Literatura

Estudio radiográfico de mujer hecha huesos

Fotografía de Emmanuel Pain | AFP

30/04/2022

Publicamos el cuento galardonado con el primer lugar en el XV concurso “Julio Garmendia” (Caracas, 2021).  Ysaías Lucas Núñez (Cumaná, 1986) es odontólogo. Obtuvo el primer lugar en el concurso de Microlecturas de la Biblioteca Pública del Zulia (Maracaibo, 2011), con el relato El gran pez, así como el primer lugar en la IV Bienal Nacional de Literatura “Félix Armando Núñez” (Maturín, 2015-2017) con el libro de cuentos Tarjetas de presentación. Recibió el segundo premio (ex aequo) del III Concurso de Literattura de Relato (Barcelona, España, 2018).

 

A Lucas

Todo acto humano, norma o institución deben ser juzgados según la utilidad que tiene, esto es, según el placer o sufrimiento que producen en las personas. 

JEREMY BENTHAM

UNO

Quienes las vieran pasar con ese uniforme fucsia pensarían que eran doctoras. A sabiendas de esta confusión gratuita, las dos mujeres caminaban altivas aun bien adentradas en el barrio donde tenían su peluquería unisex. Raiza, quien era odontóloga graduada en Barcelona, las observaba desde la puerta de su consultorio con cierto desprecio, al que, por la crisis, ya no iba ni Dios. Reciente era el episodio en el que un sujeto ensombrillado y zapatos de charol se acercó para dejarle un colorido folleto que anunciaba el fin de los tiempos sin siquiera preguntar por el precio de la consulta, y Raiza, sin quitar la mirada del reflejo de los zapatos, le dijo que para esto no viniera más nunca, y más nunca regresó. La brisa calentada por el mediodía y los secadores de pelo, acercaba los olores del tinte, el amoniaco y el espray imitación L’Oréal como una nube insultante, hasta muy avanzada la tarde, cuando la odontóloga cerraba el consultorio full de pelos ajenos.

Delgada, como hecha de alambres, Raiza iba hasta su casa queriendo arrastrar los pies. No lo hacía porque eran los últimos zapatos que le quedaban, y a saber cuándo podría comprar unos nuevos, o unos de segunda mano que ampliaran su colección de suelas inservibles. La cólera que traía no era de ayer para hoy, sino de mucho antes, cuando recién egresada se instaló en este barrio creyendo que la gente se comería el cuento ese de que la sonrisa era el reflejo del alma. Al principio sí, que llegó a tener por día, al menos, cuatro pacientes que la esperaban desde muy temprano en las afueras del consultorio, según y porque tenía las manos de seda, luego se fueron muchos del país, y los que estaban casi ni los conocía. Quienes la veían pasar sabían que era doctora desde hacía diez años, solo que ya no parecía doctora dentro de ese uniforme verde grisáceo, sino otra cosa que ni los buenos días provocaba darle. La culpaban en silencio de no haber sabido adaptarse a la crisis ni a ellos, que, aun flacos, aparentaban estar bien frente a los demás, pues nadie se daría cuenta de sus males ni de sus carencias mientras no sonrieran o se destaparan la nariz.

El recuerdo del chiste, muy malo, por cierto, la hizo sonreír con amargura al entrar a casa. No la esperaba el novio porque en principio debía tener uno, ni su madre porque ya no estaba, ni un gato que le rozara la panza entre las piernas, o un perro que se meara en el piso al verla llegar. Nada. Nadie. En la puerta de la nevera colgaban dos fotos con sus amigas de cuando eran estudiantes, que así, con el uniforme blanco, inmaculado como la Virgen María, ya parecían doctoras. Aunque poco era lo que había para comer, se alegró de estar lejos de la peluquería donde no la alcanzaban sus olores de éxito, ni los vallenatos a todo volumen que la hacían padecer un desamor inexistente.

Al igual que venía haciendo desde unos cuatro años para acá, se detuvo frente al espejo y comenzó a sacudirse los pelos que habían sobrevivido al trayecto. Cogió el puñado de hebras y las llevó hasta el muro de la cocina donde una fila de modelos de yeso, todos de bocas chimuelas, la esperaban. Raiza dispuso cada pelo en una bolsita plástica numerada, reconociéndolos tan solo por el color y el tipo, lo mismo que años atrás identificaba a sus pacientes por la forma y disposición de los dientes. Cada cifra de la bolsita, pertenecía a un nombre y apellido, a una fecha y lugar de nacimiento, a la cédula de identidad, sexo, dirección de residencia, casi todas cerca, a alergias medicamentosas y alimenticias, a enfermedades pasadas o en curso, tratadas o no, a condiciones hereditarias, al posible riesgo de padecer una o tener ya dos, porque esos números para llegar a ser lo que son, indagaron en los ancestros sinvergüenza, en la madre santa y el padre puto, en los hábitos y costumbres, en la sangre, en las hormonas y el humor, en la orina y las heces, en fin, resumían en silencio la información necesaria para conservar un diente o sacarlo, y de paso, echaban suertes en predicciones de mal augurio que dejaban pensativas a las pacientes por una semana. Por eso Raiza, ya con atención clínica, ojeó la historia médica de la paciente Doscientos dos. Era imposible que un tratamiento que quedó a medio ganchete, por descuido de la misma paciente, tres años después, aún no hubiese reportado algún dolor. En qué fallé, se preguntaba, por qué no vienen a mí. Se dijo, para no sentirse mal, que quizá eran cosas del organismo de ella, que la muy condenada por comer tantos mangos en la noche, tenía las defensas a mil y no le daba ni coquito.

Pero para pintarse el cabello sí tienen plata, dijo Raiza revisando con una lupa las muestras de cabellos de una misma paciente. Y voluntad, agregó.

Era verdad y también mentira, argumentos fabricados con astucia y que en algún punto se confundieron todos y en entre todos, ayudándola a no sucumbir en este pozo séptico en el que se había convertido la vida, su vida, o el país mismo. Muy en su fuero interno esperaba a que un día de estos, más temprano que tarde, alguna de las pacientes, ahora clientas de las peluqueras, viniera a ella a rastras pidiendo perdón con un cachete hinchado.

Así, como una papa, murmuró llenándose una las mejillas de aire. No, mejor las dos, como una hámster.

