90 AÑOS DE JACOBO BORGES

En búsqueda del paraíso perdido y otros temas

Espejo de agua.1986. Jacobo Borges

28/11/2021

El maestro Jacobo Borges arriba a los noventa años. Para celebrar su vida y su obra, Prodavinci estará realizando una serie de entregas que testimonian los pasos del gran artista y su aporte a nuestra historia ciudadana. Acá el escrito de la afamada crítica e historiadora de arte Dore Ashton, aparecido en 1990.

Cuando pienso en Borges, a quien he conocido durante muchos años, pienso en su constante espíritu inquisitivo y la energía de este espíritu inquisitivo. Borges va a todas partes; si no lo hace en persona -una persona tensa, diminuta, rápida- lo hace entonces con su prodigiosa imaginación. Con él viajan innumerables historias imaginarias: todos los hechos históricos, las imágenes pictóricas, las frases poéticas que él ha acumulado en su vida de indagaciones. Sus impulsos diversos surgen súbitamente, consumen todas las energías durante un tiempo y se apaciguan, pero siempre se relacionan verdaderamente con el lugar donde ha estado, con lo que ha hecho, con quienes ha conocido y con lo que ha leído. Aquello que fluye a través de toda su obra -lo que, efectivamente, hace una obra- es el candor con el que recrea una experiencia vivida. Las ficciones pictóricas de Borges, así como las verdaderas ficciones literarias, emanan de una persona que se ha sometido a los caprichos de la vida real y que ha aprendido de ellos.

Enfatizo la receptividad de Borges hacia el mundo a fin de contrarrestar la tendencia a considerarlo algo así como un fabulista onírico o un típico realista mágico latinoamericano. Aun en sus pinturas más extravagantes y fantásticas siempre hay una parte de auténtica experiencia que no debe ignorarse. Un motivo colmado de historia simbólica y disponible, en demasía, a vuelos discursivo, tal como el motivo del agua porque estuvo a punto de ahogarse más de una vez. Ya comenzado ese proceso, no existían límites a las asociaciones de las que podía nutrirse, a partir de su cultura personal.

Al mismo tiempo, empezó a adquirir su cultura personal en Caracas, su ciudad natal. Esa circunstancia no basta, sin embargo, para garantizar encasillarlo con los así llamados realistas mágicos que son multitud en la América Latina. Lo que es necesario que recordemos es que las características de sus experiencias personales (como por ejemplo, haber tenido compañeros de niñez que fueron torturados por las dictaduras militares) y las fuentes de su cultura son diferentes de las de un pintor en Nueva York o en Paris. Y, por supuesto, se expresan de distintas maneras.

Más que apelar a los terribles e inexorables vientos que traen una y otra vez el tema de la identidad latinoamericana, debemos observar bien las obras que inevitablemente la revelan. Cuando Borges era estudiante, tuvo la buena fortuna de ser aceptado en el círculo de ansiosos jóvenes que rodeaban al escritor cubano exiliado Alejo Carpentier. Era, ante todo, un notable novelista pero también un profundo crítico cultural muy instruido. Ayudaba a los jóvenes a ver, con mayor claridad, sus tribulaciones -como exhabitantes de colonias y provincianos- en un mundo artístico moderno. El nivel de las disquisiciones no descendía al nacionalismo constrictivo y, sin embargo, Carpentier guiaba a sus discípulos a considerar lo que él simplemente denominaba lo que es nuestro. 

Creo que Borges quedó profundamente impresionado. Si él pasó de la consideración de aquello que era específico a América Latina en su propia experiencia (como golpes de estado y tumultos políticos) a aquello que era específico a la condición humana, o más bien, a sí mismo, nunca olvidó las lecciones de su juventud. Indudablemente fue gracias a Carpentier que después de sus años en Paris, inmediatamente posteriores a su graduación en la escuela de arte -años que no satisficieron su necesidad de descubrir sus necesidades- Borges emprendió lo que podríamos llamar, si quisiéramos ser altisonantes, su viaje arquetípico. Huyó del caos seudomodernista de Caracas hacia un lejano pueblo de pescadores donde sólo se podía llegar por agua. Allí intentó absorber los valores que imaginaba eran básicos a su cultura. Pronto descubrió la futilidad de su gesto.

