Perspectivas

Frankenstein y la teoría general de la decadencia

08/05/2020

Fotograma de «Frankenstein». 1931

1

La gente caminaba en fila india por el islote que divide los canales de la Circunvalación 2. Salían de entre los ranchos frente al abandonado club de profesores de la universidad. Iban sonámbulos, curtidos de sol y mugre. Cargaban cuñetes y baldes. Se dirigían a sacar agua de un colector al pie de una fuente ruinosa. No era el pozo de la samaritana. Estas aguas servían para bombear pocetas aunque el olor a mierda no desaparecía.

Yo pasé por delante de estos zombis mientras regresaba de la clínica La Sagrada Familia. Acababan de diagnosticarme agnosia. Venía en una camioneta negra conducida por un joven que se decía mi cuñado. Se llamaba Jimmy. Era un sujeto grande, doble, de cabeza afeitada y barba vikinga. Dijo que me dejaría en la fuente de soda Irama para que almorzara y estuviera todo el rato que quisiera. El reloj del tablero marcaba las once y media de la mañana.

¿Agnosia? ¿Qué vaina es esa?, preguntó el mesonero de Irama al decirle que recién me enteraba de esta malignidad circulando en mi sangre. Me trajo un café recién colado, a mano porque llevábamos más de una semana sin electricidad, y se plantó frente a mí a que le explicara bien lo de la agnosia.

No lo sé, respondí, es como una especie radical de asombros y olvidos.

Sigo sin entender, replicó.

Digamos que me estoy volviendo Frankenstein.

El mesonero se tronchó de risa y repitió que no entendía un carajo, pero le parecía genial que ahora me creyera Frankenstein. Como ya le había puesto al tanto de mi rara infección, aproveché para que me diera su nombre, Rubén, dijo sin dejar de reírse. Le pedí que me apuntara los nombres de la gente que iba entrando y que, se suponía, yo debía conocer. Decidí, entonces, que si me preguntaban cómo estaba, o cómo me sentía, respondería que andaba muy enfermo de una bacteria denominada Frankenstein, que este bacilo pestilente no tenía cura y era mortalmente contagioso. Así correrían lejos de mí y yo estaría tranquilo. Ni cuenta se darían que no les había llamado por sus nombres porque no los recordaba para nada. Ideaba este plan justo a la entrada del abogado Henry Marín (apuntó Rubén de inmediato). El abogado, grande y gordo, con un pañuelo enrollado al cuello para que le recogiera los sudores, me preguntó, derrochando gentileza, cómo me sentía. Le dije, con efecto dramático, lo de Frankenstein, y dijo que no me preocupara demasiado, «ahora ninguna enfermedad tiene cura, profesor, hay que andarse a todos lados con mascarillas y guantes, y para remate no hay medicinas para un cipote, seguro que si entra la ayuda humanitaria, algunas goticas traerán para ese mal». Me aseguró que seguiríamos sin luz. El dictador había explicado que la ausencia de energía se debía a un ataque electromagnético perpetrado por ciberespías, desde el Pentágono, con drones transoceánicos capaces de volar por la exósfera a la velocidad de la luz. Después se fue a su mesa y me dejó en paz. Enseguida llegó el profesor de inglés (Rubén me sopló que se llamaba José, pero que yo le decía Torito). El pobre flaco caminó hasta su mesa habitual. Rubén añadió que desde que comenzó este «apagón continuado» sus alumnos habían dejado de venir, pero él llegaba puntual y esperaba. Siempre esperaba.

La fuente de soda tiene horario solar. No había menú completo porque los pollos, las carnes y las leches se pudren. Todo se reduce a café negro y sánduches con quesos rancios. Unos pocos siempre llegan. O llegamos. Nos sentamos a nuestras mesas y hacemos nuestras cosas, «o simulan hacerlas», comenta Rubén con cierta ironía triste. Y aquí estamos, ciertamente, sudando a cántaros a pesar de que están abiertas las puertas. En esto me instruye Rubén en cuestión de segundos.

Yo recuerdo, por ejemplo, unos cuadernos en los que estoy trabajando, pero no a la gente que me rodea, con la que vivo, ni los lugares. Es una agnosia antojadiza. Este café, o fuente de soda, es un descubrimiento muy extraño. Además, puedo consumir lo que quiera y no estoy obligado a pagar nada. Rubén me hizo saber, con un aire de intriga, que la propietaria me había exonerado por razones que nadie conoce, me dice y se ríe como si en el fondo no creyera que no lo recuerdo.

