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Juan Luis Landaeta exhibió su serie Milán en Washington. El poeta y artista plástico tituló así su conjunto de lienzos por un motivo personal: sus líneas de trabajo, hasta entonces inconexas y sin rumbo, confluyeron cuando se encontraba de visita en Italia leyendo Vacío y plenitud (1979) de François Cheng. Todo encajó en el rompecabezas de su obra al reflexionar sobre la tradición pictórica china y japonesa porque allí, del mismo modo que él lo concibe, no hay distinción entre pintor, poeta y calígrafo.
Luego de tres meses febriles de creación, en los que siguió el consejo de Cheng —pintar con la mente en blanco y la muñeca suelta—, el joven vio sus 80 piezas juntas en la Galería de Arte del Banco Interamericano de Desarrollo en el corazón político de Estados Unidos. La exposición, que estuvo disponible en marzo, llevó por subtítulo La identidad de la línea. “Cada pintura es una línea llevada hasta sus últimas consecuencias”, escribió a modo de introducción otro poeta, otro venezolano, Adalber Salas Hernández.
Landaeta (Maracay, 1988) desanduvo hacia lo primitivo, buscando la pureza, y sintetizó todo lo explorado desde que la poetisa argentina Lila Zemborain, su profesora en la maestría de Escritura Creativa en la Universidad de Nueva York, lo invitara a lanzarse de chapuzón al mundo que había husmeado tímidamente desde sus blocks de dibujo. Hace un año, presentó en el Relabs Studio de Brooklyn su individual Jardín desierto, descrita por la curadora Kelly Martínez como una “caligrafía con alfabeto propio”. Luego cambió el papel por la tela y comenzó a desarrollar su propuesta actual.
Aunque los más mínimos detalles definen los cuadros, Milán carece de sutileza. Es la consencuencia del brochazo y no de la pincelada. Es autovandalismo. Son agresiones a lienzos beige que no tienen una forma perfectamente rectangular, en algunos casos con bordes deshilachados, rústicos, sin marcos. Landaeta comenzó pintando el fondo con yeso totalmente de negro, recreando una nada, un vacío, un olvido, para luego jugar con puntos, líneas y tachas, buscando que todo el peso de la expresión recayera en el gesto.
Desde su habitación en Nueva York, donde vive, y habiendo bajado la marea emocional de su estancia en Washington, el artista comenta la serie en retrospectiva mientras decide sus próximos pasos.
—¿Cómo percibiste la reacción del público que asistió a la galería en Washington?
—El primer espectador de la obra fui yo mismo. Una de las cosas que más me llamó la atención fue verla con otra luz. Ya no estaba en mi estudio o mi habitación. Por una imposibilidad espacial, el artista no suele ver su obra en conjunto hasta que llega a exhibirla. En la galería sí puedes ver lo que comunican, la relación entre ellas, el registro del movimiento de la idea. Eran nuevas para mí y las vi como si no estuviera involucrado en la hechura. Y la gente vio detalles. La gente que sabe de arte no sabe otra cosa que no sea ver, como algo primigenio. Aprenden a ver como si siempre fuera la primera vez. Tener que explicar por qué te tiene que emocionar algo no tiene sentido. Hay algo en el arte que nos aturde, y lo que nos aturde del arte abstracto es que no tenemos por qué entenderlo.
—Eso puede producir cierto vértigo…
—Claro. Me parece interesantísimo que a la gente le desagrade algo que ni entiende. Es como que un mudo te ofenda. Si la obra te desagrada, te está diciendo algo. La gente reparó en detalles, en gestos que en el expresionismo abstracto son valiosísimos. Los colores, las formas, los límites de las obras, la participación del punto y esa línea que yo veo como un sablazo. Aunque siento que hay una onda de meditación y gesto caligráfico, mucha gente interpretó violencia.
