Artes

Estorbo y trabajo: sobre la muestra de Teresa Margolles con trabajadores migrantes venezolanos

14/06/2019

Fotografía del Museo de Arte Moderno de Bogotá

Las calles de Bogotá están llenas del tricolor vecino. Los violines venezolanos se escuchan entre el caos de automóviles, patines, bicicletas y peatones que se mueven en Chapinero, el Parque de la 93, la zona T o la G, distritos de diseño contemporáneo y aspiraciones varias. En una esquina puede sonar una salsa, un galerón, un joropo o un cover pop hecho por músicos de formación orquestal. Su música no es siempre triste. Ellos forman parte del contingente de más de un millón y medio de venezolanos que viven en Colombia después de la crisis. La presencia de los migrantes venezolanos en Colombia es absolutamente ineludible. No solo tocan música: atienden en sus restaurantes, cruzan raudos en las cientos de bicicletas de Rappi que pueblan su ciudad, son doctores, enfermeras, periodistas, escritores, artistas, empresarios. Son como cualquier otro, se diría, pero han cambiado la faz de muchas ciudades del continente. El diario colombiano El Tiempo calificó la migración venezolana como la más grande en la historia de Colombia. Los llaman caminantes, quizás con la esperanza de que no se queden donde molestan, de que en su huida terminen en cualquier otro lado.

Jean Luc-Nancy recuerda que algo del intruso debe haber en el extranjero, pues siempre hay algo suyo que queda al margen de la espera y de la recepción. El intruso es alguien cuya “llegada no cesa”, que carece de familiaridad, de acostumbramiento, una intrusión en la corrección moral. “Recibir al extranjero debe ser, por cierto, experimentar su intrusión”, insiste. Es decir, no se puede entender el extranjero sin lo que tiene de incómodo, de perturbador. No es fácil, es cierto, pero el extranjero insiste. Esto lo dice Nancy en su libro publicado sobre el intruso, donde reflexiona diez años después de su trasplante de corazón. La imagen se cierra sola: el filósofo escribe sobre un intruso que lleva en el pecho, ajeno, pero vital.

Según cifras de ACNUR, la cantidad de migrantes y refugiados venezolanos sobrepasa las 4 millones de personas. Para los principales países que los han acogido: Colombia, Perú, Chile, Argentina, son los intrusos que no cesan. La artista sinaloense, Teresa Margolles, los ha llamado estorbos y en su muestra en el Museo de Arte Moderno de Bogotá, presentó el resultado de dos años de trabajo en la frontera colombo-venezolana.

La muestra está estructurada en un performance de tres fases. Para la primera, “La entrega”, Margolles conversó con más un centenar de carretilleros venezolanos, hombres que trabajan en el Puente Simón Bolívar pasando mercancías de uno y otro lado de la frontera. A ellos les pidió que le entregaran su camisa, impregnada del sudor de su trasiego diario. Este gesto quedó registrado en tres momentos, todos tomados en un mismo encuadre de cuerpo completo que permite ver el contexto de la ciudad. En un principio el retratado posa de manera sobria pero desafiante, con sus brazos a los lados; en un segundo, mientras se quita la camisa, la artista oculta sus caras y solo se ve el torso; en un tercero, vuelven a mirar a la cámara, desnudos de la cintura para arriba, esta vez con la camisa en mano. Es inevitable que sus expresiones nos interpelen, que nos hagan preguntarnos por sus alegrías y sufrimientos. Pero en este performance que registra Margolles, las historias de cada uno de sus retratados pasan a un segundo plano y lo que toma protagonismo es el gesto. Estos trabajadores, en cuyos cuerpos está la evidencia de la labor física, no piden la conmiseración fácil, ellos hablan de un “aquí estamos” en que el presente del cuerpo adquiere una conciencia de su subversiva intrusión. Ellos son una injuria a un sistema que ha desplazado a millones de venezolanos y a las otras realidades que los reciben con más o menos grados de incomodidad.

Fotografía del Museo de Arte Moderno de Bogotá

En la fase dos, “A través”, Margolles empañó los cristales del Museo con el sudor impregnado en las camisas de los trabajadores, que tienen también el polvo y la tierra de la frontera. La vista de la ciudad de Bogotá, con frecuencia lluviosa, queda tamizada por una pátina de grasa producto de los trabajadores migrantes. Con una trayectoria de más de 20 años trabajando en contextos de violencia, Margolles ha acostumbrado la mirada a encontrar la muerte y traerla a discusión. La crudeza, pero también el respeto y el silencio con el que trae los cuerpos a la sala, forman parte de su sello ritual, alejado de la espectacularización de los medios. En su famosa participación en la 53º Bienal de Venecia, en plenos años de la Guerra contra el Narco, Margolles hizo trapear los pisos del Palazzo Rota Ivancich con la sangre de los muertos por la violencia, en una muestra donde se preguntaba: “¿De qué otra cosa podemos hablar?”. En Estorbo vuelve a traer el sudor y la sangre como potencias para movilizar el afecto.

