Literatura

Gasolina

Fotografía de Giulian Frisoni | Flickr

21/01/2023

[El pasado 2 de diciembre se falló el premio del I Concurso de Relato Breve «El Desafío» organizado por la Universidad Andrés Bello, de Chile, y la Cátedra Mario Vargas Llosa, certamen creado para estimular la creación de narrativa en estudiantes universitarios de cualquier lugar del mundo. Publicamos el texto ganador escrito por la venezolana Melanie Pérez Arias, alumna de maestría en la Pontificia Universidad Católica de Perú]

Paula perdió la virginidad en un concierto de reguetón. Desde que cumplió los dieciséis empezó a sentir que le estorbaba, como si la tuviera atravesada en la garganta en lugar de entre las piernas. Le decíamos la tos, para hablar con libertad cuando lavábamos los platos o al pintarnos las uñas de los pies en el corredor, sin miedo a que la abuela nos gritara zánganas sinvergüenzas, que era su mote favorito para cualquiera con la falda arriba de las rodillas.

Fuimos al concierto con Javier y Kike, y un amigo de ellos del instituto. Mis tíos les daban buenas mesadas porque ya eran universitarios, pero nosotras sabíamos que de ese lugar solo se graduaban cajeros de banco y secretarias de ministerios. Ellos pusieron la plata y nosotras dijimos bueno, fingiendo desinterés. Mamá nos dio permiso porque su hermano le contó que Javier, que era dos años mayor que yo, había sacado la licencia de conducir; que le prestarían el Chevy Nova porque era el primero de la clase y otro montón de florerías. Mi tío llamaba a los carros por nombre y apellido: Chevy Nova, Fiat Palio, Honda Civic.

Javier tocó la corneta dos veces, pero mi abuela le gritó desde el balcón que así solo llamaban a las putas, que entraran, zagaletones. Para ser una señora de la iglesia, tenía la boca bien sucia. Pidieron la bendición. Que sí, que ya habían comido. Hundidos en las poltronas polvorientas de toda la vida, se tomaron dos vasos de agua. Nosotras salimos del cuarto con unos suéteres gigantes de colores pasteles. Dos cupcakes. Yo llevaba jeans, zapatos de goma y un bolso cruzado con el dinero, las llaves y el celular que compartía con mi hermana. Paula se había puesto una falda larga como para ir al colegio. Mamá me vio con cara de ¿y ésta?, pero me hice la loca. Dios me los cuide, me los ampare y me los favorezca. Amén, amén, amén; amén, abuela.

Apenas el Chevy dobló la esquina, Paula se quitó la mortaja. Abajo llevaba una falda de blue jean claro, dos pueblos arriba de la rodilla, una camisa negra que decía Princess en dorado brillante y un choker tejido en el cuello. Yo me quedé con una franelilla de algodón que dejaba ver las tiras del sostén.

‒¿Qué te parecen mis primas? ‒dijo Javier, al volante. Par de bistecs.

El amigo parecía un sereno del Cementerio General del Sur. Flaco, con una de esas narices italianas de fosas grandes. Llevaba unos jeans rotos y algo en la cara que parecían ganas de morirse. Se llamaba Fabián. Volteó a mirarnos desde el asiento del copiloto sin decir nada. No se fijó en Paula, que iba al medio hablando con Kike sobre una pirámide fucsia que habían instalado en la autopista. Crucé miradas con el hombre pájaro. Le dije qué más con la barbilla. Antes de ponerse el cinturón de seguridad me vio las tetas. Era de esa gente que odia lo mucho que en realidad le importan las cosas. Lo supe porque olía a limpio pero usaba una franela de Megadeth que parecía un coleto.

Enseguida tomó el mando de la radio. Con un cable enchufó su iPod al viejo reproductor del Chevy. Puso Soda Stereo, como si el rock argentino estuviera a medio camino entre el metal gringo y el reguetón. Esa noche, después de recorrerme las encías con la lengua, me confesó que la franela no era suya, un amigo la había dejado en su casa, lo mío es más el britpop. Retrocedí para mirarle la cara. Sus manos en mi cintura. Tenía un aire al hermano tarado de los Oasis.

‒¿Te importa si te la rompo?

‒¿Y si me resfrío? ‒sonrió.

