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Estas palabras fueron escritas para la apertura del Ciclo de Charlas en conmemoración de los dos siglos del fallecimiento de Juan Germán Roscio, organizado por el Instituto de Investigaciones Históricas “Hermann González Oropeza, sj”, de la Universidad Católica Andrés Bello; la Universidad Monteávila y el Centro Roscio, el 10 de marzo de 2021.
Las conmemoraciones por el 200 aniversario de la muerte de Juan Germán Roscio han superado todo pronóstico. No sólo es objeto de numerosos eventos académicos, sino que la entrada de su memoria a la política ha terminado de completarse. En un solemne acto de Estado, sus “restos simbólicos” fueron llevados al Panteón Nacional y, en una notable combinación de lo protocolar con acciones más pedestres, se anunció el pago de un “Bono Juan Germán Roscio”. Es de $3.5 y, según se informa, será depositado a través de la Plataforma de la Patria durante la segunda quincena de marzo.
Ambos hechos son, probablemente, lo más resaltantes de la conmemoración. Demuestran cuán lejos ha llegado el rescate de Roscio en la memoria venezolana. «Rescate», que no es necesariamente una toma de consciencia, por lo menos no para todos. Ya existe un montón de personas que hasta la víspera no habían oído nombrar nunca a Roscio, y que ahora al menos saben que hubo un héroe de la independencia llamado así. Que haya -o viene por ahí- un bono con su nombre, demuestra que algo muy bueno debió haber hecho para merecer tal honor. Eso no significa que estén enterados o que incluso les interese enterarse de mucho más. Pero es un cambio enorme, sin entrar a evaluarlo, con respecto a lo que había. Roscio ya es una referencia como los nombres de ciertas calles, las figuras de ciertos billetes y los héroes y santos con los que antes se asociaban determinados premios de las loterías, o algunas corridas de toros.
Casi desconocido por más de un siglo, lentamente recuperado por académicos fundamentalmente interesados en sus ideas teológicas, posicionado como teólogo, poco a poco fue llamando más la atención en la medida en la que la historia cultural y de las ideas se abría paso en el mundo universitario. Una vez iniciada la Revolución Bolivariana, su figura, ya bastante mejor conocida, fue enarbolada como una bandera del civilismo en contraposición al visor extremadamente centrado en lo militar del pasado.
Así, Roscio como el ideólogo, como el redactor del primer reglamento electoral y, sobre todo, del Acta de Independencia; como el periodista, el diplomático, el abogado, el pensador liberal (o protoliberal, según lo que se entienda por liberalismo), era traído a colación para demostrar que en la fábrica de la república las levitas hicieron tanto como las casacas. El cometido fue sin duda exitoso, al menos en un aspecto: tan importante ha llegado a ser que ahora es asumido como gloria nacional incluso por aquéllos en contra de los cuales se le quiso blandir en un momento. Y acaso para perplejidad de quienes lo perfilan, y con razones de peso, como uno de los grandes precursores del liberalismo latinoamericano, se deposita un bono de carácter marcadamente asistencialista con su nombre.
Pocos casos, entonces, son más actuales y emblemáticos que el suyo para volver sobre el problema del papel de la historia en los discursos políticos. Las llamadas políticas de la memoria y lo que ellas nos dicen de los pueblos a los que están destinadas, de sus valores y de las dinámicas políticas de las que forman parte.
Viejos y nuevos héroes
En efecto, los héroes de una sociedad suelen decirnos más del momento en el que se los admira que del tiempo en el que les tocó vivir. Hay casos, naturalmente, en los que ya los contemporáneos ponderaron sus acciones como heroísmo, o en los que de un modo u otro se impulsó el culto al héroe de una determinada persona ya en vida (el ejemplo de Simón Bolívar es notorio al respecto). Están los otros, del tipo del “genio incomprendido” -en la clave de la “oveja negra” del cuento de Augusto Monterroso-, en los que una generación posterior ve como virtudes lo que en su momento fue censurado, o al menos visto con indiferencia. O en los que la muerte de los protagonistas y el tiempo acallan las polémicas, dejando sólo sus grandes ejecutorias en el saldo histórico. En otros casos más, opera la deliberada manipulación propagandística e ideológica, muy dada a inventarse héroes cuando no los tiene o decide que necesita otros para fines concretos.
