Domingos de FicciónLiteratura

Factorías del trópico

Fotografía de MARIE HIPPENMEYER / AFP

20/10/2019

…la anécdota es el manjar de los salvajes, y a ellos hay que atenerse.

(Lino Novás Calvo)

Si esto fuera así solo algunos días no habría problema. Pero ocurre todo el tiempo, desde que sale el sol hasta que se oculta. La noche con sus lunas, con sus gritos. Al fin estoy aquí, delante de las naves que zarpan a destinos distantes.

Mira ahora, las luces anuncian la llegada y salida de las embarcaciones. No hay novedades. Los centinelas, aquellos que no estén de guardia, disfrutarán del sueño endeble de quien espera un ataque y despertarán dando alaridos para manotear un fantasma que se desvanece con los resabios de las pesadillas. La costa se llena con las respuestas de los fogonazos, anuncian las intenciones de los capitanes y advierten qué medidas tomar. La jungla se ilumina con las luciérnagas falsas, descomunales, de los espejos. El jefe se prepara, solitario en su torre, para recibir a los comerciantes, festejar a los piratas o repeler a las fuerzas enemigas.

Esta experiencia es mucho más extraña cuando te adentras en la selva. Llevas la mordida de la adrenalina en la puerta de la garganta y tratas de perfilar el camino devorado por las plantas. En ese momento, bajo las estrellas, las luces dejan entrever lo que tienes delante, multiplicando las sombras y las presencias. Iluminan a medias una falsedad, una mueca impenetrable que cobija los deseos del desconocido. Todo es adorno, tienes que guiarte con otras herramientas. Eres la ciega certeza de la serpiente.

En aquel tiempo era un raider. Así empiezan los hombres de confianza. Íbamos a corromper a los jefes de las tribus cercanas, la primera escala continente adentro. Se dice que otros penetraban más profundo y visitaban tierras intocadas por el hombre europeo, pero son solo mitos, me parece, nada merece tanto esfuerzo si otro lo trae a tu casa.

Las guerras son buenas para conseguir esclavos y mujeres, objetos bien cotizados. Bastaba poner al jefe tigre en alerta contra el jefe águila y luego al águila contra el lagarto. Así van, luchando entre ellos y trayendo los despojos de sus hermanos. Se humillan los unos a los otros y nos ofrecen la ternura de sus hijas aferradas a sogas ásperas, o la fuerza de sus primos lacerados, puestos de rodillas delante de los puertos. Luego se golpean los pechos, vociferan consignas y se aplauden entre ellos. Los veo y me doy cuenta de que la felicidad, esa que ostentan con tanto orgullo, es como la niebla ligera que se levanta por la madrugada y desaparece con los primeros rayos de sol.

A veces traen oro y piedras preciosas pero eso no es rentable, por lo menos no en las cantidades que surgen del denso manto vegetal. Accidentes felices con los que nos rinden homenaje. Más cotizada es la carne humana y el mene y el caucho. Los barcos se apuran para llenarse hasta los bordes de esas masas que depositamos en sus estómagos. He visto la densidad de los líquidos y las manos emergiendo aterradas, desesperadas por un poco de aire, entre la deformación de los cuerpos apilados.

Los métodos de recolección varían pero comparten la misma crueldad. También la sistematicidad; la efectividad de los nativos, cuando se trata de conseguir beneficios rápidos, es sorprendente. Para el caucho han asentado abrumadoras plantaciones que aparecen como un parche en mitad de la selva, cubriendo kilómetros de árboles rasgados. En algún momento alguien se preocupó por la recolección pero aparecieron otros indígenas, mutilados, con las caras desfiguradas, atendiendo las piletas. Los condenan a la tortura y la labor denigrante por insultar a algún cacique. Primero los mutilan y los marcan en el rostro para que lleven la seña de su culpa, luego les quitan el orgullo y la cordura en largas noches de agobio. Al final quedan sin fuerza, agradecidos de que no perturben la rutina con la que cosechan el estéril sudor de los árboles.

