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“Me imagino definidamente la cantidad (que generalmente llaman cantidad continua los filósofos) o la extensión de esa cantidad, o mejor dicho de la cosa cuanta en longitud, anchura y profundidad (…)”.
René Descartes, Meditaciones metafísicas (1641)
“(…) subsisten todavía tiempo y espacio, que son, pues, intuiciones puras que existen a priori en el fondo de aquella, y por esto ellas mismas no pueden ser omitidas, pero que, precisamente por ser puras intuiciones a priori, prueban que son meras formas de nuestra sensibilidad que deben preceder a toda intuición empírica (…)
Immanuel Kant, Prolegómenos a toda metafísica futura que pueda presentarse como ciencia (1783)
1. La noción de Renacimiento tiene, en el dominio de la filosofía, connotaciones conceptuales y coordenadas temporales diferentes de las atribuidas en los campos urbano, arquitectural y artístico. En la historia de la ciudad – siguiendo al medievalista belga Henri Pirenne, en Les villes du Moyen Age (1925) – se suele considerar que el Renacimiento comenzó con la recuperación demográfica y comercial desde el siglo X, manifiesta en la reconfiguración de la ciudad burguesa ante al orden feudal. Mientras que, en arte y arquitectura, la incorporación de los principios de la perspectiva a la representación pictórica y la composición arquitectural, durante el quatrocento y el cinquecento, caracterizan temporalmente el período.
Sin embargo, en filosofía, sin desconocer el florecimiento humanístico ocurrido desde la Baja Edad Media, a fines de la “Primera Edad” – según la periodización del historiador argentino José Luis Romero, en La cultura occidental (1953) – la modernidad renacentista resulta algo más tardía. Viene instaurada, desde fines del siglo XVI, por el despuntar del empirismo y el racionalismo como vertientes del pensamiento; tal como bosqueja en este sentido Francisco Romero, en la introducción al Discurso del método cartesiano:
“El Renacimiento, que, filosóficamente, es un período de preparación y de transición, termina cuando la mente moderna descubre los métodos adecuados para llevar adelante una larga tarea, no como un conjunto disperso de intuiciones o adivinaciones, sino como un sistema compacto de normas metódicas, de seguras pautas para la investigación y la especulación. Ello se logra al final del Renacimiento, en dos direcciones diferentes y durante largo tiempo adversarias: en el sentido de la comprobación empírica y de la exigencia de no ir más allá de la elaboración de sus datos en las edificaciones filosóficas, y en el de establecer un nuevo estatuto para el uso de la razón y aplicarlo para nuevas construcciones metafísicas. Bacon y Descartes toman respectivamente esas faenas, y con ambos nace propiamente la filosofía de la Edad Moderna, convirtiéndose así en los orígenes de las dos vertientes del pensamiento nuevo, hasta Kant: la del empirismo, y la del racionalismo”.
Más que al empirismo de Francis Bacon (1561-1626), puede decirse que la idea de modernidad filosófica está asociada al nuevo sujeto racional y pensante, observador e introspectivo, quien reconstruye el mundo tras desmantelarlo a través de la duda metódica. Quedó ese sujeto retratado por René Descartes (1596-1650) en el archiconocido pasaje del Discours de la méthode (1637), donde el polímata francés plasmó mucho del método que vislumbrara en el invierno de 1619 en Alemania, cuando “permanecía todo el día encerrado solo al lado de la estufa”, sin conversaciones que lo divirtieran ni pasiones que lo perturbaran.
“Más inmediatamente después me fijé en que, mientras yo quería pensar así que todo era falso, era preciso que yo, que lo pensaba, fuera algo. Y advirtiendo que esta verdad: yo pienso, luego yo soy, era tan firme y segura que no podían conmoverla todas las más extravagantes suposiciones de los escépticos, juzgué que podía admitirla sin escrúpulo como primer principio de la filosofía que yo buscaba”.
Características del sistema cartesiano resultan las “ideas innatas”, existentes en la mente del sujeto y previas a toda experiencia; así como la separación de la realidad entre “sustancia pensante” o res cogitans, y sustancia material o res extensa, de las que el pensamiento y la extensión constituyen atributos esenciales respectivos. Y preside ese sistema dualista la idea de Dios como garante y ser perfecto, quien permite al sujeto cartesiano, tras la duda metódica, alcanzar la certeza, más que la verdad, lo cual resulta ya una postura gnoseológica moderna.
