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[Ofrecemos un adelanto de La forma del tigre, la primera novela de Carlos Patiño (Caracas, 1978). Patiño es abogado de profesión con una destacada trayectoria como activista por los derechos humanos. En 2016 participó en el International Writing Program de la Universidad de Iowa y como escritor invitado de City of Asylum en Pittsburgh. Obtuvo el premio del 70º concurso anual de cuentos del diario El Nacional (2015). Ha publicado Te mataré dos veces (cuentos, 2014) y Los círculos concéntricos y otros relatos (2020)]
Prólogo
Año de la Serpiente, 1953
Templo del Sur, China
«No hay lugar para dos tigres», se dijo Hu al extender el papel de seda y observar el grabado de las cuatro técnicas-puente por primera y única vez. Leyó los caracteres, interpretó las ilustraciones e intentó memorizarlas. No descifró el Báihǔ Kyun. Se limpió el sudor de la cara con la manga de su chaqueta blanca para así evitar que alguna gota cayera en el manuscrito. Hizo un esfuerzo inútil por calmar su jadeo incesante.
Poco faltaba para el retorno de los monjes desde Hong Kong, lugar de las exequias del maestro Chen. Había muerto el guardián y custodio de los documentos privados del venerable padre Lam Sai Wing. Para los monjes, sería inevitable una pugna por el resguardo de sus papeles secretos, varios de los cuales se hallaban ocultos en el templo del sur.
Hu enrolló el manuscrito y lo ató de nuevo con cintas rojas. Levantó la lámpara para echar un vistazo rápido al salón circular de piedra y madera. A la luz de la llama, el Salón de los Guardianes Celestiales parecía un junco de vela abarrotado de mercancía, con sus dos estatuas de los asistentes guerreros de Buda repletos de ofrendas.
Un ruido seco la paralizó como el veneno de una serpiente. La puerta se abrió haciendo pedazos la tabla que la aseguraba desde adentro, y dejó ver las siluetas de tres hombres.
«Guardianes», pensó, notando que su piel se erizaba.
—¿Quién anda ahí? ¿Eres tú, Hu?
Reconoció la voz gélida de su maestro. Hilos de plata nocturna se filtraron a través de la puerta rota. Arrojó la lámpara, que cayó sobre un fardo de telas. Guardó el manuscrito en uno de sus bolsillos y tomó el largo bastón de bambú con una punta de lanza que yacía en el piso.
—¡Tú conoces la pena por profanación, muchacha! —dijo otro de los hombres vestido de uniforme cruzado naranja. La apuntó desde las sombras con una afilada lanza. Un pequeño fuego empezó a arder sobre las telas y alfombras del salón, cubiertas del aceite derramado de la lámpara de Hu.
—Ven aquí, hija, y entrégame los sutras con las técnicas secretas del venerable padre.
La joven dudó un instante. Su maestro la miraba impasible y le extendía la mano abierta, desarmada.
—Lo siento, sifu.
Hu avanzó blandiendo el bastón-lanza con pericia, buscando abrirse paso entre los Guardianes. La escasa iluminación no le permitió reaccionar a tiempo de evitar el roce de otra lanza en su cara. Sintió el frío corte en la piel y se dejó caer, evitando que el metal la traspasara. Desde el piso, barrió con su pierna al robusto guardián, que resbaló. Su cabeza pegó contra el suelo. Impulsada desde la inercia de la postura baja, se alzó con el bastón-lanza bloqueando el ataque de otro de los hombres, armado con una espada.
Detuvo el sablazo, pero el impacto hizo que un calambre le recorriera el brazo mientras su bastón vibraba.
«¡Resiste, hierba de acero!».
—¡Entrégate, Hu! —le gritó el guardián que parecía dominar el choque de las armas apoyado en una sólida postura de arquero. El bastón estaba a punto de romperse, pero Hu soltó su mano izquierda con rapidez y alcanzó a atenazar el cuello del rival. Apretó los dedos en torno a la garganta, curvándolos como un felino que fuera a desgarrar arterias y músculos. El guardián fue cediendo hasta desplomarse. Un humo denso y picoso se esparció por el salón.
—Solo quedamos tú y yo, hija. No me das opciones.
Su sifu, su maestro, había desenfundado dos sables de hoja ancha. Llevaba uno en cada mano, tomándolos por los mangos curvos de madera, tensando los brazos delgados y nervudos. Las gotas de sudor resbalaban desde su cráneo, calvo.