Sebald dice que el ser humano para olvidar lo que no quiere saber, por puro pánico, continúa sus días como si nada pasara, impone sus rutinas, o se inventan otras nuevas por encima de la catástrofe, desde un café de sobremesa hasta los ritos culturales más elevados. Estas son palabras de Sebald y me alegra recordar a Sebald. Bebemos café, pues, para no enloquecer, para mantener el juicio a flote.

No es amnesia sino agnosia. Son distintas. La primera es olvido total. La segunda, como mudarse de país. Vivo al tanto de la ignominiosa calamidad que me rodea, de la exaltada bestialidad que me acecha. De la triste vulgaridad que flota en todas partes. Lo que no entiendo es cómo recuerdo lo que recuerdo y cómo este bacilo de Frankenstein ha podido entrar en mi sangre.

2

Seguimos sin luz.

Frente a la fuente de soda pasa una horda de motorizados intimidantes, con máscaras calaveras. Hacen rugir los motores a lo largo de la calle F. Rubén se ha quedado petrificado mirándolos mientras cruzan frente a nosotros. Le pregunto quiénes son y dice que La Sombra, ¿La Sombra?

«Mejor te traigo un café y la agenda que olvidaste hace días».

El local es una sauna que huele a café recién colado. Rubén me deja una taza humeante sobre la mesa. Va y se recuesta en la puerta que da a la calle F. Fuma como si buscara el rastro de los motorizados. Me pregunto en qué piensa un mesonero que fuma abstraído en la puerta de donde trabaja. Yo bebo un sorbo pensando en la teoría del doctor Carmelo Chapero: si el café tiene la misma temperatura del ambiente uno deja de sudar. Calculo la temperatura del café y decido esperar un poco buscando esa igualación. A la sazón, ya he perdido la noción del tiempo. En fin, abro la agenda de tapas de cuero marrón y veo el título, trazado a mano, en la guarda de cartulina: «Frankenstein, versión lacustre». Mi estremecimiento fue tal que derramé el café. Rubén puso cara de fastidio y fue por otro. Esta taza recargada me la bebí en dos sorbos (olvidé la verificación de la Teoría Chapero).

3

La verdad es que esta agnosia es muy extraña, debo tener algo así como una amnesia dramática, o quizás solo sean vestigios de mi memoria proletaria y yo sea ya, sin darme cuenta, un hombre nuevo. Leo en la agenda lo siguiente: La posmodernidad explicada a putas. Arranca así: «Nadie va a sobrevivir excepto los filósofos y las putas, todos serán consumidos». Y cierra con una frase no menos genial: «Todos somos mutantes, no habrá ya juicio final». Justo cuando estoy tratando de recordar en qué pensé cuando escribí esta nota, o al menos de qué va, llegó un señor, de bastón y guayabera azul manga corta. Se sentó a mi mesa como si nada. Rubén se acerca solícito y me habla al oído. Me dice que el caballero se llama Miguel Ángel Campos y que somos colegas de la universidad. Pues mi colega me cuenta que su hija Angélica acababa de aprobar el «EUNACOM», y ya podía ejercer la medicina en Chile. Esto lo hacía feliz, pero su gesto era de amargura. Su hija haría lejos de él, la vida que se le negó aquí. Como el momento se hizo incómodo, me puse a explicarle que recién me diagnosticaban agnosia y que, la verdad sea dicha, estaba confundido entre recuerdos, olvidos y extrañezas. Por ejemplo, recordaba a retazos un proyecto de reescritura de Frankenstein, pero no sabía nada de mi vida familiar. Le dije: «pongamos el caso de tu cara, no te recuerdo para nada. Rubén me ha dicho tu nombre y que somos colegas». Miguel Ángel Campos me miró con una sonrisa de no sé qué y me dijo que mi enfermedad era una maravilla, que a él mismo le gustaría olvidarse de un montón de cosas. Me preguntó si era contagiosa. Le contesté que altamente. Entonces pidió un café, me hizo beber la mitad y luego me quitó la taza y la acabó él. Dijo que ojalá se hubiera contagiado, pero aún no se olvidaba de nada. Me preguntó qué cómo iba, por cierto, con ese proyecto de la reescritura de Frankenstein. No tengo la menor idea, dije. «Frankenstein va de cualquier cosa», replicó él mismo, «desde el abandono en que nos ha dejado Dios hasta el asombro por las cosas insignificantes de la vida, o del hombre nuevo sobre la faz de la tierra. Es la novela total más corta que se haya escrito».

¿El hombre nuevo de la revolución?, pregunté.

Nunca. El hombre nuevo nacerá de los escombros. Como dice Fadanelli, será mitad filósofo, mitad puta. Al final todos seremos mutantes. Y como dice la canción, no habrá juicio final porque no tiene caso. Como sea, está clarísimo que no seremos los mismos, no después de haber pasado por esto.

