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Ignacio Cardona es un apasionado de la ciudad en general y de cómo, desde la arquitectura, desde la academia e incluso desde el activismo, se hace de ésta un espacio más conectado, más justo, más habitable. Pero, más aún, es un apasionado de Caracas. Lamentablemente, esta entrevista no pudo hacerse cara a cara -él está viviendo temporalmente en Boston-, y es bueno aclarar que lo que leerán proviene de preguntas y respuestas vía correo electrónico, matizadas en un intercambio posterior de mensajes de voz por WhatsApp.
Valga decir que Ignacio es arquitecto de la Universidad Simón Bolívar y diseñador urbano egresado de la maestría de la Universidad Metropolitana. Es fundador de Arepa Arquitectura Ecología y Paisaje, oficina que a veces muta a Arquitectura, Ecología y Participación, dedicada a diseñar procesos urbanos para promover la conectividad. Fue profesor de diseño de la USB durante 10 años y actualmente da clases en la maestría de Diseño Arquitectónico de la Escuela de Diseño de la Universidad de Harvard, mientras que ahí realiza estudios de doctorado.
No nació en Caracas, sino en Valencia, estado Carabobo, y le tocó hacer de nómada por siete ciudades hasta el momento en que su familia se estabilizó en Caracas, cuando tenía apenas cinco años. Su adolescencia se vio impactada por el pensamiento claretiano, congregación religiosa católica: “Pasaba mis días entre estudiar, ir al club y visitar Petare junto a varios panas; visitábamos al padre Santana del barrio Unión para cooperar en obras sencillas como pintar murales o canchas deportivas, así comencé a entender que la ciudad iba más allá de mi recorrido cotidiano por el sureste caraqueño”.
Su ejercicio profesional comenzó con la arquitectura corporativa, pero decidió volver a la calle después de su maestría en la Metropolitana . Su primera intención fue política, inspirada en la necesidad de construir una ciudad integrada. Los proyectos del Parque Deportivo Mesuca, en Petare, que vio la luz en el 2013, y el proyecto de integración del Centro Simón Díaz con los barrios aledaños, en manos de la Alcaldía Metropolitana de Caracas, que se quedó en el limbo, hablan claramente de esa intención.
—¿Cómo se ve Caracas desde Harvard? ¿Alguna revelación?
—Aquí se discuten diariamente varios temas que interesan a Caracas: la ciudad como espacio, o no, para el desarrollo humano, la relación entre desarrollo y diversidad, el impacto de las políticas globales en los proyectos locales. Incluso se discuten temas específicos como la movilidad sostenible, la técnica y la tecnología para la construcción y reconstrucción de la ciudad o el tipo de instituciones que hacen falta para lograr una ciudad mas equitativa y productiva.
Sin embargo, y casi paradójicamente, Caracas como tal está muy poco presente. Algunas personas se me acercan para hablar de la Torre de David y de esa frivolidad de pensarla como un barrio vertical, porque ese fue un proyecto muy mediático. Me ha tocado, junto a mi tutora académica, Anita Berrizbeitía, hacer esfuerzos por darle presencia a Caracas, como cuando organizamos un evento para discutir el rol de la conectividad urbana para impactar los niveles de violencia, en la que tuvimos como invitada a Verónica Zubillaga, o como cuando organicé una charla de Elisa Silva para que presentara el libro CABA – Cartografía de los Barrios de Caracas 1966-2014, que editó junto a Maximo Sacchini, Valentina Caradonna y Odette Galavis.
—¿No se siente en ese mapa reflexivo sobre las ciudades?
—La globalización ha impactado negativamente la presencia de Caracas como lugar para ser estudiado, porque nuestras ciudades han dejado de estar en el mapa regional de temas y proyectos urbanos. Un ejemplo puntual: el año pasado tuve la oportunidad de participar en un grupo de estudio en MIT (Massachusetts Institute of Technology) sobre la relación entre tecnología y movilidad urbana. Una trasnacional con mucha capacidad financiera estaba buscando casos de estudio a escala mundial para comprender patrones de movilidad, para instalar procesos distintos de movilidad autónoma. En 2010, yo había participado en una investigación sobre movilidad en Caracas, específicamente sobre cómo la Redoma de Petare era un nodo de intermodalidad entre el transporte de la ciudad planificada (el valle) y distintos sistemas de movilidad que se dan en el barrio (los cerros). El caso venía como anillo al dedo para lo que se buscaba, así que propuse incluir a Caracas como lugar de estudio. Sin embargo, se decidió que la data ideal para el estudio provendría de Google Street View.
El anterior es un ejemplo vivido de cómo hoy en día se generan mapas globales de relaciones urbanas que facilitan sistemas de conexión entre ciudades a la par que dejan otras por fuera. Por eso, la noción de ciudad global de la que habla Saskia Sassen (1991) incluye tanto procesos de alta conectividad como importantes niveles de inequidad. He descubierto que, con frecuencia, Caracas es de los territorios que queda por fuera y toca trabajar para colocarla en el mapa global.