—La estridencia suele interpretarse como violencia
—Sí. Había una intención de separarse de la violencia como si fuese algo malo o como si fuera algo evitable, pero estas obras no se hacen con pinceladas. Se hacen como quien está frisando una pared. A coñazos.
—Cierto público convencional asociaría el arte a la pincelada sutil, a la delicadeza…
—Exacto. Y, por el contrario, creo que la mejor manera de hacer una gran obra es no respetarla. Un ejemplo concreto: desde que comencé a pintar con estos materiales, aprendí que tienen un costo real. Son caros. Entonces la primera reacción es sentir que no debes malgastar. Y la verdad es que así no llegas a ningún lado. Lo debes irrespetar. Tiene que prevalecer la libertad. Libertad de verdad. Si te provoca agarrar un yesquero y quemarlo, debes hacerlo. El lienzo, como la guitarra eléctrica, no sirve para nada si no tienes la libertad de expresarte. Hay una relación corporal con todo esto. Si tienes miedo, eso puede convertirse en una zancadilla. La obra debe ser ajena a las convenciones que nos hacen respetar algo. La armonía es algo absolutamente cultural. El mejor arte es el que hace posibles otras cosas. La controversia en el arte abstracto, al no representar, parafraseando a Kandinski, está en cómo eso que ni sabes qué es, te conmueve, te sacude, te agrede.
—¿Y qué es lo buscas tú cuando lo creas?
—La cosa maravillosa del arte es lo inútil. Insistiendo con Kandinski, él decía que el arte abstracto no representa nada, no cumple función, no tiene valor. Si fuese arte figurativo, te diría que quiero pintar más y mejores rostros. Para mí ha sido una violenta convivencia. Barra, tacha y punto. Yo reduzco las obras a una idea. Ahorita que siento e intuyo, lo que hago es que llevar eso a una idea. Tengo una relación casi sexual con la pintura, no la intelectualizo. Es indómita. Cuando pinto, no sé bien lo que va a pasar.
Landaeta no ha estado en Venezuela desde que emigró a Estados Unidos en agosto de 2013. Salió en medio del duelo por la muerte de su madrastra. Sí extraña su país, sueña con exponer su obra en él y ver sus poemarios en las vitrinas de sus librerías, pero asegura que el desarraigo no es algo nuevo en su vida. Para explicarse, resume su historia familiar: “Soy hijo de un hombre casado, con una mujer soltera que nunca fue su esposa. Viví con mi papá y su esposa hasta que él murió a apenas cuatro años de esa convivencia. Yo era el único del salón con un solo apellido. Yo era el único cuyos padres no estaban casados. Siempre estuve fuera del deber ser. Siempre estuve en una especie de exilio”.
El artista, egresado de la Universidad Católica Andrés Bello —como abogado—, acaba de terminar su quinto libro de poesía titulado Roca Tarpeya, que le seguiría a Litoral central (Sudaquia, 2015) y La conocida herencia de las formas (Ígneo, 2016), los dos publicados, y a otros dos que permanecen inéditos.
Los sociólogos estadounidenses Richard Peterson y Roger Kern, estudiosos del gusto y la cultura de masas, lo definirían como omnívoro cultural. De un momento a otro, pasa de Fernando Carrillo y Gigi Zanchetta a Michael Jackson, de Schubert a Duke Ellington, de Charly García a Luis Miguel. “Verdi, que puede ser visto como algo aristocrático y exquisito ahora, sería como un Maluma en su tiempo”, argumenta: “No distingo entre lo culto y lo popular”.
En cuanto a arte, habla de Kandinksi, pero también de los estadounidenses Robert Motherwell y Clifford Still, del catalán Antonio Tàpies, el español Antonio Saura, el letón Mark Rothko y más exponentes de la disfuncional familia del expresionismo abstracto. Pero hay un maestro del que habla más porque aprende de él directamente. Porque está vivo, lo frecuenta en su estudio en Nueva York y lo escucha discurrir sobre arte mientras lo ve trabajando. Después vuelve a casa con la cabeza cargada de información y la emoción de haber compartido con un gran artista.