Estos pensamientos, por supuesto, no eran cosas que una odontóloga estaría revelando a alguien, ni mucho menos, ya sea por ética o simplemente humanidad, pero como los tiempos eran otros, otras eran las personas. Había, si se quiere, cierto orgullo y esperanza en la Ciencia, en el que los estudios le darían la razón, en el que el tiempo la devolvería a ese sitio de privilegio donde deben estar los profesionales como ella y que esta situación les quitó de un zarpazo. Era cuestión de esperar. Los libros lo decían, los profesores lo reiteraban, y la práctica había convertido a la experiencia en una especie de oráculo del mal. La Medicina no se equivocaba. Sin embargo, los días pasaban y las cosas seguían igual. No en el sentido estricto de la palabra, ya que, según la cadena de información que pasaron por el celular acerca del racionamiento eléctrico, 

El lunes debía haber apagón. No lo hubo. La gente contenta. Ocurrió el martes.

El martes se esperaba que fuesen cinco horas. Fueron siete. La gente tranquila.

El miércoles, por lógica, no debía haber apagón. Lo hubo. La gente confundida.

El jueves todo bien. El barrio ni lo notó.

El viernes, por ser viernes, serían dos horas. Pues no. Nueve horas por el pecho.

Cuando llegó la luz a eso de las cuatro de la tarde, la gente aplaudió. Fue como si despertaran de un largo periodo de hibernación, en el que poco a poco fueron lubricando las articulaciones del barrio, sobre todo por parte de las peluqueras que, entre risas y vítores, reanudaron sus actividades estilísticas.

La odontóloga cerró el consultorio esta vez sin tantos pelos ajenos. Más por costumbre que por otra cosa, les lanzó una mirada de desaprobación a sus vecinas, porque muy bien pudo haberse alegrado por la obligada inasistencia de las feligresas. Digamos que sí había una razón que, en un primer momento, obedeció a la maña, al tic de reprobarlas porque sí, y después, a una especie de bucle emocional que era desencadenado por el recuerdo o la sola visión del motorizado aquel que llegó lanzando besos para dentro de la peluquería. Mismo método que usó para enredar a Raiza mientras le fue útil, hasta que ella, después de haberle comprado una bicicleta montañera no lo pudo complacer con la moto verde nuclear que tanto quería. Seguro ya les habrá pedido el carro, pensó Raiza, y después que le compren uno querrá un avión, y después un cohete.

Misamores, alcanzó a oír Raiza seguido de otro sonoro beso, vulgar como todo él, beso que explotaba como una granada fragmentaria en el interior blindado de la odontóloga, pues, esos amores, las peluqueras, se encargaron de regar unos chismes que llegaron a los oídos de la esposa del, en ese tiempo, don Juan ciclista. La mujer, con dos niñas en brazos y uno en la barriga, se apersonó en el consultorio y le dijo de todo menos doctora.

Con razón al muérgano ya no le dolían las muelas podridas esas, dijo la esposa antes de irse, para que a quien sea le quedara claro el cuento. Si ese no tiene dónde caé muelto. Es que yo sé, lo tiene de oro. Roba marido.

El escarnio público duró más tiempo de lo esperado pues las peluqueras, pensaba Raiza, siguieron replicando el último chisme con su característico estilo, o sea, exagerando los detalles, inventando otro tanto y en anonimato.

Ay, mija, le dijo su madre la última vez, cuánto nos has deshonrado.

Así que, bien pensado, Raiza tenía el derecho de volver a mirar con desprecio hacia ese lugar de olores sintéticos. Mas esas eran cosas del pasado. Vio que las pacientes Doscientos dos y la Ciento diez, salían de sus casas directo para la peluquería llenas de rollos en la cabeza. Al igual que ellas, Raiza aprovechó hacer algunas de las tareas que quedaron suspendidas por falta de electricidad. No es que la necesitase del todo, sino que debido a la escasez de dinero en efectivo no había forma de cómo pagar si no fuese con tarjeta de débito, por lo que los propietarios tenían la excusa perfecta para no trabajar. Estas eran las cosas que de vez en cuando le contaba a sus amigas internacionales y que ellas leían en el chat con asombro y fascinación.

Guao, como en las películas, decía alguna.

Sí, pero en las películas la gente no se muere de verdad, pensaba Raiza en voz alta sin llegar a tipear el mensaje.

Bajo un sol que evaporaba el sudor y las lágrimas, la odontóloga llegó a la zapatería que quedaba a veinte cuadras y media del consultorio, en otro barrio donde casi ni la conocían. Esa es la idea, se dijo la primera vez que ideó el plan. Si bien llegó seca, el tufo a pollo remojado la delató varios metros antes de pisar el local, olor que ni el de la pega de zapatos logró mitigar. El zapatero levantó la cara.

Doctora, no pude hacer , se apresuró a decir aquel por encima del ruido de la máquina de coser. A la odontóloga se le enredó el saludo de anunciación con la respuesta a la mala nueva, y más aún cuando el hombre sacó de los estantes unos botines mil veces remendados. No aguantaron más. 

Raiza se quedó con la mirada puesta en los restos mortales del calzado.

Y ahora, murmuró ella. El zapatero alzó los hombros, y sin necesidad, comenzó a darle vueltas a los botines. Parecía haber placer en el acto. Cómo voy a Barcelona. 

No lo sé, mi doc.

Pero es que luego no tendré cómo pagarte.

Tranquila, todo está anotado, dijo el zapatero escribiendo la nueva cifra en un cementerio de deudas que llevaba por nombre, a modo de inscripción honorífica, el de Dra. Raiza Méndez. Va a abonar algo. 

Raiza dudó al ver cómo la cifra de los intereses se paseaba por el cementerio cual zombi que se niega a morir. Suspiró.

Pero en verdad no necesitas que te revise los dientes, preguntó Raiza.

No, qué va, ya tengo quien me atienda, contestó el zapatero con, literalmente, una sonrisa enfermiza. El decoro y la ética profesional le impedían que le dijese lo mal que estaba él o lo mal que le atendía el colega.

Bueno, abonaré algo, dijo Raiza mostrando el brazo delgaducho, ladeando la cabeza hacia una de las vitrinas. El hombre ya tenía entre sus manos un pitillo largo, tan largo como las boquillas que usaban las actrices para fumar en las películas a blanco y negro, de extremo finísimo que lo introdujo en una de las venas del brazo de Raiza, y desde ahí comenzó a sorber con la boca. Cuánto, preguntó el hombre. Quinientos, dijo Raiza adolorida. Dígame su cédula, pidió aquel. Dieciséis millones, uno cero uno, dictaba la presa. Clave, preguntó el monstruo. Nueve siete, cinco dos. El monstruo cerraba los ojos. Ahorro o corriente. Ahorro. Sorbía con deleite a pesar de que eran unos pocos hematíes que salían de la mujer.

