Economía
¿Han sido las hiperinflaciones latinoamericanas catalizadoras de cambios políticos?
por Leonardo Vera
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Venezuela sigue siendo noticia en los periódicos mundiales no sólo por el creciente desarreglo financiero que está llevando al sector público a la insolvencia o por la dramática caída que experimenta el producto interno bruto y la producción de su industria petrolera durante los últimos 4 años, sino que también lo es ahora por el empobrecimiento agudo que está causando un proceso de aceleración inflacionaria convertido en hiperinflación y por el éxodo masivo de venezolanos hacia los países vecinos en búsqueda de un refugio contra la crisis. Venezuela se convierte en el segundo caso de hiperinflación registrado en casi dos décadas en la economía global y, en perspectiva, ninguna señal permite vislumbrar un arreglo ordenado de políticas para estabilizar la economía.
La aceleración inflacionaria trasladó a 10 millones de personas (un tercio de la población) por debajo del umbral de pobreza entre los años 2015 y 2016. Hoy, el ingreso de esa población empobrecida ha quedado pulverizado, y al tipo de cambio de paridad, el salario mínimo escasamente representa 33 centavos de dólar diarios. Ese mismo salario sólo alcanza para cubrir el 2% de la cesta normativa de alimentos y frente a los controles y la anarquía que representa la hiperinflación, la escasez es lo que le da la cara a los venezolanos. Los saqueos a los establecimientos comerciales y a las unidades de transporte de alimentos se han hecho cada vez más frecuentes y, a pesar de los programas de emergencia activados por el gobierno de Maduro, el descontento social es creciente.
La situación es tan caótica que muchos se preguntan hasta qué punto el gobierno de Maduro puede sostenerse frente a la terrible calamidad que pasa por sus narices, pero sobre la cual no parece hacerse responsable ¿Será la hiperinflación el catalizador de los cambios políticos que permitan poner orden en la catástrofe y enrumbar la economía?
Douglas Barrios y Miguel Ángel Santos han tratado de abordar tangencialmente esta interrogante en una interesante entrega al New York Times y se preguntan si a lo largo de la historia económica contemporánea las hiperinflaciones han regido como catalizadores de las transiciones políticas hacia la democracia. El estudio estadístico de 37 casos de hiperinflación, donde en cada caso se califica al gobierno según el grado de autoritarismo, no arroja ninguna pista positiva al respecto. Las hiperinflaciones no abonan para las transiciones democráticas. La conclusión es sombría, pero para nada sorpresiva. ¿Por qué una sociedad sumida en el hambre y la destrucción habría de promover cambios hacia la democracia cuando la prioridad es comer?
Así que más que responder a un truismo, parece más pertinente abordar directamente la pregunta que hemos hecho arriba: ¿cataliza la hiperinflación el cambio político? Para ello, no es necesario ir tan atrás ni tan lejos. Tomemos las 6 hiperinflaciones ocurridas en América Latina, desde Allende hasta Collor de Mello.
Chile: ¡Nadie salió a defender aquello!
Chile, el país con el más largo historial de inflación crónica del continente, encontró, durante el corto gobierno de la Unidad Popular (UP), un ensayo de socialismo populista donde el control de los medios de producción y la fórmula para reactivar la economía con una drástica redistribución del ingreso y de la riqueza se perfilaron como ejes de la transformación económica. Al igual que otras experiencias de reactivación redistributiva en la región, el gobierno de Allende generó una expansión transitoria en la economía. Pero la conflictividad, la pérdida de confianza y los desequilibrios económicos que se fueron acumulando terminaron generando resultados desastrosos.
Cuando llegaron las expropiaciones y las tomas agrícolas e industriales, se paró en seco la inversión privada; y si bien la nacionalización de la industria del cobre no encontró mayor resistencia legislativa, la toma de otras empresas básicas y la política de expansión del gasto público y los subsidios sin control hundieron las finanzas públicas. Sin acceso al mercado financiero internacional, el gobierno de Allende apeló, sin la menor muestra de mesura, al financiamiento monetario. A partir del año 1972, la inflación en Chile comenzó a acelerarse y no tardó mucho tiempo para que los controles de precio llevaran a la economía a un agudo cuadro de escasez, recesión y mercados negros.
