Perspectivas

El viaje imposible de Fellini

Fotografía de AFP

01/02/2022

Vamos a imaginar una escena que parece tal vez sacada de Mediterráneo, de Cinema paradiso o de Malena, una de esas películas de Giuseppe Tornatore. En esta escena hay un joven solitario de unos dieciocho años que se lee un libro mientras hunde los pies en las cálidas aguas del Adriático. El joven se llama Federico Fellini, es oriundo de Rímini, esa ciudad balneario donde ahora lo vemos absorto mientras lee y juguetea con los pies sumergidos en el mar. Él es dibujante y se inventa sus propios cómics (eso que nosotros llamamos historietas y que los italianos llaman fumetti, en honor a los globos de diálogo que parecen nubes de humo que se desprenden de las bocas de los hablantes). Transcurre el año 1938, estamos a un pestañeo del estallido de la Segunda Guerra Mundial y Mussolini ha prohibido la importación de todo material estadounidense, así que Federico se inventa sus propias aventuras de Flash Gordon. Pero no es un cómic lo que lo tiene hechizado en esta ocasión, se trata de un libro de Dino Buzzati titulado Lo strano viaggio di Domenico Molo (El extraño viaje de Domenico Molo). Y el joven Federico cierra el libro, levanta la vista, mira el mar y decide que él quiere hacer algo con ese libro, convertirlo en un fumetti, en una película, en algo grande y prodigioso; pero eso no se puede hacer en Rímini, tiene que irse a Roma y allí poder llevar a cabo su sueño, su fantasía. Federico aún no lo ha puesto en palabras pero lo intuye, es el motor que mueve y moverá su vida: la realidad es aburrida, es sosa, poco interesante, no hay nada más fascinante que la ficción. El extraño viaje de Domenico Molo es un ejemplo que desmiente ese lugar común de que “la realidad siempre supera a la ficción”. Fellini dedicará su vida a ejercer ese derecho de fabricar una ficción que supere, deje pálida y ponga a raya a la realidad.

Ahora nos vamos a Roma, año 1967, y nos encontramos al mismo joven de la primera escena pero ya con canas, algunas arrugas, una panza importante y tres premios Óscar a la Mejor Película Internacional en su haber gracias a sus filmes La strada (1957), Las noches de Cabiria (1958) y 8 1/2 (1964). El Fellini de 1967 se halla internado en un hospital romano. Dicen los rumores que tiene cáncer. Otros dicen que es un problema severo bronquial, una neumonía que no cede. Algunos aseguran que no, que es algo cardíaco, le falló la máquina y está a punto de mudarse al otro lado del túnel. Su productor, Dino de Laurentiis, con quien tiene una relación de amor-odio peor que la de un matrimonio obligado, asegura que no hay nada que temer, que Federico está en inminente recuperación, que dentro de nada estará en perfectas condiciones para iniciar la producción de El viaje de G. Mastorna, una película monumental que incluso superará el éxito de 8 1/2 y también los escándalos agitados por La dolce vita. La verdad es que Federico sí se está muriendo, pero de nada de lo mencionado anteriormente; está muerto pero de miedo. El tipo se ha inventado que está al borde de la muerte para escapar a todos los compromisos que puedan atarlo con esa película maldita inspirada en aquel libro de Dino Buzzati que lo apasionó en su juventud. Fellini, como casi todos los grandes genios, es un hombre cargado de inseguridades, de supersticiones, de premoniciones funestas. Esa película aborda el tema de la muerte, pero se le ha metido en la cabeza que no la de un personaje en particular llamado Giuseppe Mastorna (un chelista que sobrevive a un accidente aéreo interpretado por Marcelo Mastroianni) ni tampoco en un sentido general o abstracto; qué va, esa película le habla a Fellini sobre su propia muerte. Y a Fellini no le gustan esas irrupciones de la realidad en su obra. Mucho menos cuando se trata de un acto como la muerte que significa el fin de la vida, la ficción, la realidad, la carrera y todo lo demás. Él es un hombre –sí, hay que asumirlo– de ciertos excesos y con algo de sobrepeso, pero está en la cima de su talento, está enamorado del cine, de varias mujeres (sí, en plural y en simultáneo), así que él no tiene la menor intención de morirse por ahora. Mejor que se muera otro.

