Perspectivas

Káiser, el arte de jugar fútbol sin necesidad de tocar el balón

04/06/2022

Carlos «Kaiser» Henrique Raposo

Nadie se acuerda de Carlos “Káiser” Henrique Raposo, una de las más grandes estrellas del fútbol brasileño y mundial. El hombre que jugó para los mejores clubes de Río de Janeiro: Botafogo, Flamengo, Vasco de Gama; también para el Independiente de Avellaneda argentino y hasta en el Puebla de México. El jugador más importante que haya pasado en su historia por el club Ajaccio de la liga francesa. Un hombre récord que no anotó un solo gol en toda su carrera, no perdió jamás un partido, ni tampoco lo ganó ni lo empató, sobre todo porque no lo jugó. Carlos Henrique Raposo, el Káiser, llevó a límites verdaderamente delirantes el arte de “jugar sin el balón”, porque el hecho es que nunca lo tocó.

«No me incomoda para nada decirlo: soy el mejor jugador de fútbol que jamás haya jugado fútbol en su vida».

Deberíamos comenzar por el principio, pero es que es muy difícil armar un orden cronológico en una cadena de mentiras, mitos y versiones encontradas. La mentira es un entramado que necesita constantemente ponerse parches y en ese proceso no solo va inventando el presente sino también modificando al pasado. Pero esta historia es increíble y merece ser contada de la mejor manera que uno encuentre. Así que comencemos por érase una vez un niño carioca del barrio de Botafogo que en la década de los 70 jugaba “peladas” (caimaneras) todas las tardes con sus amigos. La cancha de tierra, dos porterías improvisadas con mochilas, la pelota (cuando no había cómo comprarla entre todos, lo más frecuente) hecha de papel mojado o de calcetines viejos. Entonces el pequeño Carlos Henrique Raposo, alto y estilizado para su edad, salía desde la defensa con la pelota dominada, atravesaba elegantemente el medio campo, gambeteaba a varios rivales que dejaba regados en el camino, luego hacía el pase quirúrgico para que el delantero metiera el gol. Los amigos le decían a Carlos que jugaba como el gran Franz Beckenbauer (de los defensas más elegantes y admirados de la historia), y un día se enteraron de que a Beckenbauer le apodaban “Káiser” (el César, el Emperador), así que comenzaron a llamar a Carlos Henrique también con ese apodo. Más tarde un amigo de la infancia diría que esto también era mentira, que se lo inventó él, que en aquella época había una botella de cerveza pequeña y regordeta de la marca Káiser y que el cuerpo de Carlos Henrique tenía básicamente esa misma forma. De ahí el sobrenombre.

Pero no nos perdamos en florituras, vamos al cuento: Káiser (el brasileño, no el otro) descubrió muy temprano que él habilidades de futbolista no tenía, pero en cambio las fintas que hacía con la mente y la lengua eran una cosa de otro mundo. Él, así se asume, siempre fue un malandro, pero no un delincuente, no alguien dañino ni peligroso, simplemente un pillo, un embaucador, un tipo que inventaba cuentos para sacar provecho y allá los otros que se los creían. Una tarde de domingo fueron unos directivos del Club Botafogo a ver la “pelada” de los niños, porque de ahí es de donde estos mineros sacan el oro bruto. Se fijaron en Káiser y preguntaron a su papá si quería llevarlo a un entrenamiento oficial de las ligas menores del club. El papá de Carlos aceptó y, tras ver su potencial en la cancha del Botafogo, esa misma semana a Carlitos le entregaron su camiseta blanquinegra (azebrada, tan parecida a la de la Juventus de Turín) y su carnet como miembro del prestigioso equipo carioca. El momento más feliz de su vida, recuerda Carlos Henrique.

Sin embargo, aquí las cosas comienzan a complicarse, este es el instante en que nace el mito pero también un cúmulo de historias rarísimas donde resulta imposible distinguir entre lo que realmente ocurrió y lo que Káiser se ha inventado a lo largo de su vida.

