Conversación sobre lo inútil
Hernán Zamora: “Creer que algunas palabras nos unen, es un milagro”
por Alexis Romero
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Nacido en Caracas, en 1964, Hernán Zamora es arquitecto, magíster en diseño arquitectónico y doctor en arquitectura. Ejerce la docencia en la Facultad de Arquitectura y Urbanismo de la Universidad Central de Venezuela. Autor de los poemarios Desde el espejo del baño (2000), No somos nuestros (2003), La casa de las hormigas (2004), Cantos cardinales (2007), A contrasombra, padre (e-book, 2012), Fuego inútil (poesía reunida, e-book, 2014), 39 grados de cielo en la tierra (2015), Ofelia en la retina (2015), ¿Respira, quién en el umbral? (e-book, 2017), Orfeado insilio (2019), Tierra de gracia reloaded (2021) y Cielos despojados de cielos (2022)
¿Para quién escribes?
Esa pregunta me asalta, de tanto en tanto, algunas madrugadas. He leído que la hacen frecuentemente a escritores. Creo que, reiteradamente, quienes escriben acaso se la hagan. En mi silencio escritural se acercan tres presencias. La primera, un antiguo niño que hurgaba en gavetas olorosas a naftalina, buscando lo que nadie sabía y entre las que halló, un día, las palabras de un padre con quien no hablaba. La segunda, es la del hijo que un día buscará, en gavetas invisibles, en ventanas desprendidas, la voz de un padre que ya no estará; pero que, a fuerza del milagro de conversar al leer, encontrará la respuesta amable cuando más requiera. La tercera, es la de quienes siempre están, ya sea por muy cercanos –Jacqueline, Henry, Daniel, María Elena–, ya sea en su lejura –Arturo, Alexis, Eleonora, Luis Enrique, Harry, Eugenio–. Desde esas tres presencias, para todas las miradas que me reciban, escribo.
¿Cómo son las ciudades que atraviesan tus poemas?
¿Cómo son? Diría que reales, asombrosas, verdaderas. ¿Cómo son esas ciudades? Perdidas, extrañas, ajenas. ¿Cómo son esas ciudades que me atraviesan en los poemas? Feroces, dolorosas, aterradoras. ¿Cuáles son? Quizás al responder así me comprendan: una Caracas de techumbres arcillosas que vi destruir para abrir una avenida que prometía llevarme al Panteón y a la Biblioteca; otra Caracas que me asaltaba y me exigía; otra, que se burla de mí y me atropella. La Caracas que me ama, hecha de árboles y pájaros; la de Santiago, cuando la cuida; la de mis padres, cuando llegaron de donde no venían. La Caracas universitaria que me da luz y me guarece, aun cuando me humilla. También me atraviesan ciudades que no son mías: la de facturitas, medias luna y cambalache; la de super héroes que no la nombran y de películas donde nunca duerme; la de Le Corbusier, aunque quiso destruirla, la misma del Pompidou y el Sagrado corazón, la del croissant, el crep y las Tullerías. Y la ciudad que no me atraviesa porque está en mí y nunca me iré de ella: Angostura, donde converso con el río que me despierta.
¿Escribir sobre el padre tiene las mismas exigencias que escribir sobre la madre?
La palabra «exigencias» en esta pregunta me ha desconcertado. No sé si la interpreto bien. Tratando de comprenderla he sentido la necesidad de apoyarme en un poema de Pessoa: «Cómo es por dentro otra persona / ¿Quién es el que lo sabrá soñar? / El alma de otros es otro universo / Con el que no hay comunicación posible / Con el que no hay verdadero entendimiento». Solo después de que he sido padre pude imaginar el abismo que hubo entre mi padre y yo; solo entonces comencé a comprender, también, las angustias que le he causado a mi madre. Escribir sobre ellos ha sido una inmensa dificultad, un permanente estado de insatisfacción y fracaso. Un duelo irresoluto, en el caso de mi padre; una culpa incesante, en el caso de mi madre. Escribir sobre él ha sido un camino de regreso, redención y perdón. Escribir sobre ella –y para ella– ha sido el dolor de saber que soy «… una mano / cargada de insuficiencias». Cada línea escrita sobre él ha querido ser homenaje, gratitud, aun cuando nunca fui el hijo que él hubiese querido, el que le hiciese sentir que su vida tuvo sentido, el que le consolaría de tantos reveses y discordias. Escribir sobre él ha sido la alquimia de convertir el miedo en algo semejante al amor. Las pocas líneas que he escrito sobre mi madre no le hacen honor aún. Pensar en ella es respirar gratitud, añorar sus esmeros, sentir sus palabras vibrando en mí. «Pero no sé qué hacer con sus palabras, no sé cómo anotarlas».
