Fotografía de Diego Alejandro Torres.
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“¿Por qué te sigues tatuando?” fue la pregunta que Johanllyn Luy escuchó una y otra vez cuando comenzó a ilustrarse la piel una y otra vez a los 28 años de edad. Ahora, sus tatuajes recorren, cree ella, el 45% de su piel. Ivo, su marido, le advirtió las consecuencias. Ella no esperaba que la primera calamidad fuera a darse cuando apenas iba por su cuarta pieza, ni en el lugar en el que ocurrió.
Como madre comprometida de Sahar, daba clases de música en la escuela de su hija, además de asistir a todas las juntas de padres y representantes. Un viernes por la tarde, su pequeña, que a los 11 años estaba en sexto grado, se acercó a ella y le dijo: “Mamá, tengo que decirte algo”. Ese día, la directora en una charla dijo a los alumnos que los tatuados eran delincuentes, drogadictos, enfermos mentales y que “los tatuajes eran portales al infierno”.
Como menor de edad, se sintió muy incómoda y no le dijo nada a la mujer: ¿Con qué argumento podía refutar lo de las puertas dimensionales?
Tras investigar, Johanllyn supo que se enfrentaba a un delito llamado Incitación al odio, y la responsable incluso podía terminar en prisión. El lunes se dirigió a la escuela, pero los vigilantes no la dejaron pasar: sabían que vendría. La profesora de Sahar salió de las instalaciones para disculparse. Debido a que no tenían otro liceo cerca, ella y su esposo decidieron no denunciar. Tuvo que dejar de involucrarse con las actividades escolares. A partir de entonces, Ivo sería el representante de Sahar. Muchos padres y miembros del personal docente ofrecieron su apoyo a la pareja.
Esas anécdotas discriminatorias son comunes para los miembros de la comunidad del tatuaje. Omar Villanueva, quien se dedica a la música urbana, muchas veces siente las miradas extrañas en los autobuses. Las doñas se apartan al verlo. Él sabe que eso no limita a nadie: es técnico en Electrónica de la Escuela Técnica Industrial Leonardo Infante y estudiante del 10mo semestre de Comercio Internacional en la Universidad Alejandro Humboldt. “Tú, con esa pinta no te vas a graduar”, le dijo un profesor de su actual casa de estudios. Prefirió retirar la materia. El docente desconocía que su alumno sobresalió con buenas notas en ambas carreras.
¿Qué puede llevar a una persona a tatuarse varias veces? Tanto Johanllyn como Omar coinciden en un punto: la pasión por el arte corporal. Una vez que se hace el primer tatuaje, no hay vuelta atrás: siempre está el deseo de hacerse otro. Inclusive ahora, en medio de la pandemia, con la dificultad del traslado, el costo y la intensificación de las medidas higiénicas, ambos van a hacerse una nueva pieza. Y tienen a sus respectivos tatuadores: él tiene a Mary y ella tiene a Jonathan.
Un rito iniciático: el camino a un nuevo mundo
Jonathan Morales es dueño de Iron Cat Tattoo, un estudio ubicado en el Centro Comercial Alcalá, Las Mercedes, Caracas. En su pared derecha tiene una estantería con diferentes premios ganados en competencias: Mejor tatuaje del día, Mejor tatuaje freak, Mejor tatuaje realista. En total, tiene 67. Él sonríe al recordar sus orígenes.
Jonathan pasó su bachillerato en un colegio de Fe y Alegría en Antímano. Había repetido año un par de veces. Él forraba sus cuadernos con las imágenes de H. Giger, el ilustrador de la saga de Alien, y era aficionado a los comics de Spawn, el héroe infernal de Todd McFarlane. Eran sus referentes para el dibujo. En 1995, Chell, un amigo que trabajaba en un local de tatuajes, le dijo que su jefe necesitaba a alguien que realizara diseños. Entró y se enamoró de esa forma de arte. Poco después, José, su hermano, de gran talento para la tecnología, visitó la tienda. Tras observar cómo funcionaba la máquina, construyó una propia con partes de varios aparatos.