En el plano político, la Unidad Popular no salía de sus propias contradicciones internas y la reacción de muchos miles de chilenos fue la protesta callejera y las caceroladas que tanto daño hicieron al prestigio del gobierno de Allende. Entre junio y agosto de 1972, la tasa de inflación pasó de 4,45% mensual a 22,73%. A las protestas se sumó el rechazo de los gremios profesionales, comerciantes minoristas, camioneros y mineros. Ya para fines de ese año, el porcentaje de aquellos que creían que la situación económica era buena había alcanzado su nivel histórico más bajo de sólo un 10% (Navia y Osorio 2015). El golpe militar se gestó justo cuando la economía se encaminaba a la hiperinflación. Para la sociedad y el mundo político chileno no fue algo inesperado y la cruda realidad es que nadie salió a la calle a defender al gobierno de Allende aquel 11 de septiembre del año 1973.
Bolivia: Siles renuncia para evitar la guerra civil
Bolivia, el país más afectado en América Latina por la crisis de endeudamiento internacional de 1982, entró en una progresiva desintegración de la economía durante el gobierno de Hernán Siles Suazo. Electo presidente en octubre de 1982, Siles Suazo asumió la difícil tarea de consolidar el retorno a la democracia en Bolivia tras 18 años sucesivos de golpes y gobiernos militares. Llegó al poder gracias a la alianza de un conjunto de partidos de la izquierda boliviana (la UDP). Pero la crisis externa ya estaba en marcha y el país además arrastraba una crisis productiva desde finales de los años setenta. El cierre de los mercados financieros internacionales no dejó para el gobierno de Siles posibilidad alguna para financiar con créditos externos el creciente déficit fiscal, como en efecto se hizo durante los setenta. Al cerrarse el financiamiento externo por causas que escapaban, en gran parte, del control del gobierno boliviano, se produjo la secuencia ya clásica de colapso cambiario, seguido de medidas de ajuste para remediar el estrangulamiento externo y de presiones internas para evitar sus efectos.
Con un problema de aceleración inflacionaria, el gobierno de Siles inició varios intentos de estabilización que comenzaban con una devaluación del peso y el reajuste de algunos precios administrados, encontrando inmediatamente fuerte oposición en los sindicatos y en la Central Obrera Boliviana, lo cual escapaba del control gubernamental. Cediendo a las presiones por compensación salarial, el problema fiscal se agravaba y estos programas terminaron en rotundos fracasos. Ya a mediados de 1984, la economía estaba en hiperinflación destruyendo rápidamente el poder adquisitivo de los asalariados y llevando al país a la anarquía y a conatos de guerra civil. La coalición de los 4 partidos que había llevado a Siles al poder se había desintegrado y prácticamente no había sector organizado en la sociedad boliviana que respaldara al gobierno. Sin ninguna capacidad para lidiar con una crisis que parecía superarlo y para detener una posible guerra civil y preservar la democracia, Siles Suazo decidió renunciar un año antes del término de su mandato y llamar a elecciones.
Nicaragua: Un proyecto hegemónico derrotado en elecciones
Luego de ocupar lugares estelares en la Junta de Gobierno de Reconstrucción Nacional que se instaló transitoriamente tras el derrocamiento de Anastacio Somoza, el sandinismo se hizo del control del gobierno en Nicaragua en elecciones celebradas en el año 1984. De ahí en adelante, un largo catálogo de errores inspirados en la ideología y el voluntarismo fue llevando al país hacia un régimen de sofocante control económico y social. La hiperinflación en Nicaragua fue el resultado combinado entre la caída del producto y la escasez rampante que impuso el régimen de expropiaciones y controles, el enorme desequilibrio externo generado por la abultada deuda externa y el conflicto político que degeneró en una guerra financiada de la única manera factible para entonces: con emisión sin control de dinero primario. Para el año 1989, la caída acumulada del PIB per cápita de Nicaragua llevó al país a los niveles registrados en 1940, y un año más tarde el consumo y los salarios cayeron a niveles inimaginables. Como resultado de los desequilibrios externos acumulados, el país registraba una deuda de 9.741 millones de dólares que equivalía a 33 veces las exportaciones de bienes y 4 veces al PIB. La inflación que se movió en un promedio mensual de 24,9% en 1987 se aceleró hacia finales del año 1988 y entre septiembre de ese año y enero de 1989 ya era del 100% mensual. Entre 1988 y 1991, Nicaragua sufrió el proceso de hiperinflación más profundo y prolongado de la región.
