¿Es necesaria la ciencia?

16/02/2021

Francisco De Venanzi además de ser reconocido como el Rector Magnífico de la Universidad Central de Venezuela fue un destacado investigador médico. El escrito presentado refleja sus reflexiones acerca de la ciencia como elemento clave en el quehacer de un país moderno. El texto originalmente publicado en Acta Científica Venezolana en el año 1970, quedó recogido en el libro Antología del Pensamiento Científico Venezolano.

Hace cerca de veinte y dos años se dieron los primeros pasos para constituir la Asociación Venezolana para el Avance de la Ciencia. Nació al mismo tiempo que la generación de científicos que ahora ingresa al campo de la investigación y como ellos con la mirada insegura, en búsqueda de concretar imágenes y persiguiendo definir su identidad frente al contorno social más inmediato. No obstante, tal vez a los ojos de nuestros incipientes investigadores AsoVAC presenta la imagen de una organización tradicional de la ciencia venezolana, para algunos un tanto caduca y, ¿por qué no? susceptible de ser verificada al fuego candente de la renovación. Es una suerte, sin embargo, que nuestra Asociación haya contado siempre con el valor y el respaldo de todas las generaciones de científicos y muy especialmente de las más frescas, lo que sin duda ha contribuido de manera apreciable a conferirle un carácter representativo de la comunidad científica nacional.

Se asienta en frase común que el hombre es un animal histórico. Debo confesar que en virtud de una resistencia de compleja explicación me resulta incómodo vivir en el pasado. Quizás en las personas que cultivan la ciencia haya una natural inclinación a proyectarse hacia lo nuevo, hacia lo que está por ocurrir hacia el futuro. Empero unos tantos recuerdos surgen como contaminantes traviesos en la intervención de hoy, estampas de un acontecer vital ligado al mismo origen de nuestra organización.

Para 1948, el silencio científico del país era impresionante y preocupado por la ausencia de un clima positivo para el desarrollo de la investigación propuse a algunos compañeros y amigos la formación de un organismo del tipo de las asociaciones para el progreso de la ciencia que existían ya en varios países. Con su bondad tradicional y su acogedora disposición, el Profesor Augusto Pi Suñer, director del Instituto de Medicina Experimental para la época, prestó generosamente su cooperación e invitamos a un grupo de personalidades para celebrar la primera reunión preparatoria. En la sede del Instituto, la antigua casona de San Lázaro, se congregaron las personas convocadas y les fueron presentadas las ideas fundamentales sobre las cuales reposaría la nueva institución. Propuse para integrar la Comisión Organizadora a personas meritorias por sus trabajos Científicos o actividades profesionales que habían demostrado seriedad y constancia en sus ejecutorias. Vicente Peña, catedrático de Farmacología y destacado clínico; Oscar Agüero, apasionado cultivador de la Obstetricia como disciplina de la investigación; Werner Jaffé, preocupado investigador del campo de la bioquímica; Herman Kaisser, distinguido y riguroso profesional de la ingeniería química y quien les habla, realizamos la labor previa de contactos con científicos e instituciones, propaganda, elaboración de estudios, etc. La instalación de AsoVAC se llevó a cabo en el auditorio de la Cruz Roja Venezolana con mucho entusiasmo y buena concurrencia, el 20 de mayo de 1950 y nos trazamos como objetivos inmediatos la pronta realización de la Primera Convención Anual y la iniciación de la Revista Acta Científica Venezolana. Se encomendó al pintor Durban el diseño del emblema de la AsoVAC.

La 1ª Convención Anual fue inaugurada en el auditorio del Instituto Anatómico de la Ciudad Universitaria y disertaron el Dr. Vicente Peña, quien ocupó la Secretaria General durante el primer período de vida de la organización, el rector De Armas y el Dr. Enrique Tejera. Las reuniones científicas, conferencias y exposiciones divulgativas e industriales tuvieron su sede en el Instituto de Higiene.