Jonathan le tatuó a José un águila mal hecha en el brazo. Con el apoyo de su madre, convirtió un cuarto de su casa en su estudio: sus primeras “víctimas” eran amigos a los que tatuaba gratis. A falta de equipo, utilizaba pastilleros para guardar la tinta y pegaba con desodorante las plantillas con los diseños en una pared. Con mezclas de agua y alcohol, improvisaba técnicas de claroscuros. Con revistas —como Flash Tattoo, Tabú Tattoo o Savage Tattoo—, aprendía de máquinas, estilos y artistas de afuera.
La argentina Silvia Reisfeld explica en su libro Tatuajes: una mirada psicoanalítica que hacerse el primer tatuaje es similar a un rito iniciático: hay un ascenso social en una comunidad, lo cual permite una reafirmación de la identidad individual en el contexto de una grupal. Es una marca, una evidencia física de que se ha dado el paso hacia la adultez. Generalmente, se suele hacer a los 18 años. “Hay una modificación subjetiva vinculada no sólo al cuerpo sino también a la personalidad. La experiencia se asemeja a un ritual que marca el tránsito a un estado más trascendente.”
A 10 días de cumplir los 18 años, su jefe le hizo su primer tatuaje: una gárgola. Cuando sus profesores lo vieron un día en el que se quitó el suéter, lo llamaron: haciéndose los tontos, le preguntaron si sabría de una supuesta secta que estaba sacrificando niños en rituales satánicos. Les respondió no, que no tenía ni la menor idea de eso. Dos años después, luego de terminar el bachillerato, le impidieron hacer su pasantía porque arrastraba materias del año anterior. Él sabía que era mentira: tenía amigos que sí las hicieron estando en la misma situación.
Jonathan fue perfeccionando sus técnicas y probando estilos. Considera que sus primeros tatuajes de calidad datan de 1998, un año antes de que pudiera comprar su primera máquina gracias a un amigo que viajó al exterior. Chell fue para él un mentor ocasional: de vez en cuando conversaban. Su mayor referente fue el tatuador estadounidense Paul Booth. En las revistas que compraba, siempre veía sus diseños de temas ligados al horror. Se fijó una meta: algún día ser tatuado por su maestro.
En el año 2007, después de pasar por tres tiendas, Jonathan abrió su negocio en Las Mercedes. Apenas tenía una máquina, una silla y algunas tintas. Debido a que los dueños de los locales les prohíben a sus tatuadores dar sus números telefónicos a los clientes, perdió la mayoría de sus “lienzos”. Sus primeros tres años fueron duros: a veces abría la tienda de lunes a domingo. Otras veces, tatuaba con el estómago vacío. Pero valió la pena: poco a poco, por boca a boca, fue recuperando a sus fieles.
Las cosas han cambiado para quienes desean iniciarse en ese arte. Mary Ann Piccioni tiene 28 años, y aunque se relaciona con el tatuaje desde su niñez, empezó a profesionalizarse a los 24. Está a poco de licenciarse en Antropología en la Universidad Central de Venezuela con una tesis sobre la utilización de perros entrenados para la búsqueda de restos humanos. Sus manos, brazos, pechos y cuello están tatuados.
De niña, visitaba con su madre el hogar de su tía en Guanare, Portuguesa, donde se encontraba con su primo Nené, quien era tatuador. Cuando él la cuidaba, le colocaba materiales para que dibujara. Posteriormente, ella recordaría las imágenes de él ilustrando pieles, las intervenciones en los cuerpos de los clientes, el trato amable que él le dio. Cuando ella tenía 8 años, él murió asesinado por un delincuente. Por eso, a los 17, acompañada de su madre, se dirigió hasta un local para ver los diseños. Se colocó un piercing: un primer acercamiento al arte corporal. Meses después, con sus ahorros, repitió el procedimiento: mandó a que le tatuaran un diminuto corazón, el día antes de cumplir 18. Fue una especie de homenaje a su primo.
Los años pasaron. Con el aliento de dos amigos tatuadores, creó sus primeros diseños. Aunque se sentía insegura, vendió algunas cosas para comprar un kit de materiales. Poco a poco, su cuerpo fue llenándose de tatuajes, fue convirtiéndose primero en coleccionista antes que en artista. Cuando una compañera le pidió que la tatuara, Mary aceptó, pero comprometiéndose a hacerle una restauración dentro de unos años si salía mal. Pese a sus dudas, le hizo una pieza sencilla: un corazón. A todos les encantó.