¿Cuáles palabras recibes del espejo cuando te contemplas?
Ya lo dijo Borges: los espejos son abominables porque duplican el horror del mundo; señaló que son monstruosos, al igual que la cópula, pues multiplican el número de los hombres. No me contemplo en el espejo, miro a través de él buscando los mundos en los que no estoy, los mundos en los que nunca estaré. Como todos, al encontrarnos ante el espejo, también «… hago lo que puedo…», pero no lo maldigo en las mañanas. Siendo niño aprendí que maldecir es tabú.
¿Debe un poeta ser un eterno aprendiz del perdón?
Un poeta es alguien que en realidad hace lo que puede; es otro simple mortal, como todos; nada en él es eterno. Me horroriza la idea de la eternidad. Me aterra vivir más de lo que debo. Esa finitud de la vida, que por gracia nos ha sido dada, nos impele a lo que, interpreto, quieres traer con la palabra perdón. «Perdona, Padre, nuestras ofensas; como también nosotros perdonamos a quienes nos ofenden». Un día descubrí que no me sentía digno de esos versos, de esa oración con la que me tallaron. ¿Quién era yo para ponerme en esa altura? Reescribí la oración: «Gracias por el pan de tu voz que nunca falta / por la paciencia que me otorgas cuando enseñas / el verbo amar conjugado en nosotros». Inspirados en su amor, tratamos de aprender. Aprender lo que esa palabra nos trajo: saber dar a plenitud; saber obsequiar, conceder; saber ofrecer el bien. Fallamos, fallaremos. Aprender es una decisión; el ejercicio de una voluntad que nos sostiene. Perseverar en ese aprendizaje sí es nuestro deber. Ojalá que en eso cada poeta pueda ser un perseverante aprendiz.
Muchos de tus poemas son un humilde y delicado agradecimiento a otros poetas. ¿Por qué?
Eugenio hablaba de los poetas como una familia, en un árbol genealógico cuya savia son las palabras. Nos unen los poemas que hacemos nuestros. Jacqueline escribió: «No soy lo que digo sin un origen a cuestas». Me pronuncio en ese verso cada vez que pienso, escribo. Fue en aquel libro anaranjado de Lengua y Literatura para cuarto año de bachillerato, de los profesores Peña y Yépez, donde por primera vez leí el poema de Neruda titulado «Explico algunas cosas». No sé por qué se grabaron en mi memoria los versos en que nombraba a sus amigos: «Raúl, te acuerdas? / Te acuerdas, Rafael? / Federico, te acuerdas / debajo de la tierra, / te acuerdas de mi casa con balcones en donde / la luz de junio ahogaba flores en tu boca?». Al escribir están presentes las poetas y los poetas con quienes me siento emparentado, cuyos textos me dan aliento y horizonte. Citarlos, nombrarlos, es reconocer su importancia en mi vida, honrarlos, agradecerles.
¿Cuáles son los verbos inevitables cuando escribes un poema sobre el hijo?
No puedo –ni quiero– eludir aquí los lugares comunes, los que pienso que nos unen a todos los padres, a todas las madres. «Amar» es el primer verbo, ordenador de todo lo vivible, experimentable. «Temer» es el segundo, el que nos convierte en casa y resguardo para una hija, para un hijo. El tercer es «jugar», abrir el cofre de alegrías que hemos podido reunir para regar su vida. «Aprender» nos une, a cada instante de cada día. «Agradecer», según mi creencia, a Dios, por darle arraigo y significado a mi vida al brindarme la oportunidad de encontrarnos en la mirada de mi hijo, en su voz, deseándonos buenos días, buenas noches.
