Retratos, hitos y bastidores

Episodios galdosianos

04/01/2023

Retrato de Benito Pérez Galdós. 1894. Joaquín Sorolla

“Imagen de la vida es la novela, y el arte de componerla estriba en reproducir los caracteres humanos, las pasiones, las debilidades, lo grande y lo pequeño, las almas y las fisonomías, todo lo espiritual y lo físico que nos constituye y nos rodea…”

Benito Pérez Galdós, “La sociedad presente como materia novelable” (1897)

1. Cuando mi bachillerato se iniciaba en paralelo con la década de 1970, uno de los sacerdotes mercedarios del colegio Tirso de Molina me incitó a participar en un concurso literario. Quizás influyó en su propuesta que, al suplir en ocasiones al profesor de lengua y literatura, el padre Ángel, titular de matemáticas, gustó de algunos de mis exámeneso ensayos. Sin prescindir, por supuesto, de sus críticas castizas a mi incipiente español criollo. Porello, tras la sorpresa inicial, aumentada por la ignorancia sobre “certámenes literarios” – aparte de los de belleza, que se tornaban populares a la sazón – me sentí desconcertado por no saber de qué iba esta propuesta.

Con su cerrado acento peninsular, el padre Ángel me indicó que se trataba de “una convocatoria hecha por el gobierno español” para conmemorar el centenario de la aparición de los Episodios nacionales de Benito Pérez Galdós (1843-1920). Asocié de inmediato lo del “gobierno” con el viejo general Franco, retratado asaz en las revistas ¡Hola! que comenzaban a llegar a nuestra casa de San Bernardino. Hube empero de reconocer mi ignorancia sobre el escritor, con vergüenza causada por la conciencia adolescente, junto a la imagen de buen estudiante que de mí tenía el sacerdote. Sin reprenderme por la incultura, este me mostró una versión juvenil y resumida de la obra, editada en ocasión del centenario y del concurso, alentándome a “garrapatear algo sobre el Cervantes canario”.

Recuerdo haber ojeado, en la modesta biblioteca del colegio, los cuadernos de colores llamativos, recién llegados en ocasión del concurso, con textos acortados e ilustraciones profusas. Probablemente se correspondían con las cinco series de episodios originales, imposibles de ser valorados entonces – por un “chaval” como yo, según el frecuente apelativo que me daba el cura – como exponentes de la novela histórica decimonónica.

Tan solo barrunté en aquella ocasión pasajes del primer cuaderno, dedicado a la guerra de independencia española ante las invasiones napoleónicas, reconociendo los nombres de Carlos IV, Fernando VII y José Bonaparte, por haberlos ya escuchado en las clases de historia, al explicar la génesis de las rebeliones hispanoamericanas. Pero los otros cuadernos estaban dedicados a episodios posteriores que se me tornaban confusos, sobre todo por arrastrar yo un desinterés, más pueril que chovinista, respecto de cómo continuaba la historia española tras nuestra independencia. Por ello no me esforcé en entender los conflictos entre absolutistas y liberales, o las guerras carlistas, así como tampoco las revoluciones de 1848 y 1868, seguidas por la Restauración borbónica. Con todo y ello, además de ver por vez primera los nombres de Emilio Castelar y Cánovas del Castillo, me percaté de que había una Isabel II en la España decimonónica, diferente de la Windsor, protagonista secular de las revistas ¡Hola! ojeadas en casa.

2. Si bien nunca escribí algo para aquel concurso, a pesar de que el padre Ángel continuó preguntándome por los “garrapatos”,la referencia de Pérez Galdós quedó en mi memoria, no exenta de culpa por la oportunidad desaprovechada. Debido a ello puse empeño en ver, creo que al promediar la década de 1980, una versión de Fortunata y Jacintatransmitida por uno de los canales estatales, cuando eran todavía emisoras culturales. La prolija producción de Televisión Española, si no me equivoco, me sedujo de inmediato por el hervidero de palacetes y casas de corral, en medio de barrios matritenses que intercalaban conventos, mercadillos y fábricas. Allí se urden las historias de la amante proletaria y la aburguesada esposa de Juanito Santa Cruz, el “delfín” de una familia comerciante, durante el convulsionado interregno que va de la deposición de Isabel II a la Restauración de Alfonso XII.