En 1951 la II Convención no pudo realizarse en la Universidad Central virtud de los graves problemas que afectaban a nuestra Alma Mater, como consecuencia de la intervención de que había sido objeto. Fue preciso llevarla a cabo en el Colegio de Médicos del Distrito Federal que generosamente nos prestó su más amplia cooperación. Me correspondió abrir la Segunda Convención como Secretario General; en la intervención se hacía patente la honda confianza en la ciencia que animaba el esfuerzo. El título de la Conferencia de hoy podría hacer pensar que se ha debilitado esa convicción, que me sobrecoge la duda con respecto a las potencialidades que para el progreso humano posee la creación de los conocimientos y sus aplicaciones. Mas, la exposición que sigue a pesar de su dubitativo título, se encargará de desvanecer tales suposiciones.

La pregunta de si es necesaria la ciencia hará surtir en muchas personas otra nueva interrogante de encaje inevitable: ¿es acaso pertinente en la era científica y tecnológica hacer un planteamiento de esta naturaleza? Y si a la primera cuestión se puede responder afirmativamente, la segunda merece una contestación en el mismo sentido. Es imprescindible, en efecto, mantener una constante introspección de lo que es y significa la investigación científica, su proyección individual y social. Con el mismo rigor y objetividad con que se enfoca el estudio de la naturaleza, ha de escudriñarse todo lo vinculado con el quehacer científico con la tarea de construir un patrimonio de conocimientos para la humanidad. El historiador Lynn White ha planteado con claridad este requerimiento:

“Todos nosotros tomamos como un hecho cierto que la humanidad progresa desde su unión con la naturaleza hacia el dominio de ella, de la superstición al conocimiento, de la oscuridad a la luz. Es axiomático aceptar que la ciencia es la exploración de una frontera sin fin y que el proceso no puede retroceder o siquiera ser interrumpido seriamente. Empero, ninguna fe puede reinar sin ser examinada. En efecto, nuestro hábito de ver el progreso científico como inevitable puede ser perjudicial para mantener su continuado vigor. Los científicos deben estar muy conscientes de las relaciones de la ciencia con su contexto total”.

Muchos dirán: ¿a qué empeñarnos en analizar nuestra acción creadora? Investigamos simplemente porque plasmamos en nuestra diaria labor el avasallador impulso de transitar por las vías de lo desconocido, de traer a la luz hechos y fenómenos nunca hasta este momento evidenciados, de poner al relieve la fina y compleja red de relaciones sobre las cuales descansa el orden natural. Hacemos investigación, en fin de cuentas, para dar rienda suelta a nuestro íntimo deseo de saber y de exteriorizar ese saber. Nos anima el entusiasmo de estar ubicados en los propios límites del conocimiento. El infinito horizonte de lo ignorado nos incita al esfuerzo.

Newton, ya maduro y famoso, expresaba esa inquietud en estos términos: “Me parecía ser un niño jugando en la playa y divirtiéndome aquí y allá, al encontrar una piedra más lisa que lo habitual o una concha más bella que lo corriente, en tanto el gran océano de la verdad permanecía totalmente inexplorado ante mis ojos”.

En función de su impulso natural hacia la creación original, es del todo aceptable que el investigador produzca obra de valor intrínseco, tal como puede hacerlo el artista o el literato. Synge ha llamado la atención sobre el hecho de que los mismos científicos no han dado suficiente difusión a la idea de que la obligación pública principal del hombre de ciencia es saber un poco más nítidamente que los demás dónde se ubica precisamente la frontera del conocimiento.

No obstante, nos hemos topado con el hecho, por lo demás ampliamente divulgado por los propios investigadores, de que los conocimientos generan poder y de que estos se han convertido en los últimos tiempos en el instrumento más eficiente de la transformación de la naturaleza y del cambio social. Además, no siempre ha sido el saber utilizado adecuadamente, e incluso, con alarmante frecuencia la ciencia y sus aplicaciones en lugar de ser usadas como medios de la perfección del hombre, del desarrollo integral de la humanidad y del uso racional de los recursos naturales y mantenimiento del equilibrio ecológico, se destina a la destrucción de miles de seres, a la alienación de la personalidad, a elevar el nivel de angustia colectiva, a subordinar seres a intereses mezquinos, a alterar hasta límites no sólo indeseables sino peligrosos el ambiente natural. No resulta extraño, por tanto, como el mismo Synge lo ha anotado, que “el hombre común ya ha llegado a considerar a la ciencia y a la investigación científica como un culto misterioso cuyos sacerdotes, en alianza abierta con el poder temporal, poseen el conocimiento del bien y del mal. Los científicos serían, por tanto, responsables de cualquier suceso incorrecto que pudiese ocurrir y deberían asumir la responsabilidad de llevar a cabo las correcciones necesarias”.