«Emprendí un viaje en busca del paraíso perdido, con la intención de encontrarme con nuestra esencia perdida. Pero el presente, o sea, la intensa vida política (la caída de la dictadura, la victoria de Betancourt, la esperanza revolucionaria) estaba criticando ferozmente lo que yo perseguía…

Regresó a Caracas de su búsqueda de lo primitivo, con la intención de confrontar las realidades de su situación como pintor urbano y, más aún, como pintor urbano latinoamericano, Muchos años más tarde, su amigo, el escritor mejicano Carlos Fuentes astutamente escribió sobre aquello que Borges había emprendido y sobre sus obras subsiguientes: «Nacido, como todos nosotros en América Latina, dentro de la febril obligación de la búsqueda de identidad, Borges nos dice lo que nosotros sabemos pero nos negamos a reconocer. Tenemos una identidad y la hemos encontrado buscándola. Nuestra identidad es nuestra libertad; tenerla es buscarla; creer que la tenemos es perderla…» Borges no era libre cuando abandonó la jungla, pero instigó su propio proceso de autoliberación. Afortunadamente, el proceso nunca se completa.

Esencialmente, es un pintor. Pero debo destacar sus extensas indagaciones, las innumerables sendas que tomó y la forma en que encaró su vida como artista. No solamente se apropió de su ciudad natal como fuente de inspiración, sino que también acometió una aventura que lo alejó de su caballete durante varios años. En el transcurso de una época muy tensa en 1966, cuando los estudiantes se habían rebelado y el gobierno había ocupado la universidad, Borges concibió un evento multimedios que le exigió aprender el arte de director de películas (había tenido, desde su infancia pasión por el cine y aun en la actualidad conserva películas clásicas para reverlas en su hogar en Caracas), del proyeccionista, del técnico, del guionista, del estudioso y, por sobre todas las cosas. del colaborador.

Borges y un numeroso equipo de artistas, escritores, poetas y fotógrafos produjeron un evento, La imagen de Caracas, que recreaba la historia de Venezuela y, para disgusto del gobierno que lo había autorizado, destacaba la injusticia social que contribuía a la difícil vida en su ciudad natal. Esta experiencia de absorción total de la tecnología de la comunicación fue importante en la evolución de Borges. Agudizó su deseo de indagar más profundamente en la naturaleza del pasado, según afecta al presente y le demostró, una vez por todas, que el arte de la pintura tenía posibilidades mucho más complejas.

Poco antes de esta aventura con las comunicaciones públicas, Borges se había embarcado en una aventura completamente diferente. Había lanzado una crítica, inspirada en la política, de la vida contemporánea en Venezuela entre 1963 y 1965, en varias telas muy grandes en las cuales los fantasmas de los monstruos de Goya, Ensor y los artistas grabadores mejicanos, entre otros, se yuxtaponían salvajemente en un gran caos expresionista. Una de las telas más vehementes de este grupo, Altas Finanzas de 1965, mostraba a Borges en el súmmum de su rebeldía, desafiando tanto a la vanguardia local que estaba comprometida con una estética constructivista, como a las tácticas de composición que había aprendido durante sus años en Francia.

La prolongada ausencia de su estudio después de 1965, durante el evento multimedios, había alterado sus puntos de vista. Había observado que, después de todo, los laboriosos y sumamente ingeniosos preparativos para el espectáculo, fueron recibidos con cierta displicencia, como sucede con la mayoría de los entretenimientos públicos que dependen de un alto grado de tecnología. Borges retornó a su estudio con la firme intención de concentrarse en sus propias preocupaciones como pintor y de dotar a sus obras de una vigorosa visión crítica.

Varias pinturas importantes de principios de la década del 70, tal como Esperando… fueron complicadas obras sobre las características de la información pública y, especialmente, la fotografía de la noticia, con sus estereotipos codificados y la manipulación de la respuesta condicionada.

En las nuevas pinturas, los aspectos positivos y negativos de la fotografía se contraponen y los espacios se disocian deliberadamente en un punto alejado. Evocó las sombrías historias que acechan detrás de los sucesos cotidianos, sugiriendo la reiteración que precede a un presente putativo. Las siniestras figuras que se repiten en generalizados centros palaciegos de poder están figurativamente ocultas. La inquietud que genera Borges no reside tanto en el gesto violento como en la misma imagen que se diluye para convertirse en un sombrío enigma.