2. Con respecto al mundo exterior, en las Meditaciones metafísicas – obra publicada en 1641 en latín para el público docto, a diferencia de la divulgación buscada por el Discurso del método – intentó Descartes, tras “emerger de la duda (…) ver si puede ser conocido algo cierto sobre las cosas materiales”. Y estas últimas remiten al espacio, sin nombrarlo como tal:
“Me imagino definidamente la cantidad (que generalmente llaman cantidad continua los filósofos) o la extensión de esa cantidad, o mejor dicho de la cosa cuanta en longitud, anchura y profundidad; distingo varias partes en ella y asigno a esas partes cualesquiera magnitudes, figuras, situaciones y movimientos locales y duraciones cualesquiera a esos movimientos”.
Tras descubrir la geometría analítica en 1631, parte de esos atributos de la extensión fueron desarrollados por el también matemático galo en la Géometrie (1637), los cuales permitieron configurar el espacio sustancial y tridimensional, incluyendo las coordenadas, apoyándose para ello en los Elementos (174 a.C.) de Euclides (325-265 a.C.). Y a partir de entonces, como sabemos, los espacios euclidiano y cartesiano permanecerían como sinónimos.
3. La duda metódica de René Descartes y la crítica trascendental de Immanuel Kant (1724-1804) jalonan el tránsito de la filosofía moderna a la contemporánea, en el contexto de descubrimientos científicos, como la ley de la gravedad de Isaac Newton (1642-1727), y el cálculo infinitesimal, entre otros avances del Iluminismo. En los Philosophiae Naturalis Principia Mathematica (Principios matemáticos de la filosofía natural), obra publicada inicialmente en 1687 por el físico inglés, cristaliza la noción de “espacio absoluto”, cónsono con la res extensacartesiana, aunque sin considerar la relación con la res cogitans, lo cual es más bien un problema filosófico.
La teoría newtoniana fue contrapunteada por el racionalismo de Gottfried Leibniz (1746-1816), en quien el espacio no tiene un carácter “absoluto” o sustancial, accidentalmente comunicado con la res cogitans, como en Descartes, sino de “relación” entre “mónadas” o sustancias, como mostrara Dino Garber en su libro sobre el tema. Fue en parte la invención del cálculo infinitesimal – compartida por Leibniz con Newton, como se sabe – la que condujo al polímata germano “a desustancializar el espacio y el tiempo, que se convierten en relaciones de orden”, al decir de Ivon Belaval en La filosofía alemana de Leibniz a Hegel (1977). Pero también – como hace notar Peter Merriman en Space (2022) – por contraposición al espacio absoluto newtoniano, la propuesta sobre espacio relativo o relacional resultaba, para el filósofo alemán, más cónsona con la noción de Dios como principio.
En Sobre la formación radical de las cosas (1698), afirmó Leibniz que el espacio “es el orden de la coexistencia o el orden de la existencia entre las cosas que son simultáneas”. En ese orden juegan papel fundamental las mónadas o sustancias individuales, las cuales vienen definidas, como resume Belaval, “por su forma (su ley de desarrollo) y por su materia (su situación, o situs, en el contexto de la creación)”. “Las Mónadas no tienen ventanas, por las cuales alguna cosa pueda entrar o salir en ellas”, sentencia Leibniz en La Monadologie, con lo que intenta zanjar el problema crucial de comunicación entre sustancias pensante y extensa, el cual venía de Descartes y fue abordado de manera diferente en los sistemas racionalistas, del panteísmo de Baruch Spinoza (1632-1677) al ocasionalismo de Nicolás Malebranche (1638-1715). Haciendo así desaparecer la cuestión misma desde su raíz, Leibniz optó por suprimir la relación entre las sustancias, porque – como señala Manuel Fuentes Benot en el prólogo a Monadología – “las Mónadas no son materiales y sus movimientos son internos, psíquicos. Queda reducido a puro fenómeno todo lo referente al movimiento físico y al espacio”.
4. La obra de Kant prefiguró la contemporaneidad filosófica, de manera análoga a como la de Descartes lo hizo con la modernidad. Bien resume en este sentido Antonio Rodríguez Huéscar, al presentar los Prolegómenos del sabio de Königsberg:
“En Kant se encuentran, en un grado mayor o menor de desarrollo, pero de un modo efectivo, y sin necesidad de apelar a interpretaciones forzadas, los gérmenes de lo que será la filosofía contemporánea en sus orientaciones decisivas. Su papel con respecto a esta época filosófica es, en muchos sentidos semejante al de Descartes con relación a la filosofía moderna. (…) Las dos son épocas de cautela, de extremar las precauciones para evitar el error, de sacrificar la extensión del conocimiento en aras de su seguridad, de búsqueda de certidumbres indudables. La ‘actitud crítica’ de Kant tiene el mismo empaque, responde a una situación intelectual análoga a la de la duda metódica cartesiana. Ambos pensadores comienzan con una imputación de dogmatismo: Descartes, a la escolástica tradicional; Kant, a la nueva escolástica racionalista. Los dos se vuelven hacia el pasado para decirle: no. Y los dos avizoran un porvenir venturoso para la filosofía que ha de edificarse sobre los sólidos cimientos por ellos establecidos (…) Ambos, también, son víctimas del mismo espejismo – un espejismo que podemos llamar racionalista…”.
