Retratos, hitos y bastidores
Entre Alfonso Ribera y Mario Briceño Iragorry
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“Este mi retablo novelado presenta, junto con los títeres de mi invención, actores de carne y hueso. Personas con toda la barba alternado con fantoches libremente imaginados, para cuyo aparejo, sin embargo, he tomado ora la americana, ora la corbata, ora el sombrero, ora los espejuelos, ora el bigote de distintos individuos, sin que falte en el abigarrado atuendo de los fantoches, alguna prenda de mi percha personal”.
Mario Briceño Iragorry, “Advertencia” a Los Riberas (1957)
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El retrato de 1927, tomado por Baralt & Compañía y perteneciente al Archivo Fotografía Urbana, muestra al joven Mario, en pose y atuendo presumidos. Sentado en el sofá de madera con respaldo de barrotes, vistiendo traje claro con zapatos a dos tonos, el sombrero panamá y el bastón terciado completan el arreglo del dandi tropical. Las cejas tan espesas como características hacen juego con el manubrio del bigote corto y tupido, al estilo de Chaplin y otros actores del cine mudo.
Nacido en Trujillo en 1897 y venido a Caracas en 1912, Mario Briceño Iragorry regresó seis años más tarde a Mérida, donde estudió derecho en la Universidad de Los Andes; fue allí compañero de Mariano Picón Salas, amigo sempiterno, con una de cuyas primas casara. Al volver a la capital al año siguiente, laboró en la Dirección de Política Internacional del Ministerio de Relaciones Exteriores, compartiendo con Lisandro Alvarado y José Antonio Ramos Sucre. Habiendo enseñado en el liceo Andrés Bello, del cual llegó a ser director, se desempeñó como cónsul en Nueva Orleans, para después recibirse de doctor en Ciencias Políticas en la Universidad Central de Venezuela. Tras asumir la secretaría del estado Trujillo a finales del gomecismo, con la renovación democrática continuó su carrera pública, especialmente durante la presidencia de Medina Angarita, a quien conociera en la Academia Militar. Punto culminante fue su triunfo como constituyente en las elecciones de 1952, hurtadas por el régimen militar. Entonces Briceño Iragorry, “revestido de la más alta dignidad, salió al exilio, en España, hasta donde llegó la mano vesánica y corrupta del dictador”, recordó Alexis Márquez Rodríguez en una reseña publicada en el centenario del nacimiento del trujillano. Fallecido pocos meses después de regresar a Venezuela, al caer Pérez Jiménez, su producción recorrió principalmente la crónica, la historia y el ensayo, desde los primeros Tapices de historia patria (1934) hasta Mensaje sin destino (1951), por mencionar algunos de las obras más conocidas.
Tomado al iniciarse su carrera formidable, ese retrato caballeril del Briceño Iragorry joven me hace pensar en el protagonista de su novela Los Riberas, publicada en 1957, y escrita durante el exilio. A través de Alfonso –temprano alter ego de Mario, no obstante ser el protagonista un hombre de negocios– narra Briceño la saga de una familia andina migrada a Caracas a lo largo de la era gomecista, siendo el primogénito el último en dejar el terruño. Tras un largo viaje fluvial y marítimo a través del país que no estaba todavía articulado por las carreteras del Benemérito –travesía rapsódica y reveladora, pero incontable aquí– los desencuentros y concesiones de Alfonso y su progenie en esa capital que mudaba de piel permiten al novelista vocear las tesis del ensayista. Y tratando de escuchar estas, sigamos entonces trechos del viaje existencial y del avecindamiento capitalino de Alfonso en Los Riberas, que como señaló Burelli Rivas al prologar la novela, es una “síntesis de la vasta obra literaria de don Mario”.
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En una de esas madrugadas de Mérida, «olorosas a vida, a hierba, a alegría, a esperanza», Alfonso Ribera dejó sin muchas ganas su ciudad natal para dirigirse a la Caracas de 1918. Aquí su próspera familia le requería tras medrar desde hacía tiempo en la corte del Benemérito, cuyos miembros comenzaban a beneficiarse del pingüe negocio petrolero. Mientras veía pasar la sombra de las beatas mañaneras, apurándose a misa en medio de la tupida neblina que cubría la plaza de Milla, Alfonso aseguró al compadre Trejo, quien había madrugado para despedirlo, que lo de Caracas sería «una simple pasantía». Además de disipar las dudas del compadre, quien había visto partir ya varios amigos que nunca regresaron al terruño, quería con ello Alfonso acaso aplacar sus propios temores, al abandonar su comercio, sus tías y su novia provinciana.
