Perspectivas

Invitación a una casa

Fotografía de Universitat Pompeu Fabra | Flickr

31/08/2021

¿Qué espera un lector encontrar en un volumen de memorias, diarios o autobiografía? La pregunta parece ingenua y se podría aducir que se contesta por sí misma; pero si no la damos por resuelta y la dejamos que haga su labor, que penetre en nosotros, creo que cualquier persona honesta se hallará ante más de un problema. Las memorias del escritor y profesor Rafael Argullol (nacido en Barcelona en 1949) no son un documento histórico, tampoco una confesión ni un texto donde la cronología y el yo se den la mano. En cuanto a lo estrictamente biográfico, lo habitual es que asistamos al resultado de una autoinspección, al acto de tomar al sujeto como otro, y además del recurso de la memoria se supone que el autor utiliza diversa documentación que le permitirá saber lo que no recuerda. Una reconstrucción que puede ser una restauración. Pero puede haber más, y de hecho en su gran empeño biográfico, Visión desde el fondo del mar (2010), hay muchos otros niveles, porque asistimos, además de todos los modos mencionados, a la reflexión moral, filosófica, estética; también, en ocasiones, a momentos recorridos no por la memoria y los documentos, personales u históricos, sino por la imaginación: son experiencias que no han ocurrido y que el autor, impelido por el mismo impulso que lo lleva a analizar y contar un recuerdo amoroso, un accidente o un viaje, ha imaginado, y así las ha dotado de una cierta realidad, por lo pronto literaria, pero inmediatamente vemos que forman parte de esa totalidad inextricable que llamamos persona.

Rafael Argullol: un joven barcelonés que pasaba las vacaciones de verano con su familia en Ribes Roges, un lugar ya mítico en su obra, y donde un pescador en una ocasión le dijo que si le atrapaba un remolino no opusiera resistencia y se dejara llevar hasta que el mismo remolino lo subiera a la superficie. El joven alto, elegante, de ojos muy claros que frecuentó un gimnasio de boxeo y pidió que le rompieran la nariz, como así hicieron. Quien quiso ser cirujano y comenzó a estudiar medicina, que pronto abandonaría. El universitario brillante (filosofía, estética), compañero del comunismo de entonces (y de la oposición antifranquista) que le llevó en dos ocasiones por una breve temporada a la cárcel. El estudioso del Quattrocento, de Leopardi y del Romanticismo. El exaltador del amor que se enamoró por primera vez a los veinticinco años. Alguien que siempre se ha preguntado: ¿quién es mi interlocutor? Un viajero, y por lo tanto, un solitario. El poeta que ha frecuentado un verso casi en prosa, o una prosa hecha de ritmo. El descreído enamorado de los mitos, que piensa que el alma «es una emoción del pensamiento». Un poeta, un pensador, un narrador siempre, el niño viejo que pasea por la playa y mira y escucha el mar en Ribes Roges; el viejo niño que no ha dejado de ser fiel al sonido del mar y su espiral platónica, a pesar de su antiplatonismo fundamental. Es «alguien que trabaja sigilosamente en medio del olvido», que sabe que lo importante es aquello que tiene la facultad de renacer en nosotros. Lector apasionado, sin modas, sin la angustia de la actualidad, que se ha sentido siempre el héroe de sus lecturas. Alguien que nunca ha dado por terminada su propia casa. Un pensador al que repugnan «por igual los sicarios y los cantores de lo universal», ajeno a doctrinarios, alguien forjado «en la dura y fecunda incertidumbre de la existencia».

Pocos escritores españoles de su tiempo son tan personales y auténticos como Rafael Argullol, pocos que se hayan entregado a una aventura tan tenaz como exigente, regida por fuerzas y energías diversas, pero que pasan todas por una ética de la escritura que no quiere disociarse de la vida, en el sentido de lugar común de todos: el lector implícito de su obra, táctico en su escritura, puede ser cualquiera a condición de que se exija lo mejor. Pero siendo todo esto valioso y que, como veremos, son aspectos que sitúa su obra de manera muy singular en el panorama de nuestra lengua, lo que más me impacta es que esas más de mil doscientas páginas de sus memorias son una presencia absorbente, no un documento sino una realidad plena de vivacidad y lucidez, o dicho a lo Goethe: de belleza y verdad. Argullol logró aunar todos sus saberes y el conjunto no es una alternancia de ellos sino un solo relato, hecho de voces y procedimientos distintos resueltos en una feliz unidad narrativa. En muchas obras biográficas, en numerosos diarios, encontramos pronto y hasta al final, a un individuo cuya identidad carece de conflictividad: se asiste a lo indivisible, a una morosa acumulación de lo mismo, y por mucho viento que agite las velas generalmente son obras que no tienen puerto. En Argullol, como en Charles Du Bos, Gide, Jean Guéhenno o Josep Pla, percibimos a una persona. Ciertamente hay, como en la etimología de la palabra persona, máscaras, no para ocultarse sino para mostrarse mejor. Lo que aparece y desaparece, lo que se insinúa y vuelve, a veces de manera rotunda, como un fuerte viento, frío o cálido, no es un individuo, una realidad mostrenca, sino un ser hecho de una compleja, sutil y lúcida alteridad conducida por un mismo río. A ese río lo llamamos Rafael Argullol, un solitario corregido, cada vez que lo proclama, por el vasto mundo que lo constituye.