Con los botines dentro de una bolsa de papel para que la gente creyera que eran panes, Raiza regresaba a casa. Debido a la angustia de si iba a poder llegar a tiempo, de si los zapatos habían sido salvados, no tuvo ocasión de pensar en otra cosa que no fuese eso. Ahora sí que más bien saltaba de una preocupación a otra, qué hacer, qué otra mentira inventar, si esa, la de que en Barcelona la esperaba una entrevista de trabajo ya no se la creía ni un niño, o qué más vender si prácticamente había vendido todo lo vendible a precio de regalo, no como la gente esa que sacaba los trastos y cachivaches al frente de sus casas y los pretendía vender como piezas de museo, una lavadora sin motor, cuberterías oxidadas, suiches, carcasas de televisores, las ropas aún con el olor a talco Mennen de las abuelitas.

Sí, mi vida, esa camisa es nueva, le dijo la mujer a Raiza al notar que tocaba mucho la pechera de blonda. Aunque auténtico, no dejaba de ser exagerado, grande y grueso, que ocultaba en su interior unas prótesis dentales, seguro olvidadas por la doña un domingo de sancocho. La mancha de aceite en la pechera la delataba. Raiza con asco contenido le mostró las dentaduras postizas. La mujer sonrió.

Ni sabía que traía cenicero, dijo. Ahora vale más. Y se las quitó de las manos.

Raiza no le dijo nada, no supo qué decir ante las ganas de reír y la ira, ante las ganas de fingir indignación y llevarse los zapatos que vio en la entrada así fuesen de los años mil ochocientos o de la cuñada muerta. No era ladrona. Se sintió mal por haberlo pensado. Lo mejor era dejar las cosas así, zapatero a sus zapatos.  Esto, sea porque sí o como mecanismo de evasión del remordimiento, la llevó a reflexionar sobre el negocio del zapatero aquel, si su estrategia estaba en hacer las cosas medio bien o del todo mal y así asegurar el constante visitar de los clientes, teniendo como escudo, si alguien se quejaba, el culpar a la calidad de los materiales que venían de lugares desconocidos y en circunstancias dudosas. Raiza se reprochó por qué ella no pudo haber hecho eso años atrás, no lo mismo, pero sí algo semejante, porque seguro el zapatero había entendido algo que ella vino comprendiendo después, es decir, que la gente, en su mayoría, no apreciaba la calidad del trabajo sino la resolución del problema así fuese de manera chapucera. No había razón para concienciarlos, sería pérdida de tiempo y de los clientes mismos. Esta luz le ensombreció el rostro, era un pensamiento malicioso, se preguntaba si podría salir indemne. Sabía que no, es más, era hasta absurdo pensarlo. Debía haber alguna manera de ganar dinero sin hacerle daño a nadie.

Las calles le parecieron enormes, de esas que invitan a ser transitadas. Raiza no se dejó engañar. Solo era una ilusión óptica creada por el abandono, la carestía de los vehículos y el sentimiento de agonía perpetua. Ilusión que fue rota, o reforzada, por la voz de unas niñas desaliñadas que frente a un mercadito le pidieron un poco de pan.

No tengo, les dijo Raiza con un tono más severo de lo que le hubiese gustado usar, tal vez fue el aspecto de las niñas, que con esa cara sucia y los cabellos amazacotados, las hacía verse como unos seres despersonalizados a quienes se les podía hablar como se quisiera, o acaso fueron los ojos desafiantes de una que le preguntaban si se había visto alguna vez al espejo, o fue la mirada de la otra que no creía del todo lo que le decían. Raiza abrió la bolsa mostrándoles los botines deshechos, podridos.

Si eres pendeja, le dijo una de las niñas.

Raiza se quedó de piedra asimilando la cachetada verbal, tanto mejor si hubiese sido física, pues aquel impacto llegó hasta un sitio recóndito de su alma, si es que aún tenía. Vio cómo las niñas se esfumaban cuales espíritus celestes o infernales muertas de risa. Daba que pensar su origen, porque este hecho, o solo la palabra, constituía en secreto, hasta entonces, el punto de inicio variable de esta sarta de razones para odiarse a sí misma, por ejemplo, a quién quiero engañar con esta actitud, con estos movimientos olímpicos que no me salvan de nada ni de nadie, qué culpa tenían esas niñas para ser ilusionadas con un pan que no existe. Quiso echar los botines ahí entre un cúmulo de basura, le fue imposible. Hasta de lo malo cuesta tanto deshacerse. Pensaba que una persona con unos sentimientos como estos no valía la pena, era a sí misma quien se tenía que botar. Si tan solo pudiera. Otra cosa debo hacer. Podría trabajar como mesonera en el puesto de por allá, así me paguen nada, algo me deberían dar de comer, algo que me quite esta hambre a la que me he acostumbrado, o me pongo a vender bolsitas de azúcar de verdad y no mezclada con sal como el hombre aquel, o bolsitas de café auténtico y no adulterado con maíz o caraotas, o vender bolsitas de leche pura y no mezclada con cal, veci, veci, o bolsitas de aceite, está lejos, vecina. Raiza dio un respingo por la irrupción de aquella voz en sus pensamientos. Era una de las peluqueras.

Está lejos, vecina, repitió la peluquera con una sonrisa amansabestias. Raiza miró en rededor dándole tiempo a la mente para que se organizara, para que no olvidara que frente a sí tenía una serpiente de cabellos lacios y ojos extraños. Qué hace por aquí, vecina.

Quiso responder que nada. No tuvo chance, la peluquera le pidió que la acompañara a comprar unas cosas por aquí mismo, chica, y sin tampoco darle tiempo a contestar, la cogió por la muñeca y la arrastró de tienda en tienda al igual que lo haría una tía con la sobrinita malcriada, tranquila, yo te doy la cola luego.

Qué tal el precio de esta agua oxigenada, le preguntó la peluquera a Raiza. Iba a decir que muy caro, mas la otra apenas adivinar lo que la odontóloga tenía en mente dijo que quería diez. Repitió el mismo procedimiento para obtener otros químicos que a Raiza le ponía los pelos de punta la confianza con la que la peluquera los manejaba, que gracias por acompañarla, vecina, que le brinda un helado.

Raiza se percató de que en efecto estaban en una heladería, con sus mesitas de fórmica beige y el respectivo simposio de moscas y no de abejas como antes.

