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«He came from outer space to save the human race».
Creo recordar que tenía doce años cuando una tarde, al regresar de clases, encontré que mi primo José Agustín ‒grandísimo aliado musical‒ me había dejado de regalo sobre la mesita de la sala un casete de VHS donde venía escrito con su hermosa letra «URGH A Music War!». Se trataba de un documental que registraba los conciertos de varios grupos que habían servido de teloneros durante la gira mundial de la banda The Police (liderada por el joven Sting). Por algún capricho del destino (al final, afortunado) aquella cinta no venía rebobinada, así que cuando yo pulsé con esfuerzo la maciza tecla metálica PLAY vi materializarse en pantalla una de las imágenes más fascinantes, extrañas, perturbadoras e inolvidables de mi vida. Aquello era como una ópera mezclada con pop espacial. Daba miedo, daba risa, aquella cosa tenía el aura de lo prohibido. Era algo fabuloso, pero que no se podía compartir con cualquiera. Era, sobre todo, una auténtica marcianada. El artista se llamaba Klaus Nomi, su concierto era en Nueva York y la canción que cantaba «Total Eclipse».
Menos mal que no me oyeron mis padres, pero fue imposible evitar exclamarlo en voz alta: “¿Qué vaina es esta?”. Porque la pregunta al ver a Klaus Nomi era esa: qué es esto. No, quién es. Era un extraterrestre, pero no solo porque así se le veía o se le percibía desde afuera, sino también (sobre todo) porque Klaus Nomi así se proclamaba y se sentía auténticamente. «Parece un alienígena y canta como una diva», eso decían. Algunos aseguran que musicalmente era una mezcla de David Bowie con María Callas, pero podría jurar que semejante mezcla se queda corta.
Carlos Zerpa, el multidisciplinario artista plástico venezolano que hacía su residencia en Nueva York por aquellos tiempos, lo llegaría a conocer en persona:
Decir que fui amigo de Klaus Nomi sería una gran mentira, solo puedo afirmar que nos veíamos en la calle o en los clubes y nos saludábamos con mucha simpatía. Aún no era famoso. Lo recuerdo caminando o montado en su bicicleta por el Village, a comienzos de los años 80, iba de lentes oscuros alargados, con un casco plateado que parecía un platillo volador sobre su cabeza, con los labios y las uñas de las manos pintadas de negro para rematar sus maravillosas indumentarias.
Klaus Sperber (nacido en Immenstadt, Alemania, el 24 de enero de 1944) era un joven alemán, disciplinado, con voz de tenor y habilidades para el falsete, que quería educarse para cantar arias de ópera como sus ídolos. A mediados de los setenta se mudó a Nueva York buscando los horizontes que no encontraba en Berlín. Era un magnífico repostero, con eso se ganaba la vida: elaboraba dulces y pasteles y quienes lo conocieron de cerca aseguran que olía un poco a harina, a horno y azúcar. Que era dulce y callado e incluso «un tipo normal». Un flaco ahí del montón que de pronto se maquillaba, se paraba los pelos con gel, se vestía con plásticos relucientes, se subía a la tarima y ahí era como si viéramos y escucháramos por primera vez cantar a un marciano.
A Klaus Sperber le gustaba la revista OMNI, dedicada a avistamientos de ovnis, contactos extraterrestres, abducciones y todos esos temas que suelen fascinar a ciertos jóvenes y algunos adultos raros negados a crecer (entre los cuales me cuento). Jugando con las letras de «omni» se formó un nuevo apellido. La silueta que proyectaba sobre el telón de fondo cuando lo apuntaba el seguidor, con su puntiagudo corte de cabello y sus anchísimas hombreras, era como la señal de un superhéroe, una especie de batiseñal pero de otro planeta. Así fue como Nomi tuvo también un logo. Todo comenzó como una broma. Un freak cantando ópera pop en un pequeño escenario destinado a bandas punk y new wave. Pero la broma se desbordó y de pronto el pequeño teatro habitado por esa peculiar fauna haciendo tonterías para su propio consumo y regocijo se vio abarrotado por gente de todas partes del mundo que querían ver a la diva venida de Marte: Klaus Nomi.
Había algo en él como de futurismo de los años veinte, los modernos años veinte (los del siglo XX, que estos actuales resultaron más bien decimonónicos), pero también algo atemporal. En Nomi era natural una androginia que iba mucho más allá de lo sexual. La pregunta no era si se trataba de un hombre, una mujer, un hermafrodita o algo fluctuante entre ambos, sino si se trataba de un ser humano.
