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Juan Liscano: tradición y folclor, cultura y humanismo (I)
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“El Folklore es un sistema cultural propio, sui géneris, que siempre ha existido. Es una forma de conocimiento por comunión, en contraposición a una forma de conocimiento por distinción, propia de eruditos. Es un cuerpo de sabiduría tan respetable como las técnicas contemporáneas. Y en los campos de lo anímico colectivo, alcanza una plenitud a la que no llega, con frecuencia, la erudición libresca”.
Juan Liscano, Folklore y cultura (1950)
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Entre otros cambios socialesposteriores a la dictadura de Juan Vicente Gómez, resulta destacable que las fuerzas políticas venezolanas tendieron a asociar la democracia restaurada conla cultura popular de raigambre provinciana. No olvidemos en este sentido que Acción Democrática, entre otros partidos, haría suya la alfabetización y ciudadanía del Juan Bimba de ascendencia rural. Este personaje fue modelado en sus orígenes, como sabemos, por plumas que lo extrajeron de la idiosincrasia popular, del caricaturista Mariano Medina Febres al poeta Andrés Eloy Blanco. Las demandas urbanas de ese juambimba en trance de masificación fueron después perfiladas por intelectuales diversos, como Ramón Díaz Sánchez, Enrique Bernardo Núñez y Mariano Picón Salas. Y como parte de esa cruzada, resultó pionera la contribución de Juan Liscano (1915-2001): en vez de urbanizar el juambimba, el escritor caraqueño buscó que la emergente sociedad de masas venezolana mirara hacia su pasado rural, tan reciente como omiso.
En ese sentido, la organización de la famosa “Fiesta de la tradición, cantos y danzas de Venezuela”, celebrada en el Nuevo Circo de Caracas entre el 17 y el 21 de febrero de 1948, en ocasión de la toma de posesión de Rómulo Gallegos como presidente, fue oportunidad señera aprovechada por Liscano. Director a la sazón del Servicio de Investigaciones Folclóricas Nacionales del Ministerio de Educación, don Juan hizo que la pintoresca y profunda riqueza de la Venezuela rural y provincial reapareciera de modo deslumbrante, aunque efímero, ante la bullente masa capitalina. Porque tal como recordó el autor en Folklore y cultura (1950):
“Toda una Venezuela secular se irguió esa noche, viviente, cantadora, danzante, ante el asombro de los millares de espectadores que por primera vez tomaban conciencia de la fuerza de la tradición patria, de la plenitud de su cultura. Sobre la civilizada urbe mecánica, cerebral, despojada de luz y de gracia naturales, se cernió la memoria florida de la tierra. Y como nunca se afirmó la siempre viva belleza de toda obra humana que nace de un estrecho abrazo con la Naturaleza”.
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Aunque fuera solo durante la semana en la que hubo de prolongarse, cuando las gradas del Nuevo Circo se vieron abarrotadas, ese éxito de taquillarepresentó para “orientales, occidentales y centrales”, según Liscano, “el triunfo momentáneo de su Provincia sobre la envidiada Caracas”. Con tamunangues y chingumbeles, tejiendo el sebucán y zapateando el joropo, la colorida pero fija carta geográfica que del país solemos visualizarlos venezolanos, emergió aquellas noches como “mapa de figuras danzantes”. Por ello la fiesta devino para su organizador, como para los más de 500 participantes y la mayoría de los circunstantes, “una experiencia ontológica”. Desde una perspectiva no exenta de modestia, también pasaría a ser el “logro total” de la vida del intelectual, tal como este confesaría a Alfredo Chacón en 1998, cincuenta años después de la apoteosis folclórica: “Yo lo que viví fue una aventura, para mí el festival fue una realización propia, hasta el punto de que el festival ha sido el único logro en mi vida, con eso te digo todo. Los demás no son sino pequeños ruidos parciales, pero ese fue un logro total”, Liscano dixit.