Le mordí pacito el labio inferior.

No le conté a mi hermana que el tipo del concierto tenía como cuarenta años porque me iba a decir asquerosa. Solo que lo conocí en la fila de los baños portátiles. Estaba sacándose algo de los dientes con las uñas. La cola daban ganas de llorar; malditas cervezas calientes. Pensé en salir del estadio por la feria de comidas y caminar hasta un baño de la universidad contigua que siempre estaba abierta, pero había escuchado que, por las noches, una bandita de perros vigilaba las entradas. Aunque los estudiantes se encargaban de alimentarlos, mantenían su pendencia callejera. Un patrimonio de libertad.

Notamos que Paula no estaba cuando sonó Gasolina. Yo andaba concentradísima recostándole el culo en la ingle a Fabián para probar un punto que me parecía de vida o muerte: tener un cuerpo, saber cómo usarlo. Era mi venganza contra su discurso en el Chevy sobre por qué el reguetón era un asco y ni siquiera podía llamarse música.

‒Entonces qué coño haces aquí ‒preguntó Paula.

‒Tus primos me invitaron.

Ella me dedicó un Mona Lisa con la boca. Nos entendimos.

No me preocupé ni un segundo por mi hermana. Mamá decía que Paula había nacido con un cuchillito entre los dientes, que por eso la desgarró en el parto. Cuando Paula tenía cinco años un hermano de mamá la jaló del brazo mientras corría por todas partes en una reunión familiar. Estate quieta, carajita. Pero ella le lanzó una patada de enano boxeador en la pantorrilla y se zafó. Ese tío, entre incrédulo e indignado, volteó a buscar a mi mamá, que estaba al otro lado de la sala, atenta. Con los ojos reclamaba un castigo, una reprimenda ejemplar. Ella arqueó las cejas y dijo ¿quién te manda? Les he dicho que no se dejen tocar por nadie. Yo tenía siete, pero me acuerdo. Mamá era obsesiva con esas cosas. Cuando íbamos al cine compraba cuatro entradas. Se sentaba al lado de Paula, luego venía yo y después una chaqueta o un bolso en el puesto sobrante para evitar la proximidad con desconocidos. Yo imaginaba que ese puesto era de papá.

‒¿Qué vas a hacer si alguien te persigue por la calle?

‒Me meto en un negocio.

‒¿Y qué le vas a decir a la señora del negocio?

‒Que me vienen persiguiendo, que necesito llamar a mi casa.

En su fantasía policial siempre había una señora atendiendo un mostrador. Luego nos hacía recitar el teléfono de nuestra casa y el de tía Zoila, que no trabajaba. Esa fue su cantaleta desde que cumplí los nueve años, cuando empezamos a ir solas al colegio, porque ella arrancaba turno en el hospital a las seis de la mañana y la abuela ya entonces era vieja. Nos tomábamos de la mano, morrales en la espalda, amén, amén, abuela. Si me ponía nerviosa antes del cruce de un semáforo me concentraba en el calor de la arepa al fondo del morral. Nunca nos tocó pedir ayuda, pero todavía en una calle nueva mapeo los sitios abiertos, los posibles peligros, los puntos de fuga.

Un día saliendo del cine con Kike y Javier les dije esos tipos nos van a robar. Eran las nueve de la noche. El bulevar estaba iluminado, había gente, pero los tres hombres caminaban uno al lado del otro sin hablar entre ellos. El entrenamiento, entre paranoico y justificado, de mamá se activó pero fue insuficiente. Todo pasó muy rápido. Dos se abalanzaron contra mis primos. El otro me arrebató la cartera con el celular. Me caí, o me empujaron. Se fueron corriendo por un callejón lateral. Paula me levantó. Estaba fría de rabia, miraba para todos lados. No sé qué buscaba. Los ojos se le iban a salir.

‒Pudieron matarnos ‒dijo Javier en el bus de regreso.

‒Ni siquiera estaban armados, gafo ‒respondió mi hermana.

Nadie pronunció otra palabra.

Mamá dijo que ella no había criado ovejas, vean a ver cómo se compran otro teléfono para las dos.