En palabras de Carlos Zerpa:
Recuerdo claramente a Klaus Nomi, quien llegaba al Hurrah vestido como un pingüino en tela plastificada, en blanco y negro, con una corbata de lazo enorme, como un extraterrestre, como un arlequín andrógino, como una especie de freak fellinesco, con la cara pintada de blanco, corte de pelo entre samurái y galáctico, con su amplia frente y un peinado con tres picos. Todos lo saludaban, comenzaba a hacerse famoso, pero nunca lo vi engreído.
Y entonces un día le llegó a Klaus la llamada de David Bowie. Lo había visto en un club y le encantó su estilo: quería que Nomi fuera su escudero, que apareciera en su presentación del show Saturday Night Live detrás de él, haciéndole los coros y bailando como él sabía. Nomi se emocionó muchísimo, habrá pensado: “aquí fue, a partir de ahora nada será igual”. Y sí, mucha gente en televisión nacional se preguntó quién era ese tipo vestido de negro y maquillado de blanco al lado de Bowie (quien vestía un exagerado esmoquin inspirado en el traje de Tristán Tzara, esa gran figura del dadaísmo, usado en los años treinta; un vestuario que Nomi copiaría para hacerse su propia versión un poco más… extraterrestre). Pero después de esa presentación cantando «The Man Who Sold The World», Bowie no lo llamó más. Y Klaus entristeció.
Sin embargo, había que seguir adelante. Continuar en la brega. Haciendo más pasteles, presentándose en otros shows más modestos, cultivando esa percepción (y autopercepción) de que se trataba del único alienígena con voz de diva en la faz de la Tierra. No sería tan famoso como Bowie, pero la gente necesitaba saber de Klaus Nomi, verlo, escucharlo en directo, hablar con él después de los conciertos, intentar tocar al hombre detrás del marciano. Nomi se aparecía en una limosina pocos minutos antes de su presentación, se apagaban las luces del teatro, entonces aparecía aquella presencia de otro mundo sobre el escenario, dejaba a todos boquiabiertos y sin aliento. Y desaparecía.
Parte fundamental del encanto de los alienígenas radica en el misterio, en que nadie sepa nunca a ciencia cierta de dónde vienen ni a qué vinieron, que incluso la mayoría dude de su existencia, porque quien asegure haberlos visto es porque está un poco loco o miente. Había que alimentar el mito. Todo parecía indicar que sería cuestión de tiempo, el salto de ser una figura de culto a convertirse en una estrella masiva estaba a la vuelta de la esquina.
Pero el mundo no estaba preparado para algo tan raro y tan radical, o al menos no todo el mundo. Así que Nomi se quedó cautivo en ese recóndito acuario de especímenes raros a los que solamente los visitantes más curiosos se dignaban asomarse.
Y así como el mundo a su alrededor no acababa siendo el más acogedor de los planetas, algo por dentro también se iba enrareciendo en el interior de Klaus: ¿sería posible para un marciano como él conseguir pareja? ¿Asuntos como enamorarse y ser correspondido acaso le tocarían alguna vez? Echaba en falta esas cosas. Pero se topaba una y otra vez con gente que solamente quería encuentros casuales con él: una noche (si acaso) o un escarceo furtivo con desconocidos en los muelles durante las madrugadas oscuras. Nadie quería tener de novio a Nomi. Así que la espiral de soledad lo llevaba una y otra vez a enamorarse sin ser correspondido, y a buscar desahogo entre desconocidos del muelle en medio de la oscuridad y la gelidez de la madrugada. Sin prestar mayor atención a los rumores crecientes de que había una enfermedad rara proliferando por allí: «cada vez son más los contagiados, sobre todo la gente como nosotros», le decían los amigos. «No hay ninguna infección que no la controle la penicilina», respondía él. Era una enfermedad para humanos, pensaría Klaus, a los extraterrestres esas cosas no deberían afectarles.
Pero lo que sí le afectaba era la certeza de que, cada día más, era una de las personas más solitarias de la Tierra. De manera que la fama no se dignaba a llegar ni el amor tampoco. Nomi entonces comenzó a reclamar a los únicos que tenía cerca que no había llegado lo lejos que le correspondía por culpa de ellos. El estrellato que se merecía se le había alejado por estar rodeado de aquellos pequeños y estorbosos satélites que orbitaban a su alrededor. Eso tenía que ser, y eso comenzó a transmitirle a quienes lo rodeaban. Hasta que comenzó a deslastrarse de ellos para sustituirlos por gente más profesional; esa fue su apuesta: rodearse de gente que sí supiera lo que hacía, porque esa nueva constelación seguro sí lo llevaría al anhelado estrellato.