Mary empezó a tatuar pequeños diseños esporádicamente. A los 24 años trabajó en la tienda de Sr. Horror —autor del proyecto Letras del infierno, un compendio de caracteres tétricos— quien le enseñó a dominar el estilo lettering, bioseguridad, trato y orientación con los clientes. Después, laboró en Arepas Tattoo, donde tuvo como tutor a Miguel Villasmil, a quien admiraba por su dominio del color. Él se sentaba a su lado para aconsejarla. “Despacio, esta parte es difícil”. “¿Segura que esa es la tinta adecuada?”. “Afloja más tu mano para hacer una buena línea”.
Se le explicaba al cliente que una persona que no tenía tanta experiencia sería quien le atendería. A inicios del 2018, Mary eligió dar prioridad a la carrera de Antropología. Compró materiales y empezó a tatuar a domicilio. Siguió formándose con manuales y cursos.
A Jonathan le sorprende comparar sus orígenes con los del nuevo aspirante a tatuador: ahora hay talleres, información en internet, videotutoriales y amigos que aconsejan. De hecho, él ofrece programas de formación. Sus cursos duran 6 meses, pero pueden extenderse en caso de ser necesario. Conviene horarios con sus alumnos y enseña manejo de la máquina, líneas, sombras, color, cubrimiento y los estilos. Los pone a practicar sobre foami, un material que puede asemejarse a la piel debido a su delicadeza. Tiene modalidades para principiantes y avanzados. “He tenido a 53, casi todos están activos, muchos tienen sus propias tiendas. Estoy orgulloso de ellos”.
Una comunidad
Cuando Mary conoció a su vecino Douglas, la pasión por su arte fue lo que los unió. Como tesista de antropología, ella insiste: “Compartimos gustos, vivencias, lenguaje conocimientos. Tatuarse es como un rito, especialmente si es en grupo. Un tatuado se hace amigo de otro en segundos. Somos una subcultura”.
El tatuaje es interpretado como pecado por algunas religiones abrahámicas debido a un pasaje bíblico: “Y no haréis rasguños en vuestra carne por un muerto, ni imprimiréis en vosotros señal alguna: Yo Jehová”. (Levítico 19: 28). Mientras que el judaísmo y casi todas las iglesias cristianas protestantes lo interpretan como pecado, en el catolicismo unos dicen que sí y otros dicen que no. El papa Francisco ha expresado que Dios no tiene ningún problema contra esta forma de arte.
Un tatuador es un rebelde. No es coincidencia que tanto Mary como Jonathan decoren sus estudios con las calaveras de Skull Ve (un negocio que las vende por Instagram), o que algunos de sus referentes más clásicos sean pintores como El Bosco, Goya, Dalí o Munch –aun siendo ella de estilo más “suave” que el de él–. La mayoría de los miembros de la comunidad tiene interés por iconografías ligadas al cine de terror o el ocultismo: casi todos coleccionan muñecos y afiches de esos temas. Aunque no estén involucrados en sectas, gustan de las figuras demoníacas, es un “satanismo estético”. Jonathan afirma que “no hay tatuador que no tenga estas cosas en su tienda”.
En los años 90, la comunidad venezolana de tatuadores era pequeña. En los eventos nacionales, Jonathan no llegó a contar a más de 25. Pero el nuevo milenio supuso cambios: llegaron las tiendas de los aprendices de la generación. Tanto en Caracas como el resto del país se elevó el número de establecimientos especializados. Ese avance también supuso el florecimiento de los estilos: un tatuador necesita dominar varios para garantizar una clientela; sin embargo, crea su identidad artística según su vertiente predilecta.
–Mi estilo es el dark art, que son caras de demonios, espectros y otras criaturas hechas con poco color y con gran textura. En los 90 se hacía mucho el tradicional americano, que usa líneas gruesas y colores básicos para ilustrar. Hago mucho realismo, que tiene varias ramas: de rostros, de animales, de objetos. El trash polka me gusta mucho: parece un dibujo hecho con una plantilla, y alrededor simula tener brochazos; también tenemos al oriental, que más bien son tres estilos: el japonés, el chino y el hinduista, cada uno con sus vertientes. En los últimos cuatro años ha tenido mucho empuje un estilo llamado la Nueva Escuela –cuenta Jonathan.
