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El 27 de julio de 1883, cuando se dispone a inaugurar la Academia Venezolana de la Lengua y a hablar en su tribuna como director, el presidente Antonio Guzmán Blanco lleva, aunque con interrupción, trece años como Jefe de Estado y como figura mayor de la política. Nadie ha logrado un dominio tan prolongado desde la culminación de la Independencia. Se marcha cuatro años más tarde para no volver, pero su autoridad sobre los asuntos públicos se extiende hasta 1899, cuando muere en París. Todos los inquilinos que pasan por la casa de gobierno desde 1877 se han formado en su escuela, y las instituciones del último tercio del siglo se han amasado en su cocina rica en ingredientes. Que ocupe sitio estelar en la esfera de la cultura no debe sorprender, pues tiene pupitre, título de abogado y artículos publicados en el periódico, pero que sea el primer académico del país no deja de ser un detalle digno de atención.
Debe entender el lector que todavía la actividad intelectual no es una profesión cabalmente delimitada en Venezuela, un oficio con rasgos peculiares al cual acceden exclusivamente quienes se han preparado para ejercerlo, o tienen los diplomas de la especialidad. Es aún campo abonado para quienes demuestran pericia con la pluma y cierta familiaridad con las lecturas, para políticos y militares con ínfulas literarias, para caballeros de sociedad y para talentos ocasionales, sin que exista un limite capaz de impedir el acceso de aficionados. Hay ya un elenco de pensadores, científicos y creadores que ejercen funciones como las de los intelectuales del futuro, pero sin dinero para realizarlas como actividad principal y exclusiva, sin instituciones que los cobijen, sin vehículos estables para la comunicación de sus frutos ni destinatarios que los estimen como partes de un grupo esencial. Es un asunto que se debe estudiar con mayor profundidad, pero que ahora ayuda a la comprensión del debut del Ilustre Americano en la cima de una Academia.
En la búsqueda de explicaciones también llega en nuestro auxilio la arrogancia del protagonista del suceso, cuya egolatría marca la época y produce manifestaciones de adulación susceptibles de avergonzar a la sociedad que lo tolera. Guzmán llega a afirmar en la prensa que no existe venezolano que se le compare, ni siquiera susceptible de merecer su acatamiento político, mucho menos su respeto como creador o divulgador de ideas. Silencio sepulcral después de la fanfarronada. Sabemos que ordena la erección de dos estatuas de su figura, una de ellas ecuestre, mientras las críticas por la demasía apenas circulan en los rincones. ¿Por qué, entonces, no puede ser, no solo numerario sino también director de la Academia Venezolana de la Lengua que funda desde la presidencia de la república? ¿Por qué no se ha de colocar su retrato en la primera ceremonia de la institución, como en efecto sucede? Guzmán, quien admira a la cultura francesa y ha sido testigo de la consagración de sus hombres de pensamiento y letras en círculos fundados y mantenidos por el gobierno, quiere hacer lo mismo entre los suyos. Pero metido en su seno, ubicado en el centro de los acontecimientos. No solo porque seguramente considera que le sobran credenciales para el reconocimiento, sino también porque nadie levantará la voz ante lo que puede juzgarse como una pretensión sin fundamento.
El discurso de Guzmán se ocupa de los orígenes de la lengua castellana, pero antes relata las peripecias que han permitido que esté en la primera cumbre académica de Venezuela. Elabora un extraordinario relato que he analizado en otra parte sobre su tránsito por los caminos de la política (Fueros, civilización y ciudadanía, Caracas, UCAB, 2000). Quiere justificar su presencia en la corporación a través de la descripción de su crecimiento en los negocios públicos hasta llegar a la primera magistratura, una insólita explicación que invito a revisar. Para el asunto sobre el cual se atreve a disertar acude a la autoridad de dos maestros incuestionables, Juan de Mariana y Modesto de la Fuente, calificados desde el siglo XVII como expertos en análisis lingüístico, pero tiene el atrevimiento de alejarse de sus opiniones:
Paso por la pena de no poder concordar con estos eminentes autores, en el punto cardinal de cuál fuese la lengua primitiva de la Península. Apenas le dedican ellos una ligera y hasta desconfiada atención. Uno y otro empiezan, después de vaguedades, en cuyo estudio no encuentro todo el empeño que tan grave punto merece, por un pueblo que llaman ibero, de origen desconocido.
Y por allí se lanza el inesperado lingüista de Caracas.
La prensa venezolana considera que el orador ha hecho una profunda disertación y felicita a los académicos por llevarlo a la tribuna, pero desde el extranjero salta una liebre. El marqués José María de Rojas, figura de una eminente familia de letrados vinculados al paecismo y autor de un importante libro de historia, escribe desde París párrafos como este:
La circulación de este discurso en Venezuela es asunto de exigua importancia, porque allí todos somos conocidos y cada uno sabe a que atenerse, pero su circulación fuera de la patria, particularmente en España y en los países hispano-americanos, llamados a juzgar del movimiento literario en Venezuela durante un siglo, es asunto de gran trascendencia. Menester es, por tanto, evitar que el citado discurso sea considerado en tales naciones como obra seria, digna de aliento y aplauso, y aun menos como una muestra del progreso intelectual y literario de Venezuela.
Rojas quiere descubrir ante los extraños la realidad del país para que no se tome por liebre lo que es apenas un gato, pero el atacado mueve sus piezas ante el contrincante. Ordena una edición especial de su discurso, en cuya fragua compromete a autores españoles reconocidos entonces como Emilio Castelar, Ramón de Campoamor y Gaspar Núñez de Arce. En castellano impecable, los invitados aseguran que el orador no es un aprendiz de lingüista sino todo lo contrario. Lo cual demuestra que tal vez no supiera mayor cosa Guzmán sobre el asunto del cual habla en nuestra primera Academia, pero que tiene maña para encontrar comparsas de lujo.
Elías Pino Iturrieta
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