Vamos a estar claros: Káiser era malo con el balón. Pero malo con ensañamiento. En serio: francamente malo. Pero tenía el porte del futbolista, tenía el look, era el más disciplinado en los entrenamientos y además era hábil dominando el balón, haciéndolo rebotar con el empeine, la cabeza, los muslos. Era un timador de primera. Hacía todo lo que se supone que caracteriza a buen jugador excepto la parte de jugar. Simulaba ser futbolista y la gente lo veía y se lo creía. Pero luego, a la hora de la verdad, cuando el árbitro silbaba y comenzaba el partido, Carlos se mantenía lo más alejado posible de la pelota, se ocultaba astutamente de manera de evitar el más mínimo contacto con el balón. Una vez un entrenador le dijo: «No entiendo tu sistema de juego, no sé ni siquiera si estás jugando». Y Káiser le respondió: «Yo soy bueno arrastrando marcas, mi talento es jugar sin balón». Y el DT se quedó un poco confundido, pero le creyó.

Carlos «Káiser» Henrique Raposo

Káiser asegura que en sus primeros años en Botafogo hubo un par de acontecimientos que le cambiaron la vida y trastocaron su carrera. La primera fue la desaparición de su padre (en algunas versiones el señor muere y en otras simplemente se pelea con la mamá de Káiser y los abandona). La segunda es que su madre firma un acuerdo, a espaldas de Carlos Henrique, con un empresario que supuestamente iba a velar por la carrera futbolística del joven. Este empresario y la madre (una mujer violenta, alcoholizada e ignorante, según declaraciones de su hijo) se quedaron con todo el dinero que le correspondía a Káiser como jugador y como joven estrella de la constelación de los grandes del fútbol brasileño. Para colmo de males un tío le dijo que esa señora no era realmente su mamá. Que esa mujer se lo había robado a su verdadera madre en Porto Alegre siendo apenas un bebé. Que su auténtica madre era una señorita de alta sociedad que lo había engendrado en una relación extramarital con un importante político de Brasilia. La madre de Carlos necesitaba salir, le dejó encargado el bebé a una empleada doméstica, cuando regresó la cuidadora y el niño habían desaparecido. Estaban ahora en el barrio de Botafogo, en Río, sin que nadie lo supiera, a mil quinientos kilómetros de distancia. Más adelante el mismo Carlos se desmentiría: no fue que su madre adoptiva lo secuestró, sino que la señorita de sociedad en cuyo vientre se gestó no quería criar a ese niño indeseado y se lo entregó sin reparos a quien sería su madre de crianza (que en esta versión no era violenta ni alcohólica ni ignorante). Carlos llora cuando recuerda este evento. En cualquiera de sus versiones. Da igual. Se conmueve, se le quiebra la voz y llora.

El asunto de la pérdida del padre y sus problemas con su madre (o madres) serán importantes en el transcurso de la carrera de Carlos Henrique Raposo. En caso de no poder simular una lesión, en caso de no poder llegar a algún acuerdo con un árbitro para que lo expulsara con roja directa, o en caso de no contar con algún colega que se prestara para hacerle una falta escandalosa en los primeros minutos de juego (previo intercambio económico, por supuesto) que lo sacara del terreno en camilla, entonces apelaba a la depresión: su padre ahora sí era verdad que había muerto, meses después la que moría era su madre (la de crianza), y luego su otra madre (la biológica que lo rechazó), no se sabe cuál cantidad de innumerable veces tuvo que irse a enterrar a su abuela o estaba tan pero tan triste por asuntos emocionales que no podía jugar en semejantes condiciones.