Sí, me da dos extrabomba, pidió la peluquera. Raiza buscó de inmediato con la vista el letrero, el precio era acorde con su nombre, estra de leche condensada, mmm, me encanta la lecccche, y a ti. Sí eres mal pensado, chiiiamo. Y se carcajeó. Vente, vecina, vamos a darnos este gustico. El helado flameaba sus virtudes, pero milésimas antes de probarlo la peluquera se levantó de la mesa, gritando, jey, silbando con los dedos, doctor, lamiendo por fin el helado, doctorcito, mostrándolo hacia la calle, venga. Segundos después apareció el doctor, era un señor moreno, delgado, con unos pantalones marrones y una franela blanca que le trasparentaba las tetillas y el carapacho del esternón. Raiza no lo reconoció al instante sino cuando, después de que la peluquera le pidiera que le auscultara el corazón, sacó de su bolsillo, con ademanes de mago de televisión, un cono de madera. En algún momento el hombre le había dado clases de Medicina Básica en la universidad. No era ni la sombra de lo que fue, de lo que Raiza recordaba de él, y ella, por si no quería aceptarlo, tampoco era ni la silueta de lo que había sido porque el hombre no dio atisbo de reconocimiento al ser presentados. Ahí, frente a ella, entre moscas y helados, coma un piquito, doctor, se desarrolló una consulta médica especializada.

Estás fina, mujer, le dijo el médico guardando en cada bolsillo el cono de madera y el otoscopio. Solo es un lunar.

Pensé que era un melanoma. Me traía loca, vecina.

El médico dejó escapar una risita nerviosa que pedía disculpas a su casi colega por semejante comentario.

Te lo dije la otra vez, por algo estamos los médicos.

Sí, pero tú sabes que linternet lo sabe todo. Y te estuve buscando.

Estaba de viaje, mujer.

Ah ok. Bueno. Gracias, doctorcito. Como dice el novio de mi hermana, sos un amorrr, ché. Sí, coma otro poquito. No, mejor lléveselo. Es lo más que se merece. Gracias, bay bay.  

Un placer, doctora, le dijo el médico a Raiza.

Las mujeres se quedaron en silencio. Raiza por no saber qué más decir, la peluquera por no poder hasta que el médico desapareciera de su vista.

Chaaaama, me comió todo el helado, gritó la peluquera abriendo los ojos, dejando ver que llevaba lentes de contacto marrón. No me iba a comer ese helado todo baboseado, con ese aliento a dragón muerto que tiene. Gracias, veci, qué rico está tu helado. De ti sí, doctora, que tienes esos dientes bellos. Chama, pobrecito ese doctor, viste cómo está de flaco.

La crisis, dijo Raiza.  

Estará enfermo. La otra vez lo vi por allá, porecito, vecina, llevaba una bolsita con tres huevitos, me devolví para la bodega y le compré cuatro kilos de harina pan, y un poco de queso, y café, un cuarto de kilo.

Qué bueno, dijo Raiza ya sin comer el helado.

Sí, chama, me dio lástima verlo así. Después le compré esos zapatos que traía puestos. Se lo vistes. Me salieron bien caros. Con este problema de la luz no me he podido recuperar, más el melanoma ese me traían loca. Ni dormía pensando en eso. Qué rico este helado. Él ya no tiene teléfono porque se lo compré hace tiempo para que comiera dos días. Porecito, vale. Pero ese teléfono era un Vergatario  cocoso. Ni la pila le servía. Él es un médico muy bueno, sabes, un linternista, de esos que usan linterna y le ven a una todo por dentro. Viste que me dijo que estaba de viaje, embuste, no sale de su casa porque le da pena que lo vean así, y yo muerta de miedo. Me llegué a imaginar las quimios, las radios, mi familia, mis amigos sufriendo por mí, y más por cómo están las cosas en este país de mierda, o sea, una vaina de esa y muerta pal coño. Ay, no, Dios me salve.

Raiza asentía sin bajar la guardia, esperando a que la mujer le dijera que le revisara las muelas podridas ahí, entre el calor y las moscas.

Bueno, basura es basura, musitó, solo dándose cuenta de la imprudencia hasta que la otra le preguntó qué había dicho. No, nada, que se me olvidó botar la basura.

Te jodiste, el aseo pasó en la tarde. Nos vamos, preguntó.

Las mujeres fueron hasta el mostrador a pagar. La peluquera se hurgaba los bolsillos, Raiza también. La gracia la dejaría en la quilla, pero qué va, ese helado le sería sacado hasta la eternidad, agregando, cada vez, un topping de lástima e inventos creíbles.  Te dejaste enredar por esta tipa, pero no se saldrá con la suya, jamás.

Veci, dejé la tarjeta, qué pena. Ay, no ponga los ojos así, veci. Allá en la casa se lo pago, en efectivo.

Como quien lleva alacranes en los bolsillos, Raiza sacó la tarjeta de débito, chantajeada por la promesa de unos billetes que tenía tiempo sin ver. Las manos le temblaban, la dragona de ojos de plástico le había dado un coletazo por la retaguardia. Por dentro chillaba. Vaticinó días más rudos, de dos comiditas diarias a una, o a nada. Pensó por un momento salir corriendo, dejar a la traidora con su problema, con su crimen, y gritar desde lejos que jamás quiso ningún helado, que era algo que ni en sueños se lo permitía, porque cuando uno es pobre los sueños se le borran de la consciencia. Transpiraba. El joven sacó del exhibidor una enorme sanguijuela que la tuvo que sostener con ambas manos, y cual cáliz, la arrimó al cuello de Raiza, el animal ya mostraba su complejísimo sistema de colmillos dispuestos en espiral. Había manchas de herrumbre, de víctimas anteriores. Raiza sintió el click de la sanguijuela con su arteria carótida común derecha, le impedía pensar, no se acordaba bien de su número de cédula, el monto a pagar era demasiado grande que se llevaba consigo las flacas esperanzas, los imberbes proyectos. Maldito helado, en verdad era una bomba.

Estás pálida, vecina, le dijo la peluquera. Dale un poquito de agua con azúcar.

Raiza tomó la pócima sin chistar. Le sentó bien. Estaba mareada.

Agárrate duro, vecina, le dijo la peluquera. Raiza quería preguntar dónde estaba, pero ahí iba, sobrevolando los techos del pueblo abordo de una escoba. El aire le pegaba de frente, los cabellos se le movían con desenfreno, no se vaya a caer, veci.