Creo que asentiría ante la afirmación a la Montaigne de que él no canta el ser sino el tránsito. Lo cual no quiere decir que todo sea momento de paso de lo uno a lo otro. El ser es tránsito, algo que viene muy bien para entender a un viajero empedernido que nos ha contado con maestría en estas memorias algunos de ellos, como «La noche de Otolum», en México en 1981, o el del transiberiano, desde Pekín a Moscú, un texto que hubiera deleitado, creo, a Blaise Cendrars y a un poeta menos conocido, el argentino Enrique Molina, que pensó en hacer una novela, que nunca llevó a cabo, sobre una pareja que viajaría sin fin en un tren. Todos lo hacemos, ciertamente, solo que ese tren se llama tiempo, y hay una estación de término. Hay autores que al mostrarnos su vida nos la dan paso a paso, de manera lineal, en cambio Argullol, sin rehuir esta forma secuencial del tiempo que avanza, algo irrenunciable salvo en los sueños, une en un mismo capítulo tiempos y sucesos distintos unidos por una dimensión subterránea que los alimenta y conduce. El mismo personaje pasa de una edad a otra muy distinta, de un país a otro, y sin embargo lo leemos con la naturalidad (o la inquietud) que solemos recodar etapas o sucesos de nuestra propia vida. Pasadizos, galerías de la sensibilidad, de las emociones y la memoria.

No deja de ser curioso y encomiable, en una obra tan amplia, que no mencione ni uno solo de sus numerosos libros publicados. Tampoco habla de su vida como profesor de estética en la universidad. No hay nada de currículo. Ni una sola frase que alguna eminencia haya dicho sobre sus escritos. Por otro lado, tampoco es exhaustivo en su evocación de los amigos, y algunos, muy importantes en su vida, no aparecen. Pero sí creo que están todas las mujeres que amó, así fuera durante unas semanas. Se trata de un capítulo que roza el donjuanismo si no fuera porque carece de todos los elementos esenciales que definen a este personaje: la burla, la metafísica cristiana encendiendo la relación culpa/castigo y el olvido de una en otra en una sucesión que se devora. Argullol habla de sus amores porque formaron su sensibilidad y le dieron gravedad, en el sentido de afirmación terrena no exenta de cielo.

Rafael Argullol tiene una relación conflictiva con la concepción del individuo heredera, en lo filosófico, del idealismo alemán y, en parte, del romanticismo, que desplaza el mundo hacia la subjetividad y encierra a esta en un yo que pareciera dar cuenta de todo o en el que todo desemboca de modo que, el eje gravitatorio, se inclina hacia él. Me apresuro a aclarar que esta reserva ante el individualismo nada tiene que ver con la perversa moda filosófica que encarnó Althusser por un lado y, por otro, el estructuralismo. También se opone a la doxa actual que exalta al individuo porque, en realidad, es la máscara del narcisismo y de una angustia que no reconoce su naturaleza. No es casual que sus memorias (Visión) comiencen con su propia prueba de los adn materno y paterno. No tanto saber quién es (todos tenemos como especie un mismo origen, más bien cercano en términos de especie, algo que sabemos gracias a la moderna genética de poblaciones) sino de saber el camino, un poco a vista de pájaro, que nuestros antepasados han recorrido, sus cruces y alianzas corporales. Rechaza a Narciso y su mito, esa elección del Único en primera persona, pero tiene curiosidad por la soledad meditativa del Buda, en cuya escala se van desvaneciendo las identidades, o por el aislamiento de San Antonio en su cueva. El autor, ante los datos que le arroja su historia (etimológicamente: investigación) constata que su identidad está, como la de todos los seres humanos, signada por el nomadismo. ¿Hay que recordar que uno de sus libros se titula precisamente Aventura. Una filosofía nómada. Por otro lado, es importante saber que Argullol no es creyente; aunque dado que la existencia o no de Dios no le parece una cuestión interesante ni sostenible filosóficamente, tampoco es ateo. Le gusta pensar en los dioses siempre que sepa –y esto es de una importancia radical para entender su atracción– que en algún lugar no los haya. Además, su obra es rica en reflexiones sobre el arte y la imaginaría religiosa y teológica, al fin y al cabo forman parte de los esfuerzos humanos por expresarnos y responder a lo que somos, de ser lo que somos. Piénsese en las reflexiones de su obra Pasión del dios que quiso ser hombre. Su axioma metafísico sería, creo, este: en el fondo no hay forma de establecer de manera fuerte, suficiente, nada, ni el bien ni el mal, sin embargo hay resquicios por los que podemos vislumbrar… No hay bien absoluto (luego no cuenta con Dios), ni mal (y por lo tanto el demonio forma parte de nuestros sueños, pesadillas y poemas pero sin realidad ontológica). No cree en Dios en el sentido fideísta del término, piensa en él como «una sobredosis de vida de la conciencia».