Sin conocer yo todavía Madrid, pero con la edición en dos volúmenes de Cátedra adquirida de inmediato, como era entonces posible en las librerías caraqueñas, traté de mapear la versión televisiva de la novela publicada originalmente en 1877. Por sobre el acomodado mundo de Juanito y Jacinta, nucleado en torno a la casa de los Santa Cruz en la calle de Pontejos, en el “riñón de Madrid” – porque para la familia, el entonces novedoso barrio de Salamanca era el “campo” – predomina en tres de las cuatro partes de la novela el “cuarto estado”, o proletariado personificado por Fortunata. Junto al bajo pueblo de maleantes, mendigos y golfos, pululantes también en Nazarín (1895) y Misericordia (1897), en la principal “novela contemporánea” de Galdós – así como en La Tribuna (1892), de la condesa Emilia Pardo Bazán, quien fuera más que su discípula literaria – priman intrigas y cuitas de menestralas, obreros y jornaleras. Todos eran vistos y escuchados con atención por el desaliñado don Benito, durante diarios paseos capitalinos, así como en sus viajes en tren en vagones de tercera clase.

Junto a lecturas principalmente clásicas e inglesas, de Eurípides a Dickens, sin excluir modelos franceses como Balzac; pasando por Shakespeare y Lope de Vega, además del costumbrismo de Larra y Mesonero, de esas andanzas callejeras extraía Galdós la savia para su realismo naturalista, del que fuera demiurgo en España, junto a su amigo Clarín. La introducción de Francisco Caudet a la edición crítica de Cátedra incluye un pasaje del discurso de ingreso a la Real Academia Española, en 1897, de quien fuera escritor popular sin pretensiones de teórico literario, lo que le estigmatizó en cenáculos contemporáneos y posteriores. Desde aquella lectura mía en los años ochenta, me pareció que ese pasaje condensa el ars poetica del orbe galdosiano, donde ya no cabe el romanticismo que asoma en los tempranos Episodios.

“Imagen de la vida es la novela, y el arte de componerla estriba en reproducir los caracteres humanos, las pasiones, las debilidades, lo grande y lo pequeño, las almas y las fisonomías, todo lo espiritual y lo físico que nos constituye y nos rodea, y el lenguaje, que es la marca de la raza, y las viviendas, que son el signo de la familia, la vestidura, que diseña los últimos trazos externos de la personalidad: todo esto sin olvidar que debe existir perfecto fiel de la balanza entre la exactitud y la belleza de la reproducción”.

Fotograma de Doña Perfecta (1951)

3. Pocos años después de aquel episodio con Fortunata y Jacinta, al consultar una reedición de la Historia de la literatura española(1948), de Ángel del Río- adquirida en 1988, mientras vivía yo en España – noté que Doña Perfecta era referida como la más lograda de las “novelas de tesis” galdosianas. El título me resonaba de modo familiar, puesto que mamá usaba el cognomento, generalmente con gotas de ironía: bien fuera cuando criticábamos algo en casa con demasiadas exigencias, replicando ella que no era “como doña Perfecta”; o bien cuando alguna conocida se afanaba demasiado en parecerlo… Por carecer mamá de luces literarias, deduje que no usaba la expresión tomada de la novela; pero me respondió, al preguntarle yo por la fulana doña, que había visto, en la década de 1950, una película con ese título, protagonizada por Dolores del Río.

Busqué, sin éxito, la novela en librerías de aquella ciudad que, tras el Caracazo, en el turbulento inicio de la década de 1990, prefiguraba la carestía cultural por venir. Ya por partir yo a Londres a iniciar el doctorado en 1993, terminé hallando una edición de Alianza Editorial, paradójicamente, en la sección española de Dillons, en el distrito universitario de Gower Street. Al iniciar la lectura noté que, más esquemáticamente que en Fortunata y Jacinta, los personajes centrales representan el enfrentamiento de posiciones y la intolerancia religiosa en la atrasada España decimonónica, del conservadurismo pacato encarnado por la señorona pueblerina, al liberalismo progresista preconizado por su sobrino, el ingeniero Pepe Rey.

Como señala Ángel del Río, el Galdós que venía de historiar la España fernandina en las primeras series de Episodios, sabía que “la pugna siempre activa entre lo antiguo y lo nuevo estaba radicada en lo religioso, en las creencias tanto más que en los intereses y en la división de clases”. Por ello, en una como alegoría de la metrópoli en decadencia, el primo Pepe no solo ve truncada la empresa modernizadora de Orbajosa, sino también sus pretensiones para con Rosarito, hija de doña Perfecta. Con fariseísmo, afanes posesivos y la complicidad clientelar de lugareños, la cacica no para de urdir intrigas desencadenantes de la muerte de Pepe y el ostracismo de Rosario.