–Yo no me he encasillado en un estilo, pero tengo mis preferencias: Nueva Escuela, que utiliza color y grosor de líneas, una mezcla de técnicas. Puedes meterle nuevas tendencias, con poco realismo y cierto toque Pop Art; minimalista, que se basa en las líneas; letttering, que son letras originales que dependen del artista y del cliente. Lo aprendí de Sr. Horror; acuarela: que debe parecer pintura difuminada en la piel, simulando brochazos, corridos, chispeados… Con amigos, estoy empezando a hacer realismo y oriental. Me han pedido hacer tatuajes de estilo maorí, que son simétricos. No me gusta mucho hacerlos porque me da miedo fallar –afirma Mary.
Los diferentes estilos tienen un lugar de encuentro: los eventos, los cuales, sea cual sea su tamaño, siempre tienen la misma modalidad: se hacen exposiciones y competencias. Desde el 2001, Jonathan compite: es una forma de consolidar su carrera. Se han realizado en ciudades de todo el país. Emilio González, artista corporal residenciado en Los Ángeles, realizó la celebración más grande dedicada al tema en Venezuela: la Expo Tattoo, la cual tuvo lugar entre el 2010 y el 2018, siempre en el Urban Cuple (Centro Comercial CCT, Caracas). Venían invitados internacionales para ejercer como jueces en las competencias. Inclusive, se tenía un concurso de belleza: Miss Tattoo.
En los 90, el tatuaje estaba destinado a jóvenes rebeldes o a personas de ciertos ámbitos artísticos, pero ahora se ve en profesionales de todos los ámbitos: médicos, ingenieros, profesores, periodistas. Cree Jonathan que hay tres motivos: la proliferación de las tiendas, el aumento de personalidades públicas con tatuajes y las redes sociales.
En el año 2016 a Jonathan se sorprendió al enterarse de que Paul Booth sería jurado en la Expo Tattoo. Pasó años queriendo viajar a Nueva York para encargarle un tatuaje, pero su cuenta bancaria no se lo permitió. Llegó el día. La presión era más intensa de lo usual. No solo le temía a la derrota, sino también a ganar y después ser rechazado. Cuando lo vio entre los jueces, se puso todavía más nervioso. Empezó la competencia: todos los participantes de las diferentes categorías, tenían un tiempo derminado para ilustrar sus lienzos. Él hizo a una Mona Lisa con la cara de Predator.
Jonathan obtuvo el premio a Mejor Tatuaje Freak. Cuando pasó a la tarima, con todos sus nervios, le mostró a su maestro la pieza que tenía en el brazo derecho: era el rostro de Paul Booth con un grupo de figuras espectrales alrededor. A su mentor le encantó. Lo invitó a pasar a su camerino. Con un intérprete, ambos fueron conversando sobre su arte y sobre la ilustración que el pupilo quería que le hiciera: un brazo biomecánico, como el de un cyborg, por el cual le cobró 700$, un precio bastante módico para el renombre que tiene. Inclusive, le dedicó un post en su cuenta de Instagram.
Una biografía gráfica
La irreversibilidad del tatuaje lo conecta a significados íntimos que le asignan sus practicantes, quienes los usan para mostrarse ante el mundo. Reisfeld explica que son una “biografía gráfica”. “A partir del primer dibujo tatuado y de la secuencia de los siguientes, algunos sujetos llegan a historizar su vida y las épocas en que los llevaron a cabo. Cualquier experiencia emocionalmente significativa tiende a ser fijada y perpetuada a través del tatuaje, que opera a la manera de un banco de memoria”.
Mary siempre escucha las historias de sus clientes: “un estudio es como un confesionario”. Hace poco atendió a una chica que fue narrándole una serie de experiencias vividas con su prima y mejor amiga, la cual estaba por emigrar. Entonces le encomendó honrar esa amistad ilustrándole en el hombro a Chimuelo, uno de los dos protagonistas de la trilogía Cómo entrenar a tu dragón. Muchas veces le piden frases conmemorativas, nombres, fechas o retratos. Ocasionalmente, el cliente le da una foto de un evento importante –como una boda o una graduación–, y ella convierte algo de esa escena en un tatuaje de estilo Nueva Escuela: mezcla la caricatura con la acuarela.
