Retratos, hitos y bastidores

En las tiendas por departamentos

Santa Capilla, Avenida Urdaneta, Caracas, Venezuela, 1960: Tarjeta Postal ©Archivo Fotografía Urbana.

02/09/2021

“Carrie pasó por los concurridos corredores, muy afectada por los extraordinarios despliegues de baratijas, artículos de vestir, papelería y joyería. Cada mostrador era lugar de interés y atracción deslumbrantes. No pudo evitar sentir sobre ella el reclamo personal de cada baratija y objeto de valor, pero no se detuvo”.

Theodore Dreiser, Sister Carrie (1900), III

 

 

1. A diferencia de mis hermanos mayores, quienes solían visitarlas con parientes y amigos que tenían carro, no conservo yo memoria de las tiendas por departamentos caraqueñas en los años sesenta. Apenas recuerdo vagamente haber pasado por Sears y haber visitado VAM. Buscando con mamá algún utensilio de cocina o prenda de vestir, solo una vez entré en esta última, repleta de mercancía en aquella avenida Andrés Bello que de niño me parecía tan moderna. Allende el mercado de Guaicaipuro, cuya cornucopia en bajorrelieve simbolizaba la abundancia de sus tarantines, los edificios con murales de mosaicos y pórticos de vidrio, en la avenida construida por Pérez Jiménez, delimitaban el extremo este de mis andanzas con mamá, partiendo de nuestra casa en San Bernardino.

En dirección oeste, era el centro caraqueño adonde, como en un côté proustiano, íbamos en los autobuses verdiblancos que pasaban por la calle Cristóbal Rojas. Bajándonos en alguna de las paradas a lo largo de la avenida Urdaneta, entre las esquinas céntricas que mamá conocía como baquiana, recorríamos entonces las tiendas y los almacenes trajinados por ella desde sus tiempos de señorita, donde me acostumbró a sentirme cómodo.

Mi hermana Corina, en cambio, era invitada por tía Maruja, al menos una vez al mes, al Sears de Bello Monte. Alumna y profesora salían, en el receso de mediodía, del colegio La Consolación en Las Palmas, donde la tía enseñaba inglés e historia del arte. Americanizada desde sus meses en Texas a mediados de la década de 1950, cuando perfeccionara el inglés con beca otorgada por la Creole, gustaba la solterona de curucutear novedades llegadas a la sucursal caraqueña, provenientes de la casa matriz de Chicago. Bien podían ser los últimos electrodomésticos de Oster, o las cocinas eléctricas Kenmore, fabricadas en el emporio fundado por los señores Sears y Roebuck.

Como un personaje de Sister Carrie de Dreiser, de esas excursiones regresaba Corina presumiendo de los almuerzos obsequiados por tía Maruja. Se me hacía agua la boca oyendo sobre hamburguesas y perros calientes con todo tipo de salsas, sobre la leche malteada y el cheesecake, que no sabía yo cómo deletrear. Nosotros disfrutábamos a veces de ese menú en la cafetería del Cada de San Bernardino, o incluso en Crema Paraíso, pocas calles más abajo de nuestra casa. Pero no era lo mismo comerlo en aquellas instalaciones futuristas de Bello Monte, rodeadas por el parking inmenso, donde tía Maruja estacionaba su rutilante Mercedes gris, con tapicería roja capitoné.

“Ya visitarás tiendas por departamentos cuando viajes”, replicó mamá una vez que resentí no ser incluido en aquellas excursiones a Sears. Si mal no recuerdo, fue  una tarde que entrábamos al Bazar Caracas. Al igual que en otras tiendas del centro, allí hacía mamá malabarismos con su presupuesto siempre corto, consiguiendo empero todos los enseres para nuestra casa en San Bernardino.

Sears, Caracas, circa 1970: Tito Caula ©Archivo Fotografía Urbana.

2. Cumpliendo el pronóstico de mamá, comencé a disfrutar de tiendas por departamentos en mi primera visita a Miami, en los años de la Venezuela saudita. Más que la ropa o los regalos comprados en Burdines y Jordan Marsh, al graduarme de bachiller en 1977, gusté de encontrarme con aquellos letreros que de niño veía yo estampados en las bolsas coloridas, donde tía Carmelina nos traía regalos, tras vacacionar en su town house de Florida. La tersura y el olor de las franelas Hang Ten y los bluyines Levi’s, de las medias a rayas y los pulóveres con rombos, exhibiendo todavía sus envoltorios y etiquetas, habían sido mi primer contacto con aquellas marcas americanas. Tachonaban estas ahora mi recorrido a lo largo de los luengos departamentos y las estanterías repletas, si bien mucha de esa mercancía fuera de hecho fabricada en Hong Kong o Taiwán.

