Telón de fondo

La famosa carta de Bolívar a su tío

02/07/2018

Retrato de Simón Bolívar de José Gil de Castro

Volvemos ahora a una trajinada fuente, a ver si se puede someter a una lectura distinta de las habituales. Es una correspondencia que el Libertador envía a su tío Esteban Palacios, de quien había perdido el rastro por las vicisitudes de la guerra y a quien se dirige afectuosamente el 10 de junio de 1825, cuando se entera de que ha regresado vivo a la capital. El documento se ha examinado como una muestra del amor del héroe por el hermano de su madre, y como el señalamiento de la desaparición de una ilustre parentela en medio de la conflagración, pero el contenido revela datos fundamentales sobre la tragedia que conmueve a toda la sociedad y anuncia los escollos que esperan cuando llegue la paz. Trataremos de ver esos aspectos, después de releerla otra vez entre todos.

Dice así:

Mi querido tío, Ud, habrá sentido el sueño de Epiménides: Ud. ha vuelto de entre los muertos a ver los estragos del tiempo inexorable, de la guerra cruel, de los hombres feroces. Ud. se encontrará en Caracas como un duende que viene de la otra vida y observará que nada es de lo que fue.

Ud. dejó una dilatada y hermosa familia: ella ha sido segada por una hoz sanguinaria: Ud. dejó una patria naciente que desenvolvía los primeros gérmenes de la creación y los primeros elementos de la sociedad; y Ud. lo encuentra todo en escombros… todo en memorias. Los vivientes han desaparecido: las obras de los hombres, las casas de Dios y hasta los campos han sentido el estrago formidable del estremecimiento de la naturaleza. Ud. se preguntará a sí mismo ¿dónde están mis padres, dónde mis hermanos, dónde mis sobrinos?

Los más felices fueron sepultados dentro del asilo de sus mansiones domésticas; y los más desgraciados han cubierto los campos de Venezuela con sus huesos, después de haberlos regado con su sangre, por el solo delito de haber amado la justicia. Los campos regados por el sudor de trescientos años, han sido agostados por una fatal combinación de los meteoros y los crímenes. ¿Dónde está Caracas? Se preguntará Ud. Caracas no existe; pero sus cenizas, sus monumentos, la tierra que la tuvo, han quedado resplandecientes de libertad; y están cubiertas de la gloria del martirio. Este consuelo repara todas las pérdidas, a lo menos, este es el mío; y deseo que sea el de Ud.

Después de tener presentes los estragos causados por el terremoto de Caracas, referidos en el documento, y de rendirse ante una prosa realmente sensacional, el lector de nuestros días debe mirar hacia los salones de la casa de los Bolívar y los Palacios, desde luego; pero puede reflexionar después sobre la suerte de mansiones parecidas y sobre la carga llevada por otros domicilios más humildes que pasan la misma adversidad.

El detenerse en la desgracia de los linajes mantuanos da cuenta de la desaparición de una clase social poseedora de los recursos materiales de mayor valor, relacionada con la cultura tradicional y con el pensamiento moderno, acostumbrada al gobierno doméstico, respetada por los estratos que se consideraban inferiores durante el período colonial, próxima al poder de la Iglesia, vinculada con el exterior y motivo de los episodios que terminan en el ensayo republicano. El predicamento del tío Esteban Palacios, multiplicado por cien, proclama la falta de un equipo de individuos dotados para la función de gobernar después de la liquidación de la monarquía. A la altura de 1825, la guerra deja al país sin la experiencia de la aristocracia metamorfoseada en estamento insurgente, que podía, quizá como ninguno de los otros sectores de la sociedad, manejarse con propiedad en la gerencia de un destino incierto.

Pero lo mismo ha sucedido con numerosos letrados blancos de menor abolengo, cuya carrera había despuntado en las postrimerías coloniales; con los pardos enriquecidos hacia finales del siglo XVIII, con los artesanos que entonces asomaban como un factor de peso en las poblaciones y con los hombres humildes que trabajaban la tierra de los patrones como peones asalariados o como mano de obra esclava. La “hoz sanguinaria” que evoca Bolívar no ha tenido miramientos. No solo don Esteban Palacios es el gnomo que regresa de un embrujo a sentir “que nada es de lo que fue”. Lo mismo sucede con el propietario de piel oscura y con los hijos del dependiente más pobre, debido al desarrollo de una violencia capaz de acabar con la vida según se había vivido en el pasado hispánico.

Por si fuera poco, la carta refiere la aparición de unos “hombres feroces” en cuyas manos se perdieron las obras materiales y espirituales de los antepasados. Debido a las hostilidades, de acuerdo con lo que se colige de la fuente, ha saltado a la escena un protagonista desconocido cuyas reglas deben ser distintas a las habituales. No es el antiguo dueño de vidas y haciendas escogido por Dios y consentido por la Corona, ni el burócrata que atiende trámites corrientes, ni el hombre común cuya suerte ha dependido de respetar las regulaciones de la colectividad estamental, ni el actor convencido de las ventajas de la revolución. La fractura del orden colonial ha creado a un sujeto que vive de sus obras violentas sin sujetarse a las normas, viendo cómo sostiene la estrella personal en una perversa estrategia de sobrevivencia y ascenso.

En el mejor de los casos se puede acomodar a la situación mediante la obediencia a la autoridad de turno y reverenciando las nuevas jerarquías civiles y castrenses, o es capaz de entusiasmarse con unos pensamientos debido a cuya influencia se van formando unos ejércitos cada día más numerosos y competentes; pero es una fuerza inédita con la cual se debe contar en adelante y debido a cuya actividad, según las letras de Bolívar, han quedado convertidas en escombros la rutina antigua y las intenciones de reemplazarla en términos apacibles. Es evidente que, si consideramos cómo tales personajes no desaparecen en la contienda, sino que, al contrario, pretenden mantenerse en el candelero, tendremos avisos elocuentes sobre los enredos que esperan a la república a partir de 1830.

El documento llega al extremo de reconocer la bonanza que existía en las vísperas de la revolución, para lamentar cómo la riqueza trabajada durante tres siglos fue borrada por un huracán que apenas sopla en dos décadas. Las guerras y el terremoto de 1812 trocaron la abundancia en indigencia, afirma el Libertador en 1825. Aparte de don Esteban Palacios, son muchos los que no se pueden reconocer en la estrechez que encuentran. Otros exiliados y miles de moradores han debido sentir espasmos al desperezarse después de su sueño de Epiménides, al contemplar los resultados de la Independencia, capaces de llevarlos a pensar en un golpe de timón que incluía la alternativa de librarse de los responsables de la catástrofe. Todas estos entendimientos pasan por la cabeza, aparte de otros que se le ocurran al atento lector de nuestros días, cuando se lee con ojos diversos una misiva excepcional.


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