Guillermo Sucre: “Siempre habrá una poesía oscura”

22/07/2021

Guillermo Sucre retratado por Roberto Mata

I. La vida:

¿Cuál es la imagen más remota que recuerdas?

La de mi madre. Yo tenía cuatro años y ya vivíamos en Ciudad Bolívar. Al igual que todos mis hermanos, yo nací en Tumeremo, pero viajamos a Ciudad Bolívar por la muerte de mi padre. Esa imagen la retengo porque mi madre había viajado a Panamá: debía hacerse una operación con un médico recomendado por el doctor Carlos Fragachán, que había sido el médico de mi padre y era mi padrino. Yo me desperté un día y me puse a llorar al darme cuenta de que mi madre no estaba. 

Háblanos del primer hogar, del entorno familiar.

En Ciudad Bolívar vivíamos en una casa grande, con azotea. Compartíamos hogar con mi abuelo y con varios de mis tíos y tías. A los Sucre Figarella, que éramos nosotros, se sumaban los Sucre Poveda, que eran primos nuestros. En total, éramos como catorce personas. Luego, por necesidades económicas, mi madre alquiló esa casa para obtener una renta mensual. Así que nos mudamos a una casa más pequeña, en la misma calle, pero muchísimo más modesta. Recuerdo que no tenía excusado moderno, sino letrina: ¡era horrible! Luego mi abuelo se mudó a otra casa de mi madre, más pequeña, que quedaba en la calle Libertad de Ciudad Bolívar. Más tarde, a esa casa nos mudamos finalmente nosotros. Allí vivimos con mi abuelo, hasta que nos vinimos a Caracas. Antes de morir, mi abuelo se mudó para la casa de otro hijo, un tío nuestro, porque mi madre y mi abuelo no conciliaban mucho. Ya para entonces, estaba un poco senil. Como era masón, le preguntaba a mi madre por qué nos daban educación católica. Y en esos terrenos sí es verdad que mi madre no aceptaba la intervención familiar. 

¿Puedes hablarnos de la gravitación específica de tu madre y tu padre?

La de mi madre es determinante puesto que mi padre ya había muerto cuando yo tenía año y medio. También fue importante la de mi abuelo paterno, que vivió con nosotros hasta los últimos años de su vida.  

¿Cómo fue tu primera escuela, tus primeros amigos?

Mi primera escuela se llamaba Escuela de Nieves y Petra Martínez. Nieves era un ser angelical y Petra una mujer morena, fuerte como una piedra, que era mi maestra y siempre me castigaba. Con ellas vivía Berta, una mujer indígena que medía como un metro veinte. Berta tenía una tortuga inmensa en el patio; allí me montaba cuando llegaba a clases y yo paseaba encima de la tortuga. A esa escuela uno llegaba a comienzos de año con una silla —que uno pintaba— y cuando terminaba el año escolar te la llevabas o la dejabas allí. Yo, por lo general, me la llevaba, porque a mi madre le gustaba tener los mismos muebles. Luego pasé a la escuela de los curas Paúles, conocida como colegio La Milagrosa; allí hice mi educación elemental.

Ciudad Bolívar era una ciudad un poco cosmopolita, de grandes colonias. Había una de españoles, los Ruiz, de la que provenía mi abuela. Ella era hija de un médico español, oriundo de Málaga. El hospital de Ciudad Bolívar se llamaba Hospital Ruiz en memoria de mi bisabuelo, padre de Matilde Ruiz, que fue la mujer de mi abuelo Juan Manuel Sucre. También estaba la colonia de los corsos, medio afrancesada, que vinieron en la época de Guzmán Blanco, a mediados del siglo XIX. De allí provenían mis antepasados corsos, los Figarella, jóvenes ingenieros que se establecieron en El Callao. Los otros eran los alemanes: los Blohm. La Casa Blohm era una de las casas de comercio fundamentales de Ciudad Bolívar; tenía unos almacenes maravillosos, donde vendían de todo. También había muchos libaneses, para nosotros ‘los turcos’, que eran bastante ricos. Un compañero mío de primaria, llamado Felipe Bezara, cuando lloraba por cualquier razón, su padre le decía: “No llores, Felipito, que tu papá tiene un millón de bolívares”. La Ciudad Bolívar de entonces era una ciudad muy bonita, asentada a orillas del Orinoco. Espero regresar algún día, atravesando kilómetros de carretera. 

¿Nos puedes hablar de tu adolescencia?

A los doce años, ya yo estaba estudiando en La Milagrosa de los padres Paúles. Recuerdo mucho a esos curas: eran todos muy buenos. El cura Casado, era profesor de Matemáticas; el cura Ramiro Rodríguez, medio amanerado, nos daba Gramática; el cura Ubierna, muy talentoso, nos instruía en Historia Sagrada e Historia Universal. Luego estaba el cura Cámara, un catalán que casi nunca nos daba clases porque se iba a la selva, preferiblemente a la Gran Sabana. Buscaba animales y se los traía al colegio, hasta formar un pequeño zoológico. Al final se lo prohibieron, porque ya tenía un tigrecito, varias serpientes y quería agregar una baba. Cuando yo comencé a dar clases en la Universidad Central, hacia los años sesenta, un estudiante se levantó y me dijo: “Profesor, le manda muchos saludos el padre Cámara”. Yo le contesté: “¿Cómo va a ser? ¡El gran explorador! ¡Me conmueve mucho que se acuerde de mí!”.  