Su meditación maneja conceptos filosóficos pero no se entrega a ellos; en cuanto aparecen en su vida (esa memoria reconstruida por el deseo y el examen) se ven envueltos y transformados en narración, en poesía (no hablo del verso). La verdad no es pues la del absoluto, tampoco la de las ciencias, no al menos para el propósito de vivir y ser sabio (según el dictum clásico: aquel que sabe examinar su vida) sino, en expresión suya, «el lugar en el que el pensamiento y la sensación coinciden». Una verdad sentida, aliada a la experiencia, y unos sentidos que se esfuerzan por ver lo que hay. No estamos ante la subjetividad entregada a su ídolo, sino frente al equilibrio entre el interior y el exterior; una verdad que tiene cuerpo y por lo tanto está destinada a ser una vida. La vida será pues una elección continua, aunque sabiendo que no hay ninguna elección que sea definitiva, solo un paso en el camino del nómada. Pero no se trata de la caminata absurda de quien no tiene centro, al que ningún viento conduce a ningún puerto, como he dicho antes, sino el nómada que se sabe en un laberinto y, por lo tanto, es sujeto de desafíos, enigmas y, aquí y allá, alguna batalla que podemos perder o ganar, tanto da, porque su sentido es errante. «La condición de nómada del hombre es miserable y sagrada, pero no gratuita», afirmó en Aventura... A lo que hay que añadir esta otra aseveración de sus memorias: «Somos carne de laberinto». Y todo laberinto supone enigmas y pruebas y necesidad de la espera, por eso se percibe a sí mismo buscador de lo mediato, no de lo inmediato. Todo viajero ha de ser un maestro de la espera.

La imaginación es el instrumento del nómada y también del sedentario (Marco Polo y Lezama Lima), y Argullol, además de testimoniar lo que le ha sucedido, o ha soñado o pensado, ha sentido una gran curiosidad por lo que no ha vivido, por ejemplo la muerte, una inexperiencia que comparte con todos los vivos. En dos ocasiones nos da un relato de su muerte futura; las dos tan bellas como perturbadoras. «Si no estuviéramos inquietos por el secreto de la muerte, apenas nos interesaría el secreto de la vida. Y todo lo que llamamos tiempo, nuestra existencia, nuestro cuerpo, nuestra alma, es lo que transcurre entre ambos secretos», afirma nuestro autor. No solo no la oculta o la supone poco interesante (a la manera estoica) sino que, apoyándose en algunos episodios extremos de su vida, asistimos a un diálogo con ella, es decir, con la vida sin negación de la muerte.