Otro factor adicional de menor jerarquía, pero de interés, que debe ser considerado es el costo progresivo de la investigación. Se ha estimado, además, que la productividad económica de la investigación científica es sólo de cerca del dos por ciento. Sin embargo, este pequeño porcentaje ha sido suficiente para cambiar radicalmente la configuración de las naciones que han empeñado sus esfuerzos en el cultivo de los conocimientos. Dicho rendimiento puede ser incrementado de manera apreciable cuando el desarrollo científico responde a una política explícita dirigida a esos fines. Las cargas económicas de la investigación recaen sobre la comunidad y ésta espera de esas investigaciones un beneficio material tangible.

Frente a estas consideraciones resulta imperativo mirar más allá del tubo de ensayo, de la encuesta, de los atractivos botones de control de los instrumentos, de los sujetos de estudio para meditar sobre el destino que sufren los conocimientos, cuáles pueden ser sus repercusiones y la manera más efectiva de evitar que sean convertidos en mecanismos de enajenación y destrucción. La gama de mal uso del conocimiento es en verdad amplia; se extiende desde prestar el brillo de la ciencia para la propaganda de regímenes indeseables hasta el genocidio. El problema es de la mayor complejidad si se piensa en la estrecha vinculación que se ha establecido y que se juzga necesaria entre los sistemas políticos que requieren de los conocimientos y el sistema social de la ciencia que los produce. Sacuden en el presente al mundo los sentimientos de repudio de las nuevas generaciones hacia la situación imperante y dicha asociación deja a la ciencia en posición comprometedora y con frecuencia nada airosa.

Una vez producidos los conocimientos, ¿tendrán los científicos suficiente poder para evitar su aplicación indebida? El uso de las bombas atómicas que destruyeron a Hiroshima y Nagasaki ofrece una drástica ilustración de las dificultades que pueden surgir en este sentido. Un destacado grupo de científicos que participaron en el desarrollo del Proyecto Manhattan, encabezados por Frank, plantearon al presidente Truman su anhelo de que la demostración del poder destructivo de la bomba se llevase a cabo en un área despoblada; las aspiraciones de los investigadores cayeron en el vacío. En otras ocasiones los hombres de ciencia han sido más afortunados y han logrado algunos avances de significación, tal como ha ocurrido con el movimiento Pugwash. No obstante, en términos generales se puede afirmar que la influencia constructiva ha alcanzado un impacto muy limitado.

Dos tendencias se perciben claramente frente al mal uso de la ciencia y el estado general de las sociedades de consumo; de una parte aquella que propicia desistir de la racionalidad y dar la espalda a la civilización actual volviendo a un patrón primitivo de vida que desprecia el influjo a la vez maravilloso y temible del intelecto organizado y de su más elevada expresión: la ciencia; en segundo lugar, la defensa de los valores genuinos del progreso que garanticen el empleo racional y ético de los conocimientos.

La oleada hippie, con su carga de irracionalidad y su sublimación emocional aupada por los alucinógenos, su propensión a la inactividad y su antipatía por jabón, es muy representativa de la primera tendencia. Dentro de esa concepción, la ciencia no sólo sería innecesaria sino perjudicial. La reacción contra la ciencia se ha expresado en varias Universidades en mayor o menor grado al atentarse contra laboratorios e instalaciones destinados a la investigación. Un hecho ilustrativo fue la destrucción de una costosa computadora de gran capacidad en la Sir George Williams University del Canadá.