—Caracas, ciudad de exclusiones hacia adentro, que queda finalmente excluida también hacia afuera. ¿Cómo colocarla en ese mapa global, que no sea con el tema de la violencia?
—La violencia existe y es un fenómeno global. A veces caminando por la redoma de Petare me preguntaba de dónde venía la droga que se vendía en algunos rincones y cómo los que la vendían podían estar vinculados a un mercado global de narcotráfico. O si acaso existía sobre éstos algún tipo de coerción por parte de grupos armados no estatales, o quién sabe si vinculados al Estado. Con frecuencia me hacía una pregunta con el grupo de psicólogos con los que trabajaba en Petare, sobre todo con María Carolina Izquiel y Manuel Llorens: ¿cómo crear nuevas historias? Nosotros trabajábamos mucho el concepto de resiliencia comunitaria, que era la creación de nuevos relatos para hacernos más fuertes en medio de la adversidad. Y descubríamos que la conexión entre diferentes intereses, utilizando el hecho urbano como espacio, era una herramienta poderosísima para posicionarnos desde relatos distintos a la violencia.
La pregunta es: ¿qué podemos ofrecer nosotros en ese sentido? Ése fue uno de los grandes temas que surgió en la conversación de Plan País, evento que ocurrió en Boston University este pasado fin de semana, donde un grupo de jóvenes invitaron a un grupo de académicos para pensar el futuro del país. Y, en el ámbito de la ciudad, en el que tuve el honor de ser moderador, estuvimos discutiendo en qué podríamos ser fuertes como ciudad, más allá de la violencia y del rentismo. Porque como ciudad tenemos una dependencia muy fuerte del petróleo. La pensamos como una plataforma que debemos mantener, pero que no necesariamente tiene que ser muy productiva.
¿Cómo nos posicionamos en una economía de servicios global, en un mundo donde cada vez todo tiene más que ver con la creación, la innovación que puede haber detrás de un simple café? ¿Qué narrativa podría emocionarnos en la labor de reconstrucción de nuestras ciudades y la conexión de cada uno de sus rincones, con esa economía de servicios global? Una narrativa que permita generar una conexión simbólica de los procesos humanos que se dan en la ciudad, para que ella despierte y potencie su oferta particular. Es decir: ¿en qué somos buenos? Para construir esa narrativa sugeriría ponernos de acuerdo en una especie de asamblea ciudadana.
—¿Tienes idea de en qué somos buenos en Caracas?
—Intuyo que somos buenos en temas de biodiversidad, de diversidad en general, y en temas de cultura. Por ejemplo: no hay nada que emocione más que la relación de Caracas con sus guacamayas y con la biodiversidad asociada. Quizás Caracas puede ser un centro de observación y de cultura de la biodiversidad. Siempre hemos dicho que Caracas es muy verde, si la ves desde el aire; pero, si la detallamos, el 60% de sus árboles están en los centros de manzanas privadas. ¿Qué pasaría entonces si convirtiéramos de verdad a Caracas en un sistema verde que permita conectar el bosque primario de El Volcán con todos los sistemas verdes que están en el sureste, pasando por el de las quebradas y del Guaire, hasta El Ávila e incluso el Mar Caribe?
¿Qué tal si vinculamos esto con la riqueza gastronómica que siempre hemos tenido, con el café, con el chocolate? Y todo esto asociado al segundo gran tema que es la cultura. Caracas fue por muchos años, a pesar de la crisis, el primer lugar de fiesta. ¿Qué tal vincularla a la riqueza de nuestra música, al arte? ¿Cómo posicionamos el arte cinético, la artesanía? Quizás otra de las cosas en la que somos buenos es en el cariño, en el afecto, en la hermandad. Nosotros tenemos muchas formas de clasificar los afectos, cosa muy extraña en otros territorios y qué fascinante lo es en el nuestro. Éstos son simples ejemplos, pero sí creo que hay muchos temas potenciales en Caracas que permitirían esa narrativa de la reconstrucción de la ciudad.
—Has estado revisando bibliografía, alguna no tan reciente, sobre barrios. ¿Qué se reafirma, qué conceptos se mueven?
—He decidido usar mis redes sociales para compartir algunas de las cosas que he estado leyendo. Esta idea la tuve porque descubrí que uno de los grandes tesoros de una disertación doctoral es la bibliografía, entonces muchos académicos se guardan esa información con mucho recelo. Si muestras lo que lees, descubrirán qué estás pensando e inferirán el tono de tu investigación, incluso sus conclusiones. Decidí hacer lo opuesto, ir abriendo parte de la bibliografía que me interesa, porque pienso que la ciudad requiere de más cooperación que de competitividad académica.
Por ejemplo, apareció de nuevo Juan Nuño, con el texto del 2010 “¿Por qué existen ciudades?”. Esa bibliografía incluye no sólo lo que se está pensando sobre un tema, sino también algunos clásicos, como por ejemplo Myth of Marginality, escrito en 1976 por Janice Perlman. Tras estudiar varias favelas en Río y San Paulo, demostró lo que ya hoy sabemos: quienes viven en barrios no son marginales, sino actores centrales y fundamentales de los procesos sociales y culturales de una ciudad.
