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1. Creo que fue una noche de 1970 cuando mamá y yo recorrimos por vez primera, en el Vauxhall rojo de un familiar, la recién inaugurada avenida Boyacá. Partiendo de nuestra casa en lo alto de San Bernardino, bordeado hasta entonces por una calle local llamada Cota Mil, serpenteamos aquella noche las faldas del Ávila hacia urbanizaciones que, hasta entonces, se me hacían remotas; los nombres de estas refulgían ahora en los rótulos viales, de La Florida a La Castellana, adonde familiares más pudientes habían emigrado al abrir la década de 1960. La imagen de la autopista a dos canales, bordeada por hombrillos, con sus islas centrales recién arborizadas e iluminadas, quedó en mi memoria como postal de aquella Venezuela próspera, recién entregada por Raúl Leoni a Rafael Caldera. Sin embargo, siendo ya crítico de los gobiernos democráticos que habían ralentizado el impulso constructivo del Nuevo Ideal Nacional, papá comentó a nuestro regreso a casa, como para atenuar la admiración traída por mamá, que nada se comparaba con “las autopistas de Pérez Jiménez”.
Tras la inauguración del primer tramo de la Cota Mil, como pronto comenzó a ser llamada, la avenida Los Próceres de San Bernardino devino más transitada y densa, tal como ocurrió con las colectoras que distribuían el nuevo flujo hacia otras urbanizaciones en las faldas avileñas. Si bien permanecieron algunas de las mansiones que flanqueaban la avenida, cambiando sus usos a clínicas y otros servicios, algunos residentes originales migraron a calles más locales de la misma urbanización, o de otras aproximadas al centro por las autopistas bullentes. Sin embargo, buena parte de la avenida Los Próceres se fue compactando con edificios de muchos pisos y bajos comerciales, diferentes a los bloques de cuatro a seis niveles que menudeaban antes. Modernas y coloridas, con vestíbulos acristalados antecedidos por jardineras frondosas, las nuevas “residencias”, como eran muchas llamadas, semejaban las que veía yo en paseos dominicales por Los Caobos o Bello Monte.
En el cruce de la avenida Los Próceres con la Marqués del Toro, cerca del hotel Ávila, destacaban desde antes los edificios Máctor, secundados a partir de los setenta por la camada crecida con la desembocadura oeste de la Cota Mil. La renovación del paisaje en aquella esquina nodal fue completada a la sazón por la implantación del Parque Anauco, suerte de unidad vecinal ajardinada, pariente de los suburbios anglosajones, pero enclavada en aquel céntrico San Bernardino que mudaba de piel. Asomando muchos de ellos inmigrantes judíos y españoles, portugueses e italianos, los balcones sin rejas de aquellos edificios de Los Próceres, tan abiertos como los porches de las casas de Parque Anauco, exhibían la clase media de una urbanización, que como Venezuela toda, presumía de la modernidad materializada en la novísima Cota Mil.
2. Otra noche que fui con mis hermanos, ya entrada la década de 1970, a visitar amigos recién mudados a Parque Anauco, recuerdo haber visto una multitud enfrente del edificio Máctor II, iluminado como nunca por reflectores gigantescos. Si bien al principio pensamos que se trataba de un incendio, en vista de un camión cisterna de bomberos estacionado cerca, los amigos nos dijeron que filmaban una película extranjera. Entonces nos percatamos de una lluvia simulada frente al portal rutilantede la residencia trocada en hotel; es una significativa clave, que décadas después, refrescó una crónica del vecino José A. Rodríguez, en el portal Crónicas de San Bernardino. La escena que vagamente recuerdo es la de Catherine Deneuve, con su cabellera rubia, y acaso vistiendo un impermeable, entrando y saliendo repetidamente a través de la puerta giratoria del Máctor, donde un taxi aguardaba en el driveway.
Se rumoraba esa noche que los productores de Le sauvage – como después supimos se llamaba el filme coprotagonizado por Yves Montand – habían elegido la locación no solo por su fachada moderna, sino también por su cercanía al hotel Ávila, donde se alojaba parte del equipo técnico. Tenía mucho sentido, puesto que el hotel era frecuentado entonces por rubicundos businessmen que trajinaban la Venezuela petrolera, seguidos por celebridades invitadas por Renny Ottolina a sus shows, o por Aldemaro Romero a sus festivales de Onda Nueva. Aunque yo no les creía, mis hermanos mayores aseguraban haber oído cantar a La Lupe y Celia Cruz, así como haber visto bailar a Omar Sharif en carnavales, cuando se decía que “En el Ávila es la cosa”. Y entre las legiones de turistas gringos vacacionando en Caracas, por entonces aliada de Washington, recuerdo a una abuela de Detroit y unos recién casados de Chicago, a quienes entrevisté en los jardines del hotel, para prácticas de inglés que me asignaban en bachillerato.
No había visto yo aún ninguna película con la actriz francesa, pero recordaba un fotograma suyo en un libro sobre Cine contemporáneo, de la colección Grandes Temas de Salvat, adquirido entonces en las pletóricas librerías caraqueñas. Cuando volví a casa esa noche, después de divisar a la Deneuve en el Máctor, ubiqué el fotograma en la sección sobre Roman Polanski. Allí leí que la actriz interpretaba a una manicurista ensimismada y fantasiosa, quien termina experimentando obsesiones patológicas y represivas, conducentes al homicidio y la autodestrucción. La trama inquietante transcurre durante el fin de semana que la mujer permanece sola en su apartamento; pero esta unidad de lugar, característica del primer Polanski, así como la perturbadora interpretación de Deneuve reptando por habitaciones, pude apreciarlas solo décadas después, una noche que proyectaron Repulsión (1965) en la cinemateca de Plaza Morelos.