Al llegar de nuevo a casa no sabía si el mareo había sido por no alimentarse bien durante semanas, o por la previsión de otras semanas más, infinitas.

Esa noche se acostó sin bañarse. No había agua.

DOS

La despertó el sonido de una moto y una voz que decía vecina, vecina. Raiza se levantó confundida. Se preguntaba si esto era una continuación inmediata de la noche, o era otro día, o todo había sido un sueño. Ojalá, y que despertara con una fila de pacientes esperándola en su consulta, y su nevera full de comida y el corazón descansado. Supo que no, cuando afuera, en la calle, la peluquera le gritó que parecía que se habían metido a robar en el consultorio. Fue como una flecha que le atravesó el pecho. Así, con los cabellos alborotados, sin lavarse los dientes, se encaramó en la parrillera de la moto. En el transcurso del viaje iba pensando lo peor, que le habían robado un instrumental del que solo ella, a menos que el ladrón fuese odontólogo, sabía su valor e importancia. Le dolía perderlo, y más al imaginar que serían vendidos por nada a otro. Cuando llegó, casi se lanzó del vehículo. En su desesperación vio el consultorio totalmente saqueado. Ni supo en qué momento entró y verificó que todo estaba en orden. Solo habían roto unos vidrios de la ventana. La impresión falsa, más el susto, pasaron a segundo plano cuando se percató de que detrás suyo estaba la peluquera.

Todo bien, veci, preguntó aquella.

El primer impulso que tuvo Raiza fue de echarla, fuera de aquí, profanadora. No lo hizo. Se dijo que al menos podría agradecerle el gesto de avisarle y traerla.

Eso espero, dijo.

Al vecino de al lado sí lo robaron. Ya le mandé un mensaje.

Ni saliendo del país se salva una de esta maldición, comentó Raiza.

Me dijo que vendría su hermana a revisar. Él está en Dominicana. Él y la mujercita que tenía me dejaron un cuentón, pero igualito se lo recordé. El que se va se tiene que ir bien conmigo. Oiga, veci.

Dime, dijo Raiza.

Qué es bueno para el dolor de muelas.

Raiza la miró con detenimiento más allá del uniforme fucsia, de las cejas tatuadas, de los ojos de plástico, del cabello tan arreglado que parecía artificial, entonces era esto lo que quería la muñeca.

Te duele una muela.

A mí no, a una amiga.

Dile que venga, que aquí la reviso.

Pero es que detesta a los odontólogos. 

Raiza sonrió con amargura, como al principio. Le parecía que la gente estaba presta a decir cualquier barbaridad sin detenerse a pensar en las consecuencias, si por un lado estaban haciendo el ridículo o dañaban a alguien. Lo fundamental era decir lo primero que se les ocurría o lo que ellos creían que era un chiste.

Necesita un antibiótico, verdad, preguntó la peluquera.

Tal vez.

Chama, ayúdala ahí.

Quién es, tu hermana.

No, chica, la Tanti.

La que parió.

Esa misma, exclamó la peluquera con ilusión, mas su alegría se deshizo al notar la indisposición de odontóloga.

Habría que revisarla, recalcó, y luego consultar con el pediatra.

El pediatra, repitió la otra, confundida. La lactancia, y eso. No, chica, esos son puros mitos. Esa se toma tres pepas de esas que mandas tú y las tetas filtran todo eso, la leche le sale blanquita.

Dile que venga.

Ve, dijo la peluquera mostrándole la pantalla del celular. Son puros mitos, amiga.

No conozco esa página.  

Es que no puede agarrar sol ni sereno, vecina. Le vieras el cachete, parece un mango. Yo le dije que no se viera en el espejo la muela podrida y no me hizo caso.

Sí, y bañarse es peligroso, ironizó Raiza.

Se lo dije también.

Raiza, con delicadeza, la había estado arrimando hacia la puerta del consultorio, la conversación le había hecho recobrar el temple de antes, y quizá con más fuerza. La herida la deuda de anoche estaba fresca, pero no quería ser maleducada.

Es que necesita el récipe, amiga, insistió la peluquera.

Dile que venga, aquí la voy a esperar, le dijo la odontóloga y cerró la puerta por fin.

Okey, dijo la peluquera con resignación, pero su miedo también es el precio.

Raiza se hizo la que no escuchó nada. Si eran muy amigas por qué no le prestaba dinero para que viniera, es más, hasta barato le iba a cobrar pues hacía siglos que no trabajaba que sus honorarios estaban desfasados, pulverizados por esta inflación del diablo. La sola idea de volver a tener a alguien en el sillón la entusiasmó tanto que olvidó, por un momento, que no había cenado ni desayunado. Dispuso el instrumental como lo llegó a hacer en las mejores épocas, limpió aquí y allá, repuso los vidrios de la ventana principal, y encendió el aire acondicionado que tenía tiempo sin usar por temor a que se quemara en uno de esos cortes imprevistos de luz. Se asomó por la ventana, ni un alma en la cuadra.

Era sábado por la mañana y el consultorio poco a poco se iba llenando de pelos. Raiza los vio colarse, esta vez, por la hendidura de la puerta y chocar al final del pasillo. Con el automatismo de siempre, los recogió y, segundos antes de comenzar el proceso de este pelo sí este pelo no, se miró la palma de la mano, fue un qué carajos estoy haciendo. Las respuestas a lo que quería no iban a venir de allí, porque, cada vez lo iba aceptando más, la culpable de todo era ella misma. Se sacudió las manos en la papelera, agarró todo eso y lo quemó en el pequeño patio de atrás. Al principio sintió una especie de inquietud por no saber la continuación de lo que había estado chismeando investigando.

Será hijo del que te conté, se preguntó espantando el humo. Carajo, de ser así, ese tipo se tiró a todas las mujeres del barrio. Pero es que es verdad, lo tiene de oro.

Hubiese seguido con el tema de no ser por el retorcijón de tripas que tuvo, fue, para su pesar, el regresar al aquí y el ahora. Revisó las cuentas bancarias desde su computadora arcaica. Nada, solo repeles de repeles, los cuales juntó con siete tarjetas distintas para comprar un pan y un Fructus en la bodega que antes había sido una farmacia. Sin que se lo hubiesen preguntado, la odontóloga dijo que el pan era para la lora.

