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Un joven llamado Oliver Steindecker está a punto de descubrir algo que lo hará aparecer en todos los diarios de la ciudad al día siguiente. Son las nueve de la mañana del 25 de febrero de 1970. Hace frío, mucho frío. Va con cierto retraso y su jefe es un tipo de pocas pulgas y todas malas. El joven asistente apura el paso por la calle 69 Este de Nueva York, en dirección al número 153 donde está ubicado el estudio-cripta-vivienda del pintor Mark Rothko. Cuando abra la puerta se topará con una imagen que no podrá olvidar jamás –ni él ni tampoco el mundo del arte– pues Mark Rothko yace muerto sobre un rectángulo de sangre coagulada de 1.80 m. por 2.40 m. (asunto que no deja de ser curioso pues son las dimensiones que solía usar para sus lienzos). Junto a su cuerpo –enfundado en ropa interior térmica de invierno y gruesos calcetines negros– se encuentra una hojilla para afeitar envuelta en una servilleta con la que se ha rebanado las venas del brazo. La autopsia arroja que había un contenido alto de alcohol en su sangre mezclado con una cantidad importante de barbitúricos. Rothko se había separado recientemente de su querida esposa y madre de sus hijos (ella también morirá seis meses después) y estaba atravesando una honda depresión. Sin embargo, no había nota de suicidio y en su agenda tenía pautada para esa mañana una reunión con Frank Lloyd, propietario de la prestigiosa galería de arte Marlborough, interesado en adquirir una nueva obra del pintor.
Debe ser muy tonto confesar abiertamente que uno tiene un pintor favorito. En lo personal escritores debo tener cinco o seis, no podría escoger solo uno. Músicos unos diez (probablemente más). Cineastas unos ocho (no, mentira, como diez también. Puede que quince). Sin embargo, astronautas tengo uno solo: Michael Collins, el que fue a la Luna en el Apolo 11 pero nunca la pisó; y pintores tengo, sin duda, uno solo también: Mark Rothko. ¿Qué hay en la obra de Rothko que me guste tanto? Como todo lo verdaderamente importante en la vida sería una respuesta difícil que al intentar elaborarla se reduciría a un balbuceo absurdo, a un “no lo sé”, o a un “quizás sí lo sé pero no podría explicarlo”.
Creo que es un asunto que tiene que ver con esa capacidad envidiable para condensar la máxima expresión conceptual, sensorial, emocional y espiritual en dos o tres colores. Un universo poderoso, radiante, intimidante, fascinante, cautivante y angustiante concentrado en un cuadro conformado por dos o tres rectángulos de color. Nada más. La genialidad de la simpleza. La difícil y complejísima sencillez. La vida, la muerte, la luz y la sombra, todo eso en unas pocas franjas de color. Cómo me gustaría hacer algo así. Qué maravilloso y qué terrible debe ser contar con semejante talento.
Decía Mark Rothko sobre su obra:
No soy un pintor abstracto… No me interesan las relaciones del color, ni de la forma, ni nada; lo único que me importa es expresar mis emociones humanas básicas: tragedia, éxtasis, muerte. La gente que llora ante mis cuadros tiene la misma experiencia religiosa que yo cuando los pinté.
Markuss Rotkovičs nació en Letonia en 1903 en el seno de una familia judía. Aseguraba que siendo niño vio cómo a su pequeño pueblo de Dvinsk llegaron un día los cosacos rusos, separaron a algunos hombres judíos, los llevaron hasta un claro del bosque y los obligaron a cavar la fosa común donde sus cuerpos serían enterrados. Un gran recuadro de tierra y hierba donde serían arrojados sus cadáveres. Rothko imaginó la muerte amontonándose dentro del rectángulo vegetal; esa imagen lo marcaría de por vida. Lo mismo que su viaje en tren, algunos años más tarde, cuando su familia decidió migrar a América porque el antisemitismo se estaba afianzando en Rusia. El pequeño Mark recordaba con fascinación –y con el estómago estrujado por la expectativa– el juego de luces y sombras que se colaba por las ventanillas rectangulares del vagón. Por ahí se veía el mundo pasar, recortes de la tierra a la que no volvería; luego, en las ventanillas de otro tren, las primeras imágenes de su nueva tierra en Estados Unidos, donde –más tarde lo confesaría– nunca llegaría a sentirse totalmente en casa.
No conocía el joven Markuss ese idioma lejano al ruso y al yiddish (las únicas lenguas que entendía) que se hablaba en Portland, Oregon; donde ya lo esperaba su padre y parte de la familia. Para que no se perdiera le colgaron un letrero sobre el pecho con su nombre y señas. Otro rectángulo más donde se encerraba toda su angustia y toda la esperanza vital.
