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Elisa Lerner y la urbanización cinematográfica (I)
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“Pues bien, cuando en Rebeca, la actriz lució grisosas, pardas faldas, y algún austero pullover, pareció representar una nueva sobriedad, un adiós definitivo al sofisticado satén de las actrices de preguerra”.
Elisa Lerner, “La Joan Fontaine de Rebeca” (1970), en Yo amo a Columbo (1979)
1. Penetrante cronista de nuestra urbanización de posguerra, Elisa Lerner (1932-2024) advirtió que los progresistas años cincuenta socavaron el cariño parroquiano y comunitario en la Venezuela que se trocaba babélica y masificada. Por ello en parte se dejó a la sazón – como le hizo notar a Milagro Socorro, en entrevista de 2003 – de concluir las cartas con aquel tópico, pero sincero: “Te mando muchos cariños…”.Como añadierala también dramaturga, en la misma conversación, mostrando de nuevo su minuciosa captación del pequeño gran detalle: “En la década de los 50 se termina el cariño porque viene una inmigración masiva y una gran persecución política. De pronto había mucha gente desconocida a quienes no podías decirle ‘mucho cariño’, y llegó también la desconfianza porque se vivía en el terror y cualquiera podía ser espía del régimen”.
El fin del cariño en aquella década modernizadora y dictatorial es significativa clave epistolar que nos dio Lerner, siendo ella hija de inmigrantes rumanos al país de las postrimerías gomecistas, próspero y bullente también, pero todavía pueblerino en algunas usanzas. Si bien sabemos que se trata de otro de los guiños de la cronista, ese cariño evanescente anuncia la metamorfosis de una sociedad que, por entonces, dejaba de ser rural y tradicional. Porque justo en aquella década pasó a ser mayoritariamente urbana, en términos demográficos, aunque no lo sería en la asimilación cultural que tal urbanización debería conllevar. Sin embargo, la obra de Lerner – como la de algunos de sus compañeros del grupo Sardio – refleja, con crítica refractaria, la modernización americanizada y consumista que estaba ya en marcha en Venezuela.
Mucha de esa metamorfosis urbana y secularizadora es catalogada, de manera precursora, en Yo amo a Columbo o la pasión dispersa (1979). Por contraste con la pretenciosa ensayística de las décadas en que fue escrito, imbuidas todavía de existencialismo y marxismo, este libro raro registró nuestro vodevil nacional, a través de una crónica entre sarcástica y frívola, escrita tanto desde metrópolis estadounidenses como desde la ciudad venezolana en trance de modernización. Ribeteando el reporte que sus ensayos hacen de un nuevo y masificado tiempo latinoamericano – manifiesto en inéditas expresiones de la noche y sus músicas, de la literatura y la televisión – la mitología fílmica de este libro registra una suerte de urbanización cinematográfica, la cual trataremos aquí de hacer dialogar con otros motivos y títulos de la obra lerneriana.
2. Aparecido en Así es Caracas (1980), “El sueño de un mundo” es un texto reminiscente de la austera pero cortés ciudad de la infancia de Lerner,capital de “sacrificadas costumbres” pero “suave felicidad”, poblada con saludos afables, encabezadospor el mismo presidente López Contreras desde su limusina negra. En medio de su ambientación antañona, ese texto da pistas valiosas para prefigurar la urbanización cinematográfica por venir, estampada con motivos frívolos y cosmopolitas, vanidosos y modernos.
En los paseos con la madre al centro de esa capital que comenzaba a expandirse, en medio de “aquella ciudad tan callada que no se atrevía a escucharse a sí misma”, tras curucutear libros argentinos en La Mina de Las Gradillas, las Lerner visitaban La Compagnie Française. Era esta, como sabemos, tienda sobreviviente de la Bella Época caraqueña, concurrida entre siglos por las señoras más chic de las novelas de José Rafael Pocaterra o Pío Gil. Allí alcanzó la madre a comprar a Ruth y a Elisa “un lindísimo abriguito rojo”, que acaso fuera el mismo para las dos hermanas, a juzgar por la austeridad familiar. “Porque en Caracas – como en las sensacionales metrópolis que comenzábamos a conocer en los noticieros del cine – de noche, era posible que viniera el frío a remover un poco la ciudad”. Mencionada justo después de la compra del libro, esa confesión de la escritora es significativa para entender su asociación entre moda y cine, entre metrópoli y frialdad, motivos todos que atraviesan sus piezas teatrales y crónicas adultas.