Una lora de veintiocho dientes, repitió de regreso al consultorio. Se sacó el pan de los bolsillos del uniforme, mallugado, todo porque temía que alguien la viera con esa comida de pobres o se antojara. Se sintió mal por sus acciones, ya que en el camino no se encontró con nadie. Mató el hambre con el pan y la bebida instantánea sabor a morango.

E instantáneo fue el recordatorio de que mañana, si no hacía algo, no tendría qué comer. La pregunta del millón o la pregunta hecha millones de veces volvió a aparecer, qué hago. De hacer hacer, casi nada, porque se tuvo que quedar a dormir en el consultorio bajo el temor de que la intentaran robar otra vez. Con el sillón odontológico extendido a su máxima capacidad, Raiza se tumbó en él. Desde afuera llegaba el ruido de la calle, niños correteando a altas horas de la noche, a lo lejos un grupo de hombres que jugaban cartas, seguro apostando lo poco que les quedaba, o lo que no tenían. Y si me pongo a jugar con ellos, se preguntó Raiza, y otra voz, la de la sensatez, le dijo que ella no sabía jugar ni memoria, y menos ahora que el cerebro le fallaba. Intentó quedarse tranquila sintiendo el peso muerto de la incertidumbre. Un día a la vez decían por ahí, entonces, comenzaba a pensar en mamá, en lo que nos hizo aflorar esta situación, la mezquindad de parte y parte, la miseria de ambas. Lo mejor es que ya no estaba. Después, tal vez por instinto de supervivencia, rescataba del baúl del engaño una esperanza perdida, la de que en algún momento le pagarían una suplencia que hizo en un hospital público. Al cabo de un rato el sillón odontológico la despertó para avisarle que era tarde y que él no era una cama. Raiza lamentó el haberse quedado, ahora tendría que esperar a que amaneciera. Irse a esas horas era tan peligroso como quedarse. Entre los males menores el mejor era seguir durmiendo, además de que la ayudaría a no pensar tanto y no consumir tanta energía. La bulla de los hombres que jugaban cartas luego se hizo mixta, unas mujeres se reían más fuerte que ellos, vulgares. Raiza se asomó por la ventana, al fondo, en las afueras de la peluquería estaba el grupo reunido, bebían. Las peluqueras eran paseadas en la moto por el ex de Raiza, por aquí no, decían muertas de risa. Era una algarabía de guacharacas salvajes.

A eso de las tres de la madrugada la música explotó en el vecindario. Nadie dijo nada, quizá sí, pero sabían que era absurdo reclamarles o llamar a la policía para que pusiera orden. Raiza quería que saliera el sol para que huyeran cuales vampiros, y por otro lado no porque se encontraría con el problema inmortal. Raiza no pudo evitar la nostalgia de los otros tiempos cuando esta crisis no era más que una ficción traída de una isla en ruinas, y ella se compraba los carolinaherreras sin siquiera preguntar el precio, los zapatos que luego regalaba porque la moda decretaba que esos colores no eran aptos para la temporada siguiente, y vivía con el anhelo, real, de que tendría su apartamento en Miami, o en Madrid para vacacionar, porque nada como Venezuela para vivir. Suspiró. Todo se deshizo en esta neblina oscura. La opresión mutaba, la empujaba a cuestionarse si debía salir del país como el resto, desnudos y con las manos en la cabeza, pero no se veía trabajando en otra cosa que no fuese su carrera, y eso implicaba dinero, mucho dinero. Quizá era hora de dejar el orgullo a un lado, vender todo e irse a Chile, a Uruguay, a algún sitio donde pudiese vivir con dignidad así sea cuidando perros y no vivir como una perra en su país siendo odontóloga.

A las nueve de la mañana le llegó un mensaje de texto al celular. Raiza, ojerosa, lo revisó con inquietud. Era del banco. Lo leyó tres veces al derecho y al revés. Y tres veces le llegó, así, como para que no quedara duda. Decía que alguien le había transferido dinero. Releyó. Sí, tres pagos móvil.

Mierda, musitó. La sumatoria total daba para comer unos cuatro días, como antes, y dos semanas si comía como ahora. Desconocía el número remitente. Raiza se preguntó quién sería. No, mejor no saber nada. El dinero estaba ya en la cuenta. Sí, en una ocasión un solo pago que hizo se procesó cuatro veces por error del sistema. Lo bueno es que la otra persona se lo regresó. Ni loca.

El sol del mediodía le chamuscaba la razón. Ya llevaba unas quince cuadras buscando algún establecimiento que estuviese abierto. Los labios le temblaban, la barriga le dolía. Quién habrá sido. Dios mío, perdóname, pero esto me sabe a milagro. Raiza entró en unos chinos, carajo, no tienen nada. Debía comprar algo, materializar el milagro antes de que el banco lo esfumara. Se paseó bajo la mirada suspicaz de los dueños. No soy ladrona. Qué habrá pasado, se preguntaba Raiza. Su extrañeza se cimentaba en el hecho de que no era tan fácil cometer una equivocación de estas, todos los datos tenían que coincidir, cédula de identidad, banco, y número telefónico, por lo que ese dinero provenía de alguien que le conocía. De quién. De nadie, seguro fue un error del sistema.

Los milagros son así, dijo en voz alta, lo necesario como para que los chinos la miraran con más desconfianza. Compraré estos panes, aunque lo que yo quiero es arroz con pollo y plátano frito.

Doctoraaaaa.

Raiza dio un brinco que casi se le caen las botellas de vinagre que tenía en las manos.

Qué es, mujer, le preguntó la otra. Ni que estuvieses robando.

Raiza reconoció la voz al tiempo que trataba de adivinar las intenciones, si le pediría que le revisara ahí las muelas podridas, o que le acompañara a comprar otras cosas porque de seguro ya se habría convertido en la pendeja de cabecera, venga por aquí estupidita mía, yo compro y tú pagas. Era la otra peluquera.

Tranquila, chica, que no te vengo a pedir nada, le dijo. Era muy parecida a la otra, pero más calmada y sin lentes de contacto. Toma, para que te des un cariñito.

Cuando Raiza regresó en sí llevaba en las manos un papel y un desmanchador de pocetas m.a.s. que había comprado con azaro.