Así, una década de enorme turbulencia política y ruina económica y el desarrollo de una guerra civil dieron al traste con las aspiraciones del gobierno sandinista de seguir conduciendo los destinos de Nicaragua. En un contexto de hiperinflación, el sandinismo es empujado por las condiciones económicas internas y la presión internacional a un proceso de elecciones. En febrero de 1990, pierde unas elecciones competitivas (acompañadas por observadores internacionales), dándole entrada a la transición a la democracia y al gobierno de Violeta Barrios de Chamorro. La hiperinflación y el ruinoso estado de la economía, sin haber sido el factor decisivo para la derrota sandinista, fueron sin duda catalizadores del descontento y de las aspiraciones de cambio.
Perú: “Caballo Loco” abucheado en el congreso y el país cruza a la derecha
Alan García ganó las elecciones generales de 1985 con un gran apoyo popular ya que supo irradiar una vitalidad y un verbo desconocidos en la política peruana. García heredaba, no obstante, una economía con inflación crónica, altamente endeudada y con serios problemas para crecer. Al igual que en otros experimentos populistas de la región, García intentó poner en marcha un programa de reactivación de la economía a través de incrementos salariales y de gasto público, pero para financiarlo decidió no pagar sino un porción de la deuda externa. Esto trajo grandes problemas, pues en adelante la economía peruana quedaría aislada financieramente del exterior.
Mientras hubo recursos, el programa expansivo funcionó, pero pronto los desequilibrios macroeconómicos comenzaron a tomar lugar. Al finalizar el año 1987, la crisis ya era evidente. La inflación empezó a galopar y la reactivación económica se estancó. La balanza de pagos cerró el año 1987 con un saldo negativo de 521 millones de dólares, el hueco más grande desde 1981. Una gran incertidumbre determinada por la estatización de la banca generó un serio ataque especulativo en el mercado cambiario. Consecuentemente, las reservas internacionales siguieron cayendo y, a falta de dólares, el Banco Central no pudo controlar la explosión en la tasa de cambio.
Obligado por las circunstancias, el gobierno recurrió, a finales de 1987, al Fondo Monetario Internacional (FMI) y al Banco Mundial (BM) en busca de préstamos. Si bien hubo conversaciones, el Perú no llegó a recibir préstamos pues aún adeudaba 600 millones de dólares al FMI y 400 millones al Banco Mundial.
A partir de septiembre de 1988, después de un contraproducente y mal diseñado programa de estabilización, la aceleración inflacionaria se convirtió en hiperinflación y la economía entró en una crisis insospechada. La tasa de inflación de septiembre llegó a 114%, la más alta registrada en la historia peruana. Un largo paro en la industria minera contribuyó a que las exportaciones cayeran aún más, agravando así el déficit en la balanza de pagos. Las reservas internacionales se habían extinguido y las embarcaciones con productos varados en el puerto se negaban a descargar mercancías hasta que no se les pagara. La escasez se hizo crónica y las colas en busca de productos se alargaban y multiplicaban. Alan García, quien en septiembre de 1985 gozaba de una aprobación del 96,4%, terminó en enero de 1989 en sólo 9%. Su último mensaje al congreso fue vergonzoso, abucheado hasta por sus propios partidarios. El APRA y los proyectos políticos de centro-izquierda desaparecerían del panorama político peruano por muchos años y, en las elecciones de abril de 1990, dos candidatos conservadores, Mario Vargas Llosa y Alberto Fujimori, terminaron por copar la escena.
Argentina: Alfonsín entrega en ascuas y antes de terminar su período
Ninguno tan desafortunado y triste como el desenlace que tuvo el gobierno del Dr. Alfonsín en Argentina. Alfonsín fue el héroe de la transición democrática en Argentina y, en cierto sentido, terminó un largo ciclo de golpes de Estado que se remonta a 1930 con el derrocamiento de Hipólito Yrigoyen. Su gobierno impulsó la anulación de la amnistía dictada por los militares y creó la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas (Conadep) para investigar los crímenes cometidos por la dictadura militar. Sin embargo, heredó una situación económica con la que su gobierno no pudo lidiar. Una deuda externa acumulada por los gobiernos de la dictadura militar que rondaba los 45.000 millones de dólares y unas menguadas reservas internacionales.