¿Y el hombre nuevo de la revolución?, insistí.

Solo es un patán de siete suelas salido del estercolero donde siempre estuvo agazapado esperando.

Rubén nos interrumpió con dos tazas pequeñas de café. Las enviaron sin pedirlas. Creo que había transcurrido el tiempo que acostumbro entre taza y taza. Parece que mis mañas han sido cronometradas en este lugar.

Miguel Ángel sacó un manojo de cuartillas sobre un cuento de mi supuesta autoría. No sé si te acuerdas de este relato. Lo publicó El Nacional. Lo imprimí para leerlo. Es terrible que un profesor universitario ni siquiera pueda enterrar a su madre con cierta dignidad. Creo que esto sucedió con tu propia madre (¿mi madre estaba muerta?). Como puse cara de extrañeza absoluta, Miguel Ángel añadió que, por lo general, lo que escribo son asuntos autobiográficos (¿soy autoficcionista?). Cogí el manojo de hojas y de golpe recordé el relato. Miguel Ángel dijo que me quedara con el impreso. Leí con asombro aquellas cuartillas sobre mis penurias para enterrar a mi pobre madre, pero también sobre el hambre que pasamos juntos.

Me quedé mirando la puerta de la fuente de soda y caí en la cuenta de la cantidad de gentes que llegan a pedir comida. Pero en Irama ya no hay comida, solo café y calor. Entonces llegó Jimi, El Vikingo. Me dijo que había que llevar pan para la cena. Me explicó que ahora vivíamos todo juntos en casa de nuestra suegra. Nuestras esposas eran hermanas. Yo tenía dos hijos y un perro salchicha bastante anciano. Y toda esa gente esperaba a que llegáramos con algo de comer.

Fuimos a la panadería River, pero ninguna tarjeta pasó, todas las líneas bancarias estaban muertas, de resto, solo aceptaban dólares. En ese momento recordé el cuento sobre el cadáver de mi propia madre y pensé que si de verdad mis textos eran autobiográficos, podíamos ir hasta el restaurant chino, Gran Cosecha, en la Plaza Indio Mara, y hablar con la madre de mi ex alumno, un tal Rovilla, que debía trabajar en la cocina.

Habrá que empezar por saber si el Rovilla existe, replicó Jimi, El Vikingo, cuando le expuse mi plan. Añadió que no perdiéramos tiempo.

Llegamos a la casa con dos bolsas plásticas de arroz chino. Todos se sentaron a la mesa con cierta emoción. Solo la mujer que Jimi, El Vikingo, señaló como mi esposa, parecía tener serias sospechas sobre el origen de aquel banquete.

4

La barbarie se respira como polvo radiactivo.

Después de que la familia engulló el banquete chino, Jimi, El Vikingo, me dijo que por lo ordinario yo salía al porche a fumar un tabaco. No recordaba esta costumbre. De modo que saqué una silla y fumé. La noche era amarilla y caliente. Noté que la gente pasaba por delante de mí como si yo fuera invisible. Eso me hizo sentir a mis anchas. Me entretuve observando a todos los que iban y venían. Las mujeres, aun las más jóvenes, tenían el pelo blanco (incluyendo las mujeres de la casa). Eran seres frágiles, de rostros atormentados, «privadas ya de la despreocupación de la juventud», recité en voz baja Sings by The Roadside de Ivo Andrić, perpetuando de alguna forma el recuerdo de las chicas que él describió, en Sarajevo, tras la calamidad de la Segunda Guerra, mientras yo intentaba lo mismo en la calle de mi casa, reescribiendo sus líneas que ahora servían para mi propia guerra. Pensé que reescribir sin apropiarse del dolor de las palabras es como usar el traductor de Google. Solo la apropiación de este dolor evita que se transforme en plagio.

La calle quedó íngrima. Parece que todos se fueron a dormir o simplemente se guardaron por algún terror nocturno que desconozco. Jimi, El Vikingo, me pide que entre ya a la casa. Le contesté que, en vista de que la luz nunca llegará, había decido dormir en el porche. Me riñe, con cierta alarma, que eso no conviene. La Sombra pasa de madrugada y dispara a los que duermen a la intemperie. Ante mi cara de asombro intenta explicarme que la revolución dice que sí hay luz, por tanto todos debemos dormir en nuestras habitaciones como si los aires acondicionados o ventiladores estuvieran encendidos. Agobiarse por el calor es una pésima costumbre burguesa, dijo tajante. Y añadió: Mañana hay que buscar gasolina y agua como sea, así que es mejor dormir bien para soportar el día que nos tocará en suerte. No repliqué en absoluto y me eché donde estaba mi mujer durmiendo ya de lo más tranquila, como si nada.


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