También en la conmemoración que de la fiesta de la tradición hiciera el Papel Literario de El Nacional en 1998, Perán Erminy señaló que “Venezuela vino a descubrirse a sí misma artísticamente en aquel festival”, haciéndonos ver que “espiritualmente éramos mucho más ricos de lo que suponíamos”. Creo en este sentido que la feria fue oportunidad secular para actualizar el variegado acervo regional y provincial, sustentador de la nacionalidad. Resulta comparable, a mi juicio, con la exposición promovida por Antonio Guzmán Blanco, y organizada por Adolfo Ernst, durante el centenario del natalicio del Liberador en 1883. Si esta había sido una como fiesta de progreso y civilización en medio de una Venezuela rural y atrasada, la de 1948 devino epifanía de la tierra y el folclor en el próspero país en trance de urbanización.
Homenajeando el regionalismo coloreado por Gallegos en la narrativa, Liscano conjuró en esas noches, al son de tambores y maracas, de arpas y cuatros, los veneros y las tradiciones de la Venezuela urbana y moderna. Bajo la dirección escénica de Abel Vallmitjana, se contrastó así la nación bifronte, puesta en perspectiva territorial y cultural por Luis Alberto Crespo en “Historia de una fiesta interrumpida” (1998), texto recogido más tarde en El país ausente (2004):
“El interior profundo dejó de ser una abstracción de la carta geográfica, un concepto sociológico, un argumento y un personaje del criollismo vernáculo, una ficha electoral o un suministrador del lomo de la res y la fanega del maíz, el frijol y la hortaliza en los mercados populares caraqueños. Esa noche —y las que fueron menester prolongar— Venezuela exhibió su imaginación antigua, su historia mágico-religiosa, su entendimiento con los dioses del equinoccio, actores de los mitos y los ritos fundacionales de las culturas sobre las que se asientan las civilizaciones”.
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Además de organizar la fiesta celebérrima, Liscano no solo fundó la Revista Venezolana de Folklore, sino también publicó el libro sobre Folklore y cultura, resultantes todos de su paso por la mencionada dependencia del Ministerio de Educación, la cual dirigiera entre octubre de 1946 y noviembre de 1948. En este libro aboga porque el folclor no fuera visto ni como una manifestación propia de “grupos sociales populares no educados”, en su tránsito hacia la modernización y la civilización; ni tampoco como curiosidad antropológica o arqueológica en curso de extinción. Por el contrario, el intelectual adeco reivindicaba una equiparación del “conocimiento por comunión” logrado por el “hombre-pueblo” a través del hacer cultural del folclor, con el “conocimiento por distinción” pretendido por la educación tradicional. Las reivindicaciones en este sentido fueron resumidas por el mismo Liscano en los siguientes términos:
“El Folklore es un sistema cultural propio, sui géneris, que siempre ha existido. Es una forma de conocimiento por comunión, en contraposición a una forma de conocimiento por distinción, propia de eruditos. Es un cuerpo de sabiduría tan respetable como las técnicas contemporáneas. Y en los campos de lo anímico colectivo, alcanza una plenitud a la que no llega, con frecuencia, la erudición libresca. Cumple una función necesaria dentro de las colectividades y expresa, mejor que la obra erudita, llamada impropiamente ‘culta’, el tono y el acento de lo nacional en relación al paisaje, clima y naturaleza. La Cultura no es sino el esfuerzo hecho por el hombre para tornar habitable y comprender el mundo donde se encuentra. Es, según la expresión magnífica de Frobenius: ‘La tierra que el hombre hace orgánica’”.
Junto con la noción de “tierra” del etnólogo alemán, puede decirse que aquel conocimiento intuitivo era análogo al lore que informa a la palabra inglesa; o la “sabiduría” con la que connotamos al hombre popular de latitudes no urbanas. Por eso sus exponentes más conspicuos eran negros, indios y campesinos, como hizo notar Óscar Rodríguez Ortiz en 2001, para ilustrar la recreación antropológica que del buen salvaje americano hiciera don Juan; en otras palabras, “almas que no estaban contaminadas por el ‘progreso’, mentalidades mágicas y religiosas no dominadas por la razón”.