Los esclavos llegan como una hilera de hormigas, una caravana que atraviesa la selva y desemboca en las bodegas de los negreros. Su voluntad para ensañarse con sus semejantes está forjada a fuego. Con el tiempo, cuando percibía la ferocidad con que se trataban entre ellos, pensaba que nuestro trabajo como raiders era inútil. Los niños heredan el odio de sus padres con el llanto del nacimiento y fluye como una sabia a través de sus venas. Los súbditos del cacique águila no pueden ver a los seguidores del jefe leopardo porque empiezan a escupir a la tierra y se les desorbitan los ojos. Después de observar esas reacciones me parecía más inexplicable la facilidad con que capturaban a los miembros de otras tribus. Apenas un par de golpes y esos seres altos y fuertes caían al suelo como si los hubieran quebrado por dentro. En ese instante comenzaba su transformación. Los aseguraban con largas sogas que convertían a las poblaciones en sumisos gusanos de pena. Pasaban las caminatas hasta la costa, las revisiones, las tasas del jefe y la venta al por mayor.

Cuando se rebelaban era peor. Cuando llegó uno muy aguerrido, lo advirtieron, lo controlaron y lo vendieron por separado. Volvió años después, una de esas sorpresas que ya no me conmueven porque, bajo este sol de Mercurio, casi todo es anodino. El negro medía dos metros pero ahora estaba consumido en sí mismo. Aunque caminara y siguiera a su dueño a cada momento, parecía estar siempre arrodillado. Era un toro castrado, un buey de ojos largos.

El Mago-Espejo-Sol paga a las tribus con fichas. Ellos traen sus cargamentos y los alinean en las playas. Los distribuyen para que su número se multiplique ante el ojo inexperto. O toman grasa animal para restregarla sobre las pieles oscuras. El Mago les echa un vistazo y los tasa rápidamente a un precio que suele coincidir con el que los nativos postularon. Cuando esto ocurre, la mayoría de las veces, los jefes gritan contentos por la buena venta. Pero no hay negocio. Les pagan con fichas. Los ayudantes del Mago explican cómo esas monedas de madera tienen un equivalente claro en oro, pero la clave no está allí; las fichas solo pueden cambiarse en las tiendas de nuestro señor. Si alguno de los caciques bordeara la costa varios kilómetros para llegar a otra factoría e intentara comprar, digamos, un arma de fuego o una botella de licor, descubriría la estafa. Pero el Mago sabe que los nativos son sedentarios, no se van lejos del pedazo de tierra que los sintió nacer. Nada alegra tanto a estos miserables como salir con la puesta de sol y sentarse a contemplar cómo la tarde se esfuma en la noche con olores de costumbre.

Me contradigo, esa no es su única felicidad. También tienen la guerra. Esas contiendas ridículas e inútiles que alimentamos. Los nativos son felices con las guerras porque así sus hombres se ocupan con destinos que llaman dignos. Toda muerte fuera de lucha es sospechosa. Culpan a los brujos que rondan sus poblaciones y hacen purgas cuando no se sienten cómodos con sus presagios. La reacción de las mujeres no es menos descabellada. Cuando los jóvenes empiezan sus cantos bélicos, a bailar en las plazas de tierra, las adolescentes, casi niñas, se arrancan trozos largos de piel y se los entregan para que decoren los marcos de sus arcos y les den fuerza y certeza en el tiro. La entrega se hace extensible al resto del cuerpo y pasan las noches antes de salir a la contienda en un furor de alcohol y sexo. Cuando se van, ellas les gritan: «ya eres hombre, vuelve con tu escudo o sobre él». Tras la muerte de su amante, una mujer solo tiene tres destinos: el suicidio, el encierro o la locura. La insania es más común de lo que parece. Las desquiciadas transitan las junglas y los caminos murmurando letanías de amor y dolor. El fenómeno ha dado lugar a miles de leyendas sobre ánimas hermosísimas que lloran sus penas en la madrugada.