En esos años tenía un compañero de clases llamado Fernando Kurpper. Un día me dijo que quería ser amigo mío y yo le contesté que no podíamos porque él era nazi. No sé cómo mi madre lo supo, pero me dio una cueriza y me dijo: “¡Usted le va a pedir perdón!”. Luego hicimos una gran amistad, hasta el punto de que me invitaban los fines de semana a la granja de la familia, La Frondosa, que quedaba cerca de Ciudad Bolívar. Allí cultivaban uvas y lúpulo. El padre tenía una cervecería, a la que nos llevaban a veces, y nos brindaban una cerveza a cada uno. Cuando llegábamos a la granja, inmediatamente nos poníamos los trajes de baño y nos bañábamos en una gran piscina. Al comienzo, nos daba miedo entrar porque nos decían que había un caimán, pero todo resultó ser una broma. Un día, después de las vacaciones, cuando volvimos al colegio supimos que Fernando no regresaría: su padre había sido llamado para alistarse en el ejército alemán. Después supimos que el padre había muerto y, sin embargo, Fernando sí regresó y se encargó de la granja. Nunca más nos vimos porque yo ya me había mudado a Caracas.

Cuando ocurrió la liberación de París, en 1944, mis hermanos mayores, los que todavía estudiaban en el Liceo Peñalver en Ciudad Bolívar, participaron en una manifestación contra el Fascismo. Ya para entonces, Juan Manuel y Leopoldo vivían en Caracas: el primero ya era alférez y terminaba la Escuela Militar para hacerse oficial; el segundo estudiaba Ingeniería. 

¿Cómo fueron los años de bachillerato en Caracas?

En agosto de 1945 me vine en autobús a Caracas con mi madre y mis hermanos Inés, Antonio y José Francisco (Quico). Mi madre había alquilado una casa en El Paraíso, en la urbanización El Pinar, y allí tuvimos una vida más o menos feliz. Como decía Camus, no era la felicidad de la abundancia sino de la escasez: uno lograba sentirse feliz cuando cumplía ciertas cosas. Tanto en Ciudad Bolívar como en Caracas, a mí me encantaba acompañar a mi madre al mercado. Toda la zona de El Paraíso, donde ahora vivíamos, estaba cultivada por los chinos, y yo iba con ella a comprar verduras y frutas. La Caracas de entonces era una ciudad bucólica.

Recuerdo muy bien el día en que fuimos caminando desde la casa hasta el Liceo Aplicación, que quedaba en la avenida General Páez, cerca de la Plaza Páez y de la Plaza Madariaga. Mi madre nos llevó a Antonio, a mi hermano Quico y a mí para inscribirnos. Yo comenzaba mi primer año el 1 de octubre de 1945, pero esa mañana ya había muerto mi madre. Murió en la madrugada, en la Policlínica Caracas, que quedaba entre las esquinas de Velázquez y Santa Rosalía. A ella le sobrevino una embolia pulmonar. Días antes –yo tendría doce años–, me llevaron a verla a la Policlínica: estaba muy pálida, dentro de una cámara de oxígeno, como en una suerte de velo. Desde allí me saludaba. Después pude hablar con ella, pero fue la última vez. Recuerdo que mi hermano Juan Manuel nos dijo que esa noche nos iríamos a casa de Eugenia Núñez, enfermera mayor de aquel médico que había operado a mi madre y muy amiga de nosotros desde la época de Ciudad Bolívar. Ella tenía un apartamento en el Bloque 7 de El Silencio. Ya mi hermano sabía que ese sería el desenlace: el médico se lo había dicho a él, a mi hermano Leopoldo y a una prima hermana nuestra que había sido discípula de mi madre cuando vivíamos en El Progreso, una hacienda bastante grande de los Figarella que tenía mucho ganado y donde se cultivaba la sarrapia. Luego regresamos a la casa con mis hermanos y con esta pareja de primos, Laura Figarella y Jaime Mattison, quienes desde ese momento vivieron con nosotros. 

Después de la muerte de mi madre nos mudamos a El Silencio, a un apartamento que quedaba en el mismo bloque de Eugenia Núñez. Esos apartamentos los alquilaba el Banco Obrero a personas de clase media, como debía ser. Mi hermano Juan Manuel, siendo militar, le preguntó a Valmore Rodríguez, Ministro del Interior, si le podían alquilar uno. Allí pagábamos un alquiler de 120 bolívares mensuales. Para entonces, vivíamos del alquiler de la casa grande de Ciudad Bolívar (unos ochocientos bolívares), de los sueldos de Juan Manuel y Leopoldo y de algún dinero extra que nos enviaban de El Progreso cuando ocasionalmente se vendían algunas reses que correspondían a mi madre. Y eso era todo, eso tenía que rendir hasta fin de mes. Total, no sé cómo lo hacíamos, pero vivíamos. 

El Liceo Aplicación fue la salvación para mí, para todos. Afortunadamente, a todos mis hermanos nos gustaba estudiar, y especialmente a mi hermano José Francisco y a mí nos gustaba leer. Ya no teníamos libros porque en Ciudad Bolívar se había quedado la biblioteca de mi abuelo, en manos de mi tío José Manuel. Sólo contábamos con unos libros de mi hermana y con otros que mi padre le había regalado a mi madre cuando ambos se conocieron en la hacienda El Progreso: Los tres Mosqueteros y El vizconde de Bragelonne. El bachillerato fue para mí algo importantísimo. Me acuerdo de todos mis profesores, entre los que estaba Lisandro Alvarado, director del liceo y profesor de Historia Universal, Ruth Lerner, Sarita Guardia, Benjamín Mendoza, Luis Quiroga, Soledad Carrillo, Francisco Romero, Olinto Camacho y la profesora García Arocha. A todos mis amigos del liceo y a mí nos gustaba mucho la literatura, porque además teníamos una buena biblioteca. Casi toda la literatura venezolana la leí allí; los clásicos españoles también. Nosotros no teníamos recursos para comprar muchos libros. Sin embargo, en Las Novedades, compré mi primer libro de El Quijote, de la editorial Juventud, que valía como diez bolívares. Aún conservo esa edición. Yo tenía amigos realmente importantes en esa época: Alicia Conde, que fue mi novia y luego se fue con un tipo que tenía una motocicleta; Antonio Bertorelli, que era buen estudiante y siempre competía conmigo en cuanto a quién sacaba las mejores notas; Luis Vascone, que era un genio de las matemáticas; Alí Venturini, que luego estudiaría Derecho y fue comunista hasta que en 1955 leyó el Informe Kruschov; Pierre Desenne, que era francés y muy buen pintor , sobre todo de acuarelas. De Pierre me hice muy amigo y un día me dijo que iba a hacer una exposición en el liceo. La había acordado con Sarita Guardia, que era la encargada de cultura. Luego Sarita me buscó y me dijo: “Bueno, Guillermo, ¿por qué no presentas a Pierre?”. ¡Figúrate tú! ¡Yo de pintura sólo sabía cosas muy vagas! Pero me tocó hacer la presentación y gustó muchísimo. En esa época, Sarita llevó las cafeteras de Alejandro Otero, que fueron un éxito, y otras exposiciones. Más adelante, Sarita le propuso a nuestro curso que nos reuniéramos en el auditorio todos los jueves en la tarde para estudiar la historia de la música y conocer a los grandes compositores. ¡Así que ese era el clima! Una educación de primer orden. Y también hacíamos educación física. Teníamos un campo donde jugábamos fútbol, que me gustaba mucho, hasta que contraje una parotiditis y no pude seguir. 