De muchacho fue un estudiante tímido y aplicado. Se sintió permanentemente un extraño, un tipo raro que no encajaba, a quien además le hacían sentir que no pertenecía a aquel entorno. Gracias a sus esfuerzos ganó una beca para estudiar en la Universidad de Yale donde intentó estudiar derecho, pero a los dos años le suspendieron de golpe ese beneficio y no encontró ningún otro medio para costearse los estudios. Sin miramientos le cerraron las puertas y lo invitaron gentilmente a buscarse la vida en otra parte. El joven Mark no la tuvo fácil: se tuvo que ganar la vida en trabajos como mensajero y ayudante de lavandería. Cuarenta y seis años más tarde –vaya ironía (justicia poética también le llaman)– Yale le concedería el título de doctor honoris causa.
Cuando por fin obtuvo la nacionalidad estadounidense, en 1938 (con la Segunda Guerra Mundial asomándose en el horizonte con todo su horror y furia), Markuss Rotkovičs decidió cambiar su nombre a Mark Rothko como una manera de hacer menos identificables sus orígenes judíos, pues se rumoraba en esos tiempos que con el auge del nazismo en Europa podrían surgir planes para ser súbitamente deportados.
Rothko llegó tarde al arte y aún más tarde a conseguir su estilo tan característico. Al principio se decantó por el surrealismo y hasta fue contratado para decorar con sus obras los espacios de la tienda por departamentos Macy’s, en Manhattan. Asunto que le hizo merecedor de un comentario demoledor en 1942 por parte de un crítico de arte de The New York Times. Aquello fue un auténtico mazazo para el pintor, por fin aparecía en las páginas del Times pero lo dejaban hecho añicos; sin embargo, algo dentro de él ya estaba cambiando en esa época signada por la guerra. Rothko se había metido de cabeza a estudiar a Freud y a Jung; también, la mitología griega. Todo eso que bullía en su interior acabó aflorando en ese estilo de enormes recuadros de colores confrontados por el que hoy mundialmente se le conoce. Un estilo al que intentó resumir con estas palabras:
Pienso en mis cuadros como tragedias; las formas en los cuadros son los actores. Han sido creadas por la necesidad de un grupo de actores quienes son capaces de moverse dramáticamente sin bochornos y ejecutar gestos sin vergüenza. Ni la acción ni los actores pueden ser anticipados, o descritos, de antemano. Comienzan como una aventura desconocida en un espacio desconocido.
Aquí comienza el auge y caída de Rothko. Un proceso que se da en simultáneo, pues mientras triunfaba hacia fuera por dentro se derrumbaba. En algunos casos (estuve a punto de poner en la mayoría) no hay enemigo más inclemente para un auténtico artista que el éxito. Para 1955 la revista Fortune lo recomendaba como una magnífica inversión. Inmediatamente los pintores Clyfford Still y Barnett Newman, viejos amigos de Mark y compañeros de travesía en lo que se llamó «expresionismo abstracto americano», lo calificaron de «vendido» y a partir de ese momento, a juicio de varios respetados colegas, Rothko comenzó a llevar sobre sus espaldas la pesada etiqueta de traidor.
Quizás suene ligero o demasiado evidente, pero también es verdad que no hay otra manera para reconstruir el pasado que hacerlo desde el presente: el hecho es que Rothko se convirtió en su propia obra viviente. En un contraste ambulante que arrastraba sus luces y sombras. En una necesidad imperiosa por hallar la luz en medio de la penumbra. Un intento por hacer irrumpir el color más radiante en medio de la agobiante oscuridad. Por un lado, además del éxito comercial y el reconocimiento mundial, tenía por fin la familia que siempre soñó gracias al matrimonio con su segunda esposa, Mell Beistle, de cuya unión nacieron Kate, en 1950, y Christopher, en 1963. Pero por otro lado enfrentaba el alejamiento de los amigos y de la gente a la que siempre había respetado, la sensación constante de que lo rechazaban y encima lo utilizaban para sacar algún provecho: solamente acudían a él por interés, aunque en el fondo lo despreciaban.
Rothko se va haciendo un hombre cada vez más huraño, más maniático, más oscuro. Bebe mucho, le mete cada vez más a las drogas. Su obra comienza a hacerse sombría, los colores cada vez más apagados, la atmósfera más asfixiante. Se convierte en un ermitaño que prácticamente no sale de su estudio en Manhattan, una cosa mustia en la que apenas entra la luz y en la que rara vez se enciende algún foco. Ahí pinta compulsivamente –concatenando días y noches– sus enormes cuadros; uno tras otro, como quien en pleno trance sueña con lograr transvasarse del cuerpo al lienzo.
