Entrevista
Gustavo Valle: “El protagonista de la novela, pierde muchas cosas, pero no pierde los pies”
por Alexis Romero
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[Inauguramos esta serie, «Conversaciones sobre lo inútil», con un escritor familiar; es decir, con alguien que ya tiene un hogar en las familias de la narrativa hispanoamericana: Gustavo Valle (Caracas, 6 de abril de 1967). Vive en Buenos Aires. Su oficio ha sido reconocido con varios galardones: Premio III Bienal Adriano González León (2008), Premio de la Crítica a la mejor novela publicada en Venezuela (2009), Premio Anual Transgenérico de la Fundación para la Cultura Urbana (2013) y Premio de la Crítica a la novela del año (2014). Conversaremos sobre su novela Amar a Olga (Valencia, Editorial Pre-Textos, 2021)]
Gustavo, después de leer Amar a Olga, uno se pregunta si fuimos atrapados por una historia de amor o una historia de la desesperación. ¿Amar es una desesperación?
Siempre he pensado que se trata de una historia sobre la memoria, sobre el rescate del pasado y las trampas que eso implica, con un protagonista que es una máquina de fabricar obsesiones. Y al mismo tiempo es una historia de pérdida y de intento de recuperación del amor. Es decir, una historia de espejismos. Nuestro protagonista hace lo que todo manual al uso desaconseja: volver al pasado, no sólo para analizarlo, revisarlo o reflexionar sobre él, sino para resucitarlo. Allí radica su tragedia, que es sin duda tragicómica. Podemos ver en él una suerte de Buster Keaton del amor, de ahí ese rasgo de vodevil existencial que tiene la novela. Quizás esa desesperación que mencionas venga de allí, de la tragicomedia que encarna el protagonista.
¿Cuáles lugares ocupan el fracaso y la culpa en la construcción de esta historia? ¿Siempre se extraña un amor de la adolescencia? Tal parece que la pasión revelada en éste se convierte en nuestra obsesión: buscamos recuperarla, pero ya es imposible. ¿Sebastián encarna esa imposibilidad?
Son varias preguntas en una. Intentaré integrar mis respuestas. Creo que el primer amor y la iniciación sexual son hitos en nuestras vidas. La palabra hito viene del latín Fictus, que quiere decir clavar, hundir algo. Es decir, no deberíamos mover eso de su lugar. Y si lo hacemos hay peligro de catástrofe. Y nada mejor que una catástrofe como materia narrativa. Siempre estamos intentando recuperar algo, repetir, calcar ‒ese eterno retorno‒ mover eventos de su lugar y transponerlos a nuestro presente. Y detrás de ese absurdo propósito late la culpa, quizás porque piensa que, ahora sí, podrá hacerlo mejor. Por supuesto, esto no solo es imposible, sino inútil. Herzog escribió un libro de título fitzcarraldiano: La conquista de lo inútil. Hay algo de esa inutilidad que pretende conquistar la novela.
Sebastián es la voz de Amar a Olga. Un hombre inseguro, inmaduro, obsesivo, que ha llegado tarde a todo lo afectivamente singular para cualquier persona. Es idéntico a la cultura que ha impedido la entrada definitiva a la modernidad y civilización de su país, nuestro país, Venezuela: anclada en el confort y placebo del pasado. ¿Cómo construiste la personalidad de Sebastián? ¿Cuáles novelas te permitieron ver su existencia con claridad y solidez?
El protagonista encarna una inmadurez que tiene un visible reflejo idiosincrásico, pero no fue algo deliberado. De hecho, me di cuenta de esto cuando la novela estaba bastante avanzada. La vuelta al pasado, en la que se embarca, está aguijoneada por la trampa de la nostalgia íntima, que tiene un correlato en las soluciones nostálgicas a nuestros problemas colectivos. Además, esa vuelta es a los años 80, una década bisagra entre el fin de la prosperidad y el inicio del descenso. A partir de entonces, la realidad se nos presentó como una poderosa y progresiva aguafiestas. En este sentido, algunos lectores vieron la novela como una advertencia a quienes creen que volver al pasado es una solución. Y en cuanto a tu última pregunta, sí, la novela tuvo como piedra de toque El sentido de un final, de Julian Barnes; una ficción sobre la vuelta a un primer amor, de un autor que admiro mucho. Después me acompañaron otros libros, cuyas citas incluso forman parten de la novela: Barthes, Kureishi y otros más.