¿Cómo construyes un poema?
Creo que el poema comienza con una sed por decir, con una intuición inquieta, con una palabra que resuena incesante. Desde ahí, una emoción se vierte, mezclada entre imágenes de distintos tamaños y durezas. Entonces, una hechura se muestra. Despejarla, tallarla, pulirla, es el oficio.
Siempre pienso que realmente quería escribir canciones, pequeñas canciones que alegraran, consolaran, dieran ánimo y fragancia. Pero no me salen.
Porque quería escribir canciones interpreté que las ondulaciones de las palabras, nuestras modulaciones al decirlas, se corresponden con una sensación melódica, con una sonoridad que, para algunos, puede ser sentida como música. Por eso busco la medida, los ritmos, las formas. La tradición nos enseña, incluso la tradición moderna, la oscilación entre estructura y libertad. Intento comprender lo arquitectónico en el poema. Construyo los poemas imaginándolos asombrosas paredes de aire.
Quienes escriben poesía suelen decir: “este texto aún no es un poema”. ¿Cuándo lo dices?
Debo confesarte que no estoy seguro. Pienso que realmente no lo sé. He aprendido que la primera escritura, el primer borrador o boceto de un poema tal vez sea oro cochano, un diamante en bruto; pero el poema solo se logrará a través de la labor que transformará esa realidad cruda, burda, en una obra cuidada, elaborada. Pienso que toda realidad es susceptible de verterse en un poema si se logra hacer puente con nuestra intuición de ella, con la emoción que nos suscita. ¿Cómo discernir si esa sombra es una realidad auténticamente nuestra o fue inducida? Esa pregunta es sustancial y muy difícil de responder. Muchas veces uno se agota, sin lograrlo. Más aún, porque la materia que usamos es la voz decantada en palabras; los materiales son nuestras palabras y ellas son, a la vez, prodigiosas e inasibles; concretas y maleables, oscuras y radiantes. Por eso es fundamental dejar reposar el poema, tal como recomendó hacer Montejo en El taller blanco. El tiempo opera en nosotros para transformar la crudeza de un texto en poema.
Debo subrayar que estoy hablando del caso en que el poema es un artefacto hecho de palabras tramadas, con el que aspiramos acercarnos a la poesía. Encuentro la poesía en muchos hechos, en muchas formas, en diversos fenómenos de nuestro existir. He hallado la poesía a través de los poemas objetuales de Brossa, los poemas visuales de Madoz; incluso, pienso en poemas espaciales tal cual considero los móviles de Calder. La poesía está en todo; los artefactos resultan de los modos en que aprendemos a acercarnos a ella. A nuestras voces, al habla que nos entrelaza, a la vaporosa materialidad de las palabras atrapadas en fibra, piedra y acto, asociamos de manera medular el poema; pero éste es solo uno de los muchos caminos en que nos encontramos con la poesía.
Confieso también que siento afecto, curiosidad y gusto por la palabra «artefacto». No la uso como arabesco ni oropel. Su etimología nos refiere a lo hecho sustentado en un saber hacer y es en esto donde busco apoyarme: ¿cuándo puedo permitirme decir que he sabido hacer un poema?
Sin amar las palabras ¿es posible el poema?
En El banquete, Platón sugiere varias formas de comprender el amor. Recuerdo en particular dos: el deseo incesante de poseer lo bueno de manera permanente y la perseverante conciencia de procurar el bien. Diotima de Mantinea le explica a Sócrates por qué se debería alcanzar el segundo modo de comprenderlo. Así entendido, tiendo a inscribir en el verbo «amar» solo a las personas. No concibo amar las cosas; solo puedo hacerlas, aprenderlas, aceptarlas o rechazarlas, acercarlas o alejarlas, ofrecerlas o impedirlas. Amo a las personas; con otros verbos me relaciono con las cosas.