Sin llegar Mérida a los siete mil habitantes, según el censo de 1926, la rémora provinciana retardaba la penetración de las modas caraqueñas entre el señorío terrateniente, tal como ocurría con muchas capitales regionales. Aun cuando los automóviles comenzaban a circular por las calles de la ciudad, «los señores porfiaban en lucir finas y hermosas caballerías, como hoy los ‘nuevos ricos’ se esmeran en poseer los más caprichosos modelos de automóvil», recordó don Mario al inicio de la novela. Como voceando el esnobismo fustigado en Mensaje sin destino, asoma aquí la comparación crítica –advertida por Laura Febres en La historia en Mario Briceño Iragorry (2001)– entre el tiempo novelado y escritural de las dictaduras de Gómez y Pérez Jiménez.
Por contraste con las pizpiretas caraqueñas que conocería Alfonso en el hipódromo de El Paraíso y en los salones de La India y La Francia, todavía «las muchachas de Mérida alardeaban de no usar colores de artificio». A la «Mérida solemne y timorata» de la segunda década del siglo no habían llegado aún el foxtrot y el one step, que irrumpían ya en los clubes y salas de baile de los Años Locos caraqueños. «En su lugar, algún caballero de finales del Ochocientos pedía con voz solemne una mazurca o una contradanza», observó Alfonso todavía en la fiesta dominguera ofrecida para despedirlo en una de las fincas cercanas a la ciudad.
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Por contraste con aquella Mérida antañona, al arribar finalmente a la casa familiar en el centro caraqueño, resintió Alfonso el cambio en algunos miembros de su familia. Tras ocho años de vida en la capital, sus hermanos menores habían adoptado muchos de los modismos y novelerías de la «buena sociedad». Particularmente Adelaida, quien vivía «exagerando la modernidad», usando palabras francesas, copiando «el buen estilo de la capital» y las «costumbres de la gente chic», pidió pronto al hermano mayor que dejara de parecer tan andino y se civilizara a la manera caraqueña. Durante sus primeras pascuas fuera de Mérida, Alfonso se sorprendió de la sustitución del pesebre por el arbolito de Navidad, según la moda recién llegada de Estados Unidos; en la nochebuena, la mesa de doña Teresa exhibía exquisita mantelería y cristalería importadas de París; las hallacas andinas habían sido desplazadas por las caraqueñas, mientras el gramófono tocaba canciones en inglés.
Aunque criticando esas novelerías entre afrancesadas y gringas de su familia, hecha ya a las modas de la Caracas que salía de la Bella Época y entraba en los Años Locos, el provincianismo de Alfonso no le impidió reconocer la variedad y distinción de algunos rendez-vous adonde fue llevado por sus hermanos. La retreta dominical de la plaza Bolívar, «sala común de la gran familia venezolana»; el salón de La India, donde la discreta consumición de las damas atestiguaba «el recato y la sencillez que fueron ornamento de la mujer antigua»; y el elegante suburbio de El Paraíso, donde Alfonso pudo confirmar que “Caracas era aún una ciudad romántica, enmarcada en las normas del señorío antiguo, y salpicada por las rientes burbujas de gracia y de buen tono aprendido por los señores y las damas en el gran París de principios de siglo”.
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El itinerario residencial del propio Alfonso Ribera a través de esa Caracas expansiva que se tornaba petrolera, completa el viaje cultural e ideológico iniciado por el personaje de Briceño Iragorry en la Mérida agraria. A una quinta del este se mudaría Alfonso cuando su joven familia comenzó a ampliarse, después de haber casado con Soledad Solórzano, descendiente de los mantuanos capitalinos venidos a menos. Permaneciendo poco tiempo en la gran casa montada en 1922 en Altagracia, tras titubear entre el Country Club y La Florida, Alfonso, habiendo ya prosperado en la capital a la sombra del padre, decidió construir en la elegante Campo Alegre. Su hermana Adelaida no le siguió por vivir ya en Estados Unidos, tras haber casado con un americano; la otrora flapper había ingresado al mundo del progreso petrolero, realizando así “el ideal de las nuevas aspiraciones nacionales», añade Briceño en una crítica que bien podría estar en Introducción y defensa de nuestra historia (1952).
No obstante vivir en Campo Alegre, el joven matrimonio Ribera Solórzano se consideraba parte de la burguesía «pitiyanqui» del Country Club, nos dice el novelista, usando el mismo término de sus ensayos. Sin embargo, como hizo notar Elvira Macht de Vera en El humanismo trascendente de Mario Briceño Iragorry (1979), ese adjetivo no connota en don Mario una animadversión hacia lo norteamericano, sino una denuncia de la actitud dependiente y antinacional de la burguesía petrolera. En este sentido, el “retablo novelado” de Los Riberas –como lo llamó el mismo autor en la “advertencia” reproducida en el epígrafe– se emparenta con el de José Rafael Pocaterra en La casa de los Ábila (1921-22), donde esa burguesía extranjerizada del gomecismo es también recreada en clave familiar.