Gustavo, siguiendo a los autores que nombras, desarrolla «El amor es para siempre, lo demás es la realidad» o «Amar a Olga es para siempre, lo demás es la realidad»; que, indudablemente, son los ejes de esta historia de la desesperación.
En tu pregunta está parte de la respuesta. Es una suerte de oxímoron, basado en ese famoso verso de Verlaine: «Todo lo demás es literatura», un poeta que, por cierto, está citado en la novela. La frase tiene ese origen irónico, sin duda, donde se juega con la idea del amor eterno a contrapelo de lo que la realidad impone. El amor es algo más mundano y terrenal de lo que a muchos les gustaría aceptar. Algunos prefieren verlo como algo disfrazado de abstracción metafísica. El problema del protagonista es que se arroja al vacío por seguir la pista de una abstracción, de un recuerdo inevitablemente modificado, y sabemos que no podemos confiar en los recuerdos. Pero si él no confiara en ellos, no habría novela.
Sebastián encarna el fracaso del amor. Olga, la resignación del amor, la colonial y moderna vida de muchas mujeres latinoamericanas: desde la resignación «amorosa» construyen, mantienen y desarrollan el hogar y la familia. Háblanos de ella. Y de Gisela, esa persona extraña, por difusa, presente en toda la novela. Gisela, ese homenaje a la amistad. El vínculo incondicional. Gisela, la metáfora contemporánea de la amistad griega.
No creo que el fracaso o el éxito sean categorías para entender el amor. El protagonista se encuentra en un momento de confusión, de búsqueda, pero no está quieto, ensaya, ambiciona, aunque su energía esté puesta al servicio de un fin delirante. Luego, Olga y Gisela, son como dos polos opuestos. En efecto, la primera parece encarnar, en su adultez, la resignación y, yo diría, la mansedumbre, la familia ortodoxa, el marido violento. ¿Fue siempre así? Es una de las preguntas que me hice escribiendo la novela, porque en la adolescencia nos enamoramos de alguien que, en rigor, desconocemos, quizás porque a esa edad también nos desconocemos a nosotros mismos. Entonces, al reencontrarnos con esa persona muchos años después vemos que ha cambiado, ¿o cambiamos nosotros? ¿Quién era esa persona y quién era uno en ese entonces? Ahí el tema del tiempo y sus espejismos. Y por otro lado está Gisela, que es la imagen de la libertad y la disconformidad, una mujer libre, materialista, con una ética seductora y un fuerte sentido de la amistad. Me encantaría escribir la novela de Gisela.
Amar a Olga parece un homenaje a la poesía. La ternura de los personajes lo confirma. Abunda la ingenuidad y la inocencia. ¿Fue parte del plan narrativo o iba sucediendo todo esto?
La poesía fue y sigue siendo fundamental para mí. Mis primeros artículos publicados fueron reseñas y ensayos de poesía; mi tesis de grado fue sobre un poeta peruano; y mis primeros dos libros, fueron de poemas. Después vinieron las crónicas, las novelas. Pero concibo el trabajo literario como un laboratorio principalmente poético. Ahora bien, la ternura, ingenuidad e inocencia que puede haber en la historia son marcas de los personajes y lo que ellos me fueron exigiendo. Uno puede tener un plan, que en mi caso suele ser bastante vago e impreciso; y junto a eso, la disposición a la improvisación, un término que suele tener mala prensa, pero que está atado a la médula de toda expresión artística: estar abierto a lo no previsto, a lo que llega sin previo aviso. Lidiar con eso es un arduo aprendizaje. Uno puedo planear todo lo que quiera, pero la escritura (hablo del acto físico de teclear o emborronar páginas manuscritas) te guiará como un fiel lazarillo, o como el canto de las sirenas.
«Encantado, me llamo Sebastián» es el cierre perfecto de lo que él nos viene diciendo: Soy un eterno adolescente. Es el amor líquido, citando a Bauman. ¿Así debemos, tus lectores y lectoras, recordarlo?
