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La prensa del extranjero habla de las alternativas de paz y de las oportunidades de inversión en el país que llega a la conclusión del siglo XIX, como si, después de cincuenta años de carestías y convulsiones, se pudiera resucitar la leyenda de un paraíso asentado en el trópico. Desde 1898, cuando el modelo de creación y distribución de la riqueza propuesto por la dictadura de Guzmán Blanco ha encontrado cauces para su desarrollo, según parece desde una mirada superficial, se pregona la hora de las ganancias en la comarca que ya cerró el ciclo de las guerras civiles.
De acuerdo con La Revue Parisienne de 1897, en Venezuela apenas existe una crisis efímera que no detendrá la marcha hacia la meta del progreso. El Monthly Bulletin del siguiente año se extiende en el comentario de «las riquezas fabulosas que el territorio venezolano ofrece al mundo», sin siquiera pasar los ojos fugazmente por la disgregación política, por el territorio fracturado debido a la falta de carreteras y por las urgencias de las clases humildes que, sin proponérselo de veras, no solo anuncian el fin de un ciclo de dominación sino también el inicio de una mudanza sin precedentes.
Una de las evidencias en las cuales podía sostenerse la versión halagüeña se encuentra en la fundación del Banco de Venezuela, sucedida en agosto de 1890 con una plataforma de ocho millones de bolívares. Tras la importante suma se encuentran las más afamadas casas comerciales de Caracas. Ya se han juntado en una Cámara para el resguardo de sus asuntos y ahora demuestran el crecimiento de una burguesía mercantil que extiende los brazos más allá de las operaciones usuales, hasta el punto de agrupar un capital capaz de influir como jamás antes en la marcha de los negocios.
Manuel Antonio Matos, propietario de considerable fortuna, figura emblemática del Liberalismo Amarillo y miembro de la parentela de Guzmán, encabeza la operación con las firmas más solventes del comercio. Se supone que ya la colectividad puede contar con una empresa financiera de alcance nacional, orientada hacia las necesidades de unos clientes hasta ahora menospreciados, pero también hacia el requerimiento de los gobiernos que habitualmente viven en apuros. Como la iniciativa coincide con el incremento del interés de los inversionistas alemanes, con buenos vientos para la cosecha de café y con la sensación de que el condominio de caudillos ensayado desde 1870 ha conducido a la moderación de los erizamientos domésticos, los análisis apuestan por un futuro prometedor.
Pero son apuestas condenadas al fracaso. El banco puede imponer al gobierno, su principal deudor, deseos de organicidad y la idea de una administración austera, pero es prisionero del aparato oficial que parece dependiente de sus caudales. Una patética balanza que se inclina según predominen los apetitos de los incipientes capitalistas o los apremios de la autoridad, no permite lenitivos de largo aliento. Un país dependiente del monocultivo y de la renuencia de los hacendados a modernizar el laboreo de los cafetales, el cual lleva un atraso de décadas, necesariamente se mueve al son de los precios impuestos desde el extranjero y de acuerdo con la marcha de la producción en los países del vecindario. Están funcionando desde 1880, pero el impulso de los ferrocarriles es más fantasía que realidad. Continúa fracturado el paisaje y el comercio sigue en dispersión, pese al trazado de los caminos de hierro que se anunciaban como el ingenio que conduciría los regalos del edén. Ni siquiera los gerentes de las locomotoras se benefician de unos contratos suscritos en medio de condiciones ventajosas debido al languidecimiento del comercio, al limitado recorrido de las vías y a la ausencia de seguridad. Desde su nacimiento como república, Venezuela es un archipiélago y solo en las páginas de la publicidad ha logrado superar las rémoras del apartamiento regional.
Pero es un archipiélago deshabitado. La guerra de Independencia reduce la población cerca de un 30%, cifra que aumenta como consecuencia del asolador terremoto de 1812 y no se modifica en términos positivos debido a los conflictos civiles que la continúan a partir de 1835, especialmente la Guerra Federal. Ninguna de las ciudades llaneras supera los 10.000 habitantes durante el auge de la producción de café. Ciudad Bolívar, núcleo importante para el comercio por su establecimiento en las orillas del Orinoco, oscila entre los 7.000 y los 11.000 pobladores entre el comienzo del período nacional y el fin de siglo. Debido a la cercanía con puertos internacionales, apenas Caracas y Maracaibo pueden lucir como poblaciones de cierta consideración, y como referencias para los tratos políticos en un desierto carente de comunicaciones.
Cada uno de tales fragmentos de territorio funciona según su aire, sin recibir los intermitentes mensajes de republicanismo, los intentos de legalidad, los planes para educación y salud que no dejan de sugerirse en vano desde la capital. Los designios de uniformidad que proponen los círculos ilustrados apenas influyen entre unos pocos, mientras las comunidades entienden la sobrevivencia partiendo de su dislocación ante el resto del país.
En la mayoría de los territorios existe una masa de campesinos a quienes ha burlado el mensaje del liberalismo tradicional. Iguales ante la ley de acuerdo con los códigos, viven sometidos a una despiadada explotación en las haciendas, como siervos manejados según el capricho de los dueños, quienes rara vez pagan la cuenta de sus desmanes ante unos regímenes remotos y complacientes. Los más afortunados de esos labriegos forman parte de ejércitos personales que los caudillos reclutan en las regiones para facilitarles el beneficio de la rapiña. Manuel Landaeta Rosales, un acucioso contabilista de sucesos bélicos, anota 671 entre 1858 y 1868, sin referirse a la depredación que ocurre en mares lagos y ríos. Luego hace el inventario de 372 combates que siembran el terror a partir de 1899, para que solo disminuyan en 1903.
Quizá los profetas de la bonanza no observaran la sombría estadística sino solo el atildamiento de sus interlocutores, aprendido en el Manual de Urbanidad y Buenas Maneras de Manuel Antonio Carreño. El catecismo se ha convertido en vulgata de la civilidad gracias al interés del establecimiento, para que los venezolanos parezcan republicanos aunque en el fondo sean otra cosa. O tal vez se encandilaran con las obras públicas que Guzmán levanta para que la ruinosa ciudad de su nacimiento se asemeje a París, la urbe de sus sueños, en un calco al que más tarde se aficiona el presidente Joaquín Crespo. El lugarteniente quiere imitar al jefe, pero en el fondo es un hombre de presa que busca el control como lo han buscado sus semejantes desde el arranque de la Guerra Federal, con filigranas en los salones y fierros en la calle.
El personalismo se resume entonces en los colmillos de Crespo, el seguidor de Guzmán que ha vuelto al gobierno por el triunfo de la «Revolución Legalista» ocurrida en 1892. Con su retorno se incrementa un derrumbe caracterizado por la corrupción administrativa y por la falta de planes para la atención de las muchedumbres famélicas que cada vez abundan más. Esas muchedumbres protagonizan la primera manifestación urbana de protesta, clamando en vano por alimentos y empleos. Un escandaloso fraude en las elecciones presidenciales de 1897, que coloca en la cima a un mediocre oficial que obedece ciegamente al gran elector, cierra el capítulo de desgobierno y de burla de la ciudadanía que no vieron, o no quisieron ver, los redactores de La Revue Parisienne y del Monthly Bulletin referidos al principio.
Tampoco pudieron imaginar desde el extranjero que las cosas cambiarían en breve debido a una nueva guerra civil, la «Revolución Liberal Restauradora», a partir de la cual aparecen señales de fortaleza política, disciplinas y designios de unificación que cambiarán la vida de los venezolanos.
Elías Pino Iturrieta
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