El ambiente general que había en Caracas era muy particular. Yo me hice muy político a partir de 1945, con la Revolución de Octubre, que tuvo como centro la Escuela Militar. Dos de los dirigentes militares de la Revolución fueron Carlos Delgado Chalbaud y Mario Vargas. El primero era comandante; el segundo, capitán. Un amigo de nosotros, Gilberto Marcano, también participó en el movimiento de Octubre. Y Gilberto, mi hermano Juan Manuel y otros dos, fueron los que llevaron a Mario Vargas y a Delgado Chalbaud de la Escuela Militar a Miraflores, cuando les tocó formar la Junta de Gobierno. Gilberto era Jefe de la Casa Militar, tanto para Delgado Chalbaud como para Rómulo Betancourt. Para entonces, como yo vivía en El Silencio, me iba a pie hasta el liceo para economizar el pasaje. Y un día, atravesando San Juan para entrar a El Paraíso, donde estaba el liceo, vi que Gilberto venía con Rómulo Betancourt, quien ya era presidente. Entonces Gilberto me presentó a Rómulo: ¡lo recuerdo perfectamente bien con su traje de lino!

Otro capítulo fue la caída de Rómulo Gallegos, en 1948. Yo estudiaba aún en el Liceo Aplicación cuando lo derrocaron, con Delgado Chalbaud a la cabeza de la conspiración. Cuando lo supe, me fui a pie desde El Silencio hasta donde estaba mi hermano Juan Manuel. Al llegar, le dije: “Pero bueno, ¿tú no me dijiste que Delgado Chalbaud estaba con Gallegos?” Para entonces, Juan Manuel ya era oficial de planta de la Escuela Militar y lo habían nombrado miembro de la Casa de Edecanes de Gallegos. Estaba furioso con Delgado Chalbaud y con el capitán Castro Gómez, que era el director de la Escuela Militar, hasta el punto de que pocos meses antes se había casado vestido de civil, y no de militar, en señal de protesta. ¡Yo lo aplaudí! Castro Gómez fue el que puso preso a Gallegos, en su casa privada, y luego lo llevó a la Escuela Militar, de donde salió expulsado a Cuba, que para entonces era un país libre bajo la presidencia de Prío Socarrás. 

II. El oficio

¿Cuándo comienza a ser la literatura algo determinante?

Hacia el final del bachillerato, en el mismo Liceo Aplicación, la literatura comenzó a ser determinante. Por eso me fui al Liceo Andrés Bello, porque allí las clases de literatura las daba el profesor Edoardo Crema, que había conocido a Ramos Sucre y era quien le daba clases de italiano a Gallegos. Aquella presentación que yo había hecho sobre Pierre Desenne se publicó en un periódico, dirigido por Luis Aníbal Gómez, que tenían los estudiantes del Andrés Bello antes de que nosotros llegáramos. Luego hicimos un periódico llamado Espiral, del que Antonio Pasquali era el director. Yo formaba parte del consejo de redacción junto con Paco Álvarez. Ahí publiqué un artículo titulado “Carta a mis compañeros de generación”, que fue muy leído. Recuerdo que Isaac Pardo nos mandó una nota de felicitación.

Tus inicios artísticos, ¿fueron solitarios o grupales?

Las dos cosas. Yo formaba parte del grupo Cantaclaro, y todos estábamos muy politizados para esa época. Cantaclaro estaba formado por comunistas y adecos (socialdemócratas): Miguel García Mackle, Jesús Sanoja Hernández, Rafael José Muñoz, mi hermano José Francisco y yo. Yo le mostraba mis textos a mi hermano Quico y a Jesús Sanoja, y luego a Vicente Gerbasi. Los domingos, por ejemplo, iba a Los Teques con Rafael José Muñoz y García Mackle, que eran los mayores. Pagábamos el pasaje de autobús y almorzábamos allá. Nos tomábamos unas cervezas y se nos iba todo el día hablando siempre de poesía: Whitman, Vallejo… 

De El Silencio quedaba muy cerca del Teatro Municipal, donde se oían los grandes conciertos. El maestro Vicente Emilio Sojo era el director de la Sinfónica de Venezuela, y Ríos Reyna el primer violinista. Cuando había un concierto, ya derrocado Gallegos, la Junta Militar tenía su palco reservado, que por lo general ocupaban Pérez Jiménez, Llovera Páez o Delgado Chalbaud, o los tres juntos… En cualquier caso, había que tocar el Himno Nacional, y el maestro Sojo, como un modo de expresar su repudio a los militares, se negaba a tocarlo. Entonces, Ríos Reyna era el que dirigía la orquesta. Por eso, cuando el maestro Sojo aparecía, la gente le aplaudía y gritaba: “¡Viva el maestro Sojo!”. Nosotros, muchas veces, íbamos con el pintor Mario Abreu, que era muy loco. Él nos decía: “No se preocupen. Ustedes suben y dicen que el billete lo tengo yo, que vengo atrás. Así se van adelante y ya no los pueden sacar”.