Cada palabra es para mí un milagro. Me siento fascinado ante ellas, asombrado por todo lo que somos capaces de hacer con ellas. «Bien» y «mal», por ejemplo, son palabras que nos determinan, nos limitan, acrecientan o cercenan. Comunicarnos es un milagro. Creer que algunas palabras nos unen, es un milagro. Nuestras mentes son universos de palabras, nuestras palabras son cúmulos de nada formando cosmos que nos arraigan, aterran y eclosionan.
Imagino las palabras hechas del arcilloso limo de un río. «Algunas de nuestras palabras / son fuertes, francas, amarillas, / otras redondas, lisas, de madera… / Detrás de todas queda el Atlántico», nos escribió Eugenio. En las palabras que me hacen gusto de creer que encuentro el lecho del Orinoco atravesando la Angostura. Me interroga la “Piedra del medio”, su lomo brillante aflorando cuando el portentoso caudal baja, oculto cuando crece, amenaza y se desborda. De esas palabras imagino alzar las paredes del laberinto donde me encierro, adoquino el suelo que me sostiene, recorto el cielo que contemplo.
De la fascinación por las palabras, fluyendo en cada voz, surge el poema. Saber nadar entre ellas, saber navegar en su río, es dar posibilidad al hallazgo de la poesía en un poema, en ese barquito de papel donde nos vamos.
¿Por qué la poesía es un acto de fe?
Porque ser humano es un acto de fe. Ser persona es un acto de fe. Estar en el mundo es un acto de fe. La palabra «fe» implica actuar con fidelidad, ofrecer confianza, cuidar solemnemente la promesa de corresponder; vencerse ante la fuerza de un valor que nos eleve; hallarnos en una voz que nos consagre; hacernos palabras y persistir, aun cuando sentimos desfallecer, aun cuando creemos ahogarnos en el fracaso, aun cuando una desesperanza pareciera invadirnos y humillarnos.
Sentirnos mutuamente es poesía. Intuirnos es poesía. Percibir el resplandor de encontrarnos es poesía, cuando todo apunta a separarnos, descuidarnos.
Toda emoción estética es un acto de fe. ¿Toda? No soy quién para afirmarlo, pero tampoco puedo renunciar a considerarlo. Sentimos al vivir. Nos sentimos unos a otros. ¿No es eso un milagro? Somos débiles luces titilando en la noche. Lo que no sabemos –y no podemos dejar de ignorar– es si nos contemplamos a través del firmamento en que flotamos o sobre la última pared de la caverna en que yacemos.
En la poesía se concentran todos los misterios de lo humano. Alumbrar su oscuridad es desaparecerla.
¿Para qué sirve un poema?
Maravillosamente, para nada y para todo. No he podido canjear ningún poema por una caja de comida; infructuoso ha sido usar alguno de herramienta para arreglar goteras; se deshacen en mis manos cuando he pretendido usarlos de argamasa. Los poemas son ventanas que se abren a mundos íntimos, donde nos encontramos; cuerpos que me abrazan en la discordia de ser quien soy, otorgándome sosiego; gajos de conversación que guardamos antes de apagarnos. Trocitos de esperanza que compartimos para endulzarnos; mapas del sueño en el que nos alejamos. Para todo y para nada, sirve, un poema.
En tus poemas la infancia llora. ¿Por qué?
Si la infancia es paraíso perdido, duele. Si en la infancia miedo y dolor sustituyeron al aire y la claridad, duele. Si sobre la infancia cae el pertinaz polvo del olvido, duele. Si no se sabe viajar a la infancia tomado de la mano del perdón, uno se pierde en dolores abstrusos. En cualquier caso, el llanto es el agua que corre por las cunetas de la ciudad donde nos demoramos y en la que nos despedimos de aquel barquito de papel que con doloroso esmero elaboramos.
En tu poesía el dolor es una asíntota, un lugar edificado por la reflexión y decantación amorosa. Háblanos de eso.
Me agrada mucho el símil que haces desde la geometría, pues me gusta considerar que esta es un estadio del pensamiento entre la poesía y la teoría. En Cantos cardinales quise expresar eso con el poema «Elogio a una línea».