A tal punto la memoria es un asunto político, que su manejo por la sociedad incluso tiene varias categorías teóricas (por ejemplo la casi impronunciable para nosotros Vergangenheitspolitik) a la que en forma muy amplia podemos englobar en la de políticas de la memoria. Se trata de un tema de gran vigencia en momentos en los que se cuestionan (y derriban) estatuas y toponimias en todo el mundo, y que en Venezuela ha recibido especial atención con el bolivarianismo, o lo que desde el Estado se entiende como tal, que se ha blandido como base ideológica del sistema iniciado en 1999. Si en algún lugar vimos cómo las diversas interpretaciones de la historia suelen confrontarse en la arena política, incluso desde mucho antes que las protestas de Black Lives Matters, ha sido en Venezuela. Veinte años antes de que se extendiera por todas partes, asistimos al derribamiento de la estatua de Cristóbal Colón en Caracas. Si en un lugar se ha hecho un amplio cambio de toponimias, ha sido en nuestro país. No obstante, es un fenómeno muy común. Todas las revoluciones derriban estatuas y erigen otras. Las que acabaron con el comunismo en Europa oriental siempre escenificaron algunos de sus momentos climáticos con la caída de alguna estatua de Lenin, combinadas con remociones más discretas de nombres de calles, plazas, municipios y bustos más pequeños de Lenin, Marx y, en ocasiones, algunos héroes comunistas locales. El final de la Segunda Guerra Mundial representó otro tanto con el pasado nazi o fascista de Alemania y otros países del Eje, o con lo que ese pasado glorificaba a su vez de su pasado, como por ejemplo, las glorias guerreras de Prusia o Roma (no en vano han sido los alemanes los que han creado la mayor parte de los términos y de las teorías sobre las Vergangenheitspolitik). Las caídas de las monarquías en 1918 escenificaron otro tanto. Y así, casi hasta el infinito, podemos citar casos similares.
En todos los cambios políticos hay ganadores y perdedores, lo que a su vez conlleva héroes ganadores y héroes perdedores. Antihéroes que se truecan en héroes, y viceversa. Héroes nuevos y héroes viejos a los que se les puede aplicar el mismo adagio de los santos nuevos y viejos, y sus capacidades para promover milagros. El caso venezolano es, de nuevo, en esto emblemático. No sólo el Estado bolivariano ha construido su propio panteón heroico (al que se incorporó, por su prematura y sorprendente muerte, Hugo Chávez), sino que en la polarización que experimenta la sociedad, los sectores opositores han ido propiciando sus propios héroes. Han sido, en muchos casos, los inesperados ganadores de esta lucha por la memoria que es también la lucha política. Juan Germán Roscio es uno de ellos.
Profeta en otras tierras y en otros tiempos
Para entender la particular relación de los venezolanos con Roscio, basta decir que la primera vez que su ineludible El triunfo de la libertad sobre el despotismo se publicó en Venezuela fue en 1953, es decir, ciento treinta y seis años después de su aparición en Filadelfia, en 1817. Eso no significa que el libro haya sido del todo desconocido, ni tampoco que su suerte fue mucho peor a la de muchos otros libros de los años aurorales de la república. Sin la monumental labor de rescate de Manuel Segundo Sánchez a inicios del siglo XX, y sobre todo de Pedro Grases y Manuel Pérez Vila a partir de la década de 1940, la mayor parte se hubiera perdido o mantenido olvidada dentro de cajas y estantes. Pero significa, además de un nivel de desarrollo muy incipiente de la investigación histórica y, sobre todo, del rescate y la preservación documental, un desinterés básico por la historia intelectual. Aunque, como veremos, había cierta aprehensión particular por Roscio, no se trataba de un problema estrictamente suyo, sino de todos los hombres de pluma en la Historia Patria.
A ello, hay que admitir, se sumó que El triunfo… no circuló demasiado en Venezuela. Es difícil precisar cuántos ejemplares pudieron haber llegado hasta Angostura (El Correo del Orinoco lo promocionó), pero no debieron ser demasiados. Tan pronto el núcleo de la república se desplazó (y Roscio con ella) a Bogotá y Cúcuta, probablemente no fueron muchos los que lo siguieron. Y es casi seguro que a los lugares ocupados entonces por los realistas, como Maracaibo o Caracas, tal vez no llegó ninguno. Para colmo, Roscio murió tan rápido como en 1821, lo que seguramente hizo que su libro fuera relegado casi inmediatamente. Mejor suerte tuvo en México, donde de alguna manera llegó y se convirtió en una referencia para el pensamiento liberal. Mientras que en Venezuela hubo que esperar más de un siglo a que volviera a ser editado, en México se reeditó en Guadalajara en 1823, en Ciudad de México en 1824, en Oaxaca en 1828 y otra vez en Ciudad de México en 1847. Evidentemente, fue un libro bastante leído, cosa que se subraya aún más por el valor que Benito Juárez le dio (en 2018 salió una cuarta edición mexicana en Oaxaca). Hasta donde sabemos, ninguno de los teólogos que han estudiado a Roscio identifican en sus libros el don profético. Pero así como ya le hemos aplicado el adagio de los santos nuevos y viejos, podemos también adosarle otro de raíz religiosa: el de que nadie es profeta en su tierra.