Eligiendo el cine como tema de muchas de sus columnas – publicadas en la prensa nacional en los veinte años siguientes al fin de la dictadura, en 1958 – Lerner se remonta hasta la primera modernidad del siglo XX, siguiendo la iconografía universal del celuloide. Creo que por primera vez en la literatura venezolana – y de manera algo atrevida, en vista del soslayo de intelectuales izquierdistas a este arte banal – Lerner adoptó un desenfadado solaz de espectadora secular, catalogando la galería de estrellas y películas vistas en Caracas y Nueva York. Además de haber estudiado en esta última al abrir la década de 1960, la autora hermana ambas ciudades por haberle permitido acceder a un sitio que amó tanto, según ella misma confesara en 1973, “como es esa pantalla al fondo de las butacas”. Desde Buster Keaton, Laurel y Hardy, junto al Chaplin bailarín que viera en “los simpáticos cines de la parroquia San Juan”; hasta la “fresca ironía de Marilyn Monroe en sus respuestas, en su manera de caminar y de sonreír”; seguida de la Barbra Streisand que lograra escapar de los clichés del vaudeville en Funny Girl, estrellas, filmes y géneros de la cinematografía norteamericana, desde los roaring twenties hasta los contestatarios setenta, desfilan todos ante la espectadora en su butaca.
3. Varias de las crónicas de Yo amo a Columbo recorren la moda y el maquillaje, los decorados y la bisutería que parecieran seguir el directorio de las grandes tiendas, visitadas por la joven Elisa en Nueva York o Detroit. Como haciéndonos atravesar esos departamentos –coincidentes con las secciones de las revistas del hogar, hojeadas por las venezolanas desde antes que Vam o Sears se establecieran en Caracas – la cronista elige modernas prendas de la norteamericana secular, a través de un catálogo de “actricesde ayer”. Cual emblemas de las divas del Hollywood blanquinegro, allí están retratados, por supuesto, los enjoyados turbantes de Gloria Swanson en Sunset Boulevard (1950), junto a la “helada belleza” de Greta Garbo; las “nubosas alcobas” por donde se pasearan Mae West o Carole Lombard, desplegando elegantes batas de seda, a juego con “pretenciosos drapeados” y “vaporosos peinadores”. Pero Lerner parece querer escapar de la molicie clausurada de esas habitaciones, de su mobiliario capitoné y de sus edredones satinados. Porque así lo hicieron glamorosas actrices como Ginger Rogers y Lana Turner, con sus excursiones a las heladerías suburbanas. O Bette Davis y Bárbara Stanwyck, “trajeadas de jinetes, montando a caballo, haciendo vida saludable y deportista”. Y así también Rita Hayworth, protagonizando nuevas formas de nocturnidad femenina en la década de 1940.
Como buscando iconos más modernos y seculares entre esos fotogramas que ella torna cubistas, Lerner se entusiasma – sin abandonar su irónica sonrisa – con las transformaciones hacia una moda más sobria y ágil, simple y masificada. Esta fue adoptada por las norteamericanas que votaban y estudiaban desde hacía mucho, y que aprovecharon su estadía en las fábricas, durante la Segunda Guerra Mundial, como sabemos, para obtener las reivindicaciones laborales que les faltaban. Quizás lo más sofisticado de este nuevo tiempo fueran los “exquisitos camiseros de blanca seda”, lucidos por Katharine Hepburn en The Philadelphia Story (1940), los cuales, “eternamente, siguen vendiéndose en Lord and Taylor”. A diferencia de los sombreros de ala ancha asomados por la Bergman en Notorious (1946) de Hitchcock, los cuales han quedado arrinconados – apunta la baquiana de los almacenes – en estantes de The Tailored Woman, entre la Quinta Avenida y la calle 57.