La segunda tendencia encuentra su expresión en los numerosos movimientos contra la investigación de guerra, contra los contratos de los centros de estudio con el Departamento de Defensa en los Estados Unidos, contra la subordinación de la vida espiritual y material, a los ímpetus de predominio y destructividad. Entre los muchos actos de protesta se destaca por su especial relieve el paro de 24 horas acordado en marzo del año pasado por los científicos y estudiantes del MIT, como un llamado a la comunidad científica a asumir sus responsabilidades frente al uso impropio de la ciencia. Ese día fue dedicado a discutir en foro abierto sobre la moralización de la actividad científica y las reformas políticas necesarias para asegurar la utilización humana de los conocimientos. Cuarenta centros superiores de estudio adhirieron a esta inusitada y ejemplar gestión. Este año fue celebrado el aniversario de ese importante evento con la participación de muchas instituciones universitarias; Charles Schwartz, de la Universidad de California en Berkeley, propuso un juramento similar al hipocrático para lograr que los científicos adquiriesen el compromiso de honor de no participar en investigaciones bélicas.

Un caso por demás curioso visto con interés general ha sido el de James Shapiro. En noviembre de 1969 un equipo de la Universidad de Harvard anunció el aislamiento de un gene puro obtenido de un virus bacteriano, importante logro que se registraba por primera vez en los anales de la ciencia. Luego, sorpresivamente, uno de los miembros destacados del equipo, Shapiro, joven investigador de 26 años de edad, considerado por Luria y otras autoridades en el campo como una de las más prometedoras figuras en genética molecular, anunció su retiro de la investigación científica para dedicarse al activismo político en base a tres razones fundamentales: primera, la creencia de que los resultados de su trabajo serán indefectiblemente dedicados a usos malignos por las personas que en el gobierno y grandes corporaciones ejercen el control de la ciencia; segunda, el rechazo a participar en un sistema que no permite a la gente común opinar en las decisiones sobre la labor de los científicos y por último la convicción de que los problemas más importantes que enfrentan los Estados Unidos, tales como el cuidado de la salud y la polución, necesitan soluciones políticas antes que soluciones científicas. Shapiro no se identifica con corriente política alguna y sus dos proyectos iniciales son: por una parte organizar a los científicos, estudiantes y miembros de la comunidad para oponerse a una expansión hospitalaria programada por la Universidad de Harvard que ya ha sido vetada por los estudiantes, en razón de que obliga a desplazar a 180 familias de color, y por otra parte, contribuir a educar a los investigadores en su papel político y la conveniencia de asociarse con personas no profesionales para trabajar en favor del cambio político. Vale la pena mencionar que este último propósito movió a un grupo de jóvenes científicos y estudiantes graduados de Harvard y el MIT a irrumpir en la Convención de la Asociación Americana para el Avance de la Ciencia que se efectuó en Boston en Diciembre pasado.

Algunos investigadores del campo de la biología molecular encabezados por Jacques L. Fresco rechazaron los conceptos emitidos por Shapiro, señalando que la posibilidad de utilizar indebidamente los conocimientos derivados del aislamiento de un gene es remota y creen que será antagonizada por la creciente responsabilidad de los hombres de ciencia. Apuntan además el hecho negativo de sacar a colación el fantasma del temor frente al conocimiento, fenómeno por demás antiguo, al cual atribuyen la muerte de Sócrates, la persecución de Galileo, el miedo a las ideas de Darwin y Freud. Indican luego la imposibilidad en que está el público general para dictar las pautas que nombran la actividad científica en razón de la naturaleza del saber fundamentalmente y del proceso de los descubrimientos.

Todo lo antes relatado es bastante indicativo de que la ciencia —para usar el lenguaje de actualidad— está “cuestionada” y sin lugar a dudas lo merece. Es más, podría añadirse que ella se ha convertido en una actividad de tan extraordinaria significación humana que debe permanecer siempre “cuestionada”. G.S. Hammond, destacado químico de Callec, sostiene que la Ciencia y la tecnología están en desesperada necesidad de cambiar precisamente por haber sido extraordinariamente exitosas y destaca su preocupación por el rechazo del concepto tradicional de que la ciencia es buena por una parte apreciable de la sociedad.

