Caracas Expuesta

El río que pasa por Caracas

Fotografía de Amada Granado

10/04/2019

Federico Vegas inicia para Prodavinci una serie semanal dedicada a la capital: Caracas Expuesta. Un viaje al pasado y al futuro de la ciudad, a través de sus imágenes más emblemáticas. Una galería virtual, un diario personal, un cuaderno de anotaciones y propuestas.

Esta fotografía de Amada Granado sacudió como un jab mis archivos más recónditos. Todavía estoy reordenando las carpetas revueltas. Hubiera querido hablar del trabajo de Amada, pero ya José Antonio Parra lo dijo todo en una presentación breve y admirable. Comparto las primeras líneas:

Para Amada Granado, hacer visible lo invisible consiste en abrir los ojos del espectador al mundo de los opuestos y dualidades. Su trabajo Guaire está profundamente imbricado en el ánima de una ciudad que se despedaza y muestra su podredumbre frente al ciudadano desenfadado y, más allá, de ello cubierto por una fuerte estética kitsch que, no obstante se ve trastocada o desplazada hacia un neo surrealismo donde el profeta salta impregnado de la inmundicia.

Gracias a José Antonio puedo pasar a mis recuerdos y premoniciones.

Hace sesenta años sonó el teléfono. Yo estaba solo en la casa. Atendí y una voz tan infantil como la mía me anunció:

—Este es un concurso. ¿Cómo se llama el río que pasa por Caracas?

Cuando uno ronda los diez años lo que no sabe lo intuye, pero no logra tomar decisiones y tiende a paralizarse. Yo tenía deseos de demostrar mis conocimientos y, al mismo tiempo, sabía que se trataba de una broma. Terminé diciendo entre orgulloso y ya humillado:

—El Guaire.

Eran dos niñas y se rieron mucho con mi respuesta balbuceante, temerosa. Recuerdo haber pensado, con esa dificultad para integrar las ideas de los niños acosados: “¿Por qué la palabra Guaire será tan humillante?». Había algo vergonzoso, como si yo fuera responsable de aquellas aguas infectas de un color indescriptible.

Resulta que sí tenía un compromiso no resuelto con el río, pues vivíamos al borde de su cauce. Mi padre, hacia el final de su vida, en la edad de las últimas recapitulaciones, insistía en que uno de sus peores errores había sido mudarse del borde de El Ávila al borde del Guaire. Hasta los ocho años viví en Los Chorros y era como estar al borde de la carpa gigantesca de un circo. Vivíamos al inicio de una inmensidad llena de espectáculos y secretos que podías alcanzar ascendiendo por algunos de los senderos, o asomándote a la quebrada que enviaba sus aguas puras a envilecerse en el río donde terminamos viviendo.

El río aún no estaba embaulado, o embalsamado, y, en sus riberas, el vapor de las noches calientes nos hacía conscientes del aire que respirábamos, como si fuera un peso, un resto de comida que no quieres tragarte, un espanto escondido entre las orejas y el pelo.

Yo odiaba al Guaire. Pensaba que pertenecía a mi vecindario, como si se iniciara en Las Mercedes y terminara en Chuao, y creí que esas dos niñas sabían dónde estaba mi casa y la llamada no había sido al azar.

Pasaron tantos años antes de saber que había otra historia, otros episodios, otros aromas. Creo que tenía unos treinta años cuando vi esta imagen en una venta de postales en Barcelona. La orgullosa firma de quien la envía parece reflejarse en el cauce de un río tan apacible y bucólico que la vaca en el borde izquierdo de la imagen, intimidada por la intensidad del verde, no se atreve a entrar en escena. La amplitud en los giros de la escritura proclaman con orgullo: “Tu estarás en París, pero aquí tenemos lo nuestro”.

Fue como descubrir que un abuelo vicioso y destructor había tenido una juventud romántica, esperanzadora. Todos los ríos han tenido una infancia feliz pero pocos han sufrido tantos desprecios y desechos como el Guaire. El niño que una vez fuimos siempre está buscando reaparecer, y el mío se tomó como una afrenta personal lo que aquella postal revelaba. Algo o alguien me había quitado la oportunidad de una infancia digna de Mark Twain.