También recordé en Jordan Marsh un desfile de modas presenciado por Corina en su primer viaje al exterior, al cerrar la década de 1960, cuando acompañara a mi abuela Carmen a conocer la casa de los tíos en North Miami Beach. Mientras almorzaban con estos en el restaurante de la tienda – según Corina nos contara en Maiquetía, casi bajando del avión de Pan Am – las modelos desfilaban trajes con sombreros y guantes, portando un número en la mano. Era como en las colecciones de Balenciaga y Dior que veíamos juntos en las revistas de la abuela, en su cuarto de costura en San Bernardino, las cuales hojeaban las clientas al traer los cortes de tela o probarse los encargos. Invitado por los tíos al mismo restaurante en aquel viaje del 77, tuve la ilusión pueril de presenciar algún evento parecido. Pero era ya improbable en el desaliño venido con los hippies, la liberación femenina y la derrota en Vietnam.

3. Más cerca de los desfiles de moda estuve al visitar Lord & Taylor y Saks Fifth Avenue, en un viaje a Nueva York con mamá y tía Maruja, en septiembre de 1982. Deslumbrada como estaba con la única gran urbe que conoció, mamá había querido comprar algo de ropa desde que ingresáramos al Macy’s de Broadway, en nuestro primer día. Sin embargo, conocedora desde su temporada tejana de las diferencias entre los grandes almacenes, entre los que Macy’s era ya algo downnmarket, tía Maruja advirtió a mamá que esperara a visitar las tiendas de la Quinta Avenida. Por mi parte, con criterio más literario que comercial, sugerí a priori decantarnos por Lord & Taylor, nombre deslizado por Elisa Lerner en sus crónicas de Yo amo a Columbo (1979), las cuales había leído con ocasión de nuestro viaje.

Saks ganó la partida. Quedamos deslumbrados los tres al llegar al edificio neo-renacentista de Starrett y Van Vleck, con sus catorce pabellones estadounidenses ondeando sobre la mezzanine, como lo hacen desde que las flappers comenzaran a visitar la tienda en los roaring twenties. Maruja, como ya me atrevía yo a llamarla con  mi recién estrenado título universitario, terminó comprando sus sempiternos pantalones con pinzas, para combinar con blusas muy “a lo Katharine Hepburn”. Así llamaba ella, con dejos de humor, aquel estilo de empleada profesional de posguerra, el cual nunca abandonó. Algo más moderna y menos estereotipada, mamá optó por un vestido blanco entallado con una casaca muy ligera en verde agua. En algo me recordó el conjunto exhibido por Angie Dickinson en Vestida para matar, mientras recorre las salas del Moma en aquel mediodía dominical que sería su último.

Presentía yo que mamá no podría, como de hecho ocurrió, llevar las dos piezas juntas en Caracas, con esos calorones nuestros que nunca refrescan como las brisas neoyorquinas. Pero no quise arruinar su ilusión con el vestido “a lo Dickinson”, como desde ese día quedó bautizado. Hablamos entonces un poco del clásico de Brian De Palma, mientras almorzábamos en la cafetería de Lord & Taylor. Al igual que la de Sears en Bello Monte (que realmente no sé si existió), ofrecía hamburguesas y perros calientes con leches malteadas y tortas de queso. Sin embargo, como para desmarcarme de los fabulados almuerzos de Corina con tía Maruja, elegí un sándwich de atún con Coca Cola helada.

4. Solo y desprovisto de remembranzas familiares, remplazadas por las urbanas y literarias, comencé a adentrarme en tiendas por departamentos en mis viajes europeos. En visitas a París desde 1988, la emoción de encontrarme en escenarios novelados por Zola, en medio de los bulevares del barón de Haussmann, guio mis flâneries a través de La Samaritaine y Printemps, de Galeries Lafayette y Le Bon Marché. A pesar de su decadencia para entonces, en esta última compré algunos regalos en mi segunda estadía del 91. Sonreí al recordar que el magasin parisino ofrecía, en las páginas de moda de El Cojo Ilustrado, enviar catálogos a domicilio a las lectoras caraqueñas.

Pero por no haber vivido yo en Francia, nunca llegué a familiarizarme con la dinámica y diversidad de sus grandes almacenes, a diferencia de lo que me ocurrió estudiando en España, a finales de los ochenta. En aquel país pujante desde su ingreso, al promediar la década, a la entonces Comunidad Económica Europea; con indicadores que lo afianzaban cada día en el desarrollo, según reportaban los telediarios, las seductoras publicidades de El Corte Inglés eran como manifiestos de esa bonanza. En la legendaria rivalidad con Galerías Preciados, que lo había precedido en la calle homónima desde finales del siglo XIX, se notaba ya el predominio del emporio levantado por Ramón Areces tras la Guerra Civil. Recuerdo que, en mis años españoles, contaba con sucursales en las grandes vías y calles mayores de Barcelona, Bilbao, Sevilla y casi todas las capitales provinciales.

Además de la ropa y el menaje, como dicen los españoles, solía yo comprar los víveres en la sucursal al sur de la Gran Vía madrileña. Era muy cerca de la sede original de la sastrería epónima, entre las calles de Preciados, Carmen y Rompelanzas. Los vecinos de Chueca me decían, con razón, que los vegetales y la carne eran mucho más baratos en el mercado público; sin embargo, con algo de novelería, desobedecía yo su consejo casi siempre, hasta que dejé Madrid en el verano del 89. A poco de regresar a la ciudad sacudida por el Caracazo, leí en la prensa sobre la muerte de Areces y su reemplazo por Isidoro Álvarez, antiguo director general del grupo. Y en una carta recibida por aquellos meses, un profesor del instituto donde había estudiado vaticinaba con tino, que en su nueva etapa, El Corte Inglés “engulliría” al archirrival Galerías Preciados. Iniciaría así, según don José Luis, la internacionalización del “emblema comercial de la España europeísta”.