Bernardo Grinspun, primer Ministro de Economía, trató de reactivar la economía y de detener la inflación con métodos ortodoxos. La inflación no cedió y, en diciembre de 1984, el índice de precios aumentó en un 20%. En febrero de 1985, Juan Sourrouille reemplazó a Grinspun y, en junio, el nuevo ministro lanzó el Plan Austral: un programa que se decantó por un ajuste en la tasa de cambio, seguido por el congelamiento de precios, tarifas y salarios y por un cambio en la moneda. El programa tuvo un éxito transitorio, pero luego la inflación repuntó galopante.
La situación política del gobierno de Alfonsín se complica cuando, en diciembre de 1988, un grupo de militares se alzó contra el gobierno constitucional; y, en enero de 1989, civiles armados atacaron al cuartel de La Tablada (alegando que un nuevo golpe militar estaba en ciernes). Todos estos hechos, más la profunda y larga recesión, contribuían al malestar de la población y a enrarecer el clima político que precedió a la hiperinflación. La cada vez más aguda crisis económica fortaleció a los sindicalistas de la CGT, que presionaron al gobierno con marchas y huelgas generales para conseguir aumentos en los salarios, y llegaron incluso a reclamar la renuncia del presidente. La realidad era que las correcciones salariales nunca eran suficientes y los ingresos de los trabajadores iban perdiendo paulatinamente la batalla contra el alza de los precios de bienes y servicios.
Hacia fines de enero de 1989, las reservas internacionales bajaron a 900 millones de dólares, las salidas de capital eran intensas y esto hizo que, el 6 de febrero, el Banco Central decidiera no vender más dólares por el riesgo que significaba, precisamente, agotar las reservas. El Austral (la nueva moneda) comenzaba así una importante devaluación que fue antesala de una frenética remarcación de precios. En abril de 1989, la aceleración inflacionaria era inminente (30% en ese mes) y en julio alcanzó su pico cuando la tasa de inflación mensual fue de 195%. El deterioro de la economía seguía su curso y, en un último intento por reencauzarla, el gobierno lanzó el Plan Primavera, el cual fracasó en medio de la hiperinflación, la corrida cambiaria y los saqueos. La manifestación más explícita y penosa de la hiperinflación fueron los saqueos que se convirtieron en el eje central de una protesta que hizo ver la desesperación e impotencia de sectores poblacionales de bajos recursos que no podían comprar alimentos por el aumento desenfrenado de los mismos. Así, la crisis de gobernabilidad de Alfonsín fue de tal magnitud que no pudo terminar su mandato y provocó el adelantamiento de los comicios presidenciales para el 14 de mayo de 1989, cediendo el poder a Carlos Menem.
Brasil: La salida ahora acostumbrada, el juicio político
Al igual que Argentina y otros países de la región, Brasil inició su retorno a la democracia en los años 80s, pero en un contexto económico muy complejo de sobreendeudamiento público, desequilibrio externo e inflación galopante. Así que los dos primeros presidentes que asumieron el ya difícil desafío de la transición a la democracia, José Sarney y Fernando Collor de Melo, tuvieron además que hacerlo en condiciones económicas muy adversas. Collor de Melo, primer presidente electo tras dos décadas de gobiernos militares, llegó en 1990 con gran respaldo popular y ayudado por una refrescante imagen anti-partidos y un discurso anti-establishment que se ganó la confianza del electorado brasileño. Su principal desafío fue detener un proceso de aceleración inflacionaria luego del fracaso de los planes anti-inflacionarios del gobierno de Sarney.
