Perspectivas

Hasta que me fui

A la autoridad no se le veía ni en sombras. Allí lo extraño, lo raro, era la paz. Este es el 23 de Enero que me tocó vivir. Fotografía de Leo Ramírez | AFP

04/02/2021

Cuando empezaba la balacera, todos corríamos a refugiarnos al baño. El espacio era muy pequeño, no llegaba a nueve metros cuadrados. Entrábamos todos apretados, mis dos hermanos, papá y mamá. Yo ponía las manos en mis oídos y cerraba muy fuerte los ojos, sentía el corazón entre los dedos. Teníamos miedo, mucho miedo. Los sonidos de los disparos se escuchaban tan cerca como si ocurrieran detrás de la puerta.

En promedio, los tiroteos duraban quince o veinte minutos; sonidos de pistolas y ráfagas de ametralladoras. Se escuchaban gritos, mentadas de madre, silbidos, unos más cerca que otros. Había que esperar un buen rato para estar seguros de que todo había terminado. Después de cada batalla llegaba el silencio e invadía los espacios, como si todos estuviéramos conteniendo la respiración.

Retomar la rutina tomaba tiempo. Abríamos la puerta del baño y afinábamos el oído, salíamos despacio para poco a poco volver a nuestra vida. Prendíamos de nuevo el televisor, con el volumen bajito. Si la plomazón ocurría antes de la cena comíamos en la sala porque el comedor quedaba cerca de la ventana y nos daba miedo.

Mamá maldecía cuando ocurría en el horario de la novela. “Que desgracia, está punto de empezar La usurpadora y anoche quedó buenísima”. El sobresalto no pasaba tan rápido, nos quedaba un susto en el pecho, hasta que nos íbamos a la cama y el sueño se encargaba de ponerlo en el pasado. Obviamente, nadie se acostumbraba a estas batallas porque estábamos en medio, indefensos. Uno le tiene miedo a la muerte, uno no se quiere morir.

No me gustaba nuestro baño. Tenía un techo falso que papá había instalado para cubrir las tuberías y darle mejor aspecto. Esos apartamentos estaban hechos a los cipotazos. Siempre tenía la sensación de que del otro lado de ese cartón anidaban millones de cucarachas, pues siempre había cucarachas en el baño. Cuando se prendía la luz se movían rápidamente y desaparecían en ese techo tenebroso. Yo sabía que eran esas condenadas bichas (las que gustan a Nelson Garrido). Algunas veces tenía pesadillas, soñaba que estaba sentada en la poceta, el techo se caía y cientos de ellas volaban sobre mi cabeza. En la mañana le preguntaba a mamá qué significaba soñar con cucarachas y ella respondía: “Pleitos, mija, pleitos”.

Al día siguiente, el tema de conversación era quiénes habían sido las víctimas de la noche anterior: “Mataron a Chocolo”; “Al hijo de la señora Cabezas le pegaron un tiro en la espalda, qué desgracia, parece que no volverá a caminar”; “Los hijos del señor Marcano tuvieron que irse a Oriente porque anoche les cayeron a tiros a la puerta”.

Viví durante veinte años en esa zona de Caracas. Un apartamento que compraron mis padres en veinticinco mil bolívares y que pagaron con mucho esfuerzo al Banco Obrero. En esa urbanización, construida por la dictadura de Marcos Pérez Jiménez, escuchar un plomazo era absolutamente normal. A la autoridad no se le veía ni en sombras. Allí lo extraño, lo raro, era la paz. Este es el 23 de Enero que me tocó vivir.

En una época las ventanas de la sala eran de macuto y la última, la más cercana al techo no era de vidrio sino de aluminio y tenía un hueco. Ese hueco lo había hecho una bala. Mamá nos contó que en tiempos de la dictadura un militar disparó hacia arriba en pleno toque de queda. El proyectil atravesó el aluminio y alcanzó a mi abuela Justina, que era diabética; debido a esa herida le amputarían el dedo de uno de sus pies.