Y hay más todavía: indistintamente de que en los años siguientes a su muerte Roscio hubiese sido mucho más conocido en México que en Venezuela, el desinterés por un funcionario de Estado y un ideólogo no era tampoco algo estrictamente venezolano. En todos los países del mundo las llamadas historias nacionales -que en buena parte de Hispanoamérica y España se solían definir como Historia Patria– se basaron en exaltar las virtudes guerreras, en crear museos ahítos de panoplias, numismáticas y toponimias llenas de generales y batallas, erigir una estatuaria esencialmente castrense y convertir los campos de batalla en sitios ceremoniales. Tal era la norma en las políticas de la memoria del siglo XIX, por lo que no debemos ni extrañarnos ni condenar a los venezolanos que trataban de crear -y, de hecho, crearon- un Estado-Nación en aquella época. Como mínimo, estaban siguiendo la lección de quienes más avanzados estaban en eso. Y si además esos Estados eran dirigidos por militares, la vocación militar de la memoria era completa. Por eso un hombre como Roscio no las tenía consigo para ser considerado un héroe, por lo menos no uno de primera importancia, durante más de un siglo. No había ganado ninguna batalla ni tuvo, a pesar de su cercanía a partir de 1818, una relación especial con Simón Bolívar. Como señaló el historiador Napoleón Franceschi en un importante trabajo sobre el tema, en el bolivarianismo venezolano hay una jerarquía, en la cual la importancia de un héroe se mide según su relación con el Libertador: mientras más cerca de él, más importante.
Así, en un país en el que a Andrés Bello se le recuerda, sobre todo, por haber sido “maestro del Libertador” o a Fernando de Peñalver por haber sido “amigo del Libertador”, Roscio, a pesar del gran bolivarismo de sus últimos años, no tenía demasiado que ofrecer. Además, el historiador Luis Daniel Perrone, en el evento en el que el primer borrador de estas palabras sirvieron de apertura, señaló otro aspecto: para casi todos los historiadores del siglo XIX e inicios del XX, Roscio fue, ante todo, un conservador, que en los primeros momentos de la independencia, sobre todo en el 19 de abril de 1810, mantuvo una postura dubitativa. Al parecer, nada de lo que hizo después pareció revertir ese sambenito, que muy probablemente surgió ya en los mentideros de los Padres de la Patria (¡que vaya que fueron activos peleándose y hablando mal entre sí!). A esto probablemente se le sumó su vocación por la teología, que no era precisamente una buena señal para el pensamiento liberal y anticlerical de la élite intelectual venezolana del período (jamás se hubiera imaginado nadie que sería precisamente por ahí que vendría su rescate siglo y medio después).
Nada de lo anterior, sin embargo, significa que no se le considerara una figura de alguna importancia, aunque secundaria. Nada menos que Manuel Antonio Carreño estuvo entre los fundadores del Colegio Roscio, en Caracas, para cuyos alumnos redactó lo que sería su famoso Manual de Urbanidad y buenas maneras. En 1913, Pedro Zerpa incorporó a Roscio en el imaginario de la pintura heroica con el famoso retrato que le pintó y creó el canon de su imagen. Tito Salas terminó de acercarlo al culto bolivariano colocándolo en el centro de su cuadro -cuadro de tamaño heroico- sobre el Congreso de Angostura. Es decir, no era un completo ignorado. Sólo que Roscio, de cara a lo que se entendía como historia y a lo que eran las políticas de la memoria de entonces, no podía ser un gran héroe. Ni fue profeta en su tierra, por lo menos no completamente, ni tampoco podía serlo de su tiempo. Para convertirse en uno tuvo que esperar al siglo XXI.
Un héroe de nuestros días
La explosión del interés por Roscio arrancó, como siempre con los héroes, por cambios en la política. Escapa del alcance de este trabajo hacer el recorrido que nos separa de la vieja Historia Patria (que nos separa al menos a los historiadores actuales, porque en la sociedad y en la política sigue siendo muy poderosa para nuestro desconsuelo). El punto es que con la llegada de Hugo Chávez al poder, su tesis de la gran alianza cívico-militar, el ascendente cada vez mayor de la institución castrense, muchos han visto la necesidad de rescatar los valores de lo que ha habido de civilismo en la historia de Venezuela. Así, en una tónica parecida a la que tras la muerte de Juan Vicente Gómez tuvo el historiador Augusto Mijares -quien se empeñó en demostrar que al menos por su número de años en Venezuela ha habido una tradición civilista más larga que la caudillista (para lo que traía a colación los trescientos años de la vida colonial, en la que no hubo algo que estrictamente se pudiera llamar caudillismo)-, se busca una raíz histórica para la democracia y el civilismo venezolanos.