El Botafogo se hartó de tener a un futbolista tan guapo y tan cumplido en los entrenamientos pero que siempre estaba lesionado o en duelo, así que lo cedió a otros clubes de Río de Janeiro: al Flamengo, luego al Vasco de Gama, más tarde al Puebla de México (donde nadie lo recuerda, ni en contratos ni mucho menos en el campo) y luego en el Independiente de Avellaneda de la liga argentina (donde lo recuerdan aún menos a pesar de que Káiser asegura haber sido integrante del equipo que ganó la Súper Copa Intercontinental contra el Liverpool en 1984). Luego regresó a Brasil para jugar con un equipo más humilde pero en pleno crecimiento, el Atlético Bangú de Río de Janeiro. Entonces fue allí cuando se le abrió la posibilidad más grande de su vida: irse a Europa, exactamente a la liga francesa, en el equipo de Córcega estaban cotizando muy bien a las estrellas brasileñas, así que fichó para el Ajaccio. En todos y cada uno de los casos el rendimiento de Káiser fue el mismo: su presencia en la cancha duraba muy pocos minutos, inmediatamente se lesionaba (otra vez pero ahora de algo más grave), siempre le ocurría algo trágico que le impedía jugar, se dedicaba a irse de fiesta, dar entrevistas, tomarse fotos y conquistar a la mayor cantidad de mujeres hermosas que se le cruzaran por el camino.

Carlos Káiser con Renato Gaúcho

En este punto tenemos que viajar un poco al pasado para entender ese momento que fue un parteaguas, un auténtico golpe de timón en la vida y la estelar carrera de Carlos Henrique. Una tarde el joven Káiser se fue a la playa de Copacabana vestido con su camiseta oficial del Botafogo y se puso a jugar esa especie de voleibol de playa que mezcla fútbol con capoeira. Una cosa que hacen los futbolistas brasileños para mostrar sus habilidades fuera de la cancha y sin uniforme. Entonces ahí, en ese juego donde Carlos se mandó varias chilenas, acrobáticas voleas y palomitas lanzándose de cabeza, conoció a una verdadera estrella del fútbol: Renato Portaluppi, mejor conocido como Renato Gaúcho, uno de los mejores delanteros del mundo. Los dos, vaya casualidad, se parecían. Eran altos, atléticos, tenían ese peinado tan de moda en los 80 con el pelo corto arriba, patillas y melena en la parte de atrás. Además ambos eran insignes ejemplares de la raza de los presumidos, los fiesteros y los mujeriegos. Desde esa tarde en la playa se hicieron una dupla inseparable. Eran tan parecidos que la gente los confundía, le pedían autógrafos en la calle a Káiser y este no tenía reparos en firmarlos como Renato. Un día Renato Gaúcho llegó a un club nocturno y no lo dejaron pasar porque él ya estaba dentro. Resulta que Káiser se había hecho pasar por Renato en la puerta horas antes.

La amistad con Renato lo llevó a hacerse buen amigo de otros grandes futbolistas: de Romario, Bebeto, Branco, Fabinho. Carlos Henrique aparecía en todas las fotos, era el que organizaba todas las salidas, el que no se perdía una sola celebración fuera quien fuera el ganador, era también el que tenía contacto con las modelos más guapas de Brasil para que se trajeran a la fiesta a sus amigas. Y como las mentiras se alimentan con la confabulación de otros, muchos de estos futbolistas comenzaron a hablar de las virtudes de Káiser como jugador. Lo recomendaban con los directores deportivos, directores técnicos y jerarcas del fútbol brasileño: «Fíchenlo, tiene cierta tendencia a lesionarse pero es una estrella».

Káiser, habilidoso con las ideas y con la lengua más que con los pies, se las ingenió para convertirse en el enlace entre los periodistas y las estrellas del fútbol: «Si usted quiere una entrevista con Romario o Bebeto, yo se la consigo, pero me entrevista primero a mí». Esto sumado a que a los futbolistas les gustaba estar cerca de este elegante timador. De este bufón apuesto y encantador. Era el alma de la fiesta. Alguien sin talento alguno pero divertido, locuaz, pico de oro, carismático, popular, pícaro. Vamos, que si se hubiera lanzado para presidente lo más probable es que ganara las elecciones.