Harrods, 1909: Tarjeta postal cortesía Arturo Almandoz.

5. Traté de aplicar en Londres el consejo que no había seguido en Madrid, a saber: no comprar comida en las tiendas por departamentos. Mi landlord me previno sobre lo mismo tan pronto llegué como inquilino al piso de Brompton Road, justo enfrente de Harrods, uno de los templos del comercialismo victoriano. Fundada en 1849 por Henry Charles Harrods, en el entonces pueblo de Knightsbridge, la tienda albergaba, cuando inicié mi doctorado en 1993, más de doscientos departamentos y cinco mil empleados. Por no tratarse de una cadena, trabajaban casi todos en las instalaciones londinenses. Estampados en la fachada del edificio, así como en los productos fabricados por Harrods, los escudos de la Reina, el príncipe de Gales y el duque de Edimburgo, entre otros miembros de la familia real, recuerdan que la tienda es abastecedora oficial de los Windsor desde hace décadas.

A pesar de sus veleidades upper-class, no gustaba mi casero de comprar mucho en Harrods, por el barullo de turistas para quienes están calculados los precios. Si se trataba de pagar caro, prefería míster Wheeler desplazarse hasta Fortnum & Mason, más aristocrática, según él, por haber sido fundada en el siglo XVIII. Del local de Picadilly traía el té, las mermeladas y los quesos, sobre todo el Stilton azul que tomaba con el Bloody Mary al mediodía. Pero en las prisas de las comidas que a veces ofrecía, compraba míster Wheeler en los Food Halls de Harrods exquisiteces para sus invitados. Recuerdo las pencas de arenque o caballa, las lonjas de salmón noruego y las escudillas con paté de hígado, algunas de las cuales conservo como souvenir en mi cocina de Las Palmas.

Apegado al consejo que me diera el casero, recordado por mi presupuesto de becario de Fundayacucho, prefería yo deambular por Harrods en los feriados bancarios, cuando disminuía el tropel turístico. Recorría entonces departamentos poco concurridos, como los de cristalería y vajillas, presididos por el escudo de la Reina madre. Contemplaba entonces, sin tocar jamás, las copas de Lalique y los vasos de Orrefors, los floreros de Sèvres y las ánforas de Westwood. Y me preguntaba cuáles serían las marcas y los diseños preferidos por la anciana que todavía regentaba Clarence House.

Si se trataba de comprar enseres o ropa, me desplazaba, siguiendo también consejos de míster Wheeler desde mi llegada, al Peter Jones de Sloane Square, al inicio de King’s Road. Era, según mi casero, la más classy de las tiendas por departamento. Al mismo grupo pertenece John Lewis, en Oxford Street, adonde iba sin decirle nada, porque detestaba el squire esa calle de “gente horrenda y vulgar”. Pero una vez allí se desplegaba, por supuesto, toda la variedad de almacenes londinenses, de Selfridges y Debenhams a Marks & Spencer. Me facilitaba en mucho conseguir regalos en vísperas de mis viajes a Caracas. Y en lo que más me regodeaba era en elegir la ropa que tanta ilusión hacía a mamá. Ya no se trataba, por supuesto, de entallados vestidos “a lo Dickinson”, sino de holgadas batas de diario, para su vejez casera y achacosa.

6. Fue después de fallecer mamá en 2006 cuando comencé, en mis frecuentes viajes a Santiago de Chile, a visitar Falabella, una de las pocas tiendas por departamentos que he recorrido en Latinoamérica. Generalmente voy al local de la calle Providencia, donde en cada viaje puedo apreciar el mayor y mejor surtido, que sin parangonarse con los de las tiendas europeas y norteamericanas, dan fe del milagro chileno. En mucho me recuerda este a la España de los ochenta, incluso por la rivalidad de Falabella con los almacenes París, aunque sospecho que ninguno de los dos llegará a superar la hazaña de El Corte Inglés.

Los controles de cambio y la devaluación del bolívar casi me privaron, como a los venezolanos todos, del placer de comprar en las tiendas por departamentos del exterior. Con respecto a las nacionales, las cuales casi nunca visito, han estado mermadas por los controles de precios y el desabastecimiento cíclico. Ocasionalmente he entrado al Beco de Chacaíto, que es como un enclave de orden y esfuerzo, en medio de las carestías venezolanas. Me resulta reminiscente del VAM de otrora. La última vez que estuve, compré algunos enseres para mi apartamento. Me atendió una muchacha diligente y vivaz que me hizo pensar en Sister Carrie, quien también se inició joven como dependienta en los almacenes de Chicago. Al pasar por la cafetería, sonreí evocando los supuestos almuerzos de Corina con tía Maruja en el Sears de Bello Monte. Según mi hermana confesara años más tarde, eran cobas suyas para presumir en casa.


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