Ficción

Hacia la nada

29/05/2022

Compartimos «Hacia la nada», un cuento que obtuvo primer lugar en el a XVI Edición Premio de Cuento Julio Garmendia para Jóvenes Autores, de la Policlínica Metropolitana. El jurado reconoció que era un «relato impecablemente narrado, que cuenta la peripecia de un escultor que busca el sentido de la vida a través de la creación de una obra que lo confronta con su propia espiritualidad y con el vacío».

Fotografía de Jayson Shenk | Flickr

A Carlos Medina, artista de lo esencial.

La más reciente etapa de la producción artística de Antonio Burgos, que coincidía con su madurez vital y creativa, se había caracterizado por un giro hacia la levedad, hacia las presencias mínimas y el vacío, en contraste con sus primeras obras en que exploraba la materialidad de los cuerpos y la rudeza de las formas. Aunque las nuevas piezas se exhibían con éxito en museos y galerías, a sus seguidores tempranos no dejaba de sorprenderles el inesperado talante inmaterial de su trabajo. Burgos había alcanzado la fama como escultor por sus grandes obras de volúmenes imponentes y pesados, que según la crítica autorizada “confrontaban al espectador con su propia contingencia”. Obras que llenaban toda una sala y obligaban a preguntarse cómo era eso posible, cómo habían llegado hasta allí; volúmenes inmensos en el espacio público que difícilmente se podían abarcar con una sola mirada; bordes escarpados que se alzaban como amenazas. Producir el temblor, cortar el aliento, trastocar los asideros: he ahí lo que se proponía en aquellos tiempos Antonio Burgos, con la soberbia del joven artista.

Pero luego de años de trabajar en las más grandes escalas, Burgos fue desnudando progresivamente sus creaciones de la materialidad que las había caracterizado. Más que cuerpos comenzó a producir estructuras, más que volúmenes reales, presencias sugeridas. Al inicio de esta transformación las obras seguían extendiéndose sobre grandes espacios, pero el vacío iba ocupando su materialidad interior. Aparecieron las grietas, las cuevas, los cascarones vacíos en lo que antes era roca impenetrable. Luego fue el color el que desapareció poco a poco. De lo oscuro y lo terroso, Burgos se movió hacia los metales crudos, lo blanco, lo transparente. Las inmensas piezas sólidas se volvieron instalaciones abiertas en que el espectador podía caminar entre líneas de nylon, laberintos de túneles, entramados de varillas. El escultor se las arreglaba sin embargo para que su obra siguiera siendo un encuentro con lo sobrecogedor.

Nos cuesta comprender lo que es más grande que nosotros, decía Burgos en sus primeras entrevistas, y yo creo que el arte debe enfrentarnos a lo que no podemos comprender. Como tantos artistas, hablaba con una convicción verdaderamente envidiable, casi una certeza sin fisuras, una apuesta sin miramientos por su propuesta sobre el arte. Lo cierto es que, también como tantos otros, estaba lleno de dudas. Sus obras de juventud habían surgido del azar y la intuición, y su fama le parecía un asunto de suerte. Quería ser escultor, de eso estaba seguro, pero no sabía qué ni cómo esculpir para hacer una obra realmente suya, un planteamiento propio. Así que pasaba horas observando pedazos de roca sin saber cómo abordarlos. Llegado el momento de exponer, alguien le propuso mostrar aquellas moles que tenía hacía meses en su estudio y Burgos se dio cuenta de que, de tanto verlas y pensarlas tenía unas cuantas cosas que decir sobre ellas. La inauguración fue un éxito, las palabras del artista convencieron a unos cuantos, y así se dio cuenta de que por ahí había algo, de que podía abrirse un camino explorando la grandilocuencia pura de la roca. Surgía de a poco una leyenda. La del gran artista de lo inmenso, la de la poética de lo inconmensurable. Pero Antonio sabía que quería algo más, y aunque dedicó unos cuantos años y fundó una exitosa carrera a partir de lo que aquella grandeza inhóspita le sugería, no estaba tranquilo con su poquísima participación en el proceso. Él era en verdad un comentarista, un hilandero de ideas en torno a la fuerza material de los objetos. Quiso entrar en el asunto, decidió hender la roca.

De allí vinieron sus primeras grietas y rasgaduras, de allí luego sus cuevas y laberintos. Pero a medida que las piezas se quebraban lo hacía también su discurso. Antonio Burgos pareció perder la elocuencia que lo había caracterizado. Se interrumpía al hablar, cortaba las palabras, callaba. Ya no se veía tan seguro de sí mismo. Y sin embargo estaba más contento, veía en su trabajo algo que por fin hablaba de sí, que lo mostraba.