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Cuando esta matriz conceptual es cruzada por el eje urbanizador norteado por la modernización —al menos según la interpretación sociológica funcionalista, tan en boga al promediar el siglo XX—, no es difícil entender el inveteradorecelo de Liscano ante la desarraigada cultura urbana resultante. Por ello objetó en Folklore y cultura:
“Los grupos urbanos pierden, por lo general, el sentido de la tierra. Su actividad cultural deriva hacia el perfeccionamiento de las técnicas. La contienda creadora alcanza un límite estático. El proletariado industrializado de las urbes no es, generalmente, hacedor de cultura como no lo es tampoco el investigador de ésta. Más culto, desde el punto de vista de creador de cultura, es el hombre Folk, por ejemplo, que el folklorista. Porque es el hombre Folk el que hace, deshace o rehace el Folklore”.
Desde el punto de vista teórico, apoyándose en una antropología cultural preconizada a la sazón en Venezuela por Miguel Acosta Saignes —tal como Liscano resaltó en la entrevista con Chacón— apelaba el folclorista a una visión contraria a la de la sociología funcionalista, en su interpretación de la urbe como polo modernizador. Era la de Liscano concepción tributaria del “nuevomundismo” de Waldo Frank, entre otros autores populares en los años posteriores a la Gran Guerra, cuando el joven Juan, de familia acomodada, se formaba en escuelas de Francia y Suiza. Tras su regreso a Venezuela en 1934, esa búsqueda folclorista fue nutrida por el internamiento de Liscano, durante más de una década, en la Colonia Tovar y otras regiones venezolanas, de donde obtendría mucho del material etnográfico volcado en la fiesta.
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Coincidía tambiénLiscano, a mi entender,con la alternativa antropológica que para mediados de siglo era explorada por Robert Redfield a través de la reivindicación de la cultura folk. Estudiando las comunidades tradicionales de Yucatán y otras regiones incontaminadas por la industrialización y la urbanización, por los medios de comunicación de masas y el turismo, el autor de El mundo primitivo y sus transformaciones (1953) abogó, en cierta forma, por el buen salvaje americano. Era una coincidencia de la que acaso Liscano no estuvo consciente. Al mismo tiempo, en términos políticos, el humanista venezolano ayudó a perfilar, quizás también inadvertidamente, el rostro popular del juambimba asociado por los partidos políticos con la masa venezolana en trance de urbanización.
Búsquedas folcloristas como las de Liscano resultan comparables, mutatis mutandis, con las ocurridas en otros contextos de la modernización en América Latina. Puede pensarse, por ejemplo, en el muralismo mexicano promovido por José Vasconcelos, así como en el modernismo brasileño, expresiones vernáculas de estados posrevolucionarios y refundados, que atravesaban procesos de urbanización como el de Venezuela. Tal como catalogó Jean Franco en The Modern Culture in Latin América: Society and the Artist (1967), ese folclorismo telúrico se dio a la búsqueda de las raíces, reinterpretándolas según códigos vanguardistas, desde la literatura a la música, pasando por la arquitectura y la pintura. Resultó inevitable que tales códigos fueran puestos ocasionalmente al servicio del nacionalismo desarrollista, tal como ocurrió en Venezuela durante las celebraciones patrias organizadas por el régimen de Pérez Jiménez. O que también degenerara, como advirtió Crespo, en “mercancía publicitaria” a manos de las televisoras y otros medios de comunicación, desvirtuando el sentido y la resonancia originales del término folclórico, rescatado por Liscano como promotor cultural y escritor polígrafo.
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Para leer la segunda parte haga click acá.
Arturo Almandoz Marte
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