4. Nombre inventado que uno de los personajesetimologizaen tanto “corrupción de Urbs augusta”, aunque semeja “un gran muladar”, Orbajosa jalona en la narrativa española una tradición de urbes ficticias, seguidas por la Vetusta de La Regenta (1884) y Marineda en La Tribuna. A través de ellas se critica al atraso de las ciudades provincianas, que de hecho eran casi todas en la España decimonónica, con la probable excepción de Barcelona. Pues a pesar de su madrileñismo y los aires modernizadores de la capital, el autor de Fortunata y Jacinta desliza, por boca de sus personajes, “la condición de aldeota indecente” de la villa y corte: “Porque Madrid no tenía de metrópoli más que el nombre y la vanidad ridícula. Era un payo con casaca de gentil-hombre y la camisa desgarrada y sucia”.

Haber leído Doña Perfecta en Londres, mientras revisaba novelas para mi tesis doctoral sobre la modernización urbana en Caracas, entre finales del siglo XIX y comienzos del XX, me ayudó a rastrear tesis y estrategias de la narrativa española en la venezolana. Parientes de la Coketown con que Dickens denunciara las injusticias sociales del Manchester industrial, la Orbajosa de Galdós y la Vetusta de Clarín – nombre ficticio del Oviedo donde Leopoldo Alas ambientara La Regenta – fueron artilugios literarios para denunciar el letargo económico y el tradicionalismo clerical en la España de marras. Eran parientes de la Villabrava de Todo un pueblo (1899), que leí algunas tardes en la British Library; solo que Miguel Eduardo Pardo, al satirizar el atraso caraqueño, ridiculizaba las pretensiones cosmopolitas heredadas de la renovación guzmancista.

No difería del todo, pensé, del vanidoso Madrid de Fortunata y Jacinta, mutatis mutandis. Me percaté además de que el bullicioso sentido de lo “galdosiano” en esta, en tanto “novela contemporánea”, difería de la acepción entre liberal y anticlerical cobrada por el adjetivo en la “novela de tesis”; a esta última contribuye el recurso literario del pariente secular y europeizado, arribado a la provincia preterida con afanes modernizadores. Es un recurso similar al utilizado por Rómulo Gallegos en Doña Bárbara (1929), concluí al terminar de leer Doña Perfecta, cuyo ejemplar me acompañó en mis años londinenses, antes de incorporarse a mi biblioteca caraqueña.

5. Muchos años después, a través del canal mexicano De Película, coincidí con aquella versión cinematográfica de Doña Perfecta, la cual mamá vieraen el cine Hollywood, poco después estrenarse en 1951. La adaptación al contexto mexicano de mediados del siglo XIX,en la cinta dirigida por Alejando Galindo, luce adecuada: se enmarca en las disputas entre conservadores y liberales a causa de las leyes de Reforma, las cuales tuvieron mucho de secularizadoras y anticlericales. Esther Fernández, famosa por protagonizar la versión de 1943 de Santa (1903), de Federico Gamboa, hace de Rosario, mientras Carlos Navarro es Pepe Rey. Y como una de las grandes divas del cine mexicano de entonces, junto a María Félix, era de esperar que Dolores del Río diera vida a la intrigante protagonista galdosiana, desplegando un dramatismo que le mereció el premio Ariel en 1952.

Más allá de mi arrebato por ver actuar a la Del Río, no estaba yo seguro de la correspondencia entre el enjoyado rostro de la actriz de porte soberbio, estilizado por largos vestidos con cuellos altos, y la oscura imagen que recordaba del personaje novelesco. Al volver al texto después de tantos años, confirmé empero los más de los rasgos con los que Galdós retrata a su señorona; con la excepción de que su “hechura biliosa y el comercio excesivo con personas y cosas devotas”, los cuales “habíanla envejecido prematuramente”, no aplicaban del todo, en mi parecer, a la diva mexicana.

“Negros y rasgados ojos, fina y delicada la nariz, ancha y despejada la frente, todo observador la consideraba como acabado tipo de la humana figura; pero había en aquellas facciones cierta expresión de dureza y soberbia que era causa de antipatía. Así como otras personas, aun siendo feas, llaman, doña Perfecta despedía. Su mirar, aun acompañado de bondadosas palabras, ponía entre ella y las personas extrañas la infranqueable distancia de un respeto receloso; mas para los de casa, es decir, para sus deudos, parciales y allegados, tenía una singular atracción. Era maestra en dominar, y nadie la igualó en el arte de hablar el lenguaje que mejor cuadraba a cada oreja”.

Mientras ponderaba yo las aptitudes y versatilidad de la Del Río para este papel, sobre todo por el falso misticismo que la emparenta con La Regenta, recordé la propuesta samaritana del padre Ángel, para leer y “garrapatear” algo en ocasión de aquel concurso literario sobre don Benito. Sentí de nuevo el resabio adolescente por no haber escrito nada entonces; me alivió empero entender que aquella invitación, si bien desaprovechada, me había conducido a otros episodios galdosianos.


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