—Sentí la llamada, sifu, y ustedes me vetaron por ser mujer…
«Solo que ahora no estoy segura de haber hecho lo correcto», pensó. Y continuó:
—No pude descifrar la forma suprema.
La mitad del rostro de Hu estaba cubierto por la sangre del corte de lanza que goteaba hasta su ropa. Una lágrima reprimida amenazaba con escapar de su ojo derecho. Las llamas habían alcanzado la estructura de madera ensamblada, y un toque de campanas imprevisto, proveniente del exterior, reverberó en las paredes del recinto.
«Han descubierto el asalto…, o el incendio», pensó.
—El hung gar es un estilo para hombres fuertes. Aun así, a tu corta edad, eres mejor que cualquier maestro de este templo —El maestro enfundó sus dos sables—. Si no eres tú quien puede descifrarlo… ¡Vete y encuéntralo!
Hu arrojó su hierba de acero al piso y corrió fuera del recinto sagrado sin detenerse al pasar junto a su maestro. Al salir, vio a través de sus cabellos negros, que se enmarañaron en su cara por la súbita brisa, la sombra de una docena de monjes. Se acercaban desde el patio de estatuas que empalmaba con las otras edificaciones del monasterio. Siguió su carrera mientras el incendio tomaba cuerpo devorando con su lengua de dragón otros espacios aledaños. Sifu arrastraba fuera del recinto a uno de los Guardianes abatidos. Decidió no seguir mirando atrás. Se refugió en lo oscuro.
Buscó la única vía de escape posible. Se adentró en el bosque de pinos para luego bajar por los senderos antiguos de la escarpada montaña. Atravesó casi a ciegas los remotos surcos de los campos de arroz, los hierbajos, pantanos y carreteras cenagosas, con el pecho agitado y sin percatarse de que estaba llorando.
«No puedo evitar mi destierro», pensó.
El tañer de campanas se había apagado, pero siguió corriendo. El escozor del humo no cedía. Recordó la vez en que su sifu la llevó a conocer los barcos. Tendría que caminar días y noches enteras para llegar al puerto y desde allí partir a rumbo desconocido. Cuando las piernas le flaquearon, se detuvo a tomar aire y revisó sus bolsillos. Se dio cuenta, horrorizada, de que el manuscrito no estaba. Se le había caído en el fragor del combate y, seguramente, ya estaría calcinado.
I
Año de la Rata, 2008
Barrio La Cobra, Venezuela
Una lluvia intermitente azotaba el barrio y caía en ráfagas sobre la antigua cancha de básquet, sin aros y sin jugadores. Era noche cerrada y los Pegadores ejercían control de su zona. A cincuenta metros de la cancha, dos siluetas custodiaban la entrada del callejón de acceso. La cima del cerro, usual mirador de las calles empinadas y de los ranchos de bloque con techos de zinc, era una pared de neblina. A esa hora solo se distinguían bombillitos en la distancia como luces de un pesebre gigante.
Mustang y Miky cruzaron la línea lateral de la cancha, luego de ingresar por la reja ubicada junto a las gradas grises, y empujaron a sus cuatro prisioneros al centro de la rueda humana congregada allí. Los desataron y les quitaron las capuchas. Hacia ellos avanzó un hombre alto y corpulento, con un ajustado collar de cuero rematado con puntas de hierro. Los demás se apartaron abriendo la rueda, dándole paso.
—¿Esta es la banda de los Invisibles? Creo que no para nosotros. —El hombre del collar soltó una carcajada que iluminó sus oscuras facciones—. ¡Se comieron la luz en mi zona y eso se paga con coliseo!
La muchedumbre que los rodeaba empezó a lanzar vítores y silbidos coreando la sentencia.
—¡Co-li-se-o! ¡Co-li-se-o! ¡Co-li-se-o!
El hombre del collar hizo un gesto con la mano derecha, tatuada en el dorso con la cara de un bulldog de colmillos afilados. La lluvia salpicaba en su cráneo rollizo, en las puntas metálicas alrededor de su cuello y en su chaqueta deportiva roja. Todos callaron.
—Les corresponde por derecho a Miky y a Mustang cobrar este coliseo. Ellos encontraron las ratas…
—¡Perdónanos, Perro! ¡No nos mates, líder! —imploró uno de los Invisibles. Mustang lo vio arrodillarse a tres pasos de él, y se figuró que el imberbe, de pelo afro y pelusilla rala sobre los labios temblorosos, difícilmente llegaría a la mayoría de edad.