—Siempre es bueno reafirmar lo que el sentido común nos dice.
—A partir de la literatura he podido confirmar que no se puede generar un desarrollo urbano sin pasar por la integración. Esto obliga a comprender la ciudad mas allá de su espacio físico, afirmar y reafirmar –como ya dijo Mumford en 1937– que la ciudad es un plexo geográfico vinculado a un sistema de infraestructuras, pero también es un teatro de actividades, además de un símbolo estético. Entonces, los valores y relaciones humanas que se dan en la ciudad también son, inexorablemente, ciudad. Los pesares de mi amiga Jacinta que tiene que tardar 90 minutos para llegar a la estación de metro de Petare, ubicada a sólo 800 metros, es un fenómeno profundamente urbano.
Pero, también es un hecho urbano la deforestación de un sector de la selva amazónica, porque ella responde a patrones de consumo netamente urbanos. De manera que la ciudad no es un lugar físico que se puede definir con una unidad de medida física y con unos límites precisos, sino un proceso. Por eso, hoy en día se mueven conceptos como el de urbanismo ecológico (Ecological Urbanism) o urbanización planetaria (Planetary Urbanization). Yo prefiero utilizar la idea de metabolismo urbano, comprender que la ciudad es un sistema de relaciones.
—¿En medio de ese sistema de relaciones, e intereses, crees que Caracas se asome a problemas de gentrificación?
—No lo creo. Para que haya gentrificación tiene que haber desarrollo, entendido en un sentido inmobiliario. La gentrificación ocurre cuando ciudadanos con mayor poder adquisitivo se mudan a un sector de ciudad renovado, viéndose desplazados los que no pueden pagar los costos de esa renovación.
Seguramente el fenómeno de la diáspora –que no puedo medir claramente porque se ha intensificado en los años en que yo ya me había venido a hacer doctorado– puede estar generando la salida de ciudadanos, dejando ciertos sectores, o ciertas edificaciones, con menos habitantes. Pero ha sido un desplazamiento por deterioro, no por renovación.
—¿Qué hacer después de la oleada de la Gran Misión Vivienda Venezuela en Caracas?
—Cuando yo era profesor de arquitectura en la Universidad Simón Bolívar, en el año 2014, hablábamos de que deberíamos adelantar un proceso de Rehabilitación Física de Misión Vivienda, así como se ha estado pensando en Rehabilitación Física de Barrios. Lo insólito en este caso es que, aunque la GMVV fue un proceso diseñado, las estrategias serían similares, darles lo que carecen: equipamientos, servicios y accesibilidad, en este caso referido al transporte público.
En general, difiero en que el Estado deba ser el encargado de construir viviendas, porque los ciudadanos sabemos hacerlas. Un ejemplo evidente son los barrios que han tenido la mayor capacidad edificadora de nuestra historia urbana. Sin embargo, está demostrado que lo que no puede emerger naturalmente, lo que debe ser diseñado, son las infraestructuras y estructuras colectivas. De nuevo: equipamientos, servicios y accesibilidad. El Estado debería buscar mecanismos para que se creen conexiones con buenos sistemas de espacios públicos y de movilidad, se equipe la ciudad con infraestructura pública. Me refiero a escuelas, centros deportivos, edificaciones comunitarias, y que todos estos equipamientos estén servidos por una buena red de infraestructura de agua, electricidad y otros servicios, además de drenajes y manejo de desechos sólidos, desde la comprensión y diseño de cómo esos procesos ocurren metabólicamente en el territorio. Y, luego, dejar que el privado construya las viviendas desde sus diferentes escalas y capacidades de desarrollo.
El problema con GMVV es que asumió sus planes desde la urgencia, que es como se han asumido casi todos los planes urbanos en la historia contemporánea de Caracas, recordemos el Plan de Emergencia en Venezuela llevado adelante en 1958 por el gobierno interino de Wolfgang Larrazábal. Y, desde la urgencia, sólo se puede responder a problemas inmediatos sin pensar a largo plazo. Si mezclas eso con las políticas de un Estado rentista, entonces el ciudadano es visto como incapaz de desarrollar sus propias potencialidades y el Estado olvida su rol como planificador.
—Pero la vivienda social existe, que no se resuelve sólo por vía privada. A esto se asocia el problema de la distribución del suelo urbano, y sus usos, que no luce muy justa.
—Siempre prefiero hablar de los sistemas, de las cosas que conectan con otras, que de las cosas en sí. Pero yo mismo caigo en la trampa de hacer ese comentario tan polémico como que el Estado no debe encargarse de construir vivienda, así que me toca asumirlo. Permíteme “recular” un poco y matizar diciendo que la prioridad del Estado no debería ser la de construir vivienda, porque creo que por la vía del privado se ha resuelto el problema de la vivienda. Y me refiero a los barrios, que son una iniciativa privada. A lo mejor no son una iniciativa privada corporativa, pero es desde la fuerza privada, articulada con otros que emergiendo generan la solución de la vivienda. Con lo cual insisto en que es más fácil resolver el tema de la vivienda desde la iniciativa privada, en todas sus escalas, incluyendo el emprendimiento del barrio, que desde el Estado.