Usas la palabra asíntota para referirte al dolor en mis poemas. Tuve que buscarla, pues no sabía o no recordaba su significado. Nos explican que una asíntota es una línea recta que apoya nuestra comprensión de una curva con la que se une, tangencialmente, en el infinito. No pertenece a la curva que ayuda a describir, como una parábola o una hipérbola y, si de esas curvas pudiésemos decir que las vemos, sus asíntotas son puramente imaginadas.
Me resultan preciosos esos encuentros: con una misma palabra nombramos, en el caso de la parábola, un pensamiento literario y uno geométrico. Son palabras que nos dicen y nos desdicen.
Así es el dolor: desde él nos decimos y desdecimos; es a la vez una realidad que nos describe, significa y exagera. Con esa minúscula palabra, «dolor», nos referimos a esas graves realidades. El dolor no es ninguna de esas realidades transformadoras de lo que somos, pero nos ayuda a comprenderlas.
Lo comparas también, curiosamente, con un lugar edificado. Lugar es una forma espacial: es la unidad entre un límite continente, el contenido adentro y el mundo fuera, del que se separa. Nuestros edificios son los artefactos con los que recreamos nuestro estar en el mundo, nuestro habitar: suelos, techos y paredes son las cosas con la que recreamos tierra, cielos y horizontes. Desde adentro de ese lugar recreado contemplamos nuestros mundos. Desde ese ahí, palabra a palabra, he intentado transformar el dolor en sosiego. Muchas veces, las palabras se derrumban; me derroto, fracaso.
¿Cómo llega el país a tus poemas?
Si por país aludes al paisaje donde soy, al paisaje del que estamos hechos, a la naturaleza donde nos hallamos, mi respuesta se entronca en las ciudades. Convertido en palabras, los accidentes geográficos, los topónimos de los paisajes de mis padres, de los de las personas y seres que nos pueblan, sus calles, rincones y recodos prendidos de nuestros nombres, el país se hace horizontes y caminos a través de lo que escribo.
Pero si por «país» te refieres a ese veneno que llamamos patria, debo decir que ese «país» no llega a mis poemas; drena de ellos.
Tus poemas son ejemplares de la humildad. Con ellos bebemos de lo simple y altamente humano. Háblanos de lo que no has logrado en tu poesía, a pesar de tu insistencia.
Te agradezco sinceramente la apreciación que haces de mis poemas.
La risa que alegra y alivia, la ironía que aviva la inteligencia y nos despierta, el dibujo de futuros que colaboren un poco a disipar el temor de aniquilarnos mutuamente, son algunas de las cosas que se escabullen de mi insistencia al escribir.
Que en un poema se equilibren la oscuridad del poeta y la claridad del filósofo es el deseo que me alienta; aunque sé que ni uno ni otro soy, porque solo soy un retraído arquitecto extranjero en esas tierras.
¿Qué destruyes cuando escribes un poema?
Cuando escribo un poema me confronto a alguno de los monstruos que me habitan. Tristeza y depresión son los más feroces, enconados, persistentes. En no pocas ocasiones me impiden respirar.
Construir es relacionar realidades disímiles, diferentes. Es crear algo con partes que prexisten disociadas, separadas. Destruir es descomponer esa realidad conjunta, regenerar las partes que la conforman a un estado de separación original.
Cuando escribo destruyo las palabras que me hieren, enmudecen, el dolor que contienen; busco el aire que en ellas pervive.
¿Cuál de tus poemas siempre te acompaña?
En un texto titulado «El nuevo manual de poesía», Mark Strand advertía: «Quien alardee de sus poemas, será pasto de necios». Ese aforismo lo convertí en temor, por eso no diría que alguno de mis poemas me acompaña. En contraste, sí afirmo que dos poemas de Eugenio Montejo se han convertido en oraciones que siempre evoco: «Media vida» y «Creo en la vida». Claro, el mismo Strand señaló también: «Quien viva con dos poemas, engañará a uno». En eso ando.
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Conciencia
Por Hernán Zamora
Cielo
me creas
Te derramas en mí
Casa
me encarnas
Te abres en mí
Soy el árbol que habita
pronunciándonos
Alexis Romero
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