Esa noche abrí la puerta de su cuarto. Estaba acostada mirando el techo con las manos sobre las costillas. La luz oblicua de la calle entraba por la ventana iluminando la cómoda, sus perfumes y una cajita de metal repujado con las prendas de fantasía. Los rayos que salían de los frascos se reflejaban en el techo. Alargó un brazo hacia mí, con el otro desplegó la cobija. Me acurruqué a su costado, de espaldas a la luz. Su mano libre me acarició la cabeza.

‒Lo supe apenas los vi, pero ya estaban cerca.

‒Yo sé ‒dijo.

‒Veníamos distraídos hablando de la película.

‒¿Es bonita?

‒Sí. Pero el libro es mejor.

Sentí que sonrió.

‒Les vieron las caras a tus primos. Zoila y mi hermano los tienen muy consentidos. Igual no les voy a comprar el celular.

‒Yo sé, ma. Bendición.

Al día siguiente apareció mi tía Zoila con una bolsita de regalo. Era el celular que llevaría dentro del bolso cruzado, un año después, en el concierto mientras subía y bajaba las caderas al ritmo del pam pam pam.

La cola de los baños no se movía. Miré un punto fijo en el suelo, cerca de la tercera base, para concentrarme. Control mental, decía mami cuando nos íbamos de viaje y mi hermana quería bajar en cada merendero inmundo de la carretera para hacer pipí. Traté de dibujar el campo de béisbol bajo la lona plástica que ponían en los conciertos para proteger el césped. La tarima estaba a la altura del home; en los jardines y las gradas gente gente gente. Ambos laterales del diamante tenían barras metálicas vigiladas por tipos fornidos para que nadie entrara a los dugouts. Luego venían las casetas azules de los urinarios mixtos y frente a ellos yo, tratando de vencer la gravedad con la mente. También él, en la fila de al lado, con las uñas en la boca. El olor espumoso que salía de las cabinas se mezclaba con la amenaza de lluvia, pero la noche era fresca y los cuerpos despedían calor en la cercanía.

A los cinco minutos de notar la desaparición de Paula, mis primos empezaron a angustiarse.

‒Si le pasa algo, tu mamá nos va a matar.

En eso tenían razón.

‒Vayan a buscarla, yo me quedo aquí por si vuelve.

‒Yo también ‒dijo Fabián y, aunque no hacía falta, agregó‒: para no dejarla sola.

Hubo un descanso en el lineup. El concierto había estado fenomenal. Luces, bailarines y unos visuales de Puerto Rico en la pantalla de atrás. Barrios pobres con escaleras infinitas de hormigón que desembocaban en unas playas azul cielo. Niños corriendo detrás de la cámara en un caserío de tierra. Una mansión. Un yate. Hombres con gorras de equipos de béisbol en un estudio de grabación. Paula y yo queríamos sacarnos la visa americana para ir a Puerto Rico y a Nueva York. En ese orden. Pero no teníamos ni para el pasaje: ella todavía era menor de edad y a mí recién me habían aceptado en la universidad pública para estudiar periodismo. Le estaba explicando a Fabián que el reguetón era exitoso por ser un género horizontal. Plano, querrás decir. Íbamos a empezar a perder el tiempo cuando sentí el peso de mi hermana colgarse de mis caderas por detrás.

‒¿Dónde carajo te metiste?

Ella fingió una tos y lanzó una carcajada.

‒¿De verdad? ‒la miré. Traía la cara iluminada por el sudor. Entrelazamos las manos.

‒Listo el pollo ‒remató. Y se ajustó la cola de caballo altísima que ahora traía. No llevaba el choker. Yo quería saberlo todo.

Dejó de hurgarse los dientes cuando lo miré. Era flaco. Le pregunté si le gustaban los perros. Sí, tengo dos. Le conté sobre los baños limpios de la universidad y sus custodios perrunos. Vamos, dijo. Así es como nos matan, pensé. Pero calculé que, por su edad, tendría algo que perder.

¿Hijos? Uno.

¿Profesión? Abogado.

¿Casado? Divorciado.

¿Te salió gratis? Siempre hay un precio.

No quise decirle mi edad.

No volvió a preguntar. Un hombre de ley.

¿Te gusta esta música?

¿Por qué? ¿Te sorprende? Me sorprendía.