—¿Cómo son esas visitas recurrentes a Jacobo Borges?
—Al principio era como una cita muy formal. Ya no tanto. Son sesiones larguísimas. 12, 13 horas. Llego a las 3:00 de la tarde y a veces salgo a las 5:00 de la mañana. Escucho, pregunto lo mínimo. Jacobo es un maestro que no te dice qué hacer. Pone todo en la mesa, pero no te corrige. Habla de asuntos inmateriales y también de técnica. Me enseñó a recortar con el papel y no las tijeras, por ejemplo. He dibujado con él, he pintado con él. Emociona ver esa cabeza pensando tan rápido y experimentando siempre sin ningún temor.
—La valentía, fundamental en el arte
—Sí, eso mismo. El mensaje principal es que cuando sabes que puedes hacerlo, te toca hacerlo y punto. Las veces que sea y como sea. Necesitas arrojo, y él ha sido crucial en esas lecciones. Por otro lado, podemos hablar de historia, de política, de ciencia. Sabe lo hay que alimentar o corregir. Con lo que hay que tratar es con el animal que está detrás de la obra.
—Todo ha pasado en Nueva York. ¿Crees que estarías llevando adelante tu carrera de este modo en otro lugar?
—Estoy casi seguro de que no. Los hitos que fundaron en mí la seguridad y la oportunidad están muy vinculados con Nueva York. Jacobo ha sido también una presencia tutelar en todo el proceso. También, la maestría de Escritura Creativa la hice en NYU y allí empecé a pintar más decidido gracias a mi profesora de poesía. En Caracas, por ejemplo, iba al Museo de Arte Contemporáneo con una mirada menos formada y menos instruida. Esa mirada se desarrolló, se perfeccionó, se emancipó acá. Y digo lo de oportunidad porque tuve mi primera individual en Brooklyn.
—Las redes sociales parecieran simplificarlo todo, a veces hasta trivializarlo o atomizarlo. ¿Cómo ves el Universo 2.0 considerando que la reproducción fotográfica altera la obra, la convierte en otra o en una representación comprimida de ella?
—Creo en la democracia del acceso al contenido. Yo puedo haber sido parte de la última generación en la que el acceso a la información era todavía un privilegio. Mi sobrina no sabe y jamás sabrá qué era la Enciclopedia Encarta. No entiende cómo era el mundo cuando la información no estaba a segundos de distancia. Antes tenía que ocurrir un proceso largo. Ahora puedes compartir con un iPhone ese gran hallazgo, o gran bodrio, inmediatamente con cientos o miles o millones de personas. Cruz-Diez convirtió su concepto artístico en una app. Su concepto trascendió y es una idea; es lo que él concibió y pensó. Jacobo (Borges) también es un entusiasta de la tecnología. Los recursos son los recursos. Lo nuevo está ahí para servirte.
—Luis Pérez-Oramas, curador del MoMA y prologuista de Litoral central, vio representada en tus palabras la “luz reveroniana”. Curiosamente, el libro habla de un pintor antes de que comenzara todo este proceso…
—Litoral central está muy influenciado por la obra de Reverón. Cuando lo hice, me sentía un escritor puro y duro. Soñaba con escribir y ya. No tenía una aspiración o delirio de exponer mis obras ni vivir de eso. Las manifestaciones plásticas estaban subordinadas a la escritura. Pintaba como un complemento. Luego entendí que el vuelo del que hablo, el pájaro, es un rayo de luz. Es la luz, que muestra todo pero que también puede cegar. Allí se ve que el tipo se está contando a sí mismo. Es un libro que tiene la inocencia de nombrar las cosas por primera vez. Y lo menos que me pasaba por la cabeza cuando lo escribí era que el pintor iba a ser yo.
Gerardo Guarache Ocque
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