Al plantear la cuestión de si la ciencia es necesaria, se puede intentar la respuesta en base a las dos acepciones de necesidad: inevitable y conveniencia.

Inevitabilidad de la ciencia

¿Podríamos en el momento actual desistir de la ciencia y sus aplicaciones? Un hecho simple es muy determinante para conformar la contestación: en la actualidad tan sólo un sector de la población de las naciones avanzadas rechaza la ciencia; las dos terceras partes de la humanidad ubicada en el tercer mundo están empeñadas en conquistar para sí este formidable instrumento de superación.

La vía hacia la ciencia ha sido el producto de un largo y penoso avance en donde destellos geniales marcaron los momentos de crucial significado. La duda sistemática y el principio de la inducción dejaron huellas trascendentes en este acontecer y ofrecieron los puntos de apoyo a la revolución científica. Estos hechos están integrados al desarrollo intelectual del ser humano, que es el fenómeno fundamental y más extraordinario de la evolución biológica. Podríase, en consecuencia, especular en el sentido de que la ciencia es la expresión más acabada del proceso evolutivo, el método más perfecto elaborado hasta el presente por el hombre para ganar el control de la naturaleza y facilitar su adaptación y supervivencia. El pensamiento llega a constituir el vértice de la complejidad en el orden natural y dentro de las limitaciones que plantea el marco de referencia donde puedan desenvolverse los fenómenos psíquicos, asegura un radio de acción de tal magnitud que garantiza la enorme flexibilidad demostrada por la especie. Las ideas se desplazan entre las coordenadas de un plano de apreciable libertad en donde la actividad creadora encuentra terreno abonado

Ernst Mach ha apuntado que el mismo proceso de la creación científica se desarrolla a la manera de las especies durante su evolución; se trata, en efecto, de la acumulación de los pensamientos y hechos que se van considerando más útiles para ajusticiarlos a la realidad y, en consecuencia, el rechazo deliberado y sucesivo de los menos apropiados. A este efecto conviene recordar que Kelvin ha definido la ciencia como una infinita serie de aproximaciones a la verdad.

Muchas especies han desaparecido con infructuosos ensayos de adaptación. Igual ocurrió hace millones de años con determinadas especies de Homo; de la misma manera puede el hombre actual encontrarse de pronto con que el tremendo poder que ha forjado a través de la ciencia y la tecnología se vuelva contra su progreso espiritual y material y lo aniquile. No obstante, ello no desvirtuaría la tesis de la inevitabilidad del desarrollo científico y tecnológico, cuyos más incipientes pasos se encuentran en los prehistóricos intentos de utilizar un trozo de roca para construir una herramienta o un arma.

El hombre tiende a vincularse indefectiblemente con sus creaciones y las transmite de generación en generación a través del fenómeno cultural. En muchos casos esta vinculación se hace tan íntima que se ha podido hablar de alienación: la subordinación del ser a la máquina es uno de los temas predilectos de los filósofos preocupados por el predominio de la técnica, en el contexto de la llamada deshumanización de la persona. Más, podríamos preguntarnos, ¿no son el pensamiento y sus creaciones parte esencial del potencial de diferenciación, que, al lado de la sublime finura que puede alcanzar la gama de sus emociones y sentimientos, ha conferido una dimensión superior a la especie?

La ciencia es conveniente

Comentemos ahora un poco sobre la otra aceptación de “necesario”, aquella relacionada con la conveniencia o beneficio derivado de algo. En este sentido ¿es necesaria la ciencia? Para la mayoría que la cultiva, la investigación científica ofrece grandes alicientes y satisfacciones. Pero, para la considerable porción de la humanidad que disfruta de los bienes y servicios que derivan de la aplicación de los conocimientos y como contrapartida padece sus repercusiones negativas ¿cuál sería el balance?