Publicadas muchas de ellas en la revista Mi Film, esas crónicas en apariencia frívolas y caprichosas, eran inéditas y aleccionadoras en el panorama venezolano. A través de la metamorfosis estilística de las divas a las estrellas, esos textos abogaban – no olvidemos la profesión original de Lerner – por una feminidad secular y desenvuelta. En este sentido, como ha señalado Rodolfo Izaguirre, compañero de la cronista en Sardio, “muchas de ellas se referían a actrices de Hollywood que, habiendo cruzado el infierno de la hecatombe y del holocausto, convertidas por el cine en novias o viudas de guerra, retornaban al mundo del glamour arrastrando la sonrisa triunfal de Katharine Hepburn”.
4. El simplificado estilo de la mujer funcionarial – mecanógrafa, secretaria, maestra – había sido prefigurado en Rebeca (1940), donde Joan Fontaine, vistiendo “grisosas, pardas faldas, y algún austero pullover, pareció representar una nueva sobriedad, un adiós definitivo al sofisticado satén de las actrices de preguerra”. Retrato secular de la Jane Eyre de Charlotte Brontë, de esa Rebeca austera tomó Lerner, quizás, el adusto estilo lucido por Rosie Davis, protagonista de En el vasto silencio de Manhattan (1971); aun cuando la oficinista solterona y su madre senil resientan desprenderse de los sombreros rosa y “los largos guantes negros de las mejores tiendas” neoyorquinas. Con vestuarios más o menos atrevidos, Marilyn Monroe, Elizabeth Taylor, Kim Novak, Ann Bancroft y Barbra Streisand, entre otras stars y beautiful babies de las décadas siguientes, desfilan asimismo por la crónica modista de Lerner, personificando novedosas formas de conquista, desenfado e ironía de la mujer,al promediar el siglo XX. Esa genealogía de actrices permite a la autora mitologizar, enYo amo a Columbo, un “protagonismo femenino” observable en otros contextos y períodos de su obra, convirtiéndose, como señalara Margara Rusotto en 2001, en una constante “perspectiva de género” que alcanzaría su clímax en Crónicas ginecológicas (1984).
Al otro lado del Atlántico, esa metamorfosis femenina se remonta a la revolución consolidada por Chanel, después de que Paul Poiret liberara de tachones y drapeados a las damas encorsetadas de la Belle Époque. Sabemos que esa transformación continuó con la simplificación de estilos y el subibaja de faldas que, desde la segunda posguerra, protagonizaran en Francia la misma Chanel, Dior y Givenchy; antes de difundirse los irreverentes culottes, el traje pantalón de Saint-Laurent o la minifalda de André Courrèges y Mary Quant. Pero es significativo que la americanizada mirada de Lerner, conocedora también de las peripecias europeas de la haute couture y del prêt-à-porter, se decantara por el itinerario de Hollywood, para pespuntear y abocetar, en las páginas de revistas y suplementos culturales venezolanos, su propia historia de la moda y los estilos.
Hay mucho de esa historia y de ese itinerario, por cierto, en los entrecortados diálogos de Vida con mamá (1976), donde la Madre, trajeada de Erté, pregunta repetidamente a la Hija – vestida apenas, a lo Rebeca, con “blusa camisero de seda blanco, de gran lazo y falda negra”, según las profusas indicaciones de la dramaturga – por el destino de los largos trajes de novia aderezados con perlas y tocados de tul. Porque las perlas nupciales son, como el “reposo de las repisas”, como las mecedoras desde donde prorrumpe el aguzado diálogo de las mujeres lernerianas, formas del recuerdo que los divorcios y las novelerías buscan desenhebrar.
Hay algo aquí también del juego, advertido por Russotto, para subvertir las miradas contextuales – europea, norteamericana, latinoamericana – de los objetos recurrentes en las crónicas de Lerner. Es como si la hija de inmigrantes rumanos al rico pero rezagado país de América Latina, quien tuvo la fortuna de vivir en colosales metrópolis estadounidenses, supiera que de estas debía tomar la iconografía más ilustrativa para esas venezolanas, que como ella misma y su hermana Ruth, demandaban atuendos y actitudes más funcionales para profesionalizarse en ministerios y liceos, en universidades y petroleras. Y es también como si la cronista descifrara, a través de ese prêt-à-porter cinematográfico, claves de feminidad moderna para esa ingenua lectora criolla – quien, aunque no conociera Nueva York, como Elisa – se embelesaba por igual desde las butacas del cine, o ante las pantallas televisivas introducidas en nuestros hogares.
Arturo Almandoz Marte
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