Como ya tenía un lugar en el mundo del arte y entre sus comentaristas, se le perdonaba casi todo. Su obra celebrada transfería su prestigio a las nuevas indagaciones, sus textos anteriores servían de coartada a las nuevas obras, aunque ya no hablaran de lo mismo. La interpretación puede ser muy elástica cuando la voz ha sido reconocida de antemano. Y, tenido ya por gran artista, se le permitía la excentricidad del cambio, el titubeo en el hablar, la negativa a conceder entrevistas.

Cuando a las grietas, túneles y huecos los siguió el adelgazamiento general de la estructura, cuando tubos, hilos y varillas sustituyeron la densidad corpórea de la roca, no faltó quien advirtiera que adelgazaba también el artista, como si acompañara con su cuerpo las transformaciones de su obra o se viera de algún modo consumido por sus nuevas preocupaciones plásticas. La reducción estructural le trajo nuevas satisfacciones y nuevas preguntas. Antonio supo que debía avanzar hacia lo minúsculo, apuntar al reverso de aquellas obras primeras. Lo verdaderamente sobrecogedor no estaba en la grandeza inabarcable sino en la nada, en la calma visual y en el silencio.

Así, se fue replegando hacia las paredes, trabajando con superficies de mínimo espesor, obras blancas que se perdían en lo blanco del fondo sobre el que se instalaban. Si al principio sus propuestas colmaban el espacio, ahora casi desaparecían en las enormes salas en que le gustaba mostrarlas. Los espectadores se enfrentaban a grandes extensiones de nada y debían acercarse a las paredes para descubrir esas obras como susurros, apenas presentes.

Y tal como había sucedido antes, Antonio Burgos siguió cambiando con su trabajo. Era ahora verdaderamente flaco, enjuto de carnes, y casi no profería palabra alguna. Lejos había quedado aquel elocuente muchacho capaz de vender rocas en bruto como esculturas, y de dar lecciones sobre el arte y la naturaleza humana. Antonio era ahora un viejo artista flaco, silencioso y ensimismado. Sus amigos temieron que estuviera enfermo. El mercado se frotaba las manos ante la probable muerte del maestro. Pero Antonio nunca se había sentido mejor. Cada nueva búsqueda lo empujaba un poco más hacia sí mismo, cada nueva obra decía más de él y de su idea del arte que todas las palabras, los discursos, conferencias y textos que con tanta ligereza había pronunciado, escrito y publicado en sus primeros años.

Un día mientras comía solo –ahora casi siempre estaba solo– recordó el hilito y sonrió como por reflejo, se iluminó de contento y de inmediato la contentura devino en vértigo. El hilito era su juego preferido, un juego privado inventado por su abuela. Jugaban por horas los dos solos a encontrar figuras e inventar historias a partir de las formas caprichosas que podía adoptar un trozo de hilo negro sobre el piso blanco de la sala. Antonio reía a carcajadas con las ocurrencias de la abuela. Ahí, en esa casi nada, estaba todo lo que para él había alguna vez significado algo. Con la muerte de su abuela se acabó aquel el juego y la niñez de Antonio. Habían pasado ya más de setenta años.

En su siguiente exposición no mostró más que unos pocos trozos de hilo negro pegados de manera más o menos arbitraria en las paredes de la sala. A estas alturas el público ya estaba acostumbrado a las extravagancias del maestro, pero aquello quizás ya era demasiado. O demasiado poco, sería mejor decir. Antonio Burgos, tan delgado que parecía a punto de quebrarse, estaba exultante de gozo.

Luego se retiró de la vida pública por casi un año. Se especulaba sobre su muerte o su retiro, galeristas y amigos intentaron contactarlo sin éxito. Sólo algunos vecinos podían dar fe de que ahí estaba, encerrado en su taller del que salía únicamente para comprar algo de comida de vez en cuando.

Lo cierto es que Antonio planeaba su última gran muestra, la síntesis final de todas sus cavilaciones artísticas, el punto de llegada de su carrera y de su vida. La idea se le presentó durante el montaje de la exposición de los hilos negros, pero requirió de muchos meses de reflexión y trabajo para terminar de darle forma. Antonio estaba seguro de la novedad, incluso de la necesidad personal y –por qué no decirlo– histórica, de su propuesta. No podía presentarla en cualquier parte, ameritaba un lugar prestigioso. Requería una gran sala de un gran museo. Pero Antonio necesitaba también que lo dejaran hacer a su antojo, que nadie se entrometiera en sus procesos de creación, organización y montaje. La exposición debía resguardarse en absoluto secreto hasta el día de su inauguración.

