En ‘Había una vez… en Hollywood’, Tarantino reimagina nuestro pasado

09/08/2019

La película protagonizada por Brad Pitt y Leonardo DiCaprio enmarca el caos vivido en Los Ángeles de 1969 con la amistad entre dos entretenidos personajes de la industria.

Leonardo DiCaprio y Brad Pitt en una escena de la película. Crédito: Andrew Cooper/Sony Pictures

Hay mucho de Había una vez… en Hollywood que te encantará y mucho más que es disfrutable. La pantalla está atestada con muestras de las pasiones ya conocidas de Quentin Tarantino: el cine y los programas de televisión de las décadas justo después de la Segunda Guerra Mundial; la arquitectura vernácula, los anuncios comerciales y los restaurantes famosos de Los Ángeles; los pies de las mujeres y los mentones de los hombres; la ropa, los cigarrillos y los autos de época. Pero el ambiente en esta película, su noveno largometraje, es en gran medida uno de afecto en vez de uno de obsesión.

No se confundan: Tarantino todavía hace un cine a partir de la saturación, uno que exige la atención total del público con el bombardeo de alusiones, bromas visuales, momentos de elocuencia soez, toques de belleza momentánea y montones de gore. Pero Había una vez…, cuyo título nos recuerda a los cuentos de hadas y también las obras maestras de Sergio Leone, es por mucho la película más relajada de Tarantino; lo es gracias a una estructura dispersa y deambulante, así como al ritmo tan llevadero de las escenas.

Sí, hay problemas que se avistan en el horizonte y en el último acto hay caos, pero este filme es en esencia uno de “sentir que estás ahí”, un wéstern sobre los malos que se avecinan cuyo ritmo se asemeja más al de esperar mientras llegan de Río Bravo que a la urgencia de A la hora señalada (High Noon). Más que otra cosa, es una película sobre la amistad de dos trabajadores de la industria del entretenimiento mientras hacen sus labores y apariciones sociales en un par de días soleados de 1969.

La amistad entre Rick Dalton (Leonardo DiCaprio) y Cliff Booth (Brad Pitt) es la fundación y la clave para Tarantino. Es el centro alrededor del cual giran las cosas, del que surge el significado; es la principal razón por la cual Había una vez… es más que una manera de revisitar la época por medio de datos curiosos y de cultura general sobre cómo era.

Rick y Cliff son un invento, a diferencia de muchas de las personas con las que comparten escena; esos personajes incluyen a la actriz Sharon Tate (Margot Robbie), al actor Steve McQueen (Damian Lewis) y al maestro de artes marciales y actor Bruce Lee (Mike Moh). Rick es un actor que empieza a decaer después de una carrera moderadamente exitosa. Protagonizó varios wésterns y películas de acción, así como una serie de televisión; ahora solo lo contratan como el villano de un episodio en los programas protagonizados por otros. (Tarantino incluye un compendio de escenas que realmente le dan vida a la filmografía falsa de Rick). Todavía no es una sombra de lo que fue, pero empieza a ensombrecerse lo que era y podría haber sido.

Cliff es su doble de acción, pero su papel ha cambiado conforme se han alterado los roles de Rick. Sus labores ahora incluyen ser quien conduce a Rick (cuya licencia de manejo fue suspendida) desde y hacia audiciones y platós, así como hacer trabajos de mantenimiento en la casa del actor y el estar disponible cuando se requiera como compañía para escuchar y beber. Cliff no es propiamente un compinche —es Brad Pitt, por favor— y tampoco es un sirviente, aunque Rick le paga por hacerle compañía. Cliff es la personificación del acuerdo de caballeros, el milusos, el escudero. “Más que un hermano, pero menos que una esposa”, es como lo describen en la película.

La relación entre Rick y Cliff no está definida por el dinero o el sexo, sino por una diferencia en categoría que ambas partes aceptan sin queja ni comentario. La inequidad entre los dos hombres —Rick vive en una hacienda en las montañas, Cliff tiene un vehículo de remolque en el valle— es lo que le da dignidad a su vínculo, tal como sus temperamentos contrastantes lo sostienen.

Rick es un fumador empedernido y un bebedor descuidado cuyas emociones están a flor de piel. Llora varias veces por el estado de su carrera, tiene una rabieta épica en el camerino de un set después de meter la pata durante un rodaje y se le salen las lágrimas cuando ve sus propias actuaciones. Cliff es distinto; taciturno, austero, discreto, alguien a quien es difícil hacer enojar aunque es muy capaz de ser violento. Algunos lo llaman asesino; él a momentos sugiere que tiene un pasado criminal. Mejor ni preguntarle. Además de Rick, su principal vínculo afectivo es con su perro, Brandy, con una lealtad que es reflejo de la de Cliff con Rick. (Y la emotividad exuberante de la actuación de DiCaprio complementa a la perfección el minimalismo actoral de Pitt. Ambos hacen un trabajo espléndido).