El destino de las suicidas no es menos tortuoso. Uno pensaría que es rápido y definitivo pero el detalle está en el método. Beben un veneno llamado savey wood, el mismo que aplican a sus saetas. Su efecto no es definitivo. Contamina la sangre que lo distribuye por las carnes que corrompe. Así el cuerpo se pudre en vida hasta que el veneno llega al cerebro y asegura la locura de la víctima. En sus últimos suspiros, la suicida está completamente enajenada y no sabe por qué sufre ni por qué muere.

Este ritual se instauró para dar uso a las vastas cantidades de savey que se acumulaban después de los conflictos. Como es de esperarse, el veneno daña los productos que exportamos. Por eso, evitan utilizarlo, es mejor inmovilizar al enemigo con fuerza bruta para asegurar su aprensión.

Sé de lo que hablo. Yo he sido esclavo, mulato –más de espíritu que de piel–, raider, lugar teniente y, finalmente, escribano. He vivido demasiados años para lo que duramos los hombres. Solo tengo a mi madre que es como si no tuviera nada porque me odia. Todavía lamenta la muerte de mi hermano ocurrida hace mucho tiempo, cuando yo era un adolescente. Cayó en combate con una rapidez fascinante. Luego, cuando conseguí mi lugar entre las tropas, me enteré de que su muerte fue planificada porque había respondido a uno de sus comandantes. Lo vengué, pero no dije nada a mi madre, me habría delatado, estoy seguro.

La visité por última vez. Estaba sentada en la misma silla, comiendo la misma masa sin sal que apila en la cocina. Pasa los días junto a un altar con imágenes de santos y un cuadro que pretende representar a mi hermano. Ella me vendió como esclavo porque aseguraba que era un pusilánime. Me tomó largo tiempo recuperar mi libertad y convertirme en lo que soy. Volví porque supe que el sufrimiento se le había atravesado. Pero al verme con mi uniforme, escupió la tierra a la entrada de su choza y dijo que era el primero de los sirvientes del Mago-Espejo-Sol. No regresé.

A veces la veo rondar con su locura por el pueblo, vive en la costa como la mayoría de los habitantes de la factoría. Se sienten seguros a la sombra de la larga hilera de torres de vigilancia que llenan de relámpagos el horizonte y no los dejan dormir. En los buenos tiempos, las luces los despiertan por la madrugada y se apuran para asomarse y avistar la llegada de los productos del interior de la jungla o de los barcos mercantes que reponen las mercancías.

El poder está en las islas, lejos del alcance de la población. Por eso cuando se acercan a la costa son tratados como mesías. En esos tres islotes que se destacan en el archipiélago están las fuerzas que estructuran la factoría. Las habitan aquellos que se hacen llamar ciudadanos. El Mago-Espejo-Sol ha creado una documentación para sus sirvientes y es reconocida a lo largo del continente, en las demás factorías, pero no es aceptada en las metrópolis. Ellos se ufanan de su condición pero en realidad son náufragos, parias, descastados y bandidos, para el Mago son tipos perfectos. Muchos son esclavos libertos, como yo. Hace mucho escuché a unos superiores asegurando que nuestra inquina en contra de los negros era peor que la de ellos.

En la primera edificación reciben a los comerciantes. Los amplios puertos alojan embarcaciones que distribuyen los productos que se van cargando en las bodegas. Pocas veces suelen hacerse exámenes de calidad, la confianza en los frutos de la tierra, sean carnes o minerales, está fuera de cuestionamiento. Sin embargo, la recepción está ubicada en el extremo exterior de la costa, colindando con el mar abierto para facilitar la salida de las naves. Todavía faltan unas horas para embarcarme, pero sé que debo conseguir un bote. Los capitanes de los barcos no se acercan a tierra e intentan retirarse lo antes posible, como si se fueran de un lugar maldito.

Aquella ínsula que tiene gran cantidad de edificios, pequeños y mal ensamblados, alberga la enfermería y las viviendas de los empleados de confianza. Como le decía allí residen quienes se hacen llamar ciudadanos, usted lo será y aprenderá a desconfiar de las calles de su residencia y de la sonrisa agria del vecino. Pero es mejor que vivir en los rancheríos mal abrigados donde se llena la vida con una botella en la mano y la certeza de ser felices.