De esa manera Nomi consiguió un contrato disquero en París y comenzaría una etapa mejor producida en cuanto a lo musical y también en cuanto a su imagen. Pero, asimismo, esa producción más profesional lo alejaba del concepto original que caracterizaba y servía de aura a todo lo que había propuesto Nomi hasta ahora. Era como una versión más humana, más aterrizada, más en sintonía con las reglas de juego de la industria de este mundo cruel. Entonces vinieron los shows abarrotados en París y las cenas con celebridades y los paparazzis y los videoclips y las giras por Europa y las presentaciones y las entrevistas en programas de la televisión internacional. Y no solo tenía un primer disco editado, sino que en un año ya tenía dos. «Ten cuidado con lo que deseas, se puede convertir en realidad», decía otro de la raza de los dandis flamantes: Oscar Wilde.
Todos pensaban que se trataba del inicio de algo grande. Nadie sospechó que ese momento de gloria se trataba más bien de un final.
A finales de 1982 Klaus Nomi comenzó a sentirse mal. Físicamente mal. La cantidad de antibióticos que tomaba era insólita. Los dolores de garganta y el desgaste de sus cuerdas vocales en cada presentación ameritaba un coctel de fármacos que se inyectaba para evitar de colapsar de dolor y agotamiento. Y una vez más los amigos, los pocos que aún mantenían contacto con él, le aconsejaban que tenía que parar, a lo que él respondía: «No, es mi momento, tengo que seguir adelante».
En las últimas presentaciones que se registraron de Nomi se le ve con un cuello alto y vaporoso, guantes, la piel totalmente cubierta o exageradamente maquillada de blanco: intentaba ocultar unas extrañas lesiones que empezaron a proliferar sobre su piel. Tiempo después se enteraría de que aquellas agresivas manifestaciones cutáneas eran sarcomas de Kaposi. No era mucho lo que se sabía en aquel entonces sobre el SIDA, ni siquiera se le conocía con ese nombre: era una enfermedad que se hacía tristemente célebre bajo el apodo de «cáncer gay». Nomi regresó a Nueva York ya muy enfermo y sus amigos ‒los mismos que hacía poco habían sido rechazados por él‒ se acercaron a saludarlo, pero no sabían cómo hacerlo: ¿se contagiarían con un beso?, ¿el contacto piel con piel acaso les transmitiría la enfermedad? Klaus comenzó a saludarlos tan solo con un gesto delicado y apaciguador con su mano enguantada: “no te preocupes, yo entiendo”.
Cuentan los pocos que lo llegaron a ver, ya postrado en su cama clínica del Memorial Sloan Kettering Cancer Center de Nueva York, que Nomi estaba desfigurado, irreconocible, que se hallaba aterrorizado y provocaba mucho miedo. Murió aislado el 6 de agosto de 1983. Estuvo entre las primeras celebridades en morir de SIDA. Dicen que su final fue el de una ópera desgarrada, como las que tanto le habían inspirado en vida.
Carlos Zerpa recuerda así aquellos días:
Tristemente, en enero de 1983, Nomi se enferma. Los médicos descubrieron que el sistema inmunológico de Klaus había colapsado, la enfermedad que padecía, todavía no era llamada SIDA, fue una de las primeras figuras públicas en morir de esa nueva y fatídica enfermedad, recuerdo su retrato en primera plana del periódico Village Voice en letras azules, anunciaba al mundo su sentida muerte por AIDS. Yo no podía creer que el maravilloso Klaus Nomi había fallecido, fue una muerte que en verdad me dolió mucho. Tenía sus dos discos en vinilo, los había comprado en Tower Records, siempre pensé que un día se los llevaría al Village, para que me los firmara, que lo invitaría a un café cuando lo viera en su bicicleta, pero nunca lo hice.
Y la Tierra siguió su curso y muchos no se acuerdan hoy de Klaus Nomi, pero quienes lo han visto y escuchado comparten la certeza de haber conocido a uno de los artistas más peculiares, a alguien que tenía que provenir de otro espacio, alguien tan único y genuino que tenía que tratarse del último de los de su especie. Seguramente no murió. La gente así se las ingenia para no morirse nunca: simplemente vino a enseñarnos algo, cumplió con su misión, luego se subió a su nave y regresó a casa.
José Urriola
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