Mientras “El mago de Rímini” se mantiene encerrado a cal y canto en la habitación identificada con el número 105 de la clínica Salvator Mundi, en la colina del Gianicolo, en Roma, son incontables los telegramas de apoyo y deseos de pronta recuperación que recibe no solo por parte de colegas cineastas, admiradores, actores, sino hasta del mismo Papa Pablo VI, el mismo que hacía unos meses había aseverado que La dolce vita era una película pecaminosa y que en pecado estaban todos los que osaran verla. En un gesto magnánimo el patriarca de la iglesia lo exoneraba ahora de sus pecados y le garantizaba las oraciones por la sanación de su cuerpo y la salvación de su alma.

A los días Fellini sale del hospital y ni su cuerpo ni su estado de ánimo evidencian dolencia alguna. Sí, ya se siente francamente mejor y está dispuesto a reiniciar las pruebas para el rodaje de El viaje de G. Mastorna. Por lo visto ha encontrado la manera de agarrar a ese fiero toro por los cuernos y doblegarlo hasta lograr hacer la más grande y delirante de todas sus películas. Federico, además, ha estado leyendo con devoción la obra de Carlos Castaneda, Las enseñanzas de Don Juan, entonces se le ocurre que si ambienta la película en México y le mete un componente de viaje iniciático, descenso al inframundo, apertura de los límites de la percepción, una nueva mirada sobre los misterios de la vida y la muerte bajo la luz de la sabiduría yaqui, y todo ello inserto en un contexto sobrecogedor como el de las pirámides que dan al mar en Tulum, pues así logra encapsular la peligrosa realidad bajo un manto de desbordada fantasía donde quedaría neutralizada y resultaría inofensiva.

Las cosas iban bien de nuevo. Dino de Laurentiis sonríe. Se pacta un armisticio entre el grandísimo productor y el prodigioso cineasta, dos volúmenes de personalidad que era como forjar un abrazo entre Pie Grande y el misterioso hombre de la nieves. Se involucra en los viajes a México no solamente a los miembros del equipo de producción, sino que también se contrata la asesoría de antropólogos y especialistas locales. Pero de pronto, en 1971, Fellini recibe una misteriosa llamada telefónica en su casa. Nadie sabe exactamente quién lo llamó ni qué fue lo que le dijo, lo único que se sabe es que cuando Federico colgó el auricular estaba negado a seguir adelante con el proyecto. Sobre su cadáver, estaba decidido, él no iba a filmar esa película del viaje de G. Mastorna.

En alguna ocasión, ante la insistencia de por qué se negaba a hacer esa película en particular, Fellini aseguró que todo alrededor de ella era “nubarrones” con “contornos cambiantes y amenazantes”. En 1969 confesaría a la revista francesa L´Express: «El viaje de G. Mastorna trata de la muerte. Pensé que mi curiosidad estaba siendo castigada. Que había tocado una puerta que se estaba cerrando sobre mí».

Hay obras frustradas o inconclusas que a la larga llegan a ser más importantes e influyentes que si se hubiesen concretado. Se asegura que si bien Fellini nunca logró llevar a cabo su esquiva película sobre G. Mastorna, sí que la estuvo dosificando a lo largo de todas sus películas posteriores. El viaje de G. Mastorna es la obra invisible que soporta e hilvana todas las otras películas del mago de Rímini. Es como si su espíritu estuviera siempre presente, asomándose de manera a veces más tangible, otras más vedada en Satyricon (1969), Roma (1972), Amarcord (1973), Casanova (1976), La ciudad de las mujeres (1980), Y la nave va (1983), Ginger y Fred (1986), Pruebas de orquesta (1978) y La voz de la luna (1990).

Esa película imposible era la que había hecho posible las demás, la que paradójicamente mantuvo vivo y activo a Fellini hasta cuando murió en 1993.