Con el curso de los años Rothko se vuelve también más hermético y celoso con su obra. Ni siquiera su asistente tiene permitido conocer cómo hace sus pinturas ni cuáles son sus técnicas. Años más tarde, sometiéndolas a análisis de laboratorio, se encontró bajo la luz ultravioleta que mezclaba los pigmentos al óleo con pegamento, huevo, resinas acrílicas y una sustancia altamente tóxica utilizada para trabajar la madera prensada llamada formaldehído. También se hizo muy exigente con las condiciones en las que sus obras debían ser expuestas. En qué orden y a qué altura colgarlas, en qué condiciones de luz (similares a las que él se había sometido a la hora del hacerlas), qué tan cerca debía estar el espectador (más o menos a la misma en que él las había pintado con su brocha), que fuera una experiencia inmersiva de tan solo dos espectadores en la sala a la vez (él mismo se hacía su laberinto o fortín con los propios cuadros en su estudio y ahí se enclaustraba dentro de sí mismo). Es decir, Rothko estaba buscando una experiencia de inmersión total en su obra, un recorrido cromático, sensorial, místico, sobrecogedor, similar a la experiencia que años más tarde –con otra belleza y otra tecnología– ofrecería Carlos Cruz-Diez con sus cromosaturaciones penetrables.
La Capilla Rothko ubicada en Houston, cuyas obras empezó a pintar en 1964 y culminó en 1967, era el lugar donde finalmente Mark iba a poder materializar esa experiencia mística e inmersiva que deseaba ofrecer a sus espectadores. Un espacio octagonal donde las personas se sumergirían en el interior de catorce de sus enormes pinturas, incluyendo un tríptico de gran formato. En 1968 ya Rothko tenía recreada la capilla en su propio estudio, pero nunca llegaría a conocer el destino final de su obra en Texas. Ese mismo año el pintor sufre un aneurisma aórtico del que sobrevive por los pelos. Sin embargo su salud y su ánimo quedan severamente deteriorados, lo que intenta paliar con barbitúricos para luchar contra de la depresión, la ansiedad y el insomnio, regado todo con abundante alcohol.
Cuando Rothko muere centenares de personas acuden a su velorio, recuerda su hija Kate que en aquel entonces tenía diecinueve años. Ahí estaban sus amigos, sus colegas, sus agentes, galeristas, todos muy compungidos. Cosa curiosa, cuando la esposa de Rothko fallece repentinamente seis meses después (ella también ha estado deprimida y bebiendo mucho) apenas acuden al velatorio una decena de personas. Qué extraño, piensa la joven Kate, gente que fue amiga cercana de la casa por casi treinta años, hacía pocos meses lloraban notoriamente por su padre pero ahora ninguna aparece para despedir a su madre. La verdadera puñalada está en camino, poco después Kate y su hermano se enterán de que los amigos y representantes de Rothko se las han ingeniado para ejecutar un testamento donde más de dos mil obras dejadas por el pintor tienen como única heredera a una tal Fundación Rothko que ellos conforman. A los hijos del artista les corresponden apenas unas migajas del pastel que los “más cercanos” a Rothko se han repartido y que para 1970 se cotiza, siendo austeros, en unos cincuenta millones de dólares. Por cierto, estas obras habían sido adquiridas en precios ridículos por lo bajos y declaradas ante el fisco por un monto infinitamente menor al que realmente tenían. Lo que evidenciaba que el fraude estaba calculado y se venía perpetrando desde hacía largo rato.
Quince años dura el litigio que los hermanos Rothko, con ayuda del escultor Herbert Ferber (quien funge de tutor), emprenden en 1971 contra de los miembros de la Fundación Rothko: Frank Lloyd, director de la galería Marlborough (el hombre con el que supuestamente debía reunirse Mark el día en que es hallado muerto), así como los tres ejecutores del testamento: Bernard Reis –el contable de Rothko–, Morton Levine –antropólogo– y el pintor Theodoros Stamos. Cuando finalmente los demandantes ganan el caso, varios de los perdedores han muerto. Las dos mil y tantas obras de Mark Rothko fueron entonces repartidas entre sus hijos y una nueva Fundación Mark Rothko que se encarga de exhibirlas en decenas de museos de Estados Unidos y el mundo bajo las condiciones que Rothko había deseado: «difundir el conocimiento de las artes creativas y visuales mediante la difusión de mi propia obra».
El último cuadro de Mark Rothko, pintado entre finales de 1969 y principios de 1970, es una obra sin título que se conoce popularmente como Negro sobre gris. No podía ser de otra manera, la reducción cromática a la que sometió su obra llevaba indefectiblemente a esa dupla de tonos. Era el punto de llegada, el de no retorno. Sin embargo, a mí se me queda instalada la imagen del otro último cuadro de Mark Rothko. Sí, ese que encontró su asistente Oliver Steindecker. El que solamente vieron él y la policía y los hombres encargados de levantar el cuerpo antes de lavar la escena. El más personal de todos los Rothko, pintado con la más íntima de las pinturas. En medio de una experiencia mística y trascendental. Una inmersión en la propia obra como siempre la soñó. Ojalá, en medio del dolor que lo llevó a tomar semejante decisión, se haya dado cuenta de que lo logró. Quiero pensar que, en ese gesto con el que precipitó su final, recogía la comunión entre tragedia, éxtasis y muerte que siempre anheló.
José Urriola
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