¿Qué movimientos o autores fueron determinantes en tus años de formación? ¿Las primeras influencias literarias, ¿fueron locales o foráneas?

Fueron locales, por supuesto. Yo conocía mucho la poesía de Andrés Eloy Blanco, a excepción del “Canto a España” y lo que vino después:

[Recita de memoria]

Al hombre mozo que te habló de amores
dijiste ayer, Florinda, que volviera,
porque en las manos te sobraban flores
para reírte de la primavera.

Llegó el otoño: cama y cobertores
te dio en su deshojar la enredadera
y vino el hombre que te habló de amores
y nuevamente le dijiste: -Espera.

Y ahora esperas tú, visión remota,
campiña gris, empalizada rota,
ya sin calor el póstumo retoño

que te dejó la enredadera trunca,
porque cuando el amor viene en otoño,
si le dejamos ir no vuelve nunca.

No es que tuviese propiamente influencia de Andrés Eloy, pero lo quería mucho. Además, yo no escribía propiamente poesía en ese momento. De las influencias foráneas puedo mencionar a Neruda y Vallejo, sobre todo al Neruda de Veinte poemas de amor y Residencia en la tierra

¿En qué momento fuiste consciente de que querías escribir poesía? ¿Qué factores fueron determinantes?

En Chile, donde viví entre 1952 y 1955, yo estudiaba en el Instituto Pedagógico. Entre los estudiantes de Castellano, Historia y Geografía, fundamos un grupo literario, del que formaban parte Jorge Teillier, Jaime Valdivieso, Antonio Avaria y Mónica Ímber, que además era mi “polola”. Yo tomaba el trolibús con ella, a la salida de clases, que nos llevaba hasta el centro de la ciudad, donde estaban las librerías, los correos y el palacio de gobierno. Un día, Mónica me preguntó si me gustaba la comida vegetariana. Yo le dije que sí porque tenía hambre. Entonces nos metimos en un restaurante y comenzamos a pedir platos. Cuando fui a pagar a la caja, una señora muy apuesta me dijo: “No se preocupe. Ya la cuenta está paga”. ¡Era la madre de Mónica! 

En realidad, yo era muy joven para entonces y no pensaba escribir para hacer una obra. Pero hubo una vez, no recuerdo de qué concurso se trataba, en que envié un poema llamado “Fábula”, y a ese poema le dieron un premio. Después supe que Jorge Teillier también había concursado, y que Gonzalo Rojas y Nicanor Parra formaban parte del jurado. Luego, con los años, me hice muy amigo de Nicanor. 

Fue en Chile cuando conocí personalmente a Rómulo Betancourt; ya en el exilio, por supuesto. Mi hermano Quico y yo teníamos en los correos un reservado postal, donde recibíamos las cartas familiares y las cartas políticas. Allí también recibíamos cartas dirigidas a Carlos Álvarez, que era el seudónimo de Rómulo. Un día, entre las cartas, había una para él, y se la fui a entregar en el Hotel Crillon, donde se hospedaba. Rómulo era muy amigo de Salvador Allende, que en esa época era senador. Conversamos con él y nos dijo que quería que fuéramos a oír su discurso en la Cámara del Senado, en apoyo a la democracia venezolana. Eso fue entre los años 1953 y 1954. Iba a haber una reunión de la Sociedad Panamericana —posteriormente OEA—, en Caracas, como en efecto ocurrió en 1957. Luego de ese encuentro, nos reunimos varias veces con Rómulo. 

¿En qué medida los viajes y los desplazamientos comienzan a incidir en tu trabajo literario?  

No podría precisar en qué medida, pero sí el primer lugar, que sin duda fue Chile. Allí encontré una cultura más libre, más democrática que la nuestra. Chile no había sido un país de caudillos. Curiosamente, después vino Pinochet, que fue implacable. En Chile, estuve leyendo a Huidobro, a Octavio Paz, a Borges, a Camus. También a Ramos Sucre, porque allí encontré las ediciones originales de Las formas del fuego y El cielo de esmalte. En mi libro En el verano cada palabra respira en el verano, hay un poema titulado “El proscrito, 1930”, en el que quise poner a hablar a Ramos Sucre antes de suicidarse. Ese poema está dedicado a G.Y.B. Y algún día habrá que llenar esas iniciales con el nombre de mi antiguo amigo, mi tocayo Guillermo Yépez Boscán. 

III. La poesía

Hacia 1958, cuando se funda el grupo Sardio, tienes veinticinco años. ¿Qué valoración te merecía la poesía venezolana que se había escrito en lo que iba de siglo? ¿Y qué importancia le reconocías en el contexto hispanoamericano?

A decir verdad, aparte de Borges, en esa época estaba muy influido por Saint-John Perse, André Breton y Paul Eluard. Los poetas venezolanos que me interesaban eran Juan Sánchez Peláez y Vicente Gerbasi.

¿Cuándo inicias la lectura de otras tradiciones poéticas? 