Ja, como si tuviese mucho que cagar, dijo al tiempo que cruzaba la calle. Tenía ganas de reír, de verdad, pero no lo hizo, cuando se es pobre no es bueno demostrarle a la vida las alegrías ni las esperanzas antes de tiempo, no hay que olvidar la habilidad malsana que tiene para arruinar los planes de los que tienen menos. Por eso caminó seria, teniendo presente lo que se vislumbraba al siguiente día, un domingo, y todo cerrado. No joda. El otro plan, más arriesgado y caro, consistía en irse a Barcelona, comprar y venirse, pero era muy tarde para salir. Allá, por ser ciudad, encontraría más productos. Pero es que ni agua había en el maldito barrio para ducharse. Qué mierda. Se palpó los bolsillos frontales del uniforme creyendo que, al igual que el dinero virtual, le había aparecido un billete real. No, era un volante publicitario que la otra peluquera le entregó. De inmediato recordó la expresión, las palabras, los gestos, o sea, la tipa se había tomado el atrevimiento de tocarle el cabello y decirle que estaba descuidada, que aprovechara la promoción. Qué promoción. Raiza leyó el papel. Peluquería Unisex te invita a su reinaguración donde te ofrecemos los mejores descuentos en cortes de cabello para damas y caballeros niños y niñas sistema de uñas acrílicas desrizado coreano maniquiur pediquiur tatuje de cejas labios y párpados, olvídate de maquiyarte, luce bella siempre botox detiene la vejez masajes adelgazantes, como si me hicieran falta, masajes antiestrés, eso sería rico, extensiones, lectura del tarot, carajo, se coge ruedo, cierre, tintes para el pelo mechas reflejos y mucho mássss. exelente atención. atendidas por sus propias dueñas. especializadas en república dominicana. somos las mejores. no te dejes engañar.

Raiza pestañeó varias veces, boquiabierta.

No, pues, las doctoras, dijo con ironía, detallando la sobrecarga de información, la fealdad del diseño, la multiplicidad de servicios. O sea, más pelos para mi consultorio.   

Si bien lo que urgía era comprar algo de comida, Raiza no supo cómo había llegado a una casa donde vendían artículos usados, entre ellos zapatos. Se compró un par que se los calzó de inmediato. Qué alivio caminar y no tener que ocultar los zapatos, y qué sabrosa está esta empanada. Con miedo a sentirse más feliz, Raiza se quedó pensando en qué más hacer sin llegar a ser tan evidente para la vida y los demás. No quería volver a dormir en el consultorio, solo pensarlo le comenzó a doler el coxis, sin embargo tendría que regresar para cerciorarse de que estaba bien cerrado y aprovechar sacar aquel instrumental Hu-Friedy que tanto le preocupaba.

A una cuadra para llegar, un vallenato alegre la sorprendió. La brisa que venía de todos lados la engañaba, tampoco necesitó de más signos para saber que aquella celebración se gestaba donde las peluqueras. A medida que se acercaba al consultorio sentía que entraba a una fiesta patronal con sus bambalinas multicolores, con sus algodones de azúcar y su gente arremolinada en torno al santuario de la beldad, solo faltaban los cohetes. PUM. Raiza pegó un grito que casi vomita la empanadita. Si alguien la vio se hizo el loco. No importaba. Raiza volvió a ver el papel. En verdad aquel batiburrillo de letras coincidía con el caos de las servidoras. El acto incitaba a ir, a ver qué pasaba. No se dejó persuadir. Fue hasta su consultorio. Dicho y hecho, una alfombra de pelos de todas las clases la recibió en la puerta. Raiza entró. Desde la ventana comenzó a reconocer algunos de los asistentes que hacía mucho no veía, la paciente Doscientos y tantos, aquel y aquella, seguro habían regresado del extranjero con las tablas en la cabeza, o tal vez el país comenzaba a componerse por sí solo.

Será, Dios mío, exclamó Raiza, sintiendo cómo los ojos se le humedecían de una esperanza extraña. Fiestas así eran un buen indicio. Dinero llama dinero.

Un mensaje de texto le llegó al celular. Vibró. HAY AMIGO, decía, TE PASE UNA PLATA Q NO ERA PA TI, Raiza sintió que una llamarada apocalíptica la consumía, DEBUELMELA, por dentro, ESTOS SON MIS DATOS, por fuera. La odontóloga se quedó mirando la pantalla del teléfono. Así que la persona la conocía pero ninguna de las dos sabía quién era quién. El teléfono sonó. Raiza dejó que repicara. Los números flotaban en la pantalla. La curiosidad la mataba. Con las historias clínicas podría saber quién era, porque tendría que ser un antiguo paciente que la tenía en su directorio del banco y se confundió, un error de dedos, rapidez del momento, laguna mental, instrumento de Dios, manipulación del Diablo. Se preguntaba cómo era esta Ley de los milagros que beneficia a uno y jode a otros. Raiza pudo haber sido por mucho tiempo el milagro de unos tantos, por pendeja, hasta hoy, no joda. Le sacó la batería al teléfono. Quién será. Y qué suerte la mía que todo esté cerrado. La mirada se le desviaba sola hasta el archivo de las historias. De repente le entraban unos ataques de pánico con cada persona que veía acercarse. Se preguntaba si podía ir presa. Si continuaba ahí se iba a volver loca. Esa persona tenía plata. Tenía. Barrió los pelos y los botó por dónde mismo entraron. Se oía una risa, unos aplausos, una música. Raiza se acercó a la peluquería con la tarjeta de débito en una mano, solo para experimentar el placer de gastar plata en cosas innecesarias, como los ricos. Antes que me la quiten, pensó. Nada más llegar la recibió un chico con una gurapita, venga por acá, doctora, le dijo. Raiza entró dándole sorbos al licor, que de inmediato le encendió las orejas.

El local era grande, con aire acondicionado, afiches de supermodelos y sus dueñas trabajando espalda con espalda. Al fondo estaba una vitrina con unos productos de comida y más abajo unos de limpieza. Los colores de los empaques hacían saber que eran importados. Mejor ni acercarse. El olor a tinte y amoniaco se hizo tan intenso que pasado un tiempo ni se notaba, lo mismo que el mal. Las peluqueras de vez en cuando chocaban la una con la otra al bailar mientras le secaban el pelo a la paciente Doscientos dos y a la Ciento diez, bellos esos cabellos.

A ver esa boquita, murmuró Raiza con sarcasmo.

Vecina, pase adelante. Hasta que se decidió, venga. Raiza no supo si había rencor en sus palabras por no ayudarla o qué. Trató de no darle importancia. Lo esencial era que ella no la atendiera. Las ex pacientes se hicieron las que no vieron a la odontóloga, cerrando los ojos con la tranquilidad de un monje tibetano. El chico de la entrada se acercó a preguntarle si quería un servicio, Raiza dijo que sí, después que no, luego que sí.