La Revolución Bolivariana también ha hecho uno de sus pilares de legitimación una visión extremadamente negativa de la democracia que existió entre 1958-1998. Según la misma, todos sus líderes políticos –o casi todos- fueron corruptos, vendidos al imperialismo y a los intereses de la oligarquía. La Revolución vino a salvarnos de aquel horror. Esto ha tenido muchas respuestas, una de las cuales es que ha despertado el interés en muchos de ellos, e incluso logrado revalorizarlos en ciertos sectores (aunque queda por ver qué tanto pueden hacer contrapeso a lo que implica el sistema educativo y los manuales de texto entregados gratuitamente por el Estado). Así, antihéroe de un bando, Rómulo Betancourt, por ejemplo, se ha erigido en héroe de otro. El caso de Roscio ha sido más o menos similar (aunque con el plot twist de estos días). Que la independencia no fue sólo un asunto de batallas, que en la faena de construir la república también participaron letrados, sacerdotes y escritores, que el proceso también fue de ideas, de debates, de leyes, de planes, de valores, no sólo ha sido una revisión historiográfica con fines académicos, sino también, para muchos, un asunto político y ciudadano de primera importancia.
Por las actuales circunstancias, para un buen sector de la sociedad, ese trabajo del repúblico civil emociona más de lo que lo hubiera hecho a alguno de los primeros lectores de Venezuela heroica. Es decir, acercan más a Roscio a las preocupaciones del siglo XXI, cada vez más preocupado por buscar héroes civiles y letrados que héroes militares. No en vano fue el mismo Augusto Mijares que buscaba desentrañar nuestra tradición civil, el gran redescubridor de Roscio en el estudio introductorio a la primera edición venezolana de El triunfo de la libertad sobre el despotismo, de 1953. No obstante (porque el actual no es el primer plot twist de la memoria de Roscio), el verdadero redescubrimiento tuvo que esperar a la década de 1970, y vino por una vía distinta: la de la Teología de la Liberación. El llamado Equipo de Reflexión Teológica del Centro Gumilla, un centro de estudios de la Compañía de Jesús en Caracas, halló en sus meditaciones bíblicas una pieza esencial para delinear una tradición teológica venezolana. El trabajo del Padre Luis Ugalde, sj, quien fue en realidad el redescubridor, El pensamiento político-teológico de Juan Germán Roscio (1992), fue el que abrió la puerta por la que el repúblico entró de lleno a los estudios históricos venezolanos. Hasta entonces, quien quería saber de Roscio debía leer el prólogo de Mijares, en un libro que a cuarenta años ya no se hacía fácil de encontrar (aunque Monte Ávila Editores hizo una edición de bolsillo y popular en 1983, en otro de esos enormes gestos democráticos de la editorial); pero con el libro del P. Ugalde fue que Roscio volvió a las estanterías y en gran medida a las universidades, seminarios y noviciados (el de los jesuitas de Caracas por aquella época lo asumió con epónimo, siendo el notable caso de un noviciado con nombre de un laico, al menos de uno que no ha sido declarado santo).
A doscientos años de su muerte, ya son muchos los estudios que se acumulan sobre su vida y pensamiento; en la historia de las ideas políticas y de la teología latinoamericanas es una figura con peso propio. Incluso, lo que no dejaría de sorprender a Mijares (y de sorprender al P. Ugalde) son los discursos políticos se han apropiado de él. Tanto así que, en la Venezuela polarizada de hoy y en otro de los grandes plot twist de su memoria, ambos bandos lo conmemoran. Incluso aquel en contra del cual Roscio ha venido siendo erigido en los últimos años. Ojalá sea un buen augurio, tanto para el reencuentro del país como para el civilismo: más allá de lo que nos haga sentir un bono con su nombre… Al cabo, es el nombre de un héroe civil, liberal (o proto-liberal), de un jurista y un teólogo laico y revolucionarios. El tiempo -y lo que hagamos al respecto- dirá qué tan lejos llegará todo esto, de qué modo podrán reconfigurarlo sus “restos simbólicos” en el Panteón Nacional.
Pero de lo que quedan pocas dudas es del fenómeno de fondo: en efecto, los héroes suelen decirnos más del tiempo en el que se los admira que de aquél en el que vivieron. Y Roscio está demostrando ser el héroe que buscamos y necesitamos hoy.
Tomás Straka
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