En 1956, cuando estoy en París, leo a Apollinaire y a Baudelaire. Los conseguía en una colección muy barata de Seghers: “Poètes d’aujourdhui” (donde luego se publicó mi libro Borges, el poeta), y en la colección de bolsillo de Gallimard, que también era muy económica. Yo, en París, tenía una novia que se llamaba Hélène Roumaine, y cuando cumplí veintitrés años, ella me regaló un volumen que, en ese momento, se consideraba la edición completa de los poemas de Baudelaire (luego, obviamente, ha habido ediciones ampliadas). Allí leí el “Prólogo al lector” de Las flores del mal, que habla de los males de la humanidad: las enfermedades, las atrocidades… y de una que es la peor que todas: C’est l’Ennui! Esto se ha traducido como “el fastidio”, pero la palabra fastidio no da, como tampoco aburrimiento. Quizás hastío sí. Al respecto, hay una anécdota de José Rafael Pocaterra y Teresa de la Parra: cuando ella le envía a Pocaterra el manuscrito de Ifigenia para que publicara la novela, su título completo era Ifigenia: Diario de una señorita que escribió porque se aburría. Y Pocaterra escribió: “Díganle a Teresa que no me parece bien ese título, y que, por favor, no-se-a-burra”. Teresa captó el asunto de inmediato, y cambió aburría por fastidiaba. Pero más que fastidio, repito, es hastío: una enfermedad de la época. En América Latina, con tantas dictaduras, sería l’ennui del poder, el hastío de la repetición. Una repetición que no podemos aceptar tan fácilmente. 

En estos días, conversando con María Fernanda Palacios sobre cómo hemos logrado vivir estos años entre las mentiras de una dictadura, yo le decía que había que constituir un frente democrático contra la mentira. Pero ella me recordó “el elogio de la mentira” que hace María Eugenia Alonso, personaje de Ifigenia: de la “mentira hermética, imaginativa, capaz de revelar la sombra y diversidad de la verdad” ante las máscaras y los estereotipos de la autenticidad. No es el tío Pancho, libertino e imbuido de olor de coñac, el que le roba la plata y la hacienda a la familia, sino el irreprochable tío Eduardo. Teresa de la Parra captó la ironía como algo fundamental de la narrativa.

¿Tu lectura de la poesía norteamericana se inicia cuando viajas a Estados Unidos por primera vez o antes? 

Yo conocía a Whitman, a Poe, fundamentalmente; también había comenzado a leer la poesía de Emily Dickinson y los ensayos de Emerson. Pero conocía mejor la poesía inglesa, el romanticismo inglés: Keats, Wordsworth, Coleridge, Shelley. También había leído a Eliot y a Yeats. De este último, siempre recuerdo estos versos de su poema “The second coming”, traducido como “El segundo advenimiento”: The best lack all conviction, while the worst/are full of passionate intensity. Tiempo después, cuando viajé a Pittsburgh, comencé a leer a William Carlos Williams y Wallace Stevens.

Hay quien ha afirmado que, en tu primera etapa como poeta, expresas la necesidad de elevar la concepción de lo universal o arquetípico, mientras que en la segunda concibes la poesía como ejercicio crítico. ¿Estarías de acuerdo? 

La poesía en Baudelaire, en Eliot, en Yeats… es ejercicio crítico. Hay dos elementos fundamentales en la poesía moderna: una combinación de prosa y poesía, de síntesis y narrativa. Esto es al menos lo que uno encuentra en Whitman o en Yeats. Recuerdo un discurso que en 1937 pronuncia Boris Pasternak en París, en el Congreso de la Paz, donde dice que es tan importante dominar el verso como la narrativa. 

El concepto de intemperie, que has esgrimido varias veces, sirve para caracterizar, de alguna manera, tu poesía e incluso a tu propia generación.

Eso viene de un poema de En el verano cada palabra respira en el verano. Yo siempre he sentido que hablar de la poesía es hablar también del mundo y de las cosas. “Intemperie” es una noción de desamparo, de falta de comunión en el mundo. En mi poesía, es verdad, hay cierta condición de vagabundo. He escrito mis libros en diferentes épocas, fuera de mi país, dentro de mi país, y muchas veces he sentido que no podía establecer una verdadera comunicación… Montaigne decía: “Hay que ser claro”. Pero la verdad es que hay muchas cosas oscuras que no podemos cambiar: tienen que ser oscuras y eso no lo comprende mucha gente. Siempre habrá una poesía oscura. 

Una vez, en uno de esos concursos de poesía que por los años sesenta se hacían en Valencia, a mí me tocó formar parte de un jurado junto a Ramón Palomares y Juan Sánchez Peláez. Yo había escogido un libro que se llamaba Falsas Maniobras, de Cadenas, pero ellos escogieron Fantasmas y enfermedades, de Pérez Perdomo. Se sentía una reacción en la poesía joven –lo sé porque uno formaba parte de esa generación– contra esa poesía que quiere ser al mismo tiempo poesía americana, poesía de la tierra y metafísica. “Todo lo que es oscuro es metafísico”, decía el doctor Samuel Johnson. Un caracol encierra la vastedad del mundo. De Ida Gramcko, por ejemplo, su poema “El mismo yo, mas caracol” me gusta mucho. 

¿No crees, también, que la memoria es un factor esencial de tu poesía: la memoria entendida como factor de cohesión en unas sociedades que suelen tener una visión fragmentaria de sí mismas?

No quisiera referirme a grandes conceptos. A mí me parece que mi poesía es más modesta de lo que la gente cree. Pero sí es muy memoriosa, sin ser yo “Funes, el memorioso”. 

¿Tienes libros de poemas sin publicar?

Sí, El regreso. Pero llega un momento en que “mis mejores poemas son aquellos que escribo cuando duermo y después se me olvidan”. Comencé un poema sobre Angostura, y ya tengo como cinco años escribiéndolo. Valéry decía: “Mire, joven, yo escribo casi sin saberlo”. ¡Qué curioso!, ¿no? Pero es que debe haber siempre algo de misterio, porque uno no halla cómo expresarlo todo.

IV. El ensayo

¿Cómo has concebido la escritura de ensayos: como algo complementario a la escritura poética o como una indagación autónoma?

Van conjuntamente. 

Muchos de tus primeros artículos fueron publicados en los años 50. ¿Cómo era el clima intelectual de esos años?

