Fotografía de Loic Venance / AFP
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Hace dos años, en enero, mi esposo y yo entramos a una casa embargada en una calle flanqueada por árboles en Bedford-Stuyvesant, en Brooklyn. Era un lugar donde nadie había vivido durante veintidós años.
“Nos puedo ver teniendo hijos aquí”, me susurró al oído mientras caminábamos de puntillas sobre la basura y los escombros.
Durante los primeros tres años de nuestro matrimonio habíamos vivido en una serie de apartamentos rentados, pero soñábamos con tener algo nuestro y esta era una casa entera. Una casa de piedra rojiza con muchos años de descuido y que necesitaba mucho trabajo, sí, pero una casa a pesar de todo.
Fuimos al tribunal de vivienda en el centro de Brooklyn e hicimos una oferta ante un juez. Para marzo ya habíamos cerrado el trato. No era habitable en las condiciones en que se encontraba, así que continuamos viviendo en nuestro apartamento rentado en Crown Heights mientras decidíamos cómo hacer las reparaciones, que estaban sujetas a permisos ya vencidos y a la mortífera burocracia para construir.
La construcción comenzó a afectar nuestro matrimonio. Entonces, una mañana de junio, mi esposo despertó, me miró y dijo: “Creo que no quiero hijos”. Corrí hacia el baño y vomité.
Una semana más tarde dijo que mejor no iba a mudarse a la casa. En lugar de eso, propuso que me mudara yo sola y que nos separáramos por un periodo de tres meses. Él pasaría ese tiempo poniendo en orden sus pensamientos y decidiendo si me alcanzaría y cuándo.
“Por favor, ven conmigo”, le supliqué, mientras sufría de terrores nocturnos a causa de los hijos que nunca tendría. Vaciló mucho durante todo el verano, pero al final se mantuvo firme. Nos daríamos los tres meses.
En octubre me mudé a la casa y recé para que mi esposo entrara en razón. Me encontraba muy mal, tanto emocional como físicamente. En los cinco años que estuvimos juntos había subido 20 kilos. Estaba hinchada y deprimida, me dolían las articulaciones y estaba en bancarrota. No tenía un centavo. Había imaginado inocentemente que ser dueña de una casa sería fácil y no habría contratiempos. En lugar de eso había gastado todo lo que tenía y había ganado mucho espacio, pero nada de dinero. Los permisos de construcción y las reparaciones habían tardado mucho y costaron mucho más de lo que había esperado.
Ahora vivía sola en una casa vacía sin calefacción, calentando agua en una tetera eléctrica para poder bañarme con una cubeta. Mis amigos me sugirieron que me inscribiera en un gimnasio para poder usar las duchas, pero no tenía dinero para algo así. Ni siquiera tenía dinero para pagar el metro. Así que comencé a usar mi bicicleta.
Habían pasado años desde la última vez que me había sentado en ese sillín, pero al parecer no tenía otra opción. Manhattan es plano en su mayor parte, pero el puente que te lleva hacia allá es una pequeña montaña; ascender hasta su cima se siente como si fuera una eternidad.
La primera vez que intenté subir fue un fracaso total. A los pocos minutos sentía que me faltaba el aire y tuve que bajarme y caminar.
Algunos días, mientras subía por el puente jadeando, mis ojos se llenaban de lágrimas. Otros días llegaba al inicio del puente con un tremendo ataque de pánico y hablaba por teléfono entre sollozos con cualquier amigo que me contestara. Era tan largo y alto, y yo estaba tan cansada y débil. Ese maldito puente, como mi vida, era una tortura.
Cuando llegaba a la cima, a veces me quedaba pensando en la posibilidad de tirarme desde ahí. No sería fácil. Una reja de dos metros se levanta a ambos lados. Aunque ya había llegado a la cima. ¿Qué tan difíciles podían ser otros dos metros? Sentía malestar en todas partes. Los músculos me dolían. Mi cabeza palpitaba. Tenía roto el corazón.
En casa las cosas no iban mucho mejor. Había dado con los contratistas que habían trabajado en la casa durante los veintidós años que estuvo vacía. Me dijeron que la casa tenía una maldición y me entretuvieron con historias de aquellos que habían tratado de mudarse a lo largo de los años, solo para ver cómo sus vidas se derrumbaban.
Creí cada palabra. Sus advertencias se repetían en mi cabeza mientras pedaleaba mi bicicleta.
Andar en bicicleta tiene algo de contemplativo. Debes enfocarte en el caos que parece envolverte. Los conductores se te cierran cuando dan volantazos hacia el carril para bicicletas. Los peatones insisten en invadir la calle mientras esperan que cambie la luz del semáforo.
Durante meses no vi nada de eso. Mi mente estaba llena de meditaciones sobre las maneras en que mi vida se derrumbaba. ¿Mi esposo decidiría quedarse conmigo? ¿Tendría hijos alguna vez? ¿Tendré calefacción para la Navidad?