De ese “sueño dogmático” racionalista fue despertado Kant por David Hume (1711-1776) y el empirismo inglés, cuyo análisis psicológico del conocimiento difería empero del desmontaje y reconstrucción trascendentales de las categorías cognitivas, propósito de la empresa acometida por el sabio prusiano. A tal efecto, como haciéndose eco de la jerarquía de ciencias exactas de Aristóteles, así como de la obra de Newton que conociera en la biblioteca de su maestro Martin Knutzen, Kant partió – al decir del mismo filósofo español – “de la seguridad de la ciencia físico-matemática”, por contraste con “la confusión y discordia en el campo de la metafísica”. Como muestra el clásico libro de Ernst Cassirer, Kant, vida y doctrina (1918), era un contraste que seguramente confirmó desde sus primeras cátedras en la Universidad de Königsberg, al promediar la década de 1750, cuando también enseñó geografía, lógica y ciencias naturales. Y al enfocarse sobre esa cúspide disciplinaria, buscaba el erudito “entender las estructuras lógico-trascendentales del pensar, o, dicho de otra manera, los supuestos y condiciones de la posibilidad del conocimiento en sus tres grandes direcciones: matemática, física y metafísica”, advierte Rodríguez Huéscar.
5. Las categorías trascendentales, junto a los modos de conocimiento apriorístico constituyen el meollo de la Crítica de la razón pura (1781), así como de la obra divulgativa que le siguiera, Prolegómenos a toda metafísica futura que pueda presentarse como ciencia (1783). En la primera establece Kant:
“En lo que sigue entenderemos, pues, por conocimiento a priori el que es absolutamente independiente de toda experiencia, no el que es independiente de ésta o aquella experiencia. A él se opone el conocimiento empírico, el que sólo es posible a posteriori, es decir, mediante la experiencia. Entre los conocimientos a priori reciben el nombre de puros aquellos a los que no se ha añadido nada empírico. Por ejemplo, la proposición ‘Todo cambio tiene su causa’ es a priori, pero no pura, ya que el cambio es un concepto que sólo puede obtenerse de la experiencia”.
A la base de ese conocimiento apriorístico y trascendental yacen las intuiciones puras de espacio y tiempo, “formas de nuestra sensibilidad” que apuntalan las disciplinas matemáticas y físicas, tal como resume el autor en los Prolegómenos:
“La geometría toma como base la intuición pura del espacio. La aritmética misma hace efectivo su concepto de número por la adición sucesiva de la unidad en el tiempo; pero, particularmente, la mecánica pura puede hacer efectivo su concepto de movimiento sólo por medio de la representación de tiempo. Pero ambas representaciones son meramente intuiciones; pues si se prescinde de la intuición del cuerpo y de su cambio (movimiento), de todo lo empírico, esto es, lo que pertenece a la sensibilidad, subsisten todavía tiempo y espacio, que son, pues, intuiciones puras que existen a priori en el fondo de aquella, y por esto ellas mismas no pueden ser omitidas, pero que, precisamente por ser puras intuiciones a priori, prueban que son meras formas de nuestra sensibilidad que deben preceder a toda intuición empírica, esto es, a la observación de los objetos reales, y según los cuales los objetos pueden ser reconocidos a priori, pero, sin duda, solamente tal como nos aparecen”.
Llevando así un paso más adelante – limítrofe ya con la contemporaneidad filosófica – la gnoseología subjetiva instaurada por la modernidad cartesiana, ese aparecimiento del fenómeno se contrapone en Kant a la cosa en sí, cuyo noúmeno busca ser aprehendido a través de las “categorías”, el otro gran componente cognitivo del sistema kantiano; todos ellos son – como resume Rodríguez Huéscar – “principios puros del entendimiento, factores subjetivos que introducen estructuración en el caos de las sensaciones”. Esa “inversión copernicana” llevada a cabo por Kant, mediante la cual “no es nuestro conocimiento el que se rige por la estructura de los objetos, sino éstos por la estructura de nuestro conocimiento – lo conduce”, concluye el mismo filósofo español, “a centrar el interés de la filosofía en el hombre mismo”. Y al cruzar así el umbral de la espacialidad moderna, Kant nos colocó, podemos añadir, a las puertas de la filosofía contemporánea y de su espacio fenoménico.
Arturo Almandoz Marte
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