Es que no sé los precios, se disculpó.

El chico con unos movimientos de cisne sacó una cartilla cual menú de restaurante y la abrió frente a los ojos de Raiza.

El corte es esto, dijo señalando el precio con el dedo meñique, el lavado y secado, esto, los masajes y las cejas, esto, y si te cortas el cabello, te lo secas y te haces un masaje antiarrugas el tinte te sale gratis.

Cómo, exclamó Raiza.

El chico aclaró con desdén que le regalaban el químico pero no la mano de obra. Raiza se lo pensó, la oferta, para como estaban las cosas, era demás de tentadora, agregando que esa plata no era suya.

Y la comida, preguntó Raiza en un último intento por ser cuerda.

No, mi amor, es solo de exhibición.

Raiza jadeó. Cómo no haberlo sospechado antes. Con la mirada puesta aún en los productos, por raros y por codiciados, la odontóloga entregó la tarjeta de débito. Entre la música y las risas comenzó a dictar los datos que le pedían, le dieron ganas de decirlos mal a propósito e irse, porque los síntomas de arrepentimiento ya se manifestaban, aquella pesadumbre en los hombros, aquella toxina que le recorría el cuerpo, aquella vocecita de su madre que le decía, cónchale Raiza, con lo jodida que estamos y no me mandas algo, mas iba dando su número de cédula bien, y de la tierra emergió una serpiente negra, enorme, gruesa, con una herida que dejaba ver que sus entrañas eran de cables multicolores, que soltaban chispas, y en un movimiento se paró en frente de Raiza cual cobra, y con la lengua de cables le tocó la barriga, pues Raiza estaba embarazada, y la apretujó tanto que dio a luz ahí mismo un niño horrible con una verruga en la frente, y la verruga le dijo mami.

No pasó, dijo el chico, la vuelvo a pasar, preguntó, y Raiza estuvo a punto de decir que no, que le podía bloquear la tarjeta, pero, quizá fue que el dinero ya se lo habían dado a la otra persona, probemos de nuevo.

Sí, pásala, dijo y un grupo de hombres le ató las manos y los pies a la espalda, la suspendieron del techo, nueve siete, cinco dos, parecía una piñatica de pobres, enclenque, sin poco que dar, la obligaron a abrir las piernas, corriente, se turnaban para penetrarla por delante y por detrás, la cacheteaban, ella no quería pero se dejaba así mañana ni pasado tuviese qué comer, dos personas blanquísimas, sin sexo definido, le practicaban una sangría a ambos lados del cuello, recogían el líquido plateado en una cuenca de cristal, veían cómo la presa era vaciada hasta transparentarle la piel, hasta verle la agonía latir. Las cuencas eran atiborradas y sustituidas por otras de inmediato, pasadas de mano en mano a otros hombres. La cambiaron de posición, así, en cuatro, y alguien la penetraba y la escupía. Exprimían a la odontóloga como a un tubo de crema dental.

Espera tu turno, le dijo el chico entregándole la tarjeta de débito. Mientras, observaba que unos hombres hacían cola por otro lado, y que las mujeres, hojeando las revistas, se comentaban la vida, o lo que querían hacer creer a las demás. Raiza no sabía cómo actuar ni qué decir. Hablaban de los precios de la comida, y cuando una decía tal precio otra replicaba que había comprado ese mismo producto a un precio mucho menor, y dónde preguntaba quien sea, allá abajo, pero ya se acabó. Podría ser cierto, pero tenía más pinta de mentira que de otra cosa, porque la gente también había ideado una forma de batallar y obtener victorias ficticias que le reconfortasen el ego así les dejara inquieto el espíritu y el estómago. Raiza las miraba con atención, quería aportar algo para no seguir siendo una excluida social.

Cuando le llegó el turno a Raiza la otra peluquera arrugó la cara. La condujeron hasta el lavacabezas de lujo. El agua estaba tibia. Daba placer sentir los masajes y la fragancia del champú. Raiza intuía que el descenso de sus pacientes era por el temor que tiene la gente a que le digan la verdad, y que aquí, en una peluquería, la verdad era maquillada o transformada. Nada era real del todo, sino a medias, una obra de teatro colectiva donde cada quien interpretaba un papel que exigía un alto nivel de alienación, y que Raiza, en algún momento ya no pudo seguir. Ninguno de ellos se iba a identificar con el rol de víctima de la crisis, víctimas del gobierno, del sistema, del mercado, de la suerte. No. Admitir eso sería un fracaso dentro de otro fracaso. Raiza, frente a ese espejo panorámico, no quería mirar a su alrededor, si husmeaba con los ojos, estaba segura que entre todas esas mujeres y hombres encontraría a la persona agraviada, o, indudablemente, esa persona la reconocería a ella, porque no tenía experiencia en esto de ocultar el mal. Le tranquilizaba el hecho de tener el cabello vuelto hacia adelante que le cubría el rostro y le dificultaba la visión. Por necedad abrió los ojos y se quedó petrificada al observar el espejo, su imagen se superponía con el reflejo de la peluquera que trabajaba del otro lado, pasaba de verle la espalda a verle las gotas que le mojaban la frente y caían en la cara del cliente de turno. Raiza comenzó a estremecerse en silencio, con movimientos chiquiticos que quien la viera ahí sentada pensaría que estaba riéndose, que estaba loca, o que era presa de una felicidad de esas que caen del cielo en un mensaje de texto de vez en cuando. Pero sí pasaba porque la peluquera del otro lado con una seña brusca mandó a quitar la música.

Mija, llevo rato llamándote.

Qué, preguntó la que atendía a Raiza poniendo en pausa el secador de pelo. Las mujeres que esperaban sentadas enmudecieron.

Que me ayudes, chica, dijo, y se acercó con algo en las manos.

Raiza, aún hecha piedra, reconoció la cara desencajada del hombre que atendían. No podía ser, se repetía de la misma forma que se repetían las imágenes. Las peluqueras intercambiaron clientes e instrumentos de trabajo, es decir, la odontóloga por el zapatero, el secador de pelo por un alicate ensangrentado.

Con lo fácil que es sacar una muela, dijo la otra peluquera con fastidio, aplicando un poco más de anestesia. Para ese entonces Raiza hacía un esfuerzo por no temblar, por no ver el espejo ni el reflejo, por no reconocer el objeto de burla en el que se había convertido, en el que la habían convertido la gente, la vida, el miedo, la crisis. No hizo falta. La luz se fue.

Tranquila, vecina, no pasa nada.


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