No son precisamente Don Quijote y Sancho Panza, pero su amistad queda enmarcada en un orden social fundamentalmente aristocrático. La autora Joan Didion, en un ensayo publicado por primera vez en 1973, describió esa era de Hollywood como la “última sociedad estable en existencia”; el filme de Tarantino lo confirma. La vida no es perfecta, pero tiene coherencia: la gente sabe cuál es su lugar, respeta las reglas y jerarquías. Los vecinos de Rick son Sharon Tate y su marido, el director Roman Polanski (interpretado por Rafal Zawierucha). Ellos viven en una parte más alta del barranco angelino (con todo y una amplia cochera detrás de una reja) y también en una parte más alta de la pirámide de estatus hollywoodense. Tate y Polanski no son vistos con envidia o resentimiento, sino con asombro.

Margot Robbie interpreta a la actriz Sharon Tate. Crédito: Andrew Cooper/Sony Pictures

Muchas veces se describe la manera en la que Tarantino plasma el pasado fílmico como nostálgico. Suele ser visto por sus críticos y sus admiradores como un nerd del cine, un cinéfilo fanático que tiene un manejo enciclopédico de estilos y géneros arcaicos. Hay verdad en eso. Pero Había una vez… demuestra que el director merece ser etiquetado de manera tal vez más polémica.

El cineasta John Ford, uno de los grandes conservadores cinemáticos de Hollywood, terminó una de sus mejores películas con la exhortación: “Cuando la leyenda se convierte en hecho, imprime la leyenda”. Tarantino lo que hace en respuesta es grabar en celuloide el cuento de hadas.

Porque al lado del caballero y de su escudero está la princesa, Tate, quien vive en algo muy parecido a un castillo y que está casada con un hombre que se parece algo a una rana. A Tarantino nunca le han interesado mucho el sexo ni el romance —al centro de sus historias están la violencia y la venganza—, pero tiene un involucramiento emocional para temas como el matrimonio y las mujeres como esposas.

Sharon —que aparece descalza, embarazada o en ambas situaciones en casi todas sus escenas— no es un símbolo de la inocencia o del glamur tanto como un emblema de la normalidad. La mejor parte de la película es la que sigue a ella, a Cliff y a Rick durante un solo día en sus rutinas separadas.

En el mundo real, seis meses después de ese día imaginario y tan ordinario, Tate fue asesinada en su hogar en la avenida Cielo Drive, junto con cuatro amigas. Los asesinos vivían en el rancho Spahn y eran discípulos del músico fallido llamado Charles Manson.

Eso no arruina ni remotamente la trama, por cierto. Si no sabes sobre la familia Manson o si tus recuerdos sobre sus crímenes ya quedaron difuminados, puede que no sientas el constante golpe de un mal augurio que es clave para esta pieza de revisionismo histórico de Tarantino. Didion escribió en El álbum blanco: “Mucha gente que conozco en Los Ángeles cree que los sesenta terminaron de golpe el 9 de agosto de 1969, en el momento exacto en que la noticia de los asesinatos de Cielo Drive se propagó como incendio por la comunidad”. Pero ¿y si los años sesenta realmente nunca terminaron? O, más bien, ¿qué tal si los años sesenta, tal y como nos ha hecho pensar y recordar esos años un hábito de consumir cultura pop, nunca sucedieron?

En el fondo de la pantalla se escuchan las luchas políticas de la década, por medio de momentos de estática en alguna radio, mencionados junto con los reportes de clima y tráfico. Y la música que se oye no es la banda sonora de la rebelión, sino una antología placentera. Es una celebración para nada irónica de Tarantino por la cultura predominante de la época que funge como un argumento en contra de la misma idea de la contracultura atribuida a esa era. Los jipis no son los geniales; los geniales son los caballeros clásicos como Rick Dalton y Cliff Booth.

El espectador no tiene que estar de acuerdo; creo que yo no estoy de acuerdo. Pero tampoco me molesta. Porque habrá espectadores que objeten por preferencias políticas a las golpizas metafóricas y reales de los jipis, y habrá los que lo disfruten como un puño contra el ojo de las sensibilidades de nuestros días. También habrá los que crean que no hay comentario político alguno.

Y mi respuesta es: vaya, es un wéstern. La política es parte del ADN del género y Tarantino conoce esos genes mejor que nadie. Como otros clásicos, Había una vez… no va a desaparecer pronto. Será fuente de debates y de deleites durante todo el tiempo en el que nos sigan importando las películas. Y este filme quiere que nos importen.

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A. O. Scott es codirector de la crítica de cine de The New York Times y es autor de Better Living through Criticism. Síguelo en @aoscott.

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Este texto fue publicado originalmente en The New York Times en español.


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