Años después papá tumbó esa ventana e hizo un balcón con una reja que llamaban “pecho e´ paloma”, y que mamá llenó de plantas. Ese nuevo ventanal nos permitía divisar mejor el paisaje. Aunque la ventana antigua no estaba, yo solía mirar hacia al techo para ver la marca que había quedado porque me perseguía el temor de que me mataran en medio de la sala, como a Magdalena Baute a quien la mató una bala loca de un tipo que venía persiguiendo a otro desde el Bloque 12.

Desde el balcón podíamos ver cómo los malandros enseñaban a los chamos pequeños a manejar las armas, a plena luz del día, justo al lado del kiosco del señor Fabián. En ese kiosco se vendían todos los periódicos y revistas; también, números de lotería y se pagaban los cuadros del 5 y 6.

Papá compraba El Nacional, le encantaba leer «Pizarrón» (la columna de Arturo Uslar Pietri) y las firmas de esos tiempos del «Cuerpo A» de aquel diario. Era fanático de las aventuras de «El fantasma» y «Mandrake», que se publicaban en versión larga y a color en el suplemento de los domingos. Mamá devoraba las páginas de sucesos; empezaba el periódico de atrás hacia delante. Seguía todos los acontecimientos con detenimiento, adoraba las imágenes de Sandra Bracho y siempre constataba que los crímenes de por allí estuvieran reseñados en la prensa. El «Cuerpo B» lo tomaba mi hermano para ver cómo iba la pelota y el «Cuerpo C» era el mío. Durante muchos años el señor Fabián nos llevó El Nacional hasta el apartamento. Un lujo. Era una maravilla levantarse y tener la prensa diaria en la puerta de casa.

Una de las cosas que más odiaba en las noches violentas era tener que acostarnos en el piso del baño. Papá, que había sido guardia nacional, decía: “Acuéstense con la cara contra el piso”, yo trataba de no mirar el desagüe del baño porque sabía que por ahí se escapaban las bichas aquellas. Tener la cara contra el piso era una experiencia humillante, sentía asco, rabia y miedo.

El baño lo había remodelado papá; él no era albañil, pero era un hombre muy dispuesto que emprendía cualquier tarea necesaria: albañilería, mecánica, contabilidad, electricidad y en diciembre nadie podía meterse con su receta de hallacas andinas que hacía con el guiso crudo, ese sabor único que nunca olvidaré. Estaba empeñado en mejorar el aspecto básico del apartamento: compró cerámica y se fajó a quitarle esa apariencia de rancho que tenían esos baños para elevarlo de categoría con unas losas amarillo pollito.

A papá no le quedó más remedio que alistarse en el ejército luego de quedar huérfano en un pueblo remoto del municipio Cárdenas del estado Táchira, que entonces no aparecía en el mapa (ahora sí, se llama La Florida). Trabajó como monaguillo por muchos años y cuando se hizo grande, el cura lo llevó a entregarse para que cumpliera el servicio militar. Dadas las circunstancias, en aquellos tiempos te metías a cura o a militar y como nunca creyó en Dios prefirió ser soldado. Además, allí aprendió a leer.

En casa había un arma. Sabíamos que era de papá, de su trabajo. Mamá no permitió jamás que la viéramos, ella decía que le temblaban las manos nada más nombrarla, sabíamos que estaba dentro del escaparate, encerrada bajo llave. Un triste suceso le daba la razón: una mañana la suplente de la maestra Dulce del tercer grado dedicó su clase a explicarnos cómo se hacían los niños. En los años setenta eso era un tema delicado, estábamos entonces lejos de eso que llaman «educación sexual». Ese mismo día, mientras los representantes iban a la escuela a reclamar por la clase de aquella mañana, la suplente recibía un disparo en la cabeza: su hermano la mató de forma accidental mientras manipulaba una pistola. Fue la única maestra del colegio que nos explicó con palabras amorosas lo que nunca escuchamos en casa.

Hice la primaria en la escuela Amalia Pellín. Si uno pone “Amalia Pellín, biografía” en Google, te enteras de que se trata del plantel José Gregorio Hernández, del magisterio. En esa escuela los maestros tenían más de una profesión: eran normalistas y abogados. Recuerdo en especial a mi maestro de sexto grado, Marco Antonio Díaz. Tengo una foto de él entregándome el diploma de graduación. Fue la primera persona que me regaló un libro —que aún conservo: Hombre: dueño y esclavo, de Arminio Martínez Niochet. En la noche, mientras mamá veía La italianita, con Marina Baura y Elio Rubens en Radio Caracas, yo leía y releía ese libro fascinada por su formato de bolsillo.