‒¿Dónde están Javier y Kike? ‒preguntó Paula, todavía riéndose de su anuncio. No tuve tiempo de contestarle. Se encendieron otra vez las luces del escenario. La gente rugió en un reflejo. Por un costado apareció una mujer inmensa. Las máquinas de humo dispararon al cielo. Llevaba unas botas negras de patente con trenzas hasta la rodilla, tacones de hilo con plataforma y un corsé de dominatriz que se abría en una falda hasta el piso, como una reina vampira.

Quítate tú que llegó la caballota

la perra, la diva, la potra.

Cantó a capela con ese vozarrón rasgado. Su pelo rojo flotaba en el aire.

Nos hizo gracia coincidir en la cola de los baños mixtos. Yo creía que los hombres agilizaban la espera, un asunto anatómico; él creía que las mujeres eran más limpias. Dijo que podía probarlo con argumentos, y lo habría hecho de no ser por los perros. Vinieron por nosotros apenas pusimos un pie en el edificio de Humanidades. Enseguida me hice bolita en el piso con la cara detrás de las manos. Un cachicamo.

Sonó la música. Nos empezamos a pegar como moléculas de mercurio atraídas por el centro. Paula me vio bailando con Fabián. Otra carcajada. Bailó sola. Creí ver que se le aguaban los ojos, pero sonreía. Al volver, Javier y Kike pusieron cara de querer matarla, pero se distrajeron con otra ráfaga de bajos. La orquesta se elevó y una estampida de voces nos pasó por encima de la cabeza, sin tocarnos. Cada pam nos despegaba un poco más del suelo. Las ondas expansivas que venían del escenario rebotaban contra nosotros creando un eco infinito. Estábamos absortos, sudados, eufóricos. En un momento jalé a Paula por un brazo, me acerqué a su oído y le grité ¿Te cuidaste? Me vio con cara de ofendida y gritó ¡Claro! ¿Tú crees que soy estúpida? Le dije con la cara a veces eres estúpida y me empujó con la cadera, riéndose. Nos fuimos hasta abajo: una, dos, tres veces.

Él se agachó poco a poco hacia mí; los perros ladraban sin moverse, sorprendidos en su territorio. Empezó a hablarles firme pero sin levantar la voz. Algo en su tono llenaba el espacio entre cada bufido animal. Les dio su nombre. Cuando llegó a mi altura, me sujetó por los hombros y me levantó. Suave, dijo. Lento.

De vuelta en el Chevy, Kike se sentó adelante, yo atrás, al centro, recostada de Fabián. Los vidrios abajo, la radio en silencio, las cabezas a reventar de sonidos. Paula, en la ventana, dijo que quería ver la instalación de la autopista. Javier se desvió. Apenas eran las once y el fresco de la ciudad nos secaba el cuerpo. De la axila de Fabián salía un olor animal mezclado con jabón de tocador. Le puse la punta de la lengua en el cuello: salado.

El choker se me desprendió e hizo un ruido breve en el piso, entonces volvieron los gruñidos, pero él, sosteniéndome, les contó que había estudiado en esa universidad, unos edificios más allá; que seguro había conocido a sus padres o abuelos caninos; que Chico, el perro más viejo de la facultad de Derecho, tenía un solo ojo y le habían puesto un parche. El alfa dio un paso hacia nosotros, pero se detuvo hipnotizado por la voz.

Entramos a la autopista por una vía auxiliar. El Chevy hacía un sonido de tacán contra el asfalto. La vimos aparecer a la izquierda, en la isla que separa los canales. Javier bajó la velocidad para apreciarla mejor. Era una pirámide rosa chicle cubierta de paneles que reflejaban una luz brillante y magenta que provenía del interior. El gobierno de la ciudad la había inaugurado ese marzo por el Día de la Mujer.

‒Es la cosa más horrenda que he visto en mi vida ‒dijo Paula.

Empezamos a movernos en retirada sin darles la espalda. Él detrás de mí. Sus manos aún en mis hombros. Cuando se murió, lo enterramos en el jardín de la facultad; su aliento llegaba cerca de mi boca; pusimos una piedra sobre la tumba pequeña; sentí su erección en mi muslo izquierdo; que decía Chico, el perro pirata; su mano derecha bajó hasta mi falda; y cada día del estudiante derramábamos un chorrito de ron sobre la tierra, a su salud.


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