Por último está la isla del Mago-Espejo-Sol. Es esa torre que ve rodeada de cañones, la que está mejor armada. Nadie sabe con certeza qué acontece allí. Los escribanos, como tenemos que ir a hacerle audiencia cada cierto tiempo, ingresamos en la planta baja del edificio donde asienta su despacho. Se mantiene allí, con una oficina exigua pero de dimensiones inverosímiles. Habla poco. Escucha los consejos de sus generales que aparecen cuando son solicitados. Mira a todos con aquellos ojos secos que no dicen nada sobre lo que hay dentro. Yo siempre asistía con la inquietud atada en el pecho para que no la sintieran dentro de mí los brujeadores, esos hombres, mitad guerreros, mitad brujos, mitad espíritus de la tierra, que se paran detrás de él, casi ausentes. Listos para soltar la cuchillada.

No siempre fue así. Antes había gran cantidad de señores y se turnaban las negociaciones para mantener la factoría andando. Se respetaban sus terrenos y sus tribus, no se inmiscuían demasiado en los negocios del otro siempre y cuando cumplieran con la cuota para pagar a los comerciantes venidos de las metrópolis. Pero conspiraban contantemente, se alababan la cara y luego escupían a sus espaldas y regaban historias sobre ellos y sus debilidades.

Un día, como llegado de la bruma del mar, apareció el Mago-Espejo-Sol y tomó control de las rutas de comercio, de las costas –el punto clave– e hizo alianzas con los dueños de las demás factorías del trópico. Desarticuló los acuerdos, asesinó a varios señores, otros tomaron sus cosas y regresaron a las metrópolis, muchos se degradaron y no fueron queridos ni siquiera por las tribus selva adentro. El Mago-Espejo-Sol los deja vagar por las playas cantando historias de otros tiempos, como un recuerdo que da risa y rememora su poder. Al principio del reinado del Mago, las tribus se atribularon y quisieron expulsarlo. Se confabulaban y plantaban cara. Pronto se descubrió que era la influencia de la bruja que denunciaba las misteriosas artes de mi señor. Los raiders entraron en la jungla, consiguieron su refugio y la sacaron a la luz que quema la arena cada mañana.

Era el señor portugués, andrajoso, disfrazado con las túnicas de la hechicera que había asesinado. Al descubrirse el engaño las tribus lloraron, gritaron y se desquiciaron. Volvieron donde el Mago para inclinarse ante sus pies. Él aprovechó ese tiempo de paz para afincar los lazos con los dueños de otras tierras; se casaba con sus hijas y las traía a vivir a esa misma isla que hace poco le he señalado. Además alimentó resentimientos y propició el miedo. Así empezaron a delatarse entre ellos o solo señalarse con crímenes inventados y le traían al Mago la excusa perfecta para exterminar a los líderes de una población, sojuzgar a sus pobladores y venderlos a los barcos negreros. Para ganarse el favor de Cara-de-Espejo, los nativos traían a sus hijas y las entregaban para alimentar el harén de la isla principal. Fue uno de los períodos más productivos de la factoría.

El harén más que un espacio de placer es un símbolo. Es una gran habitación para guardar a las mujeres principales del señor y tener otras para divertimento. Si estas últimas salen en cinta, las regresan al continente y las reemplazan. Así la semilla del hombre blanco contamina la tierra con esa maldición suya que él alegremente llama mestizaje. Nadie quiere a esos críos; los blancos los llaman sucios y manchados, y los nativos dicen que ni siquiera son como ellos. La cantidad de hembras recluidas refleja el poderío de nuestro señor. De las otras tierras y a veces del estómago de las embarcaciones surgen mujeres de tierras distantes. Todas para satisfacer su virilidad ficticia.