Guillermina, mi madre, tenía un mantra: nos decía a mi hermana Carolina y a mí: “Cuidado me van a salir con una barriga”; “Cuidado si salen embarazadas de un malandro”. Mi infancia transcurrió entre las cuatro paredes de mi casa, en una especie de política de protección y aislamiento porque “la calle” era muy peligrosa. Los domingos íbamos a El Paraíso a un parque a tomar helados o a la plaza El Venezolano a comer empanadas chilenas, unas muy buenas que papá compraba en El Rosal.

Recuerdo con exactitud quiénes de mis amigos de la infancia no llegaron a ser grandes, recuerdo quiénes se quedaron en el camino, a quiénes se los tragó la violencia. Recuerdo sus rostros y sus apodos. De algunos nunca supe sus nombres. Chocolo, William Quillito, Killo, Ramón Pelota, El Chivo, Los mocosos, Pedro palo ‘e piñata, El indio, Elle, Los avelinos, Búfalo, Las enanas Moi, Joelito Cara ‘e guante, Pelón (que después se metió a PTJ). Ellos eran los hijos de mis vecinos, los hijos de las amigas de mi mamá. Ellos eran también a quienes llamaban “Los azotes”, los que nos tenían la vida hecha cuadritos pero que nos saludaban con afecto y nos pedían para las cervezas o para la hierba, los que todos esperábamos no encontrarnos en un mal momento en las escaleras, por la noche. Los que andaban armados y eran muy peligrosos, los que vendían y los que consumían, los que habían sido niños alegres y se habían transformando en unos seres diferentes y temibles, los que de un día para otro desaparecieron. Yo también tenía un apodo: me decían La China.

En las noches de fin de año había que tener mucho cuidado porque cuando sonaban los cañonazos del Museo Militar, que estaba muy cerca, era muy difícil distinguir entre los disparos y las explosiones de los tumba rancho, los triqui traquis y los martillitos.

La noche era estruendosa. Mi amiga Marisol Pacheco, hija de una familia de Barlovento que yo amaba, caminaba hacia el Bloque 14 donde vivía su tío cuando una bala perdida entró en su estómago y le cambio la vida para siempre. Dejamos de ser amigas porque nunca más la volví a ver. Eran los tiempos de La señora de Cárdenas en Radio Caracas Televisión.

Mi padre, Olivo de Jesús, dejó la Guardia Nacional, se compró un carro y fundó la Asociación Civil Choferes Asociados Línea Taxi Parque Central. Configuró una Asociación Civil que hasta hoy existe. Esta línea le dio servicio a uno de los lugares más cosmopolitas de Caracas: Parque Central. Allí estaba el Museo de Arte Contemporáneo, el Museo Audiovisual, el Ballet Nuevo Mundo, el Grupo Actoral Ochenta, el Museo de los Niños. Había cine, teatro, galerías, restaurantes: era una ciudad.

Trabajé en el Edificio Mohedano durante siete años con un diseñador suizo llamado Peter Wezel. Allí se diseñaban libros para la editorial Oscar Todtmann. Jesús Soto vivía en ese edificio y muchas veces me lo encontré en el ascensor; él iba a su galería ubicada en el nivel Bolívar. Me gustaba ser amable con él, sujetarle la puerta del ascensor para que entrara. Eran los tiempos de ver sentados en el piso del cine, por lo abarrotado, El imperio de los sentidos o Hiroshima mon amour en la Cinemateca Nacional. Los tiempos en que el Museo de Arte Contemporáneo desmontó los vidrios para que una grúa posara sobre el museo las extraordinarias obras de Henry Moore. Eran los tiempos del radial «La raza cósmica» de Gregorio Montiel Cupello. Caracas era un hervidero, pero al terminar la noche tenía que regresar a casa y no recuerdo haber llegado una sola noche sin pensar que mi vida pendía de un hilo.

Hasta que me fui.

Fue como emigrar.

***

[Texto generado en el “Taller de literatura autobiográfica” coordinado por Ricardo Ramírez Requena.]


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