En los años 50 yo estaba en Chile, y a veces mandaba ciertas reseñas de libros para el Papel Literario de El Nacional. En los años sesenta escribí y publiqué varios ensayos en Zona Franca, la revista de Juan Liscano, de la cual era jefe de redacción junto con Luis García Morales. Pero mi primer libro de ensayos, de verdad, fue Borges, el poeta. Me gustaba mucho escribir ensayos, sin duda por la influencia de Mariano Picón Salas. También me gustaban los ensayos de Enrique Bernardo Núñez. 

Cuando publicas Borges, el poeta, en 1967, ¿ya tenías una lectura cabal de la poesía hispanoamericana del momento? ¿Por qué Borges y no otro poeta?  

No, no tenía una lectura cabal. Me identificaba más con Borges, quizás porque era el menos poeta. Estando en Pittsburgh, recibí una reseña sobre Borges, el poeta, publicada en la UNAM, que decía: “Es bueno, pero no hace sino repetir lo que se ha dicho”. ¡A mí eso no me pareció una censura, sino un elogio! 

¿Cuáles fueron las intuiciones que te llevaron a escribir La máscara, la transparencia? ¿Tenías algún modelo previo? ¿Reconocías algún ensayo ya publicado como guía?

Se trataba de ensayos que ya había escrito en Pittsburgh, y que se fueron publicando en la Revista Hispanoamericana. Pensé en una introducción que fuese como una puntualización de la poesía hispanoamericana. En 1967 yo había publicado en la Revista de Occidente, que dirigía Soledad Ortega, “Relectura de Rubén Darío”, del cual imprimieron una separata que me enviaron a Caracas. Los amigos que me encontraba me decían: “Guillermo, ahora sí es verdad que hay que respetarte como ensayista”. Yo no les hacía caso, pero eso me sirvió para que en 1968 me otorgaran una Beca Guggenheim, con la que pude residenciarme en Washington por dos años. Allí trabajaba en la Library of Congress, en el Departamento Hispánico. Me permitían tener hasta diez libros de préstamo y los guardaba en una mesa que me habían asignado. Ahí leí a Lezama Lima, a Cintio Vitier… Como “ensayos guía” puedo nombrar los de Borges, los de Paz, los de Mariano Picón Salas. También los de Ángel Rosenblat, por su visión del lenguaje, por ese cuidado que tenía por las palabras. Curiosamente, Albert Camus también influyó mucho en mí, en el sentido de “menos es más”: ¡sus ensayos son magníficos! Lo que Sartre escribe en un volumen, Camus lo escribe en un ensayo breve. Picón Salas también prefería “apartar un poco la paja” y decir las cosas más concretas.

En la evolución de la poesía hispanoamericana, ¿acaso el giro ideológico de Neruda llegó a ser un problema, al punto de comprometer la libertad creadora del resto de los poetas de su tiempo?

Para mí, Neruda es un caso del poeta que se sabe genio, un poco regocijado en sí mismo, y que dice que los demás son unos copiones. Ahora bien, cuando escribe las Odas Elementales –la oda al presente, la oda al tigre, la oda a los calcetines, la oda a la madera– tú te das cuenta de que ya no se trata del vigor de los Tres cantos materiales. Se trata más bien, dicho por el mismo Neruda, de una poesía útil, utilitaria, como contradiciendo a Lautréamont. En Neruda hay una mala conciencia, que es tremenda. ¡Y claro que él quería olvidar! Eso ya lo plantea en Residencia en la tierra: “pero hay cosas que no puedo olvidar: mi hermana llorando junto al mar”. Allí sí habla de su verdadero drama, de su familia, de las muertes alrededor… Neruda tenía horror a la cultura, y fue demasiado endiosado. ¡Un poeta no puede permitirse eso! Víctor Hugo también lo fue. Pero, claro, Víctor Hugo es el poeta que el francés medio acepta más, a diferencia de Baudelaire, que es para una minoría. Pero esa minoría es la que hace la verdadera historia de la poesía.

El concepto de transparencia lo tomas de Lezama Lima, pero también tiene mucho que ver con el uso que le da Octavio Paz, entendido como un sinónimo de despersonalización. ¿Seguirías de acuerdo con la definición que alguna vez le diste: “es lo que queda cuando nada queda”?

Sí, esa frase es de Paz. Cuando yo digo La máscara, la transparencia, con coma, y no La máscara y la transparencia, me refiero a la máscara como un modo de transparencia, o como un modo de buscar la transparencia, de buscar una verdad, que no la verdad, quizás por saber que eso es lo imposible. No hay dos modos de despersonalizarse. Para Lezama, un modo de despersonalizarse es Martí. Y leyendo a Borges, me doy cuenta de que Borges admira mucho al Whitman recatado, como él lo llama, y no al Whitman proclamado. La diferencia entre el yo proclamado y el yo recatado es muy importante. Rafael Cadenas también ve en Whitman cierto recato.

En los últimos años has publicado ensayos sueltos de diversa índole. ¿No has pensado en agruparlos en un volumen o varios?

Sí, es posible. Me gustaría reunir los ensayos que he escrito sobre Ida Gramcko, sobre Picón Salas, sobre Rosenblat. También tengo ensayos sueltos sobre Paz, sobre Camus, algunos de cuales se han publicado en Tal Cual.

V. La democracia y sus alrededores

Tu generación luchó mucho por la instauración de la Democracia. ¿Cómo sientes que está la Democracia en el mundo de hoy?

Muy decaída; eso hay que reconocerlo. Ya no hay grandes líderes políticos. Bueno, no se puede decir que Barack Obama haya sido poca cosa; muy al contrario, uno de los grandes acontecimientos de la política norteamericana ha sido Obama. Pero el presidente actual de Estados Unidos no es un demócrata. Pareciera más bien que vivimos tiempos de formas contrarias a la democracia: despotismos y fanatismos de toda índole.

¿Crees que una buena educación o formación en valores espirituales basta para asegurar la permanencia de la Democracia?