Muchas veces lo que entendemos como madurez, asociado a la edad, es una construcción cultural. Una manera de imponer un orden. Es decir, a tal edad, debes hacer esto; a tal otra, no puedes seguir haciendo aquello. Es muy común que al niño se le inculque la formación artística, pero cuando va camino a hacerse adulto y sigue interesándole, entonces eso se convierte en un problema. Así nos van disciplinando. Creo que la novela viene a poner en conflicto eso, quizás de un modo un poco salvaje o suicida, a través del complejo de Peter Pan que parece encarnar el protagonista. Esa segunda adolescencia en la que se embarca es la solución transgresora que él encuentra ante su situación. Las decisiones que toma y el camino que se traza resultan delirantes. Pero son sus decisiones y es su camino, o al menos el único que consigue emprender. Ahí está su libertad. En medio de circunstancias angustiantes y opresivas, Sebastián elige la libertad. Y yo se lo agradezco.
Hablemos del coronel Efraín López Frías, esposo de Olga, el Emperador del Mercado Municipal de Guaicaipuro. Este personaje es la representación y presentación de la decadencia de la Fuerzas Armadas. Un militar de carrera encargado de un mercado. Háblanos de él.
Es el villano. Y, en el contexto de la novela, ese villano no podía ser otro que un militar. El drama intrínseco del protagonista y el desmoronamiento de su subjetividad tropiezan con la realidad del mundo exterior y de la historia. El coronel es un arquetipo, una especie de símbolo del poder, con su violencia y corrupción. Está ahí para recordarle al protagonista que su lucha íntima no es tan íntima, porque siempre será alcanzado por la historia y sus lógicas de dominación. Es el muro contra el que se estrella. El coronel viene a despertar a Sebastián de su sueño absurdo para ofrecerle una pesadilla mucho más real. Es quien frena su empresa de resucitar el pasado, y lo obliga a reencontrarse con un destino más concreto. Paradójicamente, y de esto me doy cuenta ahora, le hace un bien, o al menos lo aparta de su extravío.
Dos citas del encuentro final de Olga y Sebastián: «Necesitamos el amor para poder aprender a vivir con el dolor» y «El futuro es un fantasma». La primera, asentada en el ejercicio del perdón. La segunda, en el «Seamos reales», de Rafael Cadenas, cuya poesía es una lección sobre cómo debemos beber de las fuentes de la alta espiritualidad: «Vivir el presente». Tal parece que lo que resta es usar una vieja cámara Kodak y detener algunos instantes. ¿Era eso lo que deseabas que ambos se llevaran?
El futuro no les pertenece. Pero está la vieja Kodak Ektralite, que es su máquina del tiempo. La fotografía tiene una significación especial en la novela, es la bisagra entre el pasado y el presente. Susan Sontag dice que fotografiar es apropiarse de la fotografiado. Una vieja idea de origen supersticioso, pero que no deja de ser cierta. Y también hay en toda foto un memento mori, ese «recuerda que vas a morir». Yo creo que esto aparece en la novela bajo ese doble registro: «te fotografié, me perteneces»; junto con «esta imagen es el aviso de que todo acabará». Es decir, por un lado, es el motor de la obsesión; y por el otro, la imagen del tiempo y el despiadado deterioro.
Una novela donde la geografía es la de la incertidumbre, el desconcierto, la soledad, el abandono y la impotencia. Y en esa geografía, un resquicio: la esperanza. ¿Cómo fueron apareciendo estos atributos? ¿Eran evitables o se te fueron imponiendo?
Isidoro de Sevilla registra una etimología bastante curiosa de la palabra esperanza. Él dice que la esperanza es la posibilidad de caminar (quasi est pes), mientras que lo contrario, la desesperación (deest pes) es la ausencia de pie y, por tanto, la imposibilidad de andar. El protagonista de la novela, pierde muchas cosas, pero no pierde los pies. Y con ellos continúa su camino.
Gustavo, muchas gracias. Continuaremos compartiendo nuestro tiempo contigo, a través de la lectura de tus libros.
Alexis Romero
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