El Guaire no es el Mississippi ni el Sena, pero si sumamos a su curso las quebradas que vienen desde El Ávila y las colinas del sur tenemos el dibujo de un diálogo grandioso entre la montaña y su valle, un sistema de parques que los caraqueños no hemos sabido leer ni disfrutar. Esos cursos verdes con nombres indígenas, Caroata, Catuche, Anauco, que intentan bajar de la montaña con palmas, helechos, grandes árboles y agua fresca, han sido borrados y sepultados. William Niño proponía que debemos tomar en cuenta la red biológica, topográfica, ancestral, indígena, y no solo la trama urbana superpuesta.

Cuando se realizó el concurso para hacer un parque en la base militar de La Carlota, se presentaron ideas maravillosas que celebraban las posibilidades que William planteaba. Me lleno de alegría el que las nuevas generaciones de arquitectos sientan con tanta pasión el resarcimiento que merecen nuestros orígenes.

El Guaire aún aparece en las guías como “la principal vía fluvial del valle de Caracas”. La palabra “fluvial” es demasiado bella y se torna dolorosa si no aprovechas su potencial. El peor de los pecados es no comprender lo que te regala la naturaleza, la que forma tu cuerpo, las claves de tu nacimiento y de tu muerte. Caracas no ha entendido a su río, no tuvo empatía con él más allá de las postales que se enviaban los enamorados a Europa muy a principios del siglo XX.

William Niño (como ven, mi principal referencia) me dijo una vez que el Guaire tiene una fuerte pendiente; en 72 kilómetros baja unos 800 metros. Tomás Sanabria me explicó que solía correr por el borde de la cordillera y salir hacia Guarenas, pero hace miles de años los derrumbes lo llevaron más al sur en su búsqueda del río Tuy. Tengo que leer con detenimiento las reflexiones de Humboldt a principios del XIX y las de Anton Goering cerrando el siglo.

Quien mejor entendió al Guaire fue quizás Ricardo Zuloaga. En 1897 inicia un sistema de estaciones hidroeléctricas para ofrecerle iluminación a Caracas, la cual pasó a ser una de las pocas ciudades del mundo con fluido eléctrico continuo generado por el aprovechamiento de sus aguas. Suena tan simple y lógico convertir la corriente del agua en corriente de luz.

No ha habido edicto más obedecido y por más tiempo que el de Antonio Guzmán Blanco. También a finales del siglo XIX, después de dotar a Caracas de cloacas y alcantarillas, ordenó que se utilizara el río Guaire como la vía principal de desagüe de las aguas residuales de la ciudad. Alguien tenía que cargar con el lado oscuro de la purificación.

Más de un siglo después hubo una propuesta fastuosa, grandilocuente. El presidente Chávez hizo una invitación solemne frente a varios mandatarios: “El año que viene los invito a todos, y a ti, Daniel Ortega, a que nos bañemos en el Guaire”.

Jacqueline Faría, la ministra de ambiente para entonces, se encargaría del saneamiento y de las piscinas socialistas. Algunos calculan que se gastaron 14 mil millones de dólares, una cifra que no entiendo. El resultado se desconoce. Las aguas siguen siendo las mismas. Lo visible es que el río ha vuelto a tener total relevancia, como si regresáramos al siglo XIX. El Guaire es otra vez lo más visible y notorio, el eje donde se constata el estado de la ciudad. Campamentos de indigentes, grupos de personas recogiendo agua en las vertientes menos contaminadas, mineros con coladores a ver que prendas se fueron por las cloacas. En la gran marcha el 2017, cientos de manifestantes huyeron de las bombas lacrimógenas cruzando el río. Cuando le preguntaron a la ministra Faría qué había hecho con los millones de dólares, contestó en un twitter: “Se invirtieron completicos. Pregunta a tu gente que se bañó sabroso”.

En ese breve mensaje se condensa y consagra todo el cinismo y el abandono de un siglo, la aceptación de una condición, de una maldición: la de cagarnos en la señal más evidente y emblemática de nuestra fluidez. Sin el Guaire, Caracas no hubiera nacido, y en el Guaire están las evidencias más visibles de su agonía.


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