Lo importante en esta meditación como en todas las de Visión, así como en las descripciones y relatos, sea en el recuerdo de un amigo, una situación chusca, amorosa o estética, es su capacidad para escribir de manera oblicua, sugerente, nunca frontal, en el sentido de suponer que la realidad está ahí de manera evidente. La obra de Rafael Argullol se aparta de la grande, y por otro lado muy valiosa, tradición realista y picaresca española. Tampoco es confesional al modo de San Agustín, Montaigne o Gide (tres modos distintos) sino como Proust, Yourcenar o, en un caso algo menor, pero valioso, Juan Gil Albert. La memoria de Argullol necesita de la imaginación para penetrar en lo vivido, no la supone cifrada o contenida en un puñado de sentencia o conceptos, tampoco de anécdotas. De ahí el tono magistral de su obra, concebido de formas indirectas que no eluden la confesión sino que la muestran en su complejidad temporal y existencial. Es cierto que el término confesión está tiznado por su vínculo con la noción de culpa: sea civil o religiosa. Por supuesto, Argullol no expresa ciertos momentos de su vida de carácter íntimo o controvertidos ante Dios ni ante una sociedad a la que tenga que rendir cuentas, y él mismo considera la confesión ajena al verdadero secreto, que es una categoría que le atrae. El secreto verdadero es para él de otro orden. ¿Pero lo hay? ¿No hemos quedado en que no hay absolutos y que la propia naturaleza del autor está recorrida por un fondo –no constante– de indiferencia? El secreto en la obra de Argullol, tanto en sus memorias como en buena parte de su narrativa y ensayos, está en el tiempo y en las presencias, y para su desvelo es necesario la obra, la tarea de una labor arriesgada y minuciosa, hecha de esa alianza que antes he mencionado: la de la verdad y la sensación. El secreto aquí no es aquello que se nos oculta sino lo que está, más allá de la voluntad, ocultado. De manera complementaria a esta conjunción de tiempo y sensación resuelta en sentimiento, Argullol piensa que el «el verdadero objetivo del cuerpo es desprenderse del tiempo». Un no-tiempo, el del placer, el del amor como utopía. Se trata, claro, de un no-tiempo (un verdadero secreto) cuyo significado tratamos de recobrar desde el tiempo, como todo paraíso. Porque «si cae la arquitectura del tiempo, con igual estrépito cae la quimera de la verdad».

Rafael Argullol ha meditado sobre el amor, sobre el erotismo, sobre el deseo a lo largo de Visión, pero además le dedica uno de los capítulos importantes de este libro, «Tratado erótico-teológico», de título un poco rocambolesco que nos recuerda ciertos momentos de la tradición filosófica. Como en gran parte de su obra y sobre todo en este libro, el término que he usado, meditar, debe ser aclarado. No se trata de que tome como tema de estudio el amor y el erotismo, sino que al pensarlo lo recrea, hasta el punto de que podemos hablar de un pensamiento narrativo, es decir: las ideas y observaciones participan de una realidad temporal cuya substancia es la presencia. Como en la filosofía religiosa vedanta, el deseo está en el origen, y en Argullol (también en Antonio Machado y en otros), el deseo está situado en el origen (cosmogónico o personal) porque el otro que buscamos está de alguna manera ya en uno. El deseo es la fuerza siempre previa que esculpe, a cada momento, el mundo (nuestro mundo). Por eso en muchos tramos de su testimonio el deseo se muestra como nostalgia: un horizonte indefinido acicatea y mantiene vivo su fuego. «El amor es un peregrinaje más que un libertinaje», afirma. «Siempre te busqué a ti». Un tú siempre real, no desvivido por los reflejos, fatalmente sucesivo, como también se da en André Breton.

Puesto que estas páginas que he mencionado son un tratado, no es extraño que se nos hable en ellas de los aspectos constitutivos del amor erótico, y uno de ellos, fundamental, es la espera, esa actitud que nos sitúa en una quietud activa, como la tensión que abre el arco y lo mantiene en su deseo de espacio, hasta que abarca lo deseado integrándolo sin negarlo. La otra cara de esa actitud alerta, de esa distracción esperanzada, es la desesperación, el desfondamiento o extravío. Argullol, en la evocación que realiza de su vida amorosa vislumbra todos aquellos que ha sido, la multitud de sus rostros que tal vez conforman uno solo. ¿Cómo es? Si repaso mentalmente Visión desde el fondo del mar, como hago en este instante, percibo, más que un solo rostro, una suerte de transparencia donde todas esas imágenes de Rafael Argullol se suceden y se mezclan y no podría decir desde una idea quién es, tampoco refiriéndome a una anécdota o una adscripción estética, ideología o credo. Argullol está disuelto en su propia obra, y esa obra, el pensamiento sentido que percibo, es el de un hombre libre que no cesa de escuchar en el mar el bosque de voces y al tiempo una sola voz que no es siempre la misma. Esta obra es una casa, una de las más hermosas en las que he estado.

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[Texto originalmente publicado en Cuadernos hispanoamericanos en noviembre de 2019 y cedido a Prodavinci por el propio autor]


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