La considerable experiencia de Borges en la decoración teatral y el evento multimedios habían exacerbado su sensación de que los espacios en la tela pueden presentarse, tanto de manera concreta, como ilusoria y que el tiempo, inherente al acto de pintar, puede ser expresado. Como suele suceder con él, Borges se abrió paso a través de esta etapa e irrumpió súbitamente en otro clima psicológico hacia 1975. Gradualmente, sus alusiones se tornaron menos explícitas, de más difícil lectura. Como él mismo expresó una vez, hablando de una de sus pinturas, verla es como leer hacia atrás. Su estudio de la historia de Caracas lo había lanzado nuevamente a donde nada era muy claro, como en los viejos álbumes de fotografías.

La nebulosidad misma del recuerdo y la naturaleza volátil de la memoria comenzaron a ser el medio a través del cual Borges podía dejarse llevar hacia aquellos lugares que sus fantasías conjuraban. Acerca de estas obras, Marta Traba escribió, «el escenario abarca todos los aspectos de la vida: la historia y la política, las autoridades, la tradición y la cultura, el amor, la soledad, los amigos y la gente. Todo esto no se transforma ya más en un ensordecedor carnaval sino que se convierte en personajes, actores y protagonistas, participando en misteriosos escenarios». Cada vez más, sus composiciones asumieron el principio del montaje en el cual existe una inherente discontinuidad. Las separaciones eran como las imágenes que se esfuman en las películas. La magia del enigma, tan poderosa para los surrealistas, lo había envuelto.

No mires. 1975. Jacobo Borges

Las alusiones equívocas abundaron en esta época. En la obra de 1975 No Mires, la habitación parece invadida por nubes; la ventana con su persiana parece ocultar un paisaje fantasmagórico; las sombras parecen esconder eventos pero no son legibles y el cuadro sobre el caballete intruso, con su pintura al destino de Magritte dentro del cuadro, parece pertenecer algún otro espacio. En cuanto al tema, presenta dos asociaciones temerosamente conflictivas: la primera con el Cristo muerto de Mantegna, que Borges efectivamente había estudiado; la otra con la tan reproducida fotografía del Che Guevara muerto. Esta referencia, casi pero no del todo política, se presenta de una manera tal, que desafía y perturba al observador, como fue la intención de Borges.

Las limitaciones de la fotografía se encaran expresamente en otra obra de 1975, El Novio, en la cual la presentación insistentemente equívoca del espacio y su superposición de imágenes anuncia lo que un pintor puede agregar, en su modo temporal, a la característica unidimensional de la fotografía de familia. Estas obras introducen su obsesión con el registro pictórico del tiempo con que trabajó en forma de escenas retrospectivas. Muchas de sus pinturas en los años siguientes incluirían palimpsestos, entrecortes, espacios desconectados entre sí para sugerir su preocupación por la descripción del tiempo vivido contra un trasfondo de tiempo histórico. O, para expresarlo de otra manera, la existencia simultánea en nuestra imaginación del pasado, del presente y del futuro, el tipo de fusión que él llama una necesidad latinoamericana:

«Este universo sólo se puede expresarse mediante exactamente tal espacio simultáneo, porque las cosas se mueven y cambian tan rápidamente que el movimiento no puede capturarse de ningún otro modo. Tiene paralelos en una breve narración de Jorge Luis Borges, El Aleph. En esta historia alguien descubre un punto debajo de unos escalones en Buenos Aires donde todos los momentos existen simultáneamente, el pasado, el presente, y el futuro. La búsqueda constante de un espacio que oculta diferentes momentos, pero que no es un espacio del Renacimiento ni un espacio del cubismo, es lo que une toda mi obra».

Uno de los grupos de pintura más extraños y quizás más surrealista de Borges se refiere a las historias de vidas de mujeres en un país católico, en el cual asumen tanta importancia ciertos rituales, tales como el de la comunión y el del matrimonio. Se puede decir que esto también es parte de la reconstrucción histórica de Caracas, pero, en su carácter obsesivo, excede lo histórico y deambula por un extraño territorio de dislocaciones psicológicas. En la época que dedicó a esa completa serie de retratos y ficciones, Borges había acumulado, en su estudio, innumerables elementos de utilería y maniquíes de cuerpo entero y se había entregado completamente a contarse historias sobre estas efigies de mujeres. Monstruosas distorsiones de imágenes recordadas, tales como las invenciones más perturbadoras de Velázquez y de Goya (sobre todo, sospecho, la descripción hecha por Goya de la Malvada y probablemente trastornada reina) se deslizaron en las historias de las vidas de estos habitantes de Caracas, así como también los disparatados recuerdos de su propia infancia.

