovera o libros sobre la pintura colonial (o sobre la colonia) que guardaba para el profesor Duarte. A mí me apartaba fotografías de todo género, tarjetas de visita, invitaciones a bautizos y comuniones; fotos de bodas, de eventos deportivos o sociales, álbumes de familia y, en general, todo lo que se fijara a través de una imagen. Pero el placer máximo de todos era curiosear, pasearse por aquellos laberintos y descubrir nuevas oportunidades de colección o joyas nunca vistas: obras que no estaban en el mapa común del recorrido canónico y cultural venezolano.

Caracas fue una ciudad cosmopolita. Su disposición geográfica, la curiosidad de muchos de sus habitantes alimentada por la lectura y la aparición del petróleo hizo posible la creación de espacios culturales, pero ninguno más impresionante como la Pulpería.


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