MIlo Manara y Federico Fellini. Fotografía de gazzettinonline.it

Hay una última anécdota fascinante relacionada con este extraño viaje de Federico Fellini y la película que se le negó a lo largo de su vida. Durante los años ochenta Fellini conoce a Milo Manara, un maestro del cómic erótico que en gran medida era deudor de los personajes, las situaciones, el imaginario y la estética del cine de Fellini. Se hacen buenos amigos y Federico –como si se tratara del juego del escondite– le pide a Manara que libre por él, que convierta esa película inasible en un fumetti. Que se apodere de ella y la termine al estilo Milo Manara. Y como Fellini era buen dibujante incluso le entregó sus bocetos de cómo había imaginado algunas secuencias esenciales de la película. Milo Manara asume el testigo, él se encargará de transvasar esa película en otra expresión del arte secuencial: la novela gráfica. El famoso autor de cómics eróticos confesó en una entrevista a la televisión francesa:

Fellini para mí era “una divinidad”. Mi angustia constante mientras trabajaba sobre Mastorna era la siguiente: ¿cómo iba a reaccionar ese amigo tan querido al ver la representación de sus sueños, claros y nítidos, cambiada en su espíritu; transformada, empobrecida? Por esta misma razón quisiera darle las gracias.

La obra finalmente hecha por Manara a partir del proyecto inconcluso de Fellini consistía en un extraño viaje llevado a cabo por el violonchelista Giuseppe Mastorna. El músico viaja en un avión que en medio de una tempestad logra milagrosamente aterrizar frente a una catedral gótica. Mastorna baja del avión y de inmediato es subido a un trineo que lo lleva a través de la nieve hasta un club donde danzan bailarinas exóticas, luego de allí el personaje se va internando en un laberinto cada vez más delirante, plagado de escenarios monumentales, un desfile de personajes perturbadores, todo tocado con un colorido y una exuberancia tales que por momentos logran convivir en una misma viñeta la hermosura, lo fascinante, lo inexplicable y lo siniestro. En su particularísimo viaje Mastorna, al estilo de La divina comedia, atraviesa sus muy particulares paraísos, purgatorios e infiernos hasta cuando el protagonista se da cuenta de que es hora de asumir la verdad: no sobrevivió al accidente aéreo, se trata de un hombre muerto que debe dejar de luchar por aferrarse a la vida y abrazar la muerte. Ese es su verdadero viaje: el de la aceptación del fin.

El Viaje de G.Mastorna

Sin embargo, vaya ironía del destino, algo inexplicable ocurre cuando por fin en 1992 es publicada la primera entrega de la narración gráfica a la cual se retituló El viaje de G. Mastorna, llamado Fernet. Resulta que alguien responsable de la edición puso la palabra «FIN» en la última viñeta. Cosa realmente curiosa pues Manara jamás la puso allí, la historia tendría varias entregas así que ese no era ni remotamente el final. Y por si fuera poco, entre las manías de Fellini estaba un rechazo absoluto por la palabra «fin», pues él consideraba que la obra seguía su curso y continuaba en permanente construcción después de que el espectador salía de la sala de cine y pensaba en ella, la comentaba, se la explicaba a otros o a sí mismo cada vez que la revisitaba. Para Fellini la obra se hallaba, por definición, siempre inconclusa, en construcción, mientras hubiera alguien que pensara en ella. Era absurdo poner «FIN» a algo que no se había acabado con la película. Pero esa palabra que alguna mano oscura puso en la última viñeta del cómic materializado por Manara encendió las alarmas y la paranoia de Fellini. ¿Cómo que fin? ¿Fin de qué?, se habrá preguntado un nerviosísimo Federico. Y apenas un año más tarde la muerte lo alcanzó.

Viaje a Tulum

Viaje a Tulum, la obra completa de Federico Fellini y Milo Manara, fue finalmente publicada en volumen integral en 1999, cuando ya la realidad no era capaz de ponerle sus garras a esa fantasía desbordada que fue y seguirá siendo Federico Fellini.


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