Quien mejor ha conectado con esto es el profesor Alfredo Cilento, que una vez comentaba en la Universidad Central de Venezuela que la mejor manera de producir vivienda era mejorando la economía para que cada quien pudiera producirse la suya. Pero resulta que, irónicamente, la tendencia más fuerte en Venezuela ha sido que el Estado, en vez de encargarse de que los sistemas funcionen para que cada individuo o grupo de individuos logre desarrollarse, lo que hace es otorgar viviendas, pero sin hacer ciudad. Como es el caso de la GMVV.
—Es la gran deuda de esa oleada viviendista.
—Creo que la mayor deuda del Estado ha sido justamente lograr conectar, esa debería ser su prioridad, de manera que la ciudad se vuelva un lugar productivo donde al ciudadano le sea más sencillo insertarse en una economía, donde conecte sus propios intereses y potencialidades a ese sistema de intercambios. Pero, como el Estado no otorga la posibilidad de que el individuo se desarrolle, termina más bien vendiéndole sofás y otorgándole vivienda. En vez de ayudar a romper el ciclo de la improductividad y el ciclo de la pobreza, la acentúa.
Ese ciclo de improductividad de nuestras ciudades rentistas, que el Estado ha sido incapaz de romper, sí lo ha logrado romper el propio barrio. Estemos claros: la vivienda, hecha desde el privado, con la fuerza del emprendimiento de los habitantes del barrio, se ha convertido en un commodity, en un producto. La vivienda crece y crece porque la gente ha logrado sortear la crisis a partir de convertir su propia vivienda en un valor de mercado inmobiliario. Originalmente tiene un valor de uso, pero se termina rentando y esto permite que la ciudad se convierta en productora de capital a esa escala, sólo que de manera desarticulada, porque el Estado ha estado más pendiente de hacer vivienda que de regular la que va sumándose y de conectar la ciudad para que surjan nuevas maneras de producir.
—¿No hay grises en esta discusión?
—Supongamos que flexibilizamos este pensamiento y las políticas y hay un período de transición en el que se otorgan viviendas sociales -que, en mi opinión, debería ser la excepción- para generar la transición hacia una ciudad productiva no rentista. O evaluar métodos distintos para esa transición. Un súper teórico inglés, John Turner -quien hizo buena parte de su vida académica en Perú-, escribió un libro llamado Housing by People: Towards Autonomy Building Environments (“Viviendas por personas: hacia una autonomía en entornos construidos”, 1977), donde habla de una estrategia intermedia en la que el Estado entrega materiales enmarcados en un proceso de formación para conectar sectores urbanos.
David Gouverneur, en la maestría de Diseño Urbano, nos contaba cómo durante invasiones planificadas en Barquisimeto llegaba un técnico y organizaba con la comunidad la invasión, de manera de preservar ciertas conexiones y preservar terrenos para futuros equipamientos. Eso permitía una estrategia intermedia en la que se ayudaba al promotor privado, al emprendedor, a desarrollar su propia vivienda mientras el Estado asumía su rol de regular y conectar territorios.
Aún con estas estrategias intermedias, me luce absurdo que el Estado termine asumiendo el rol del privado, al construir viviendas, pero se abstenga de construir lo público. Quizás porque en muchos casos la construcción de vivienda ha sido un recurso electoral, para lograr votos, más que para construir ciudad.
—¿Y qué piensas del uso del suelo urbano?
—En relación con el uso del suelo no puedo estar más de acuerdo contigo, el Estado debería estar más pendiente de la regularización y de la distribución de los suelos, de cómo se ordena el territorio. Hoy en día los planes merecerían la participación de muchos más actores, y no simplemente de técnicos del Estado, que incluiría diversas comunidades, entendidas éstas no como territorios, sino como comunidades de intereses: sindicatos, empresas, promotores inmobiliarios participando en un plan ordenado y administrado desde el Estado.
Sin dudas, uno de los grandes problemas que arrastramos desde la fundación de nuestra ciudad es una distribución poco equitativa de los suelos y quizás allí está el único o el mayor acierto de la Gran Misión Vivienda Venezuela, que se atrevió a construir viviendas en pleno centro de la ciudad, asumiendo, como ya muchos sabemos, que Caracas no es una ciudad densa y que aguanta mayor densidad, siempre que vaya acompañada de lo que la hace ciudad: equipamientos, servicios y conectividad.
—Desde esa perspectiva, ¿dónde incluirías vivienda social en nuestra ciudad?
—En esa distribución de la ciudad es muy importante el diseño de estrategias para la mezcla. Otro de los grandes problemas que tiene el Estado construyendo vivienda es que termina produciendo lotes claramente identificados como sectores de vivienda social o de bajos recursos, con las clásicas consecuencias que conocemos de estigmatización del ciudadano por el lugar donde vive. Yo quisiera más bien soñar de nuevo con una ciudad mezclada. Puede sonar a utopía, pero las utopías deben pensarse para conseguirles lugar: yo incluiría vivienda social en toda la ciudad. Me refiero a pensar la ciudad como un territorio socioeconómicamente mezclado, donde cualquiera pueda vivir en cualquier lugar.