¡Tampoco se trata de tanta pureza! Pero sí habría que recordar al filósofo polaco Leszek Kolakowski, cuando hablaba de la “educación para la dignidad”, que sería la educación democrática, la educación para la libertad, la tolerancia, la convivencia pacífica, y no una educación agresiva y represora para uniformar y reglamentar conciencias. 

¿Qué ha podido fallar en la Educación venezolana –con ese esfuerzo sostenido, desde 1936, de formar conciencias libres– para conducirnos a un estadio totalmente opuesto a la Democracia?

No creo que la Educación venezolana haya fallado. No lo creo. Yo conozco a los educadores venezolanos y son gente de gran valía. Yo no creo que los educadores venezolanos demócratas han dejado de serlo, incluso los jóvenes, que se han formado después. Todos han sido demócratas. 

En tu libro La Libertad, Sancho citas a Kolakowski cuando dice que el arma secreta del totalitarismo es emponzoñar con odio toda la trama espiritual del hombre. ¿Qué razones históricas o culturales tenía ocultas Venezuela para convertirse en pasto del totalitarismo?

Eso es difícil de explicar. Te contestaría con unas líneas de Antonio Machado: “Es difícil no descender en tiempos de descenso”.

Has afirmado que la Democracia es renuente al culto a la personalidad. ¿No te parece, sin embargo, que en la historia venezolana el culto a la personalidad ha sido alto? 

No lo creo. ¿De qué historia venezolana estamos hablando? En tiempos de Gómez, ¿había culto a la personalidad? No lo creo. Los jóvenes, los intelectuales de verdad, la gente con cierta mentalidad liberal, estaban contra Gómez; nunca fueron gomecistas. Gomecistas, o que tuvieron su pecado con Gómez, fueron Vallenilla Lanz, Pedro Manuel Arcaya, Enrique Bernardo Núñez, Teresa de la Parra… Lo que sí es cierto es que aquí la gente ha sido, y es, muy borrega con los presidentes y ministros. No les dicen la verdad; los adulan de manera deplorable. Si hubiese habido menos aduladores en nuestra historia política y cultural, habríamos sido un país distinto. En el campo literario, en Venezuela, todo ha sido un continuo elogio. 

Alguna vez has dicho que el intelectual venezolano no es consecuente con sus principios. ¿Puedes ampliar esa percepción? 

Si me pongo a pensar en mis amigos, todos fueron consecuentes con sus principios. 

VI. Asuntos venezolanos

En 1952, a los 19 años, te expulsaron del país. ¿En qué condiciones y a qué país te fuiste? ¿Hubo algún aprendizaje de esa experiencia? 

Yo ingresé en la Universidad Central de Venezuela, para cursar Filosofía y Letras, en 1950. En octubre del 1951, debido a la agitación que había en contra de la dictadura, la Universidad perdió su autonomía, y a comienzos de 1952, junto con Rafael Cadenas, Manuel Caballero y otros compañeros, participé en la toma de las instalaciones de San Francisco, que era la antigua sede, para defender su autonomía. Entonces nos detuvieron a todos. Yo pasé dos semanas en la Cárcel del Obispo, tres meses en la Cárcel Modelo, y en mayo de 1952 tuve que salir al exilio, específicamente a Chile, junto con mi hermano José Francisco.

Cuando estábamos presos en la Cárcel Modelo, se nos comunicó a todos los estudiantes que íbamos a ser enviados a La Habana. De esto hablábamos mucho Rafael Cadenas, Manuel Caballero y yo. Por entonces El Nacional publicó una entrevista con Alejo Carpentier, en la cual él apoyaba el golpe de Batista contra Prío Socarrás. Luego apoyó la Revolución Cubana, porque creía en el “hombre auténtico” (al parecer fue el Che Guevara quien lo respaldó ante los comunistas). Si en Los pasos perdidos el personaje que se interna en la selva de Guayana va en busca de ese “hombre auténtico”, en El siglo de las luces Esteban es un escritor que había creído en la Revolución francesa y que luego se da cuenta de que todo deriva hacia una dictadura. No pude hablar con Carpentier antes de su regreso a Cuba, pero recuerdo que él me decía que yo iba a ser como un albacea en París de la Revolución Cubana. ¡Imagínate tú!

¿Nos puedes hablar de tu presidio en Ciudad Bolívar? ¿Quiénes eran tus compañeros en ese período de reclusión?

En 1956, la dictadura de Pérez Jiménez comenzó a dar visas a los exiliados políticos. Entonces regresé a Venezuela con mi hermano Quico. En el barco, el capitán nos entregó un telegrama donde nos advertían desde París que no desembarcáramos porque la represión en Caracas había arreciado. Él nos ofrecía la alternativa de regresarnos o bajar. Como yo no tenía dinero, pensaba llegar a Caracas e irme a casa de mis hermanos. Pues apenas pude saludar a Leopoldo y Antonio, porque nos llevaron a la Seguridad Nacional y nos bajaron a los sótanos. Allí vi a Chepino Gerbasi, a Manuel Felipe Ledezma y a otros que me decían: ¡No hables con nadie! Nos registraron todos los libros que traíamos, que eran pocos, y allí encontraron un texto sobre Rómulo Betancourt que yo había escrito. El Negro Sanz, segundo hombre de la Seguridad Nacional después de Pedro Estrada, me comenzó a leer las cartas que yo traía y a preguntarme por cada una. Como ya yo estaba enfurecido, me dijo que si le seguía hablando con insolencias me iba a dar una patada. Le contesté: ¡Si usted me da una patada, lo lamentará toda su vida!”. ¡Cómo se me ocurre decir eso! 