Oigamos a Oppenheimer comentar sobre el significado cultural de la ciencia: “En los últimos años a través de los descubrimientos en química bioquímica y genética, nos hemos desplazado a grandes pasos hacia una comprensión del origen de la vida y de sus características con respecto a estabilidad, variedad, mutabilidad y forma. Ahora entendemos cómo bajo las condiciones prevalecientes sobre la tierra hace mucho tiempo, materiales orgánicos característicos de la vida tenían que formarse casi necesariamente a partir de materia orgánica. En la codificación, información contenida y transmitida por algunos ácidos nucleicos tenemos un comienzo de comprensión acerca de cómo la materia viviente instruye su progenie para que resulte un hongo, un elefante, un tulipán o un hombre. La comprensión sobre las estrellas y las galaxias es mucho mejor en la actualidad que la que poseíamos sobre los minerales de la Tierra hace un siglo. Incluso, entendemos bastante sobre la evolución e historia de las estrellas, cuándo se hacen brillantes u opacas, se desvanecen o explotan para formarse de nuevo a partir del polvo. Estamos en el proceso de hallar una respuesta sobre antiguas interrogantes planteadas en relación a la constitución de la materia. En este campo estamos tan asediados por las novedades, las paradojas y las dudas que no podemos escapar a la idea de que existe un nuevo y extraño orden que espera ser descubierto. Por primera vez estamos comenzando a aprender sobre las sutilezas de la percepción y la memoria. Sabemos que el mantenimiento mismo de las facultades racionales, por ejemplo, la habilidad de sumar y de restar e incluso la memoria, requieren un flujo constante de estímulos sensoriales imperceptibles”.

En el mismo orden de ideas, Berkner afirma: “La ciencia es belleza creadora en su más alto sentido. Suministra un criterio sistemático y confiable para la aplicabilidad universal de la búsqueda platónica de lo armonioso, lo bello y lo deseable”. Y luego, con relación al impacto de la ciencia sobre la visión filosófica del mundo, asienta: “…los aspectos completamente racionales de la experiencia humana deben ser incorporados continuamente a la filosofía global de la sociedad reemplazando a las presunciones ad hoc establecidas previamente. Este proceso de articulación del pensamiento científico racional a la filosofía global no debe desplazar al humanismo: debe al contrario proveer al humanismo de una base mucho más amplia que le permita elevarse a nuevas alturas”.

Los aspectos mencionados en estas citas son del mayor interés, ya que tiende a olvidarse las profundas transformaciones que el desarrollo científico ha producido en la mentalidad de los seres, abriendo sus horizontes, despojándolos de supersticiones profundamente arraigadas, ofreciendo la oportunidad de una comprensión mucho más amplia y profunda del propio ser, de sus relaciones sociales y del orden natural. Este sólo logro justificaría plenamente a la ciencia.

Interesa también señalar las repercusiones materiales de la ciencia. La ciencia y la tecnología pueden suministrar en el presente las facilidades para eliminar multitud de penalidades, el hambre y el sufrimiento. El acortamiento progresivo de la jornada de trabajo y la preocupación que ahora se eleva en los países de máximo desarrollo sobre el destino del tiempo libre son índices del éxito en la lucha contra la necesidad.

  1. D. Bernal en su obra ya clásica publicada en 1939 sobre la “Función social de la Ciencia” y en numerosos escritos posteriores, ha hecho resaltar con reminiscencia baconianas el impacto de los conocimientos para atender a las necesidades colectivas. En uno de sus artículos recientes establece que “La revolución científica ha entrado en una nueva fase, se ha hecho autoconsciente. Este hecho ha sido reconocido en el mundo de los negocios y de las finanzas estatales. La investigación es la nueva mina de oro …la inmensa rentabilidad del trabajo científico se ha aceptado plenamente y en una era de competencia comercial e internacional, la aceptación de este concepto por un país significa la aceptación por todos con grados variables de demora… las economías de las naciones modernas no son ya consideradas como economías fluctuantes sino como economías de crecimiento. La magnitud del crecimiento del producto nacional bruto se toma ahora como índice del estado de salud de la economía nacional y hasta de supervivencia en los países adelantados industriales. El poder llegar a un aumento meramente tolerable del producto nacional bruto de un 4%, depende en primer lugar de la cantidad de investigación acumulada que pueda aplicar en la actualidad; pero también, el aumento en el futuro dependerá de la cantidad de investigación que se esté realizando en el momento actual. Además, el tiempo de latencia de aplicación de conocimientos se ha acortado considerablemente; las nuevas ideas, especialmente en los campos que avanzan más rápidamente, tales como mecanismos de control, pueden llegar a ser aplicadas en el lapso de uno o dos años después de su descubrimiento”.