Lo que realmente despierta el deseo del Mago-Espejo-Sol es el olor de su hermana. No se sabe con certeza si esto es verdad o solo un mito inventado, una historia que él deja correr para alimentar su imagen. También se dice que no es su hermana, sino su prima. Vive en el último piso de la torre y teje motivos europeos. Es adicta a los productos franceses y buena parte del tiempo de las negociaciones con los lobos de ultramar se gasta en discutir qué bienes deben traer la próxima vez que se acerquen a estas tierras. Así se satisfacen los caprichos de la señorita que vive en un amplio departamento con ventanas hacia la densidad de la jungla y la infinidad del horizonte marino. Sus días se consumen entre melancolías, postales preciosistas y telas confeccionadas por ella misma.

Es difícil saber por qué gastamos tiempo con estas anécdotas. Tal vez es para olvidar por un breve momento que vivimos bajo la sospecha, siempre escrutados por la mirada de los brujeadores omnipresentes. Lo más probable es que me escuchen ahora mismo, mientras usted me atiende. Así que coja cuidado. Yo me arriesgo pero aquí, con las naves a punto de partir, el ruido de las olas que se repite como los gritos de los esclavos o el golpe seco del látigo, quizás no me sorprendan. Están atareados y agobiados, preocupándose por la precariedad de sus propias vidas.

Por eso intentaré formular una explicación más o menos definitiva. Algo que dé sentido a este caos y por qué ha sucumbido a las manos de un ser ajeno a la vida, que no se sabe de dónde viene. Sé que este dolor tiene miles de formas, demasiadas para ser recordadas o recorridas en una sola existencia, pero parecen hermanarse. Es como si el Mago-Espejo-Sol estuviera en cada una de ellas, comulgara con los habitantes y nos esperara en los caminos. No es ajeno al odio ni al deseo que nace en su factoría y uno pudiera decir que lo que ocurría antes de su llegada era él mismo preparándose para su propio arribo. Su respiración es una y la misma en cada suspiro, no tiene ritmo porque no cambia ni sufre los accidentes del tiempo, por eso nos cautiva con esos ojos secos de víbora milenaria. Para hacérselo más cercano, es como el clima que aspiramos en este preciso instante, con el caer del sol, antes de que llegue la noche y yo pueda embarcarme para no regresar más, quizás en un futuro diré que soy feliz pero esta pesadilla, de la que solo despierto para volver a dormirme, persistirá en las profundidades de mi cabeza. Los nativos lo llaman el gran espíritu. Pero solo mencionan esas palabras como si comunicaran un nombre que no debe ser repetido, como si agarraran las palabras en el aire y quisieran volver a guardarlas en sus bocas. Después de pronunciarlas, repiten «zafa» un par de veces y agitan los dedos para librarse de una maldición; es muy tarde, ya la llevan en sus pulmones. Ahora mismo, si usted se detiene y reflexiona, lo sentirá aquí entre nosotros.

Me voy, mi bote ha llegado y las señas de partir son inminentes. No sé por qué usted vino aquí, le dijeron que haría dinero y es cierto, acumulará fortunas. Cuídese de su sombra. Aquí donde me ve mi existencia es insegura, las posibilidades de muerte y vida después de haber servido al Mago-Espejo-Sol, son iguales. Es muy posible que monte en las naves y sienta el filo del metal entre mis costillas o caiga preso cuando llegue a la metrópolis. He tomado mis previsiones pero nunca se sabe. Lo que ocurre es que ya no aguanto mi propia locura, es un calor pastoso e insoportable y el zumbido de la plaga al final de las tardes. Por eso, aunque sea hombre vivo y muerto a un mismo tiempo en el momento en que formulo estas frases, prefiero partir.

Otro temor más profundo arraiga en mi cuerpo. Se dice que los sirvientes del Mago-Espejo-Sol no mueren, solo caen en un profundo sueño para despertar de nuevo, con la conciencia en blanco y el mismo germen en su cuerpo, de este modo reiteran sin cambios su existencia. Si esto es así, si la muerte será igual que la vida no quiero morir. Pero seguir respirando se ha vuelto insoportable.


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