Salí de allí con régimen de presentación, y me volví a matricular en la Escuela de Letras para terminar mis estudios. Conocí entonces a Ángel Rosenblat y a Mariano Picón Salas. En el verano de 1957, faltando un año para graduarme, me encarcelaron de nuevo. Recuerdo que, luego de presentar un último examen con Rosenblat, Luciana de Stefano me llevó a mi casa. Esa noche me fueron a buscar y me llevaron nuevamente a la Seguridad Nacional. El Negro Sanz me volvió a interrogar. Fue él quien bajó para anunciarnos que nos trasladarían a la prisión de Ciudad Bolívar en dos autobuses: en uno iban unos veinte estudiantes comunistas y en otro los supuestos independientes de Acción Democrática y algunos obreros. Allí estuve durante los últimos siete meses antes de la caída del régimen, coincidiendo con Rafael José Muñoz, José Vicente Abreu, Ramón J. Velásquez y Manuel Felipe Ledezma, que era un hombre muy inteligente, profesor en el colegio judío Moral y Luces y Secretario General de Acción Democrática en la clandestinidad. A él lo habían puesto preso en 1956, cuando mi hermano y yo regresábamos de Europa. Pedro Estrada dio unas declaraciones de prensa diciendo que había una conspiración de militares y civiles que ya estaban presos porque querían matar a Pérez Jiménez. Mucho tiempo después, cuando nos reencontramos con Manuel Felipe Ledezma, nos contó que eso no era verdad, que al que querían matar era a Pedro Estrada.

Cuando nos iban a liberar, que no fue el 23 sino el 24 de enero, se presentó un mayor del ejército a decirnos que el nuevo gobierno nos daba la libertad, pero que no hiciéramos de esa libertad un desorden. Yo le dije a Ramón J. Velásquez: “O Usted le contesta, o yo le contesto”. En fin… La caída de Pérez Jiménez no fue solamente un movimiento militar. Claro que lo fue, pero toda la sociedad civil se alzó contra Pérez Jiménez. Los manifiestos de los intelectuales los encabezaba Mariano Picón Salas, seguido por Óscar Machado Zuloaga y otros cuyos nombres no recuerdo por haber estado preso.

Entre 1959 y 1962, viviste en París. ¿Qué escritores o artistas venezolanos o hispanoamericanos frecuentabas?

Mariano Picón Salas, Octavio Paz, Juan Sánchez Peláez, Alejandra Pizarnik y algunos chilenos como Nicanor Parra y Jaime Valdivieso, que era locutor en español para la BBC de Londres.

En 1962 se inicia un movimiento de guerrillas en Venezuela. ¿Cómo se reflejaba esa tensión política en el campo intelectual?

Muy fuerte, pues casi todos mis amigos eran pro-guerrilleros, aunque al final no fuese del todo cierto. Manuel Caballero, por ejemplo, nunca lo fue; tampoco intelectuales como Isaac Chocrón, José Ignacio Cabrujas o Rodolfo Izaguirre. Teodoro Petkoff, entre otros, a partir de la invasión soviética a Checoslovaquia, muy pronto se opuso a la violencia de la guerrilla y a una izquierda que siguiera a la deriva del comunismo soviético. Pero al comienzo nadie los oía. Y en la UCV, en la Facultad de Humanidades, que era la que yo conocía, algunos profesores se jactaban de ser revolucionarios sin serlo realmente, aunque colaborasen con la guerrilla. 

¿Cómo explicas que intelectuales de prestigio, algunos de tu generación y hasta amigos personales, hayan apoyado al Chavismo? 

Al comienzo, en una entrevista que le hicieron, Ernesto Mayz Vallenilla dijo: “¿Cómo Chávez va a ser un dictador si está apoyado por mí?”. Uslar Pietri también lo apoyó, como también Juan Liscano. ¡Esto es imposible explicarlo!

¿Se puede hablar de una crisis moral en la Venezuela de hoy?  

Claro que sí. Ahora bien, yo no soy moralista, porque la moral es un asunto muy pomposo. ¡Yo soy inmoral! Moralizador era Sartre, pero no Camus. Creo que los dictadores comienzan por ser moralistas, y en lo que la gente no responde se vuelven unos dictadores. Y eso le pasó a Chávez, sin duda. 

VII. Preguntas personales de cierre

¿Qué imagen inmediata te viene a la cabeza cuando oyes la palabra Venezuela?

Me viene a la cabeza lo que se oye cuando uno enciende la televisión: “Venezuela, el país más bello del mundo”, “Venezuela, todos estamos unidos por el futuro”, propaganda gobiernera que insertan como “Tome Coca-Cola”. La primera vez que viajé a Chile, que fue en el barco Belvedere, el capitán a veces conversaba con nosotros y nos decía: “Es que ustedes no parecen venezolanos”. A los venezolanos les tenían miedo: bebían, se emborrachaban y comenzaban a hablar de Caracas, la capital del cielo. ¡Es una cosa increíble! Los venezolanos somos muy autosuficientes, incluso los escritores, que siempre creen estar escribiendo el mejor poema del mundo. ¡Qué horror!

¿Puedes hablar de algún dolor mayor?

Cuando veo las noticias, y escucho hablar a Maduro, me da un dolor muy grande. Creen que van a gobernar por cien años, para siempre. ¡Eso es inmoral! Y lo es más que unas Fuerzas Armadas lo acepten. Eso es aún más vergonzoso. Uno oye hablar a estos militares y es algo deleznable. Parece que no hubieran ido ni siquiera a la campaña contra el analfabetismo que inició el maestro Luis Beltrán Pietro Figueroa. 

¿Puedes hablar de alguna satisfacción mayor? 

La resistencia, el hecho de que todavía estemos vivos. Esa es la verdad.

Al novelista chileno Roberto Bolaño le preguntaron en sus últimos días cómo quería llegar a la muerte, y él respondió: “Ella entra y yo salgo”. ¿Te animas a responder la misma pregunta? 

Quisiera llegar entero, sabiendo que voy a morir.

***

Esta entrevista fue grabada en Caracas durante varias sesiones entre los meses de noviembre y diciembre de 2019, y publicada originalmente en Cuadernos Hispanoamericanos.


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