Habría que diseñar mecanismos para que cualquier desarrollo inmobiliario incluya un porcentaje de vivienda social y que, en vez de tener lugares definidos por clases económicas, tener una ciudad donde cualquiera se pueda encontrar con cualquiera, y ofrecer sus potencialidades a cualquiera, para hacer de la ciudad un lugar más integrado y, por ende, también más productivo. Si hay que establecer mecanismos, vía créditos, vía regulaciones, donde el promotor inmobiliario privado corporativo esté obligado a abrir un porcentaje de las viviendas que construye para vivienda social, yo lo prefiero.
—Entre la exclusión física y la simbólica, ¿cuál te parece más difícil de superar?
—La simbólica. Lo imaginado siempre es mucho mas potente que lo real. Pero, al mismo tiempo, volteando la pregunta, la integración simbólica puede ser mas fácil de producirse si damos con una narrativa de reconstrucción que nos incluya a todos, a la par que promueva el desarrollo de la ciudad. Con una narrativa simbólica de integración, la integración física sería inevitable, o al menos eso quiero pensar.
—En relación con los espacios recuperados en barrios, como parques, plazas, espacios deportivos, has hablado de espacios “guachimán”, que de alguna manera los preservan como futuros espacios públicos consolidados. ¿Por qué no pueden ser definitivos ahora, en qué momento sí?
—Tengo que confesarte que esa idea sobre el “espacio guachimán” esconde mi propio resentimiento como proyectista. Cada idea de conectividad urbana que hemos pensado ha podido construirse mínimamente porque pocas veces hemos logrado el flujo de recursos y voluntades necesarias para la construcción completa del proyecto. Entonces, pensamos en que el espacio logre proteger un lugar con el sueño de que en el futuro se logre un proyecto más consolidado, tal y como lo habíamos diseñado.
La crisis en la que hemos vivido desde que tengo uso de razón, y que llega ahora a niveles insospechados y muy dolorosos, hace que haya una distancia enorme entre los sueños de una ciudad integrada y las posibilidades reales de lograrla. Y esto es particularmente irritante si piensas que Venezuela vivió el crecimiento económico más grande de su historia con la revolución bolivariana, pero ese crecimiento sirvió para el enriquecimiento de unos pocos en lugar de para superar la pobreza. En este momento no puedo dejar de recordar que el propio Rafael Ramírez, siendo ministro, declaró que se habían “perdido” 30 mil millones de dólares por chanchullos con CADIVI, el mismo monto con el que podrían habilitar físicamente todos los barrios del país según datos del arquitecto Federico Villanueva.
—Sin dudas, una asimetría brutal.
—La idea del “espacio guachimán” representa ahora un conflicto interno que no tengo resuelto. Porque he recibido comentarios muy positivos cuando me ha tocado mostrar el Parque Deportivo Mesuca, en el que se construyó apenas el 5% de lo imaginado, por lo que en algún momento lo definimos como un “espacio guachimán” mientras se pudiera construir el otro 95%. Pero, casi sin quererlo, el valor de ese espacio terminó siendo que está vacío: cuando sirva como centro de acopio y lugar de atención y suministro vía helicóptero, en el momento de una catástrofe natural, sabremos su valor.
Eso me hace pensar que el gran proyecto está en construir menos, pero que lo que se construya permita articular diferentes sectores urbanos. Quizá lo más importante sea el proceso que lleva a diferentes actores a ponerse de acuerdo para construir algo, entonces en el mismo momento en que el proyecto comienza a dialogarse ya empieza a ser definitivo. Disculpa si, en cambio, esta respuesta no es definitiva. Entender el rol del arquitecto en nuestro contexto es algo que aún estoy procesando.
—Ahora que hablas de “construir menos” y articular más: ganaste el concurso para la integración del Centro Simón Díaz, de la ya borrada Alcaldía Metropolitana, con los barrios que lo rodean, pero ese proyecto nunca logró concretarse. ¿En lo simbólico no hubieses preferido abrir esa trocha y trabajar con la comunidad de Julián Blanco para que asumiera como suyo ese espacio?
—Esta pregunta me golpea en lo profundo porque para mí ese es uno de esos proyectos en los que trabajé con mucha ilusión porque pensé, la verdad, que podía ser ejemplarizante de lo que pudiese significar la conectividad y la integración en nuestros barrios. Y que no se haya llevado adelante para mí es muy doloroso. Además, porque entregamos mucho más de lo que podíamos, como profesionales, incluso a pérdida, siempre con la esperanza de que se diera.