El primer tatuaje de Johanllyn nació como homenaje a su hija de cinco meses. Era su cumpleaños 19. Ivo, su marido, llevaba a la bebé en brazos: en los momentos en los que ella lloró y necesitó de la atención adulta, él la atendió. Dado que el artista era un novato, fue más doloroso de lo necesario. Y el resultado no fue el mejor. Pero allí quedó: sobre su brazo izquierdo, estaba el dios egipcio que había inspirado al segundo nombre de su pequeña, Sahar Anubis. Todavía conserva la plantilla con el diseño.
Johanllyn Luy tiene en su brazo derecho tres versiones del mismo personaje mitológico, cada una sobre la anterior. Pasó una década para que volviera a tatuarse: Ivo se lo impidió para evitarle malos tratos. Tras hacerse un cover –un tatuaje que se superpone a otro– para cubrir a la deidad mal ilustrada, eligió convertirse en “coleccionista”, como ella misma dice: una persona que transforma su cuerpo en un museo andante. Después, optó por darle la bienvenida al tercer Anubis.
Sus tatuajes son marcas de su interioridad. La imagen que más se repite, son los cráneos: representan la igualdad. Su brazo derecho es un homenaje a Sahar: tiene faraones cadavéricos e iconografía egipcia; el izquierdo posee símbolos musicales y ocultistas. En su pierna derecha hay personajes como Iron Man, Freddy Krueger. A sus 33 años, contando los que están encima de otros, en total son 50. Y aún así, tiene una vida normal: es tecladista en una banda de metal llamada Aravan, dueña de Pentagramas Johanllyn, una línea de lencería femenina y gran parte de su tiempo lo dedica al hogar.
–Cuando empieza la sesión, pienso que será horrible. Pero me digo a mí misma: “Puedes con esto”. Para mí, el dolor es agradable por el control sobre mi cuerpo: yo sé hasta dónde puedo llegar. Es liberador y no lo vas a sentir en otra parte. Yo creo en el poder de la mente. Quedo casi en trance, incluso podría dormirme. Y vale la pena porque me fascinan los tatuajes. Me hacen recordar momentos, viajo en el tiempo con cada pieza. Ya me han tatuado 18 personas. Yo era tímida, tenía complejos. El tatuaje cambió mi forma de pensar, como me veía a mí misma.
A diferencia de Johanllyn, Omar hizo su primer tatuaje de un tema cristiano. A sus 18 años, tras ver la película Constantine, se interesó en la figura del Arcángel Miguel, que tradicionalmente es el capitán del ejército celestial. Quería su compañía para emigrar a Panamá. Para no repetir la imagen de las estampitas, él usó un diseño propio con elementos de su iconografía: una espada encima de una balanza y dos alas alrededor.
Omar tiene varios tatuajes, la mayoría de ellos tapados por su camisa. Se hizo algunos en su estancia de cuatro años en Panamá. En su brazo derecho hay un adorno floral para honrar a Flor, su madre; más abajo, en su mano, está el Ojo que Todo lo ve, no por la masonería, sino por el don de la intuición que, para él –que dice tener sueños premonitorios– es importante. En su pecho está el corazón de Jesús atravesado por el último dígito que apareció en el electrocardiograma que le hicieron a su padre antes de morir; otros llevan los títulos de algunos de sus proyectos artísticos.
Todos insisten: no importan las malas reacciones, no dejaran de hacerlo. Johanllyn siente que la sociedad es más agresiva con las mujeres tatuadas que con los hombres. A ellos, los tildan de delincuentes, y a ellas, de prostitutas. Para evitar incidentes, y también para cuidar su piel, ella se cubre el cuerpo completamente al salir. Por su parte, a Mary, que siempre sale con camisa larga, se le acercan sujetos que ven sus manos y cuello para hacerle comentarios indecorosos. “Cuando nos ven, piensan en nosotras como “chicas malas”. Reisfeld comenta que el tatuaje, por la condición marginal que mantuvo (o mantiene) en Occidente, posee un aire trasgresor que puede estimular la imaginación. Muchas veces, cuando se acerca a ciertas partes del cuerpo “aparece como un refuerzo que confiere al sujeto la vivencia de contar con algo misterioso a ser descubierto; es decir, funciona como un señuelo”.