—Los Pegadores resolvemos las culebras a puño limpio. Si ganan, viven y venden esa droga para mí—. El hombre del collar lo alejó de una patada. —¡Levántate!
—¡Perro! —intervino Mustang alzando la voz—. El Brujo no haría un coliseo a muerte con estos pichones y menos por droga—. La capucha del suéter negro le cubría la cabeza y parte del rostro. —Lo nuestro es el robo de carros…
—El Brujo está preso y ahora mando yo —respondió el hombre del collar señalándose a sí mismo con el pulgar—. ¡Enséñales, Miky!
Miky se quitó la franelilla mojada y se puso en guardia flexionando los brazos, acatando las órdenes del Perro. Subió los puños a la altura del rostro, los antebrazos en paralelo como bloques cubriendo el torso tatuado con una cara de diablo, los cuernos negros que le llegaban a los hombros, los ojos en el pecho con forma de lápidas y la boca abierta en una sonrisa de cuchillos tinturados sobre los músculos definidos del abdomen. A un lado del cinturón llevaba un cuchillo de caza y, al otro lado, una pistola.
Los rehenes retrocedieron al ver a Miky tensar sus músculos y sonreír con sus dos incisivos enormes como paletas, pero fueron empujados de nuevo al coliseo por brazos anónimos salidos de la rueda humana. Miky adelantó su pierna izquierda, giró con rapidez la punta del pie derecho y, con el brazo del mismo lado, lanzó una recta a la cara de uno de los Invisibles, noqueándolo directo al piso. Otro intentó defenderse y recibió un sólido upper en el mentón, cuyo trayecto culminó en el instante en que la cabeza del hombre pegó en el concreto con un sonido apagado que amortiguó el agua.
—¡Tu turno, Mustang!
—Ya te dije que no voy a joder a nadie, Perro —respondió Mustang.
Miky frunció el ceño y se volteó hacia él.
—¡No te metas, Miky! —advirtió Mustang sin descuidar la guardia. Miky se mantuvo atento como un soldado esperando órdenes. Los rehenes que quedaban en pie temblaban en silencio.
—Déjamelo a mí —intervino el Perro—. Me tiene harto. ¡El Brujo no es nadie ya!
La multitud en la rueda silbó y aplaudió. Miky escupió y se hizo a un lado.
—¡El Brujo es tu hermano, cabrón! —replicó Mustang.
El aguacero arreciaba y, por un instante, un relámpago iluminó la cancha. El Perro sacó de su chaqueta impermeable un estuche de metal y extrajo dos manoplas de acero que ajustó a sus nudillos. Sin mediar palabra, asestó dos golpes cruzados partiendo los cráneos de los dos Invisibles que habían quedado en pie. Los cuatro rehenes yacían desparramados en el piso de concreto, y su sangre fluía en los charcos de lluvia. El Perro lanzó dos golpes más que fueron esquivados por Mustang. La capucha y las gotas que de ella chorreaban no le permitían al Perro observar la expresión de su cara.
—¿Te crees mejor que yo? —rugió con los ojos desorbitados. —¡Mal parido! ¡Hijo de…!
Mustang no lo dejó terminar. Le encajó un puñetazo en la mandíbula que casi lo derriba. El Perro se recompuso apretando los dientes, saboreándose la sangre en la boca. Tomó su collar con la mano tatuada y le arrancó una de las púas. Un polvillo negruzco salió expelido. De súbito, a Mustang le entró un ardor por la nariz con olor a tierra de cementerio y un sabor a cenizas que le bajó por la garganta. La cabeza le dio vueltas mientras observaba, aturdido, cómo la manopla del Perro se acercaba antes de partirle la cara. Un único pensamiento cruzó su mente antes de que las patadas y puños sellaran la oscuridad sobre él, como la tapa de un ataúd: «Me echó polvo de muertos…».
Una avalancha de codos, rodillas y nudillos vapulearon su humanidad. Manos que le arrancaron la ropa y sangre salpicando los rostros de hienas carroñeras.
—Llévense los cuerpos y los tiran por el barranco. Incluido este —ordenó el Perro, señalando a un Mustang irreconocible, desangrándose en el piso.
Carlos Patiño
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