Respecto a hacerlo con la comunidad, confieso que en algún momento lo pensamos, lo discutimos y no nos atrevimos. Nos faltó coraje para hacerlo, y te explico por qué: en un momento entró al equipo la arquitecto Carmen Ofelia Machado, que era, además, una persona muy cercana al Centro Ciudades de la Gente, este excelente grupo de trabajo del Taller Vivienda de la Universidad Central de Venezuela, donde está Teolinda Bolívar, entre otros, y que tienen una larga relación con el barrio Julián Blanco, que era el primer beneficiario de esa conexión, con lo cual nosotros pensábamos que esta incorporación, a mitad de camino, iba a facilitar la relación con la comunidad para concretar este proyecto.
—¿No se logró concretar por ambiciosa?
—Retomemos la idea de “intervenir lo menos posible”. Al principio nuestro proyecto, cuando ganamos el concurso, era bastante grandilocuente. Pero lo que se llevó a ingeniería de detalles terminó siendo un proyecto mínimo, técnicamente no podía ser más pequeño. De hecho, la arquitectura casi desaparecía, terminó siendo muy austera, donde los muros de contención se transformaban en muros cubiertos de maleza. Era un verde geometrizado, diseñado, con una infraestructura mínima necesaria para la conexión de 30 metros de altura entre el barrio y el Centro Simón Díaz.
La razón por la que no nos atrevimos era porque el estudio geotécnico del terreno daba cuenta de una gran fragilidad. Ya habían ocurrido deslizamientos, incluso unas viviendas cercanas al talud estaban en riesgo de ser tapiadas, así que al final no nos atrevimos sin el apoyo técnico de una empresa especializada. Al menos hasta que se lograra estabilizar el terreno con los taludes, para evitar alguna fatalidad producto de la obra.
—Esa fragilidad aún existe, y la conexión igual no se hizo.
—Claro, se podría haber abierto una trocha casi sin mover tierra, simplemente escalando la montaña, por un lugar de alta pendiente, pero eso no cumplía con el objetivo inicial de una arquitectura sin barreras y un proyecto que tuviese cierto carácter de institucionalidad, con un espacio público, aunque mínimo, relativamente emblemático. No sólo para conectar, sino para constituirse en sí mismo en referencia para el barrio. Esa combinación, entre lo delicado del proyecto y la fantasía de que todo iba a mejorar en la relación con la comunidad, nos hizo no asumir una actitud más activista, desde la pelea con la comunidad, como en cambio sí lo hicimos en el polideportivo de Mesuca, donde se logró una mejor relación comunidad-gobierno, poniéndonos nosotros en el rol de la exigencia.
En el fondo, el concepto de participación ciudadana tiene sus bemoles, porque muchas veces en territorios frágiles tienes que intervenir desde el conocimiento técnico. El éxito de un proyecto de intervención urbana no está ni sólo en el empoderamiento de la comunidad, ni sólo en el apoyo técnico de los entes reguladores, sino, como dice la profesora Marisa Montero, en el ensanchamiento ecuatorial, en el encuentro de esas dos fuerzas.
—El espacio público en barrios siempre ha tenido limitaciones en tanto casi siempre supone afectar la vivienda, y éste es un tema muy delicado por lo que la vivienda significa en el barrio: un intenso proceso de arraigo y pertenencia. ¿Se está trabajando en otras perspectivas diferentes de espacio público en barrios?
—En este sentido, Caracas es un lugar muy particular, sólo comparable con algunos barrios en Río de Janeiro, porque las condiciones topográficas han condicionado su forma urbana. Mientras que, en casi todas las ciudades latinoamericanas, hay territorios auto-configurados que se ubican en periferias lejanas, muchos de los barrios caraqueños están con una proximidad muy alta. Ésa es una gran ventaja, porque la “ciudad periférica” ocurre paradójicamente dentro de la ciudad.
Sin embargo, esto ha generado que la densidad de nuestros barrios sea extremadamente alta, prácticamente no hay espacio para nuevos equipamientos y espacios públicos. Peor aún: hasta zonas de riesgo, como terrenos deslizables o líneas de escorrentía, están ocupados. Estamos hablando de un caso muy particular que requiere otras maneras de pensarla. Ni siquiera el caso de Medellín es una referencia porque la pendiente de las montañas era mucho menor, había mucho más espacio no ocupado para la instalación de infraestructuras y la construcción de estructuras urbanas.
Resumiendo, y sé que esta opinión es polémica, creo que sin reubicaciones no hay posibilidad real de integrar completamente a los barrios caraqueños. Me refiero a dotar este territorio de mayor número de espacios públicos a la par que se liberan los cursos de agua y se promueven distintos tipos de movilidad.
—Trata de sintetizar la idea.
—Podría sintetizarla en dos perspectivas: matizar el estudio de la vivienda que existe y ampliar la escala. Sobre lo primero, creo que uno de los grandes problemas es que nos hemos movido en dos extremos: demonizar un barrio que debe ser erradicado, o romantizarlo por lo que ninguna vivienda puede ser afectada, porque ella significa un intenso proceso de arraigo y pertenencia. Cuando en realidad en cualquier zona urbana encontramos muchos matices, hay viviendas que están muy bien construidas, otras que no, también hay gente que no se quiere mudar, pero también hay gente que desea mudarse. Mudarse es siempre traumático, lo sé –“¡ojalá te mudéis!”, me gritaron una vez en Maracaibo para insultarme–, pero también puede ser traumático vivir el recorrido diario que comenté sobre Jacinta, quien me ha dicho que quisiera irse a vivir a La Tahona. Porque, así como hay arraigo en el barrio, también hemos levantado lo que los psicólogos con lo que hemos trabajado en Petare han llamado “la cultura de la huida”, que son las ganas de mudarse.