En un punto, luego de su supuesto paso por el Independiente de Avellaneda argentino (donde juraba haber visto desde la banca cómo le ganaron la final de la Súper Copa Intercontinental al Liverpool), Carlos fue fichado por un club menor de Río cuyos principales inversores eran unos mafiosos que aprovechaban el negocio del fútbol para lavar dinero (y también lavarse las caras): el Atlético Bangú. El responsable de su fichaje era un temible personaje llamado Castor de Andrade, un capo en todo rigor. Káiser firmó el contrato y fiel a sí mismo a la hora de saltar a la cancha se lesionaba, se deprimía, se le volvía a morir la abuela; hasta que De Andrade se hartó y giró las órdenes: «Yo no me voy a gastar este dinero en una estrella que no juega, Káiser estará en la alineación el domingo y punto». El entrenador del Bangú llamó a Carlos Henrique y le dijo que el jefe lo tenía en la mira, que iba a tener que jugar, pero seguramente unos pocos minutos, al final, para tranquilizar al capo y a la hinchada. Káiser tembló, las dos opciones que tenía eran horribles: jugar el domingo o ser troceado por el capo. Al momento en que fue llamado para calentar al borde de la cancha, Káiser vio su oportunidad. La afición del Bangú estaba furiosa por estar perdiendo 2-0 y con una estrella que nunca jugaba. Llovieron algunos insultos desde la tribuna y Carlos los respondió. Acabo trepándose a las gradas y agarrándose a puñetazos con su propia afición. Obviamente lo lesionaron, ahora sí en serio, pero se libró de jugar. Sin embargo, un zorro viejo como Castor de Andrade no dejaría las cosas de ese tamaño, así que se presentó en el vestuario al finalizar el juego para confrontar a Káiser. Y Káiser le ha dicho:

Señor De Andrade, Dios me quitó un padre pero me dio otro que es usted. Perdone pero no podía permitir que dijeran esas cosas de mí y de mi madre. Perdí la cabeza, disculpe, en quince días se acaba mi contrato y entonces se librará de mí.

Y el temible Castor de Andrade, aunque usted no lo crea, se ha conmovido, se le hizo un nudo en la garganta, le dijo a su asistente: «Le renuevas el contrato por seis meses más a Kaiser y le duplicas el salario». Carlos Henrique anotó uno de los golazos más épicos de la historia. Sin balón, sin portería, sin nada. Pura labia.

En 1987 otro futbolista amigo de Carlos, Fabinho, se encontraba jugando con el Ajaccio, el equipo de Córcega de la liga francesa. El Ajaccio estaba reclutando estrellas brasileñas, así que Káiser le pidió a Fabinho que le ayudara a fichar para el club francés. Y así fue. La presentación de Carlos fue tan impresionante –se robó el show y el corazón de todos– que hasta cuenta que el presidente del Ajaccio le dijo: «Usted es la persona más importante que haya pisado Córcega después de Napoleón».

Káiser dice que su carrera acabó cuando en 2003 se fracturó un tobillo. Y esa fue su gran excusa para dar por acabado un contrato de veinte años con el Ajaccio, a los cuarenta años de edad. Eso cuenta él, y habrá gente que le crea.

En el documental Kaiser! The Greatest Footballer Never to Play Football (2018), del inglés Louis Myles, hay una entrevista a su compatriota y compañero de equipo Fabinho. El exjugador decidió que ya no podía mentir más, que era desleal con el Ajaccio, club con el que había jugado tantos años: «Es hora de decir la verdad. Kaiser nunca pisó el Ajaccio, ni Córcega, ni mucho menos el aeropuerto».

Carlos “Káiser” Henrique Raposo, por supuesto, niega las palabras de su ex amigo. A sus cincuenta y ocho años asegura que lo debe decir por pura envidia, porque nunca fue tan famoso ni tan apuesto como él. Y agrega entre risas: «No me arrepiento de nada. Los clubes han engañado históricamente a tantos jugadores que alguien tenía que vengarse de ellos».


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