La vida social del club giraba en torno al “suntuoso edificio” frecuentado por Alfonso desde que reemplazara su afición merideña por los caballos con el golf; este era “ejercicio más cómodo, que, a la vez, agregaba distinción a la persona. El golf era una verdadera señal de señorío y de buen gusto”, añade con algo de ironía el autor de Los Riberas. Y bien pudiera encontrarse el protagonista de la novela entre los jugadores en los campos del Country Club, con el bastidor del Ávila y la casona solariega, en las imágenes de 1955 del Archivo Fotografía Urbana.
Al igual que el resto de la “gente bien” de la capital petrolera, el joven matrimonio seguiría acudiendo al edificio diseñado en el estilo de las misiones californianas, de “un colonial pasado por el tamiz de Norteamérica”, donde latía el “corazón social” de Caracas, que ya latía en inglés. Porque tal como notara el propio Alfonso al recordar su llegada de Mérida, había durado
“…hasta la fecha reciente el barniz parisiense por donde ganaba distinción la sociedad hispanoamericana segregada de la metrópoli peninsular. Merci bien, beacoup de plaisir, comme il faut, pardon, très bien, fueron expresiones incrustadas hasta ayer en el vocabulario de la gente de postín. Ahora se dice thank you, all right, okey, good by, excuse me, no mention. Estas palabras son verdaderos signos en el tiempo”.
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Allende la extranjerización y el consumismo de la élite venezolana, tema recurrente de la ensayística de Briceño Iragorry, la profesionalización de la sociedad y la renovación urbana asoman como otras grandes cuestiones en Los Riberas, que deviene una suerte de saga nacional. Legada por la entusiasta visión burguesa del abuelo gomecista, la euforia constructiva de aquellos años de bonanza petrolera es secundada por algunos de los miembros de la familia Ribera Solórzano. «‘Caracas está por hacerse’, decía Alfonso Ignacio con una fe profunda en el futuro de las grandes obras que transformarían el rostro de la ciudad», recrea el novelista en uno de los tantos almuerzos dominicales de la familia en su moderna quinta de Campo Alegre.
Sin embargo, por boca de otros de sus personajes, don Mario voceó sus propias reservas ante la factibilidad de que esa renovación constructiva bastara para la renovación intelectual y social del país, urbanizado a empujones por la nueva riqueza. Ya el doctor Hermógenes Urdaneta hubo de contraponer al progresismo gomecista del viejo Ribera, su propio recelo sobre el afán constructivo con que se quería hacer uso principal del dinero petrolero: «Yo creo que las naciones se hacen sobre el valor humano de la población y no sobre el mérito de unos edificios de ladrillo», añadió el amigo de la familia a propósito de la construcción de El Silencio.
Otros personajes de la saga repetirían esos recelos, haciéndose eco de las advertencias de don Mario ante los espejismos del oro negro. De nada servirían las prioridades tecnocráticas y modernizadoras de este tipo de obras, sin una «atención integral al hombre», tal como manifestara, también a propósito de El Silencio, el hijo de Alfonso Ribera. La visión humanística y socialista del joven médico termina acercándose a la de Briceño Iragorry en la parte final de Los Riberas, centrada en las reformas de la era democrática. En esas tertulias dominicales que tenían lugar en la quinta Solitere, bien cuestionaba Vicente Alejo en los días de la famosa renovación urbana:
«¿Qué significaría para el porvenir del país la destrucción de unas casas feas y ruinosas, destinadas a mercado del vicio, si luego se construyen palacios, quintas, hoteles, apartamentos, donde la prostitución moral de hombres pueda tener sitios espléndidos? Nuestro progreso de pueblo no es labor de obras públicas. Nuestro progreso de nación reclama primeramente la atención integral del hombre: pan, jabón y luces; agricultura, sanidad y educación son nuestras primeras necesidades y, aunque pocos se esfuercen por la justicia, yo, médico, he de proclamar una vez más lo que siempre decía el abuelo Alejo: ‘Venezuela está urgida de jueces'».
Suenan como palabras de Briceño Iragorry, por boca de Vicente Alejo, quien busca redimir, como ha señalado Laura Febres, muchos de los errores del padre. Desdoblado así el autor en varios personajes, puede decirse que, al final de la novela, ya no semeja don Mario al Alfonso migrado de Mérida, como al inicio. Y hablando de apariencia, no olvidemos que este Briceño Iragorry maduro que escribía Los Riberas, calado con boina y gafas redondas, distaba del dandi con bigote y sombrero, posante en el retrato de 1927, conservado en el Archivo Fotografía Urbana.
Arturo Almandoz Marte
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