Esos determinismos como que “todo el mundo se debe ir” o “todo el mundo se debe quedar” no ayudan a pensar un proyecto de integración urbana.
—Pero sigue siendo la misma perspectiva del Programa de Habilitación Física de Barrios. ¿Alguna variante?
—Bueno, la segunda perspectiva es la de ampliar la escala, que creo ha sido el principal error que hemos cometido los pensadores y diseñadores de ciudad en Venezuela. Los proyectos de Habilitación Física de Barrios fueron una experiencia maravillosa, pero siempre arrancaban por la definición delimitada de las UPF (Unidades de Planificación Física) y todo debía solucionarse allí dentro. Pero si creemos que la ciudad es un proceso, y no una unidad física, entonces mis soluciones pueden estar a algunos kilómetros de distancia.
Un proyecto de vivienda mixta en Los Ruices podría incluso promover que quienes viven en Petare se muden unos cinco kilómetros de distancia. Si eso se hace de manera planificada, podríamos conseguir reducir la densidad de Petare para ganar en equipamiento, accesibilidad y servicios. Entonces, podríamos construir una ciudad donde se pueda vivir y ser productivo en todos los territorios, incluso que sea fácil ir a visitar a mi compadre todas las tardes. Pero, si el desplazamiento es hacia Ciudad Caribia, nadie querrá mudarse. Yo sé que suena a utopía, pero las utopías hay que imaginarlas para poder adaptarlas y conseguirles lugar.
—Trabajaste mucho en Petare. ¿Cómo percibes ahora esa posibilidad?
—Está negada, por dos razones. La primera es que yo suelo ser un proyectista activo. Cuando converso con un interlocutor en una alcaldía, en una comunidad o en cualquier otro escenario, no consiguen a alguien que sólo escucha y obedece, sino que también busca abrir una conversación poniendo sus opiniones en la mesa. Cada vez que me han convocado a trabajar por la ciudad, he aceptado la invitación, así fue con la Alcaldía de Sucre liderada por Carlos Ocariz. Ellos encontraron a un interlocutor activo, a veces tuvimos diferencias que llevaron a situaciones incómodas, pero siempre terminamos consiguiendo espacios para transformar esas diferencias en diálogo.
Pero eso no me ha ocurrido con el chavismo, en mi experiencia no han aceptado contraargumentos. Un ejemplo: fui convocado a participar en el programa Espacios de Paz, coordinado en 2014 por la Comisión Presidencial del Movimiento por la Paz y la Vida, y como siempre hago, comencé a discutir sobre lo que yo consideraba ética y estéticamente pertinente, el resultado es que me sacaron del juego. La segunda razón es que me costaría trabajar con un gobierno ratificado ante la Asamblea Nacional Constituyente, que considero un organismo inconstitucional.
—¿Qué nuevos elementos puedes identificar, en los últimos diez años, que han incidido en una mejor comprensión de la ciudad desde la profesión de la arquitectura y el diseño urbano?
—Más que algunos elementos, permíteme hablar de algunos procesos. Creo que hay cada vez más una tendencia a des-limitar las disciplinas. Lo cual ayuda a una comprensión más amplia del fenómeno urbano, de la ciudad. Cada vez que nos ha tocado trabajar en una comunidad, ha sido inevitable asumir otros roles, como por ejemplo el de la psicología social comunitaria, como una manera de comprender las necesidades sentidas de las comunidades y hacerlas dialogar con las necesidades normativas que tenemos como arquitectos o diseñadores urbanos.
Recuerdo una reunión en Julián Blanco, en el marco del Proyecto de Integración Urbana del Centro Simón Díaz, donde comencé manifestando mi deseo de sólo escuchar las opiniones de los líderes comunitarios para integrarlas al proyecto, entonces Luis, un señor mayor muy inteligente y conocedor del barrio, me respondió: “¿acaso, tú no eres arquitecto? ¿Por qué no nos dices qué es lo mejor para este barrio?”. Claramente, me estaba reclamando la misma responsabilidad profesional que yo tenía cuando me reunía con vecinos de Chacao, o de cualquier otro lugar, donde el rol del diseñador es proponer ideas para que sean debatidas. Digo esto con la angustia de ver una tendencia mundial del arquitecto a intervenir el territorio desde la precariedad, con muy poca capacidad propositiva, cuando cualquier comunidad se merece la mejor de las arquitecturas posibles.