3. Gracias a la escena en el Máctor volví al libro que solo había leído de primeras hasta la introducción, precedida por una entrevista a Carlos Saura, quizás el más celebrado cineasta español de la década de 1970. Noté entonces que Catherine Deneuve era protagonista de algunas películas de Luis Buñuel, cuyo nombre había escuchado yo en casa,cuando los amigos vascos de papá se lamentaban sobre el exilio intelectual desatado por el franquismo. De inmediato me sedujo la Deneuve, con mantilla y pendientes, en el personaje de Tristana (1970), novela de Pérez Galdós adaptada por el director en su etapa francesa, tras triunfar en Cannes con Viridiana (1961), basada en otra obra de don Benito. No fue casual la predilección por el escritor canario, puesto que Buñuel representaba también, según el texto de Salvat, “lo más vivo e inconformista de la cultura española” – de La Celestina, Quevedo y Goya, a Valle Inclán y Pérez Galdós – todo “pasado por el filtro francés del surrealismo”.
Años después, en un ciclo del cine Prensa, pude finalmente ver a la Deneuve actuando como la protegida de don Lope, interpretado por Fernando Rey, quien caracterizara con maestría los perversos señores burgueses de Buñuel. Acaso sugestionado yo por la sofisticada imagen de la diva, realzada desde los años sesenta por su amistad con Saint Laurent, me pareció que la Deneuve no calzaba del todo con la estampa provinciana de Tristana. Admiré sin embargo las ambivalencias que la actriz imprimió al personaje frígido, como en Repulsión, capaz de nuevo de asesinar; esta vez a su protector y amante moribundo, para quien finge pedir ayuda mientras abre la ventana de la alcoba, en plena nevada de la noche toledana. Fría y enigmática, la Tristana de Deneuve logró sin duda retratar el “engañoso misticismo femenino”, señalado por Ángel del Río a propósito de heroínas oscuras de Pérez Galdós, así como de La Regenta de Clarín.
4. En otro ciclo del Centro Plaza sobre cine francés o surrealista, al promediar la década de 1980, vi por vez primera Belle de jour (1967), basada en la novela de Joseph Kessel. El título juega, según entiendo, con los significados del eufemismo de prostituta en francés, así como de una planta floreciente solo de día. De manera análoga lo hace Séverine, la protagonista, casada con un médico con quien es incapaz de tener intimidad, mientras da rienda a sus fantasías eróticas en una casa de citas a donde acude por las tardes. Nuevamente Deneuve transmite la “opacidad de la mujer insatisfecha”, quien “ama una relación sexual sádica, por un lado, y la solícita e inútil ternura marital, por otro”; así lo diagnostica Juan Nuño en una crónica de 200 horas en la oscuridad, libro que adquirí yo poco después de su publicación en 1986.
Desestimando mi vergüenza por no haber visto yo antes el clásico de Buñuel, me acompañó en ese ciclo mi profesora de la Alianza Francesa, experta, como buena lionesa, en el arte de los Lumière. Se había instalado en Caracas por razones sentimentales, según creo, desde la boyante Gran Venezuela; pero pensaba ya en regresar a Lyon, por aquellos años encapotados que anunciaban el Caracazo. Antoinette me explicó entonces que, a diferencia de filmes anteriores donde el maestro surrealista focalizaba objetos simbólicos con un travelling y un zoom nerviosos, Belle de jour instaló una filmación más sosegada, sin excluir la turbulencia interna que azota a personajes asediados por deseos subversivos. La expresión de los actores tiende al hieratismo, privilegiando entonces la mirada, “para lo que resultó perfecta la Deneuve impasible”, añadió Antoinette. Y así como lo hizo con la alta costura de Saint Laurent, la diva pareció aprender para el resto de su carrera las lecciones de Buñuel, quien habría dicho de ella, según mi profesora: “Es bella como la muerte, seductora como el deseo, y fría como la virtud”.
5. Nunca he visto la película traducida en Venezuela como Mi hombre es un salvaje, estrenada en 1975 con gran éxito en Francia. Leí en internet que se trata de una comedia de enredos y aventuras en los que, en torno a la francesa Nelly, residente en Caracas como Antoinette, se cruzan inmigrantes italianos y franceses en la Gran Venezuela, en medio de vuelos de Viasa y los abundantes dólares de marras. Quizás en la elección de la locación contó la imagen de moda ostentada por Caracas a comienzos de los setenta, como lo atestiguaban las celebridades de paso por el hotel Ávila.
Era la ambiance entre glamorosa y farandulera de una capital que quería ser cosmopolita, la cual se condensó aquella noche de mi adolescencia en la esquina de la avenida Los Próceres, frente a Parque Anauco, mientras la Deneuve filmaba su escena a la entrada del edificio Máctor. Algunos vecinos recuerdan esa postal en el sitio Crónicas de San Bernardino, así como mis hermanos mayores lo han hecho al ayudarme a escribir esta crónica. Y acaso la diva francesa conserve también una memoria vaga de la urbanización caraqueña de clase media, adonde seguramente accedió a través de la Cota Mil flamante.
Arturo Almandoz Marte
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