Los puentes están hechos para ser flexibles. Necesitan resistir la fuerza ubicua de la gravedad, pero también fuerzas pasajeras que actúan en su contra. El Puente de Manhattan, que es un puente suspendido, debe lidiar con inundaciones y relámpagos, con el tránsito y el paso del tiempo. Aunque las circunstancias alrededor del puente puedan cambiar, tiene que mantenerse estable. Para lograrlo debe equilibrar dos fuerzas opuestas: la compresión (el empuje hacia adentro) y la tensión (la expansión hacia afuera). Un puente equilibrado está diseñado para encontrar el punto óptimo entre ambas fuerzas.
Sé que esto es verdad porque, con el tiempo, los datos de la ingeniería de puentes comenzaron a remplazar las imágenes de corazones rotos que rondaban en mi mente mientras buscaba equilibrarme sobre la bicicleta. Pedalear se había vuelto más fácil. El primer mes, las abuelas me pasaban zumbando. En noviembre yo era la loca del volante que dejaba atrás a los ciclistas ocasionales. Conseguí un sillín más adecuado para que el trasero dejara de dolerme y guantes para que pudiera seguir pedaleando cuando el clima se volviera más frío.
Mi cuerpo también estaba cambiando. No había perdido mucho peso pero era más fuerte y mis articulaciones dejaron de doler. Mis mejillas tenían color gracias al aire fresco y el ejercicio. Mis ojos ya no estaban llenos de lágrimas y brillaban.
Una tarde, de regreso a casa del trabajo, miré hacia arriba y vi una enorme luna otoñal que emergía sobre el río. A la mitad del Puente de Manhattan, en su punto más alto, hay un pequeño mirador, una plataforma que se sale del camino y les permite a los paseantes tomar una pausa y respirar mientras la ciudad los pasa a toda velocidad.
Desde este mirador puedes observar los barcos que transportan a los neoyorquinos de un distrito a otro o disfrutar la línea que dibujan en el horizonte vecindarios como Manhattan, Queens y Brooklyn, todos al mismo tiempo. Estás en el centro de la ciudad, pero al mismo tiempo lejos de ella, mirando el caos desde la seguridad de tu puesto. Esa noche, mientras miraba la ardiente esfera anaranjada levantarse en el cielo nocturno, sentí una avalancha de gratitud. No estaba sola. El mundo aún tenía mucha belleza que ofrecer.
Si era capaz de subir en bicicleta esa pequeña montaña del Puente de Manhattan dos veces al día, quizá con el tiempo también llegaría a dominar mi dolor.
Enero llegó. Los tres meses se habían terminado. Llamé a mi esposo, quien no quería divorciarse, pero tampoco se quería mudar conmigo. Le gustaba vivir solo en el apartamento de Crown Heights que alguna vez habíamos compartido. Quería seguir meditándolo.
“Necesitamos divorciarnos”, le dije. Había estado meditándolo también, lo suficiente como para saber que no estaba dispuesta a esperar a ese hombre.
En la primavera teníamos el papeleo listo, la casa tenía calefacción y yo había empezado en un nuevo trabajo. A medida que el clima mejoraba, me encontré de regreso en mi bicicleta, ahora trasladándome ida y vuelta a mi trabajo en Queens. Una tarde, mientras estaba perdida en el estado meditativo en el que entraba al montar mi bicicleta, sentí cómo una gran emoción me inundaba. Levanté la mirada para comprobar que estaba de nuevo en el punto más alto del Puente de Manhattan por primera vez desde el divorcio. Había subido la arcada con tanta facilidad que ni siquiera me había dado cuenta.
Se me llenaron los ojos de lágrimas. Sentía algo de tristeza por el recuerdo de un otoño tan difícil, y una dolorosa empatía por esa mujer que tenía el corazón tan roto que fantaseaba con lanzarse del puente.
¿Quién era esa mujer? Había llegado tan lejos que sentía que ya no la reconocía. Y también hubo lágrimas por eso, pero de felicidad.
Ahora ando en bicicleta por todos los puentes de Nueva York, paso volando de aquí para allá entre los distritos. Esquivo a las hordas de turistas en el Puente de Brooklyn, sosteniendo con fuerza el manubrio mientras las llantas repiquetean sobre las duelas de madera. El Queensboro ofrece las mejores vistas de las corrientes que suben y bajan a lo largo del río Este. Pedaleo por el Pulaski tan seguido que ya comienzo a reconocer las caras de los extraños, vecinos neoyorquinos con quienes comparto el mismo horario de traslado hacia el trabajo.
Sin embargo, mi lugar favorito de toda la ciudad continúa siendo el Puente de Manhattan, con su pequeño rincón en la cima, el cruce que me llevó del punto A al punto B y me ayudó a recuperar el equilibrio.
Elaisha Stokes
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