Alfonso de Toro, doctor en Filosofía de la Universidad de Leipzig, Alemania, explica que la des-limitación disciplinar podría facilitarse con una des-limitación territorial, y ésa ha sido nuestra experiencia. Resulta más sencillo cruzar ideas entre diferentes disciplinas, incluso entre diferentes actores –públicos y privados, incluyendo el comunitario–, si se llega a un acuerdo inicial sobre qué sitio específico intervenir. Entonces toca pensarlo y diseñarlo localmente, pero con una consciencia constante y clara sobre la relación de ese lugar con diferentes sistemas urbanos a diferentes escalas, desde la del vecindario hasta la escala global. La necesidad de crear un proyecto sistémico, pero con intervenciones puntuales –lo cual hace fundamental escoger bien el lugar a intervenir–, es en mi opinión uno de los retos actuales para la arquitectura y el diseño urbano.
—Ante lo dicho, ¿cómo ves ahora la formación de los arquitectos y los diseñadores urbanos en nuestras universidades?
—La formación de los arquitectos y diseñadores urbanos en las universidades venezolanas es poderosa en ideas, pero débil en herramientas. Yo mismo lo he padecido en estos años de experiencia académica en Harvard. Sólo en la escuela hay más recursos (softwares, routers, apps, plugins, robots, suscripciones, bancos de datos, etc.) que en toda Caracas, y eso ha resultado abrumador a la par que nos coloca en un nivel tecnológico y de manejo de herramientas inferior al de otros académicos a escala mundial, incluso regional. Pero, mientras menos herramientas tenemos, más ideas van apareciendo. La capacidad para innovar de manera creativa en nuestras universidades es enorme, muy por encima a la que he percibido de profesionales venidos de otras latitudes.
Permíteme un ejemplo: estábamos en una zona suburbana de Boston cuatro profesionales de cuatro continentes distintos y debíamos hacer un video time-lapse para registrar el movimiento peatonal de una calle con un software que era primera vez que yo escuchaba, pero que era común para mis compañeros. Resultó que el encargado de llevar un trípode especial para aquella cámara había fallado. Entonces, todos comenzaron a hablar de reprogramar el día de trabajo de campo. En seguida improvisé un trípode con una trenza de zapato y un vaso desechable, una solución obvia y cotidiana para un venezolano. A partir de ahí, mis compañeros me trataban de genio.
—Es el entrenamiento de la precariedad.
—Nosotros estamos acostumbrados a eso que llaman “mirar fuera de la caja”. Nuestra caja, el sistema de normas y herramientas para llevar adelante un proceso, siempre está desdibujada, prácticamente no existe. Entonces, somos capaces de generar ideas potentes porque, en general, las ideas no vienen de las herramientas, sino de las pasiones que tenemos al momento de diseñar, y eso lo aprendemos de sobra en las universidades venezolanas. Especialmente puedo hablar de la Simón Bolívar, donde me gradué primero y fui profesor después por más de 10 años. Son lugares apasionantes, donde las ideas más brillantes y retadoras se discuten diariamente. Eso que yo pensaba que era normal, descubrí que nos hace excepcionales.
—En algún momento hiciste la tarea de aproximarte a la dimensión de muros y rejas en Caracas. ¿Qué significan? Si uno calculara lo invertido en ellos, ¿más o menos a qué equivaldría en inversión urbana?
—Para el año 2015 contabilizamos 80.000 kilómetros lineales de muros, lo cual representa 50 veces el muro de Berlín. Honestamente, en un principio veía este dato como un símbolo de desconexión, pero discusiones con varios arquitectos, colegas y estudiantes me hicieron comprender que no necesariamente todos los muros son síntoma de esa desconexión. El muro es también un elemento de diseño que permite definir espacios y, si ese muro está equipado con algún programa, aún más.
Así que cambiamos el estudio a los territorios sub-utilizados, me refiero a lotes baldíos, márgenes de quebradas, zonas oscuras bajo las autopsitas, terrenos en desuso a los márgenes de muros y rejas que separan sectores urbanos. Cuando totalizamos esos terrenos, donde el capital morfológico de la ciudad está difuminado, tenemos 2.600 hectáreas, lo cual es 23 veces el área del aeropuerto de La Carlota, que para muchos representa la última oportunidad de generar un gran espacio público para Caracas.
—¿Dónde están ubicados estos espacios, estas oportunidades?
—Esos territorios se ubican comúnmente en las zonas de contacto entre diferentes sectores de esta ciudad fragmentada –los márgenes de los ríos y quebradas, hoy subutilizados, son usualmente fracturas entre distintos sectores urbanos– y justo por ello representan la gran oportunidad para la reconstrucción de Caracas. Y, si superamos el modelo rentista y pensamos que la ciudad es un proceso metabólico que podría generar ingresos y a la par promover la integración, creo que el costo de inversión de este proyecto no es lo más relevante, sino el proceso financiero para que cada intervención genere sus propios ingresos.
De manera que el gran proyecto para Caracas, en mi opinión, no está en el rescate o la reconstrucción de ninguno de sus sectores, sino en la transformación de esos territorios subutilizados en un nuevo sistema de espacios públicos que busquen articular los diferentes sectores urbanos en la celebración de su diversidad y, como dije anteriormente, que permita a cada ciudadano desarrollar al máximo sus propias potencialidades.
Cheo Carvajal
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