Afortunadamente Antonio Burgos era alguien en el mundo del arte y tenía a quiénes acudir en asuntos como estos. Sabía exactamente qué sala de qué museo se adaptaba perfectamente a su proyecto, y sabía también que justo en ese museo el director general de exposiciones y curador en jefe era su gran amigo Domingo De la Huerta. No fue difícil conseguir una reunión con el doctor De la Huerta. Siempre había tiempo para recibir a un maestro y un amigo. Un poco más le costó convencerlo de que se sumara al proyecto. O más bien que se restara, que prestara su ayuda y se quitara de en medio. Entregar la sala más grande del museo a un artista, por muy afamado que fuera, para montar una exposición desconocida y misteriosa sin tener ningún dato ni poder acceder al montaje, podía  poner en juego la carrera de De la Huerta. Si algo salía mal eran su reputación, su trayectoria y su criterio los que se verían cuestionados. Pero finalmente accedió. En el fondo, sentía una gran curiosidad por la propuesta de su amigo y, fuera lo que fuera, de seguro tendría alguna relevancia, incluso por tan solo insertarse en el conjunto de su obra. Sin ninguna duda daría de qué hablar.

De manera que unos pocos meses más tarde, Antonio entraba a la sala con apenas una maleta en la que, según aseguraba, tenía todo lo que podría necesitar. Domingo De la Huerta estaba un poco nervioso, pero lo dejó hacer como había prometido. Nadie del museo tuvo acceso a la sala desde entonces, y a un grupo de guardias se le asignó la custodia de la puerta para asegurarse de que el maestro Burgos tuviera la tranquilidad que requería. El experimento se anunció en los medios y se incluyó en la programación oficial del museo. En todas partes se hablaba de la última gran muestra de Antonio Burgos. De la Huerta había decidido que, si ya había llegado hasta ahí asumiendo tantos riesgos, era mejor tratar de aprovechar al máximo lo que pudiera salir de todo aquello.

Una semana tenía Antonio Burgos para armar el montaje. Siete días después de su entrada a la sala estaba anunciada una gran inauguración pública, con presencia de invitados especiales y puertas abiertas al público en general. Antonio había advertido que, una vez adentro, no saldría bajo ningún concepto. La rara exigencia no hacía sino aumentar la curiosidad de los enterados y azuzar el revuelo mediático. Ya no era simplemente una exposición, se trataba de una declaración de principios, una propuesta performática en la que el artista hacía del museo su lugar de creación y de vida, para luego abrir las puertas al público y dejarle ver los resultados. El maestro Burgos era un innovador, un gran artista capaz de generar sorpresas y planteamientos inesperados luego de tantos años de carrera.

Mientras pasaban los días, aumentaba el nerviosismo de De la Huerta. Esperaba con impaciencia la salida de su amigo y todos los días preguntaba a los guardias si había alguna novedad. No alcanzaba a imaginar lo que pudiera estar haciendo Antonio allá dentro, pero le preocupaba que por alguna razón no lograra su cometido, que enfrentara graves imprevistos o incluso que sufriera algún accidente. A fin de cuentas, ya no era un hombre joven y lucía cada vez más débil. ¿Para qué habría él aceptado recibirlo? A ratos se sentía afortunado por el privilegio, pero con frecuencia maldecía su suerte.

La tensión llegó al máximo el día de la inauguración. Antonio aún no salía y Domingo De la Huerta estaba al borde del colapso. Tocó la puerta de la sala en la mañana y al medio día, pero no obtuvo respuesta. A las seis de la tarde, cuando faltaba apenas una hora para la llegada de los invitados decidió que había que entrar a la fuerza. Las puertas interiores del museo estaban reforzadas y el equipo de mantenimiento demoró todavía unos cuantos minutos en desmontar la cerradura. Para cuando lograron abrir, ya los primeros visitantes y camarógrafos comenzaban a reunirse afuera de la sala.

De la Huerta fue el primero en entrar y tras él siguieron casi todos los presentes, deseosos de conocer antes que nadie la última propuesta del maestro. Pero no había allí nada que ver. La sala estaba completamente vacía. No había obras ni propuesta ni hilos ni nada. Ni siquiera encontraron al artista. La última gran muestra de Antonio Burgos, la síntesis final de todas sus cavilaciones artísticas, el punto de llegada de su carrera y de su vida, era un gran espacio de nada. Antonio Burgos había empujado los límites hasta sus últimas consecuencias, había dado el salto final de lo mínimo a lo inexistente, y había desaparecido, felizmente, con su obra.


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