Estas obras a menudo se presentaban con una pintura tenue y en colores sobrenaturales, que ayudaban a acentuar el aspecto impactante de ciertas imágenes suyas, tales como el perro, similar al de Velázquez, con rostro humano y la rata en La Comunión o… En estas extrañas obras, los diáfanos grises de carbonilla que habían dado un misterioso matiz a sus pinturas políticas, fueron desterrados.

En 1983 Borges viajó a Nueva York por primera vez. Sus impresiones fueron tan agudas que inmediatamente se postuló para una beca Guggenheim de modo de poder absorber más profundamente lo que veía, o sea, poder realmente trabajar en Nueva York. La manera en que indagan los pintores. La distancia desde la minimetrópolis de Caracas le sirvió mucho. Pintaba intensamente, libremente y con una gama de colores diferentes. Los tonos oscuros del río Hudson por la noche, que podía ver desde su estudio, parecían fluir hacia sus pinturas, donde aparecían extraños azules profundos y superficies empastadas.

Fue en Nueva York donde desarrolló sus primeros pensamientos acerca de las concordancias entre los distintos tipos de reflejos, con los cuales todos estamos familiarizados -los reflejos de los espejos, de las ventanas, del agua. Su viejo amor por Hokusai, cuyos dibujos revelan, ante todo, la pasión que subyace, parecía que revivía en una serie de pinturas sumamente imaginativas que Borges comenzó alrededor de 1985. Algunos de sus viejos elementos de utilería salieron a la luz nuevamente para ser utilizados, pero estas máscaras miniaturas -bibelots- no son tanto emblemas del tiempo sino más enigmáticamente sugestivas.

Una vez que le tema se anunciaba a sí mismo, Borges, como suele hacerlo, exploraba en numerosas direcciones. Se sienta, vestido con una amplia cáscara negra (muy similar al retrato en una pintura japonesa enrolada) al borde de una piscina. Mira fijo desde el cuadro, con una mirada levemente oblicua, como la hacían los maestros del Renacimiento, mientras una pálida figura de un desnudo femenino flota con una inquietud anormal sobre la superficie de la piscina. Borges llama a esta visión Espejos de Aguas.

Reflexiones del agua II. 1986. Jacobo Borges

Estudia todas las aguas, en paisajes así como en piscina y hace girar su pincel más vigorosamente. Traza rayas, suaviza los colores y dibuja con la punta de su pincel mientras describe la sensación de estar bajo el agua y sobre el agua en Reflejos de Aguas II. Pinta, a veces, en amarillos intensos, otras veces, en rojos brillantes, tratando de atrapar todas las sensaciones que puede ofrecer esta experiencia acuosa. En algunos casos, habla de un descenso y hay un presagio de muerte. En otros, hay un vertiginosa ascensión que habla de liberación. La pintura más reciente en esta exhibición, Hacia Arriba, conduce hacia un clímax secreto y acumula muchas nuevas asociaciones.

La composición cruciforme con el desnudo vertical, vista desde atrás, que parece lanzarse hacia arriba, sugiere un desesperado escape de las aguas en el último instante. En su rojo vibrante, realmente evoca la iconografía de la Crucifixión. Las libres pinceladas de Borges, que se remontan a su extravagante expresionismo de la década del ’50, ahora contreñidas a algún diseño oculto (¿qué son esas barras horizontales ¿tirantes? ¿caballetes? ¿barreras? ¿cárceles?). La obras es, quizá la culminación de aquello que Fuentes había llamado libertad y es tan retrato de Borges, como el retrato más literal en Espejos de Aguas.

Fuentes había asociado la identidad con la libertad pero no había sugerido que era fácil. Borges, después de años de mirar hacia afuera y de mirar hacia adentro, años de un espíritu inquisitivo pleno de energía y de fantasías no muy apacibles, ha logrado en esta pintura -al menos por el momento- el imperativo que Fuentes había discernido, de identificar la noción de identidad.

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Escrito tomado del catálogo de la exposición de Der Brücke, Buenos Aires, 1990.


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