Y sigue Bernal: “En el momento actual pienso que hemos subestimado de manera marcada el uso de la ciencia fundamental. La más rápida y segura rentabilidad debería ser obtenida a partir de una comprensión más profunda de la naturaleza. Mucha de la llamada ciencia aplicada es ciencia obsoleta aplicada; los métodos de aplicación son todavía más obsoletos que la ciencia que aplica” … “Desde que fuese publicada la “Función Social de la Ciencia” el rendimiento por hombre en agricultura se ha triplicado y de manera correspondiente el número de personas dedicadas a estas labores se ha reducido a 2,5% de la población en EE. UU. y a 5% en Gran Bretaña; ello coincide con un porcentaje correspondiente de cerca de 70% en las zonas más pobres del mundo”.

Ya se han mencionado antes algunas repercusiones indeseables de la ciencia y la tecnología. No todo es hermoso y adecuado en la época actual. Frente a la liberación intelectual del hombre de viejas supersticiones se encuentra la inseguridad y la angustia de muchos que ven derrumbarse los ídolos sobre los cuales descargaban sus inquietudes; un estado de salud desconocido para la historia se relaciona a la explosión demográfica que crea un ambiente de tensión y competencia más acentuadas para asegurar la supervivencia; las megápolis tienden a proliferar con los consiguientes problemas de hacinamiento y deficiencia de viviendas, transporte, salud, educación. Los adelantos en comunicaciones nos hacen sentirnos miembros de una comunidad mundial, en tanto los medios de opinión son usados sistemáticamente para exaltar las emociones más primitivas y la subordinación política. Una producción extraordinaria de bienes y servicios contrasta con la ruina de la naturaleza que de continuar puede transformar a nuestro planeta en un cuerpo celeste inhóspito, con sus recursos arrasados, su atmósfera empobrecida en oxígeno y cargada de sustancias tóxicas, la flora y la fauna destruidas y las aguas dulces reducidas y contaminadas. En el ámbito internacional en virtud del desequilibrio de poder, los países subdesarrollados difícilmente pueden escapar de la tremenda fuerza de coerción de los superpoderes y se convierten en meras piezas del mecanismo que aquellos manejan a su antojo.

Los hechos negativos antes señalados no llegan, sin embargo, a pesar de todo, lo suficiente para rechazar a la ciencia y sus aplicaciones. La alternativa salida que está planteada es la elevación máxima de la responsabilidad social frente al uso de los conocimientos. Ciencia y conciencia son los requerimientos de la hora como se dijo una vez desde esta misma tribuna. Se ha creado mediante la investigación un mundo nuevo de mucha mayor complejidad que exige crecientes aportes de la inteligencia para atender a sus dificultades. Las dificultades habrán de ser vencidas con más ciencia, pero con ciencia éticamente orientada.

El biofísico de la Universidad de Michigan, John Platt, asegura que “No debemos desanimarnos o caer en la desesperación porque los procesos históricos no son instantáneos o en razón de que las primeras soluciones hayan de ser corregidas por segundas y hasta por terceras soluciones”.

¿Es necesaria la ciencia en Venezuela?

