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MILÁN – Los temas ambientales, sociales y de gobernanza desempeñan un papel cada vez más importante en el mundo empresarial. Los indicadores ASG se han vuelto un elemento central en la definición de propósito, misión y estrategia de empresas en una amplia variedad de sectores (entre ellos las finanzas y la gestión de activos); e influyen cada vez más en las prácticas de contratación y en la actividad regulatoria. Pero todavía hay que ver si su aparente adopción generará progresos reales.
La promesa de los indicadores ASG deriva de un hecho importante. Ningún actor aislado (ni siquiera el Estado) puede resolver por sí solo los grandes desafíos de la actualidad (desde lograr niveles razonables de equidad e igualdad de oportunidades hasta garantizar la sostenibilidad medioambiental). Por el contrario, la búsqueda de soluciones eficaces demanda colaboración de todos los sectores, incluidas las empresas, el Estado, las finanzas, la educación, los tribunales y las organizaciones sin fines de lucro.
Con la adopción de los indicadores ASG, las empresas están aceptando hacer su parte. Prometen alinear sus objetivos (y la forma en que miden su propio desempeño) con imperativos más amplios relacionados con la sostenibilidad, el desarrollo y el bienestar social. Pero para lograrlo se necesitarán incentivos eficaces, cuya creación no es sencilla.
Mucho se habla del paso de la primacía de los accionistas a un modelo de múltiples partes interesadas. La definición de «parte interesada» es vaga, pero por lo general se entiende que incluye (además de los accionistas de la empresa) a sus clientes, proveedores, empleados (presentes y potenciales), las comunidades donde opera y la sociedad en general.
Es evidente que los accionistas tienen un interés en satisfacer al menos a algunas de las otras partes interesadas. Una empresa cuyo modelo de negocios y cuyas prácticas parezcan estar en oposición a valores ampliamente compartidos tendrá problemas para atraer y retener clientes y empleados. A la inversa, a una empresa cuyas actividades parezcan responsables o favorables al bien común le será mucho más fácil atraer y retener a ambos. Esto puede obrar como un poderoso incentivo.
Pero ¿dónde está la línea entre la responsabilidad y la irresponsabilidad, entre lo que es favorable al bien común y lo que es dañino? A veces, la respuesta es tajante: ha habido empresas sometidas a la presión pública para que resolvieran problemas de condiciones laborales inseguras y trabajo infantil en sus cadenas de suministro. Pero en la mayoría de los casos habrá dilemas que resolver: no es posible maximizar al mismo tiempo dos o más variables si entre ellas no existe una relación funcional monotónica (es decir, si no aumentan y disminuyen al unísono).
Consideremos el traslado de actividades de fabricación a países en desarrollo. Esta práctica reduce los precios que pagan los consumidores en el mercado local de la empresa y estimula el crecimiento, el desarrollo y el empleo en el país al que se traslada la producción. Pero también perjudica a las comunidades que antes producían los bienes en cuestión, y que eran muy dependientes de esos puestos de trabajo. Incluso si los beneficios generales son mayores a los costos (suponiendo que todos ellos se puedan cuantificar en forma exacta), el problema para la comunidad afectada persiste.
La cuestión se complica por las enormes diferencias que hay entre diversos tipos de empresas. Algunas tienen una huella de carbono importante, otras no. Algunas emplean a miles de personas vulnerables a la automatización de sus puestos de trabajo, muchas otras no. En vista de estas divergencias, a la hora de alinear el modelo de negocios y las prácticas de una empresa cualquiera con los objetivos ambientales y sociales, no puede haber una fórmula única.
No pretendo con esto restar valor al modelo de múltiples partes interesadas. Por el contrario, una cuestión que merece más atención es si esas partes interesadas deben tener más representación en las estructuras de gobernanza. Una comparación internacional de sistemas de gobernanza corporativa puede servir para aclarar los problemas y dilemas relacionados. Y en esto les cabe un papel importante a los especialistas en derecho.
En cualquier caso, parece claro que la aplicación de criterios ASG es en definitiva un ejercicio creativo. Lo cual no es necesariamente malo: los desafíos que exigen innovación y creatividad motivan a la gente. Pero dada la incertidumbre, es todavía más importante ofrecer incentivos claros y eficaces.
En Estados Unidos y en otros países se supone que las nuevas regulaciones (en particular, las normas sobre divulgación obligatoria de información) pueden ayudar a cumplir ese objetivo. La idea es que si una empresa está obligada a publicar en forma periódica su desempeño en relación con los indicadores ASG, querrá tener mejoras que mostrar. Pero estas normas son un área en la que todavía se está trabajando, y su capacidad para incentivar la acción no está garantizada.
Por ejemplo, si las normas de divulgación dejan espacio para el «ecopostureo» o greenwashing (cuando una empresa finge compromiso con las metas ambientales sin realizar acciones concretas), su impacto directo será mucho menor. Además, se le restará credibilidad a la publicación de indicadores ASG en general (tanto si son verdaderos o falsos), lo que perjudicará a las empresas realmente cumplidoras. De modo que cualquier regulación de esta naturaleza depende de contar con procesos de auditoría mejorados (a cargo de organismos ya existentes o de instituciones nuevas)
Hay otro problema, que tiene que ver con la «A» de ASG: la evaluación de riesgos. Algunas de las nuevas normas de divulgación estipulan que esa evaluación sea obligatoria; pero no existe todavía un consenso respecto de la gravedad y urgencia de los riesgos del cambio climático y de la degradación medioambiental. Por supuesto, en momentos en que todos los continentes enfrentan graves sequías, y con un tercio de Pakistán bajo el agua, el panorama está cada vez más claro. Pero el debate todavía no está resuelto.
Lo que nos trae a otra cuestión que merece más atención. Cuando nos referimos a los objetivos ASG, implícitamente damos por sentado que existe un acuerdo amplio respecto de cuáles son. Pero muchas veces no es así. Aunque es probable que la mayoría de la gente coincida en que la desigualdad extrema no sólo es inmoral sino que también es indeseable desde un punto de vista social y político, no hay consenso respecto del umbral a partir del cual la desigualdad se vuelve intolerable o incluso tóxica. Del mismo modo, aunque es evidente que una transición razonable al abandono de los combustibles fósiles es imprescindible, hay ideas muy distintas respecto de cómo sería, y los extremos (no hacer nada o prohibir cualquier inversión en el sector fósil) no sirven de nada.
En el sistema dirigista chino, el gobernante Partido Comunista fija las prioridades ASG, decide cómo resolver los dilemas que se presenten y procura garantizar una implementación efectiva mediante la participación directa en la gobernanza corporativa. Estados Unidos, en cambio, sigue un sistema descentralizado, sin mecanismos claros para la consolidación de visiones diversas. No es un defecto fatal, sólo un elemento de complejidad.
Pero si no reconocemos y tenemos en cuenta esa complejidad (incluida la diversidad de perspectivas respecto del significado del bienestar económico, social y ambiental), la promoción de los objetivos ASG puede parecer un intento de imponer una agenda particular en forma subrepticia, lo cual generará resistencia y hará casi imposible (o revertirá) cualquier progreso.
Traducción: Esteban Flamini
Michael Spence, Premio Nobel de Economía, es profesor emérito en la Universidad Stanford, investigador superior en el Instituto Hoover y asesor sénior en General Atlantic.
Copyright: Project Syndicate, 2022.
www.project-syndicate.org
Michael Spence
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