Cuando Mary laboraba en Arepas Tattoo, atendió a un hombre que quería tatuarse el pene. Le explicó que el dolor sería intenso porque la piel de esa zona es bastante delicada y que, para que eso fuese posible, tendría que tomar viagra. Él insistió: pedía que ella le ilustrara una compota –porque así le decían en el trabajo– o una pala mecánica. Ella disimuló su desagrado y le hizo una costosa cotización. Curiosamente, lo vio sonriente mientras se desarrollaba la conversación, parecía estar divirtiéndose. Al final, se fue sin hacer nada. Sólo quería incomodarla.
La cuarentena no detiene la tinta
Mary estaba por comprar el punto de un local en el centro comercial Paseo Mirandino, Los Teques, junto a Douglas, su novio. El establecimiento tenía todos los equipos necesarios para una tienda de tatuajes: tintas, muebles especializados y maquinarias. Los artistas que antes lo dirigían habían migrado. Ahora el dueño estaba buscando un reemplazo. Después de la inversión inicial, solo pagarían el alquiler.
En 2017, un amigo de Jonathan residenciado en Suecia lo llamó para invitarlo a True Color, una prestigiosa tienda que contrata temporalmente a tatuadores de diferentes países: el artista se residencia por unos meses allí y gana un sueldo con el que se mantiene por su cuenta. Él tenía dos opciones: invertía en el pasaporte o en la extensión de su tienda. Priorizó por su negocio. Un mes antes de la cuarentena le llegó su documento: creyó que ahora sí podría enfocarse en el viaje.
El virus derribó los planes de Mary y Douglas. Tras perder su oportunidad, ella llamó a su madre y le preguntó sí sería posible usar un apartamento de su propiedad en Sebucán. Le dijo que ellos vivirían y trabajarían allí, atendiendo sólo a personas conocidas y comprometidas con las medidas de seguridad. De otra manera, tendrían que ver cómo se trasladaban hasta la capital con cada encargo. Omar era una de las personas a quien podría atender. Lo conocieron tras escribirle por Instagram al quedar fascinados con un tatuaje suyo. Jonathan conoció a Johanllyn en la Expo Tattoo.
Nuevamente, el viaje a Suecia no era la prioridad de Jonathan. Para asegurar sus ventas, colocó precios más bajos para sus compañeros de Antímano y de zonas cercanas. Al llegar la época de las flexibilizaciones semanales, volvió a usar su tienda. Pero en septiembre, el amigo de Jonathan volvió a escribirle para decirle que aún era posible, que solo tenía que enviar una foto de un tatuaje complejo. No lo dudó: le dijo a Johanllyn. A ella le encanta tatuarse con él, no solo por su estilo; también porque su mano es “suave”: sabe cómo no maltratar su piel al pasar la máquina con las agujas.
El plan era el siguiente: ninguno llevaría un acompañante –que casi siempre se hace–. Se limpiarían las manos y las suelas de los zapatos al entrar. No habría ningún contacto físico y no podrían calentar su comida adentro. Ahora el trato debía ser más frío. Ambos tatuadores tuvieron que reforzar sus medidas de seguridad. Prepararon sus mesas con todos los materiales: los recipientes para colocar la tinta, las tintas, las agujas y envoplast para forrar sus muebles. Todos descartables. Abrieron todas las cajas en frente de sus clientes para certificar que no utilizaban nada reciclado.
Johanllyn tiene un hotel a pocos metros de su casa: puede ver que entran y salen personas todos los días. Algunas de ellas, salen en bolsas. Desde que llegó el virus, sus instalaciones se usan para atender a infectados. Esta época le ha recordado la importancia de vivir al máximo. Por eso ha decidido tatuarse el cuello. Por su parte, Omar siente que su motivación radica más en su evolución como músico: “He sufrido mucho por intentos fallidos de vivir de mi pasión. Pero no me rindo. Hay que luchar por los sueños, eso representa el ave Fénix para mí”.
Omar y Johanllyn se acomodan en los asientos: Jonathan enciende la máquina. Mary selecciona la tinta. A él se le ilustró el fénix con un marcador, y a ella, un demonio de Paul Booth. Ambos se están tatuando el cuello. Los artistas proceden con cuidado. En Sebucán, la sesión apenas dura tres horas, pero en Las Mercedes se extiende: tiene que dividirse en tres días. Finalmente, los trabajos han terminado: el compromiso con el arte del tatuaje no se ha detenido, el covid-19 no es capaz de parar la tinta.
Diego Alejandro Torres Pantin
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