Plano Brazil Novo fue el nombre del plan de estabilización puesto en práctica en marzo de 1990 por el gobierno de Collor. Entre el miedo y la esperanza, y con una inflación anual que ya rondaba por 2.751%, el plan Collor se centró en cuatro pilares: una ambiciosa reforma de la administración pública, que incluían reformas tributarias, consolidación de ministerios y privatizaciones de activos públicos; una apertura comercial; un nuevo congelamiento de precios y salarios, y una reforma monetaria que incluía el congelamiento de los depósitos del público por un período de 18 meses con el regreso del cruzeiro como moneda de circulación. Así que, en apenas 2 meses, Collor dictó 44 medidas provisorias, 118 decretos, cerró once ministerios, abolió el cruzado nuevo, resucitó el cruzeiro y secuestró a la mayoría de los activos financieros del país.
Con el congelamiento de los depósitos, el Plan Collor pretendía retirar de la circulación una cantidad enorme de dinero. Los arquitectos del plan suponían que, para conseguir dinero fresco, las empresas se verían obligadas a deshacerse de sus stocks de mercadería con lo que bajarían los precios. También, suponían que la falta de circulante y de créditos haría disminuir la demanda y esto daría también como resultado la baja de precios y reducción de la inflación.
A finales de 1990, el plan había provocado una caída del PIB de 5% (la mayor registrada en la posguerra), mientras que 7.500.000 personas habían perdido sus empleos. La inflación declinó sólo por un breve período de algunos meses luego del lanzamiento del plan de estabilización, pero volvió a superar el 20% mensual ante el fracaso de éste y otro intento de estabilización. La popularidad de Collor, muy afectada por la medida de congelamiento de los depósitos bancarios, se desplomó por el fracaso del plan y el rebrote inflacionario. Collor entendió entonces que no podía seguir gobernando solo e intentó un acercamiento hacia los partidos políticos, aunque su creciente impopularidad hizo que estos se distanciaran aún más del gobierno para no quedar identificados con un proceso en franco declive. La excusa que el establishment encontró para salir de la aventura fue activar un juicio político por corrupción contra Collor. Descrita por The New York Times como la manifestación más grande en la historia de Brasil, el 19 de septiembre de 1992, 750.000 personas salieron a la calle al grito de ¡Impeachment ya! Finalmente, Collor renunció a la presidencia el 29 de diciembre de 1992.
¿Qué puede sugerirnos la historia?
Cuando le planteé a un buen amigo los mensajes de estos retazos de la historia económica latinoamericana y la idea de plasmarlos en un artículo o un breve ensayo, inmediatamente me dijo que, en Zimbabue, un autócrata y líder criminal emborrachado de poder había podido sobrevivir a un proceso hiperinflacionario. Pero riposté diciendo que esto no era del todo cierto.
La verdad es que acosado por la hiperinflación y por la presión internacional, Robert Mugabe aceptó, en septiembre de 2008, un acuerdo histórico (respaldado por los gobiernos de Sudáfrica y Botswana) de compartir el poder con su rival político, Morgan Tsvangirai, quien falleció apenas hace unos días. Fue Tsvangirai, en posición de primer ministro, quien le abrió el paso a la legalización del dólar como moneda oficial, derrotó la hiperinflación y promovió durante 4 años un proceso de recuperación económica. Mugabe acudiría a nuevas maniobras políticas en el 2013 y se haría nuevamente del poder absoluto después de unas elecciones fraudulentas. Pero esa es harina de otro costal. Los gobiernos autoritarios pueden sobreponerse a las hiperinflaciones, pero sólo si son exitosos combatiéndola. Eso explica por qué los comunistas en Hungría lograron sobrevivir a la hiperinflación más elevada de la historia.
La experiencia latinoamericana no es diferente. No hay capital político, ni fuerza represiva y hostil en el poder que pueda detener el descontento que genera el huracán hiperinflacionario cuando no es exitosamente conjurado. En ese rico ecosistema regional, las fórmulas que terminan por promover el cambio varían, y a decir verdad, cada experiencia ha terminado por desatar sus propios resortes políticos, sociales, e institucionales. Viendo la reacción del gobierno de Maduro frente a la crisis: irresponsable, inefectivo e inerme, nada de lo que aquí hemos revisado nos hace pensar que en Venezuela no se conjuguen las condiciones para dar con una fórmula de cambio.
Referencias.
Navia, P. y R. Osorio (2015) Las encuestas de opinión pública en chile antes de 1973, Latin American Research Review, Vol. 50, No. 1.
Leonardo Vera
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