Tendemos siempre a proyectar nuestros pensamientos hacia la situación general de la ciencia en los países de mayor adelanto. Comentamos sobre energía nuclear, computadoras, viajes espaciales y satélites, automatización, como si nosotros fuésemos actores activos en todos estos desarrollos. Nos contagiamos de la preocupación de problemas lejanos en virtud del diario impacto de las comunicaciones de masas. No nos detenemos a pensar a menudo que sólo somos usuarios de algunos de esos progresos y que por ello tenemos que pagar pesado tributo. No podemos, por tanto, plantear nuestros problemas en los mismos términos en que se configuran en las sociedades de las naciones industrializadas. Por desgracia, estamos lejos de estar saturados de máquinas, de computadoras, de industrias; no podemos afirmar precisamente que representamos una sociedad de consumo, cuando miles de venezolanos carecen de las facilidades esenciales requeridas para una vida normal. La situación real es que estamos penetrados por las naciones que, si cuentan con esos progresos y que sacan de nosotros grandes beneficios entre discursos amistosos y sonrisas diplomáticas, la dificultad nuestra es una deficiencia absoluta y relativa del avance científico que nos mantiene en el mayor desamparo en relación a las posibilidades de lograr un desarrollo autónomo, una cuota razonable de independencia. Debemos incorporar la ciencia y la tecnología a fin de recuperar el denso sector de la población que permanece marginado y que puede y debe disfrutar de los bienes y servicios requeridos para su elevación espiritual y material. Si para las naciones avanzadas continúa siendo importante el avance de la ciencia, para nosotros es además imprescindible y urgente; se proyecta, sin lugar a dudas, como un requisito esencial para el desarrollo.

Año tras año, AsoVAC desde su fundación ha insistido en estos aspectos. Hace más de décadas quizás no se veía con tanta claridad como hoy la importancia de esta cuestión para la colectividad. No obstante, el grado de percepción demostrado por los diferentes gobiernos que ha tenido el país no se ha incrementado visiblemente. El Estado venezolano no se ha interesado debidamente en impulsar la ciencia y la tecnología y apenas pueden registrarse algunos logros. La actitud de los dirigentes políticos habrá de modificarse substancialmente si desean que su labor de transformación nacional sea verdaderamente efectiva y profunda. Los recursos económicos destinados en el presente a la ciencia son de una insuficiencia tal que resulta muy difícil encontrar un proyecto único de investigación en países adelantados al cual se haya adjudicado una cifra semejante. La conciencia de esta realidad debe ser un estímulo para que los mismos investigadores se conviertan en elementos de presión que impulsen la movilización de fondos destinados a la formación de científicos y el subsidio de sus labores. No se trata de una gestión egoísta, se persigue un objetivo noble que cabe plenamente dentro del concepto de responsabilidad social. No sólo existe indiferencia por la ciencia en los estratos de la población de menos nivel cultural o que participan en actividades en donde no se aprecia con nitidez el hecho de que las modernas sociedades se desplazan sobre un substrato científico y técnico; en el campo profesional, en donde se usa la ciencia a diario en la resolución de multitud de problemas prácticos y en los mismos centros de enseñanza que difunden los conocimientos, el desdén por la investigación científica no es un fenómeno extraño. Se puede afirmar con toda certidumbre, que una de las tareas más formidables que tenemos por delante es injertar la investigación científica en las Universidades; lograr que la producción científica alcance la magnitud y calidad que caracteriza a un centro superior del saber en las naciones avanzadas.

Compete también a los investigadores una participación activa en el diseño y ejecución de la política científica y ayudar tesoneramente a recoger la experiencia negativa acumulada en otras latitudes para poder sortear con éxito los errores que han tenido tan desfavorable repercusión no sólo en cuestiones concretas tales como las antes señaladas, sino en la misma configuración de la imagen pública del científico.

Deseamos concluir afirmando que el proceso de desarrollo científico y tecnológico es inevitable, que la ciencia y sus aplicaciones son deseables, que las repercusiones dañinas relacionadas con el mal uso de los conocimientos pueden y deben ser erradicadas mediante una expansión considerable de la responsabilidad social en particular de los propios científicos y que —por último— el avance científico es imprescindible y urgente para Venezuela, si el país quiere alcanzar un nivel adecuado de desarrollo.

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Lea el texto de José María Vargas en el que da recomendaciones para tratar la epidemia de cólera en Venezuela


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