En las obras de Margolles el único estandarte que se exhibe es la sangre, el polvo y el trabajo. A diferencia de lo que se ven en las calles de Bogotá, donde los migrantes venezolanos suelen exhibir visibles muestras de su identidad, las imágenes de Margolles registran un presente que obliga a estos sujetos a moverse en el espacio poniendo otras demandas en escena, sin acciones afirmativas de su nación o sus tradiciones. El cuerpo y el gesto son sus banderas más visibles. En la lectura de la migración que hace Margolles se revela lo que José Luis Barrios refiere como una “voluntad de poder” que no cesa en los migrantes, por ello la importancia de “estrategias artísticas que hagan visibles las condiciones de existencia, diferentes y diferenciadas, de las migraciones”, sobre todo, “cuando demandan el derecho al presente social, vital e histórico de sus individuos”. El “lugar” que estos migrantes empiezan a dibujar con sus demandas aparece aquí con toda la complejidad de una experiencia sensible, en una justa dimensión de su dolor pero también de su agencia.

En la tercera y última fase de la acción que estructura la muestra, “Inclusión”, las camisas que le entregaron los trabajadores son encapsuladas en cubos de cemento, cada uno con las iniciales del dueño de la prenda, y posteriormente son distribuidos en el suelo de la sala. En la cédula de la exhibición se explica: “Dentro de los cubos, las camisetas sienten la presión del espacio tal y como sucede en la frontera, surge una sensación de estar en un lugar que no se puede romper”. Margolles, más que una metáfora, ha hecho una alegoría, un objeto cuya opresiva potencia encarna su propia explicación. Los cubos que ha regado en el piso de la sala son los rastros de vidas precarias que, según Judith Butler, son todas las nuestras, pues dependen de los demás para realizarse. De ahí que nuestra supervivencia no deba sostenerse con estrategias soberanas o depredadoras banderas, “sino de reconocer nuestra estrecha relación con los demás”, lo que nos llevará, según la filósofa, a reconsiderar la manera de conceptualizar el cuerpo en la política. Estamos fuera de nosotros mismos, nos recuerda, y solo existimos gracias a las relaciones afectivas y políticas en las que vive el cuerpo y que hacen vivibles nuestras vidas.

Margolles retrata a las mujeres que trabajan en la frontera, pues no solo los hombres se dedican a ser carretilleros, también las mujeres, carretilleras y trocheras, se han hecho cargo del negocio de trasladar mercancías entre los dos países. La artista logra hacer visibles las estrategias y modos de vida de estas trabajadoras. En una serie de retratos nos muestra a las trocheras sosteniendo con pretales ajustados a la frente unas piedras equivalentes a su peso corporal. La artista las hizo posar durante un minuto, en medio de una carretera de tierra y basura. En la tensión de sus músculos y el cansancio y determinación de sus rostros, Margolles ha elaborado una crítica de la violencia desde la representatividad de una vida que apela a nuestra comprensión, más que a nuestra conmiseración. Estas mujeres cargan, como Sísifo, un peso que no cesa, una carga que siempre se renueva entre los delirios cambiarios de las dos fronteras. Pero, en esa labor, encuentran su sobrevivencia.

Fotografía del Museo de Arte Moderno de Bogotá

Antes que apelar al horror o la violencia espectacularizada, Margolles se detiene a movilizar el afecto. En una de sus obras más dolorosas, “Sutura”, la artista le pidió a trabajadores migrantes (esta vez, de nuevo, todos hombres), que bordaran en silencio una tela con la que había sido envuelto el cadáver de una víctima de “un acto violento en la frontera”. Después de la acción, le pidió a cada uno que le contara su historia de tránsito. Así, la artista sella cada línea de bordado con un testimonio y termina uniendo cada una de las historias con la sangre de quien no pudo continuar. La artista luego exhibe también la tela, aparte, en un cuarto oscuro de delicada iluminación, como una reliquia funeraria.

En la tela que los migrantes suturan hay un recordatorio de esa precariedad compartida que como sujetos nos une, en lo dependientes que somos uno de otro. Los cuatro millones de venezolanos que, según cifras oficiales, hemos decidido abandonar el territorio nos enfrentamos a la constante duda de cómo relacionarnos más allá de las fronteras y nos pone ante la encrucijada de reconocernos, por sobre las historias, en los gestos, en los cuerpos que insisten en entrometerse donde no los han llamado. Entre la violencia, el cansancio, y el valor de hacerse cargo de su propia vida, los rostros que captura Margolles parecen pedir, más que solidaridad, a alguien quien les sostenga la mirada.


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